—Y tú, ¿ya tuviste un orgasmo a 130 km/h?
Lo estaba provocando. Era claro que no.
Estábamos en el camino de regreso, avanzando en una autopista del Norte de Francia, después de un día de visita turística.
Lo conocía desde mi primer año de universidad, era uno de estos famosos “amigo de amigo”. Por casualidad, nos habíamos vuelto a encontrar hacía un mes, en un voluntariado de arqueología, y ocupaba desde entonces la mayoría de mis pensamientos. Había alimentado mis fantasías durante varios años y, por fin, se habían vuelto realidad en su carpa, en la mía, en el monte, en el río, en los baños del camping y en las callecitas oscuras de la ciudad medieval al lado de la cual nos alojábamos con el grupo de voluntarios. Cachábamos como desesperados, fuerte y violentamente, la mayoría del tiempo parados y sin tomar el tiempo de quitarnos la ropa. Lo mordía, me arañaba, nos agarrábamos con tanta fuerza que se habían marcado moretones en nuestras cinturas y nalgas.
Diego tenía una afición desenfrenada por el sexo, como la mía. Entonces, cuando me propuso visitarlo, una semana después del voluntariado, no dudé un minuto en cruzar la totalidad del territorio francés para encontrarlo.
Habíamos pasado dos días sin bajar de su cama. Me hacía pensar en este juego al cual jugaba de niña, cuando te imaginas que el piso es lava y que tienes que saltar de mueble en mueble para desplazarte en la sala, desesperando a tus padres. Después de esta estadía, en lo que Diego llamaba poéticamente el Continente de las Sábanas, él continuamente metido en mi boca o en mi concha, me había propuesto salir para hacer un día de visita y disfrutar del sol. Sonaba como un sacrificio asumido, animado por la amable intención de hacerme conocer su región un poco más allá de las paredes anaranjadas de su cuarto y de los lunares de su ingle. Había manejado hacia el puerto más cercano para pasear con el mar como telón de fondo.
El día había pasado rápido, nos habíamos divertido y ahora que estábamos en su carro, nos costaba contener las ganas que nos teníamos. En parte era mi culpa: apenas sentados, había puesto mi mano en su pierna. Ni habíamos hecho un kilómetro, y ya estaba amasando su verga a través de su jean. Era de buen tamaño y la encontraba deliciosamente presa de la tela, torturada por una erección contenida y, lo esperaba, pronto inaguantable.
Había pasado mi otra mano en el interior de mi sostén y acariciaba la curva cálida de mi teta. Diego me dio un vistazo y sonrió, volviendo a fijar su atención en la pista.
No era guapo. Tenía una nariz prominente, cejas gruesas y labios carnosos de los cuales me burlaba, “Tienes labios hechos para chupar pingas”, le decía. Era moreno, un poco más alto que yo y muy flaco, como si sus músculos delgados estuvieran constantemente tensos y atormentados por sus nervios.
La noche empezaba a caer en un largo atardecer de septiembre y no había mucho tráfico en la autopista.
—¿Tienes ganas? —me preguntó.
Dejé su entrepierna para pasar mi mano debajo de mi falda. Mi calzón negro estaba húmedo. Abrí las piernas y pasé mi mano debajo de la tela delgada. Hacía tiempo que había dejado de lado la depilación integral. Me gustaba que mi sexo esté apenas escondido y protegido por unos pelitos cortos y color castaño que procuraba cuidar regularmente. Formaban un vellito ligero y delgado, sedoso y discreto en el cual deslicé mis dedos hasta el interior de mis labios que se hallaban entreabiertos, para recoger un poco de la brillante excitación que los cubría.
—No sé, ¿a ti qué te parece? —le contesté, presentando mis dedos mojados a la altura de sus labios.
Los lamió, fingiendo una profunda reflexión.
—Creo que necesito una muestra más representativa, así nomás no puedo darte una evaluación realista.
Este inicio de juego me estaba calentando.
Diego era un cínico, arrecho y malcriado, amante de la poesía rusa y profesor de matemáticas. La gente lo consideraba pedante, creído y desprovisto de cualquier forma de empatía. Yo lo consideraba como la persona que más me excitaba en el mundo, a quién conseguía arrancar gritos de goce y ruegos desesperados de frustración, como iba a ocurrir pocos minutos después.
Apoyé mis pies en el tablero del carro y volví a pasar mi mano debajo de mi falda, pero esta vez mis caricias eran más insistentes. Recorrían los labios mojados de mi sexo y mi clítoris, con un movimiento pausado y regular. Me excitaba mucho tocarme estando a su lado. Él todavía no podía mirar lo que estaba haciendo, pero era claro que se lo imaginaba sin ninguna dificultad. Solo veía que había levantado mi blusa y que había sacado mi seno del sostén para jugar sin pudor con mi pezón erguido y sensible. La forma de su verga ya se dibujaba nítidamente a través de su jean. Estaba completamente arrecho.
Me metí lentamente dos dedos y dejé escapar un suspiro que Diego no se perdió.
—Ya, está bien, se puede probar de nuevo —dijo, impaciente.
Volví a presentar mis dedos delante de sus labios rollizos que los esperaban entreabiertos. Los chupó con voracidad, su lengua recibía las ligeras idas y venidas de mis dedos. Una de sus manos soltó el volante para desabrochar la bragueta de su pantalón que comprimía su verga. Escondida en su bóxer, estaba totalmente vertical y dura, apoyada contra su pubis, apuntando hacia su ombligo.
La visión era encantadora: Diego mirando la pista, imperturbable, dejando mis dedos cacharle lentamente la boca, con sus manos pegadas al volante y su erección dantesca.
Una gotita que se había escapado de su punta y dejaba una mancha de arrechura en la tela gris de su ropa interior. Me daba morbo. Mi otra mano soltó mi pezón ligero y deliciosamente adolorido, y la bajé para tocarme. Mi excitación era difícilmente aguantable, sentí que mi clítoris se había hinchado. Mi sexo sufría un vacío insoportable. Es una sensación que me vuelve loca. Cuando desgraciadamente me pasa en un sitio inapropiado, como una reunión de trabajo o un lugar público – por las películas que me hago en la cabeza, imaginando escenas obscenas con desconocidos –, tengo que hacer todos los esfuerzos posibles para pensar en otra cosa. Pero cuando sé que me puedo satisfacer, sentir que necesito estar penetrada se convierte en un placer. Y ahora, justamente, lo estaba disfrutando, jugando con dos dedos en la entrada de mi vagina.
—¿Así te parece suficiente? —le pregunté a Diego mientras retiraba mis dedos de su boca y le acariciaba los labios.
Me contestó sonriendo, sin que su mirada dejara el horizonte.
—Creo que sí, tienes ganas… También creo que sabes aún más rico cuando te vienes.
No le respondí nada, él sabía que estaba esperando que me pidiera masturbarme a su lado.
A pesar de ser poco propensa al exhibicionismo, me gustaba que mis amantes me miraran al tocarme. Diego lo sabía, por haber sido un espectador entusiasta varias veces. Pasé mi mano por debajo de mi culo para agarrarme la concha por atrás, mientras los dedos de la otra pasaban uno tras otro por mi clítoris. Estaba jugando, como si tocara un piano empapado y brillante. Había levantado totalmente mi falda, y a Diego no le hacía falta más de una rápida ojeada para ver lo que hacía. Me animaba:
—Quiero que te metas los dedos, haz como te gusta, como me lo enseñaste. Abre tus piernas lo más que puedas. Que te hagas venir así de abierta, como si entregaras tu concha a la pista.
Le obedecí con gusto, metiéndome directamente dos dedos, con los pies apoyados en el tablero. Estaba cálida y chorreante. La sensación de mis dedos era rica y quería sentirme más llena. Me metí un tercero y pellizqué mi clítoris con mi otra mano. Un gemido que no conseguí contener se escapó de mi boca. La descarga eléctrica había sido instantánea y la onda de choque de mi orgasmo recorrió todo el cuerpo, irradiándose desde mi sexo.
—Qué rico, carajo… Me encanta cuando te vienes —se alegró Diego.
Lo volví a mirar, recuperándome de la violencia del goce. Seguía con la mirada fija hacia delante y con la sonrisa que tienen los malos en las películas, era una mezcla de satisfacción cruel y de excitación. Parecía que Diego tenía la capacidad de controlarme, que solo le hacía falta ordenarme que me venga, para que hiciese su voluntad tanto en su cama como en su carro. En parte era verdad, y me excitaba satisfacerlo de esta forma. Acerqué mis dedos a su boca, me había venido en ellos y, en el relámpago de los faros de un carro que cruzamos, vi que el chorreo de mi placer había llegado hasta mi palma. Diego lamió, lento y concienzudamente.
—Y tú, ¿ya tuviste un orgasmo a 130 km/h? —le pregunté.
—No, pero creo que me podrías ayudar para llenar esta laguna… y tu boca… mientras manejo.
Tenía esa increíble chispa de lujuria que brillaba en los ojos, estaba totalmente loco y me encantaba. Me agaché hacia él y le besé suavemente el cuello. Mi nariz acariciaba el lóbulo de su oreja. Sentía su piel estremecerse bajo mis labios húmedos. Cuando puse mi mano sobre el bulto tenso que tenía en su entrepierna, Diego dejó escapar un suspiro.
—Por favor…
Apreté su verga a través de su bóxer, encerrándola contra mi palma y presionando la punta con mi pulgar. Quería jugar un poco con él, era mi turno.
Le gustaba decidir el momento en el cual me viniera, y el día de antes se había divertido conmigo, dejándome al borde del orgasmo durante largos minutos. Me había dicho que me pusiera en cuatro y que cerrara los ojos. Solo llevaba mi calzón y me lo había bajado un poco, para desnudar mi culo y que la prenda de encaje fino me impidiera abrir las piernas como me gusta. Así de constreñida, había tenido que aguantar las reglas de su juego, que consistía en dejarlo hacerme venir usando únicamente un dedo de cada mano. Había pasado más de media hora al colmo de la excitación, sentía el chorreo cálido de mi sexo a lo largo de mis muslos. Me hubiera bastado un golpecito en el clítoris para mandarme bien lejos, y le suplicaba para que me dejara tocarme. “Olvídalo, no hay forma de que hagas trampas con tu mano, así es el juego”, me había contestado. Después de un buen rato de esta insoportable espera, había logrado venirme, sobándome vergonzosamente sobre mi propio pie, con sus dos dedos profundamente metidos en el culo. “Qué morbosa que eres…” me había susurrado.
Parecía que en este carro los papeles habían sido intercambiados y eso me encantaba. Disfrutaba mucho de verlo así, torturado por las ganas de que le pajee y que le haga venirse. Nos paramos unos segundos en un peaje. Fue lo suficiente para que soltara el volante y liberara su verga, con el par de idas y venidas de una paja nerviosa, ansioso por recuperar el tiempo perdido.
—Prefiero que te quedes enfocado en la pista y que manejes con las dos manos —le dije, interrumpiendo su masturbación al agarrarle firmemente la muñeca.
Me obedeció, retomando el volante y concentrándose para manejar, con la mirada hacia adelante, pero con los labios entreabiertos, sacudidos por su profunda respiración. Tomé su verga dura e hinchada en mi mano y empecé a masturbarlo muy ligeramente, para frustrarlo, con gestos que fingían timidez y que no me atrevía a tomarla a mano llena. Diego hubiera vendido a su madre para que mis movimientos fueran hondos y rápidos, para que le agarrara la pinga con fuerza y que por fin se viniera. Para vengarme de la frustración del día anterior, me dedicaba a regalarle una paja insoportablemente blanda y floja, manteniéndolo entre dos aguas: demasiado para poder calmarse y no lo suficiente para venirse. En la penumbra del carro podía ver como la punta de su verga brillaba de excitación.
—Te tengo unas ganas… me quiero venir ya, por favor.
—No creo que todavía sea el momento apropiado —le contesté, aumentando apenas un poco más la presión de mi mano.
Se mordía el labio, sus ojos brillaban y veía que hacía todos los esfuerzos del mundo para no soltar el volante y satisfacerse de una vez.
Un 130 iluminaba el contador del carro.
—¿Qué quieres que haga?
Sonreí, por fin era toditito mío.
—Quiero que estés tan desesperado como yo lo estuve ayer, cuando te divertías mirándome buscar mi talón para sobarme en él como si fuera un animal.
No veía mi cara, pero lucía mi sonrisa asesina.
—Es insoportable que me toques así, ¡quiero que me la agarres de una vez y que me hagas venir!
Mi mano apretó su verga, apenas un poquito más. Diego suspiró, aliviado:
—Así, así. Sigue, por favor…
Con mi otra mano había vuelto a masturbarme lentamente. Me excitaba sentir su verga a punto de explotar.
—Mira, si me haces venir ahora, a cambio te prometo que llegando a casa te voy a lamer toditita. Voy a recorrerte con mi lengua de la concha al culo hasta que te vengas y te tocarás todo lo que quieras.
Había ganado, para la más grande de mis satisfacciones.
—Dale, me parece un buen trato —le contesté, apretando su verga con fuerza.
Nunca la había sentido tan dura, me hubiera gustado que me la metiera así y tenía muchas ganas de chuparla. Gemimos los dos cuando empecé a masturbarlo como lo anhelaba, mientras me metía dos dedos e imaginaba esta hermosa verga dentro de mi concha. Aceleraba el movimiento de mi mano. Diego disfrutaba de un placer contenido por la concentración que ponía en manejar, con su mirada clavada en la pista. Me liberé de la parte alta de mi cinturón de seguridad y me agaché hacia su bragueta. Le lamí la punta de la verga, degustando su excitación líquida sin dejar de masturbarlo. Respiraba más hondo.
—Uy, si sigues así, te voy a llenar la boca de leche…
Y seguí, con una felación profunda, hundiendo su sexo hasta mi garganta y presionándola con mi lengua. Le amasaba las bolas y mi otra mano se agitaba en mi clítoris.
Los que me conocen saben cuánto me gusta venirme con una verga en la boca, y era exactamente lo que quería.
Con un vistazo, Diego se dio cuenta de que me estaba masturbando y bastó una presión más fuerte de mi lengua para sentirlo brotar en mi boca. Sus olas se derramaron en mi lengua y gemía, conteniendo sus espasmos para mantener su atención en la conducción.
Era tan rico sentir su goce así… Mi mano estaba frotando frenéticamente mi clítoris y sentí mi propia ola invadirme de nuevo.
Me vine tragando su semen, morbosa y sin vergüenza, con mi mano apretando mi concha chorreante.
Me levanté para mirar a Diego. Sonreía como yo, los dos aliviados y felices.
El contador del carro seguía marcando 130 y nos estábamos enamorando.