Fernando recibió el regalo del rey con la seriedad de un noble caballero medieval. El obsequio consistía en un pequeño castillo y, como era costumbre en la época, las tierras y gentes que vivían a su alrededor pasaban a ser también de su propiedad.
Aquella misma tarde, un mensajero fue enviado a dar la noticia a los campesinos. Entre todas las moradas se seleccionó la casa de Tomás, hombre maduro que vivía con su mujer y su hija Clara. Se esperaba que la familia invitase a almorzar a su nuevo señor y le concediese todo tipo de atenciones.
Y así se lo hizo saber el mensajero, mirando de manera lasciva a la hija del matrimonio.
Clara, que contaba ya con 20 años, era delgada, melena rubia, piel pálida, rostro agraciado y grandes ojos azules.
En cuanto se fue el visitante su padre se dirigió a ella en un tono que no dejaba lugar a la interpretación. Era necesario causar la mejor de las impresiones a su nuevo señor, su vida y la del resto de la aldea dependían de ello. Para lograr esto tenían que ofrecerle lo mejor, buena comida y, por supuesto, goce carnal.
– Mañana ofreceras tu cuerpo a tu nuevo señor como muestra de gratitud. ¿Está claro?
Clara, para decepción de su familia, reaccionó con rebeldía.
– Jamás haré lo que pedís.
Su madre, indignada, le dio un tortazo dejándole la mejilla colorada.
– ¡Cómo te atreves a hablarnos así desagradecida! Aquí todos arrimamos el hombro.
La chica, tercamente, siguió sin ceder. Para sus adentros sabía muy bien que no tenía muchas más opciones, que fuera de la familia, sin dinero y sin habilidades de ninguna clase, se vería abogada a la mendicidad o lo que era peor, a vender su cuerpo para conseguir manutención y alojamiento.
Su padre reaccionó cogiéndola por el brazo y arrastrándola a su habitación.
– ¡De rodillas!
Su madre se sentó en la cama y acomodó el rostro de la joven en su regazo mientras que su marido cogía un manojo de ramas.
– ¡Desnúdate!
La chica desnudo su trasero.
Pronto empezaron a caer los azotes sobre sus nalgas.
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Al día siguiente Fernando, acompañado por su escudero, llegó a la aldea. Clara, dócilmente, miró al recién llegado. No era demasiado mayor, quizás treinta y cinco años. Fuerte, ancho de espaldas, barba de menos de una semana, rostro curtido por el sol y manos con algo de vello. Cuando tomó la palabra su voz era ronca, pero agradable. Prometió a los habitantes un trato justo y protección en su castillo si eran atacados. A cambio pedía lealtad y dedicación en el trabajo para obtener buenas cosechas. Dispondrían de un día de descanso a la semana y sus demandas serían escuchadas.
Los aldeanos respiraron tranquilos, a priori su señor no parecía un tirano y su vida, aunque dura, podría ser incluso feliz.
La comida fue abundante, al igual que el vino. Fernando bebió con moderación, disfrutó de la carne en salsa y eructó ruidosamente. Sus maneras eran algo rudas pero correctas.
Terminado el almuerzo, el caballero posó sus ojos en la muchacha.
Esta no dijo nada a pesar de la mirada de advertencia de su padre.
– Sois bien parecida. – dijo el caballero.
Clara se ruborizó.
– Si así lo deseáis – intervino el anfitrión – podéis pasar a su cuarto.
Fernando agradeció cortésmente el gesto.
– ¿Venís?
Clara tardó un instante en reaccionar pero finalmente se levantó y tratando de ocultar su nerviosismo inició el camino hacia su cuarto.
El caballero cerró la puerta en cuanto ambos entraron.
– Estáis nerviosa. – comentó describiendo lo que era obvio.
La muchacha bajó la mirada ruborizándose.
– Me caéis bien. Habladme sin miedo.
Sin saber muy bien la razón, Clara se sinceró y contó a su señor los temores del día anterior y como su padre la había azotado en las nalgas por su comportamiento.
Fernando visualizó la escena en su mente provocando que el pene se hiciese grande bajo su ropa. Podía forzar a la muchacha si quisiera, de hecho, si esta se negaba, podría hacer que la azotasen en público o podía ordenar que hiciesen lo propio con sus padres o incluso algo peor. Las vidas de aquellos campesinos le pertenecían.
Pero Fernando era ante todo un caballero de verdad y prefería tener sexo consentido que meter su miembro por la fuerza en una vagina reseca por la falta de deseo.
– ¿Y qué pensáis ahora?
Clara dudó. No esperaba que le pidiesen opinión. Sopesó por un momento la posibilidad de negarse, pero si hacía eso, aunque aquel hombre parecía justo, quien sabe, quizás les guardase rencor. Y luego estaba su padre, dispuesto a calentarla el culo de nuevo.
– ¿Podríamos hacerlo despacio? – dijo al fin.
Fernando sonrió tranquilizándola. No había prisa.
El caballero la besó en el cuello. Los pelos de la barba rozaron su mejilla, picaban, pero era una sensación que al mezclarse con la electricidad de los labios recorriendo su piel se tornaba placentera. Fernando aspiró el perfume del cuerpo de la joven y la besó en los labios. Clara respondió abriendo la boca y permitiendo que sus lenguas se entrelazasen, el sabor del vino mezclado con el toque amargo de la saliva tenía algo de adictivo.
Pronto los pechos desnudos de ambos amantes entraron en contacto, las manos de ella acariciando su espalda, las manos de él, primero, meciendo el cabello rubio, después sobando las tetas y pellizcando con cuidado los erectos pezones.
Clara miró con deseo la abultada entrepierna de su señor.
– Quiero verlo. – rogó.
El varón liberó el imponente mástil y la campesina comenzó a lamer el capullo. Después de unos minutos Clara se dio la vuelta y se tumbó boca abajo sobre la cama. Se levantó la falda y dejó a la vista su trasero, todavía enrojecido por la zurra del día anterior.
Fernando se acercó e introdujo su palpitante pene.
Empujó contrayendo sus peludas nalgas.
Clara gimió y mordió su labio inferior agarrando con sus manos el extremo de la cama.
El caballero envistió de nuevo, azotó la nalga de la joven con su mano y tras permanecer dentro del cálido cuerpo de la muchacha unos segundos, inició el mete saca con penetraciones rápidas y cortas para, unos minutos después, sacando completamente su miembro, regar con abundante semen el trasero y los muslos desnudos.
Clara alcanzó el primer orgasmo.
Minutos después la puerta se abrió y caballero y mujer salieron de la habitación.
Fernando partió, no sin antes invitar a la joven a visitar el castillo.