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La mirona en camisón
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Tiempo de lectura: 3 minutos

Marta sudaba bajó el edredón nórdico mientras el camisón, empapado, se pegaba a su piel y la tela de las bragas se colaba, de forma molesta, por la raja de su culo. La habitación estaba caldeada y la escasa luz que se filtraba por la persiana creaba una atmósfera de sombras. Olía a alcohol y a humanidad. En la papelera se amontonaban los clínex usados, restos de algodón, envoltorios y una jeringa de plástico. Le había bajado la fiebre, pero todavía se encontraba débil.

Del salón llegaban voces apagadas por la distancia, un hombre y una mujer conversando. Su compañera de piso, Ana, había estado en el cuarto hacía una hora para ponerle la medicina. El recuerdo de la visita, envuelto en la neblina de los sueños, podría haber sido irreal si no fuese porque su nalga derecha, todavía dolorida, decía lo contrario. Ana era atractiva, femenina, pero al mismo tiempo estricta. Permanecer boca abajo indefensa, desnuda, prisionera del destino frente a ella, provocaba sensaciones de todo tipo. Durante un instante Marta había cruzado la mirada con la mujer que sostenía la aguja y en sus ojos había visto deseo.

Ana estaba sentada en el tresillo en el salón, con una copa de vino entre las manos. Junto a ella su vecino Andrés, cinco años menor que ella. El chico le gustaba, era un pelín inocente, culto, algo inseguro y se había echado más colonia de la cuenta.

Marta se levantó de la cama, se quitó el camisón y sin hacer ruido abrió el cajón para ponerse otro. Se tocó la frente, no tenía fiebre, pero volvió a la cama y se sentó con los codos sobre sus muslos y sujetando la cabeza entre sus manos. Los muelles chirriaron. En ese momento oyó con claridad la conversación del salón.

– Andrés, ¿a ti te gustan los azotes?

Un susurro difícil de entender.

– Yo te puedo enseñar.

Marta, de puntillas, salió de su habitación y se ocultó detrás de la puerta del salón. A través de la rendija pudo ver a Andrés con los pantalones y calzoncillos a la altura de los tobillos y el culo al aire. Ana sentada en medio del tresillo agarró el pene de su invitado y tirando de él, le tumbó sobre su regazo.

Pronto comenzaron los azotes. Marta se llevó la mano a la boca y amortiguó el sonido de la tos. Por suerte, el sonido de la azotaina impidió que la descubrieran. Ver el culete colorado danzando, imaginar el miembro viril creciendo entre los muslos de su compañera, dejando escapar, quien sabe, un hilillo de semen. Sonidos, la posibilidad de ser cazada, todo contribuía a excitar, pese a su debilidad, a la mirona. Marta se mordió el labio inferior y deslizó la mano bajo las sudadas bragas metiendo los dedos en su coño. El culo tenía memoria y el glúteo derecho palpitaba en el lugar del pinchazo. La tela de las bragas, devorada por la raja glotona rozaba, la molestaba, por lo que decidió quitárselas. La corriente de aire acarició su trasero poniéndole piel de gallina.

En ese momento, bruscamente, Andrés se incorporó con el pene henchido y besó en la boca a la mujer que le había estado poniendo el culo colorado. Luego, rebelándose, le ordenó que se desnudase. Le manoseó las tetas y chupó con ansia los pezones, le propinó un azote en las nalgas y le ordenó que se tumbase boca abajo en el sillón de tres plazas. A continuación se encaramó sobre ella y la penetró por detrás haciéndola jadear.

Marta, encendida por la escena, comenzó a frotar sus partes íntimas cada vez más rápido hasta que dejó de mirar el acto sexual, se dejó caer en el suelo, encogió el cuerpo haciéndose un ovillo y oyendo el sonido de los huevos chocando con el trasero de su compañera, alcanzó el orgasmo corriéndose ruidosamente, sin importarle si la oían o no.

Andrés y Ana concentrados en su propio placer no la oyeron.

No la oyeron tampoco cuando, exhausta, volvió sin hacer ruido a su habitación.

Tampoco oyeron el sonido de los muelles de la cama cuando se acostó.

Mientras Andrés y Ana se limpiaban con unas servilletas de papel, Marta, rendida, se abandonó en los brazos de Morfeo sin caer en la cuenta de que sus bragas, humedecidas por el sudor, permanecían de guardia tiradas junto a la puerta del salón.

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