Mucho se ha hablado sobre la pérdida del deseo sexual con el paso de los años. La teoría indica que cuando estamos entrados en años, sexualmente las cosas ya no son como antes; todavía existe interés y hasta un poco de pasión, pero la respuesta del cuerpo no es la misma que en otras épocas. Sin embargo, pareciera existir excepciones a la regla.
Mi esposa, lejos de disminuir su deseo sexual, con el paso de los años muestra vivo interés por mantener al máximo actividad y su curiosidad por experimentar los placeres derivados del sexo se han visto incrementados en extremo. Todavía tiene interés en explorar el placer que le puedan brindar múltiples posibilidades por descubrir.
Ella encuentra una especial fascinación por los hombres de color. Le elevan el deseo en exceso. De allí que cualquier contacto sexual con alguno de ellos le proporcione los más intensos y variados orgasmos. Es evidente que su comportamiento cambia. Hay una expresión corporal manifiesta en respuesta a sus orgasmos, gesticula, grita, respira agitadamente y se comporta de manera inusual. Y eso le gusta, especialmente cuando ellos la buscan y demuestran en sus encuentros dedicación, vigor e intensidad.
No es secreto que ella anhele tener a uno de esos jóvenes montándola y empujando vigorosamente su miembro dentro de su vagina. La sola idea le desata una inmensa excitación, humedece su vagina y la incita a pasar a la acción. Esas calenturas no son de ahora, pero se han vuelto más frecuentes con el paso del tiempo, de manera que la posibilidad de concretar citas para desatar toda la fogosidad sexual contenida vaya en aumento. Ella no pone en discusión sus intenciones, sino que se limita a comunicar la cercanía de tales eventos. Yo preferiría que el trámite fuera algo diferente, pero en cuestión de gustos no hay disgustos.
Hace poco, un sábado en la tarde, me abordó para contarme que la había contactado un muchacho que había despertado su curiosidad y que tenía ganas de conocerlo. Y, como siempre, entendiendo en el fondo el deseo detrás de sus palabras, quise saber los detalles de cómo había ocurrido aquello. Me contó que había sido algo inesperado. Estuvo visitando un centro comercial y, por casualidad, se detuvo a contemplar la vitrina de una tienda erótica. Un hombre se situó al lado de ella, aparentemente también para curiosear lo que allí se exhibía.
Ella estuvo detallando un conjunto de ropa interior negra que lucía un maniquí, cuando el hombre le preguntó ¿estaría dispuesta a usar una vestimenta así? Sí, ¿por qué no? Respondió ella. Perdone, era sólo curiosidad. ¿A usted le gusta? Preguntó mi mujer. Sí, respondió él. Podría regalárselo a su pareja, dijo ella. Ese es el problema, respondió el muchacho. No tengo pareja. Cuanto lo siento, había dicho ella. No se preocupe, dijo él, no es problema. Ese vestido le luciría muy bien. Gracias, respondió ella. Excuse si la molesto. Usted me llamó la atención y no quise dejar pasar el momento sin expresarle mis impresiones. Tranquilo; pierda cuidado, dijo mi mujer.
Me llamo Carlos Alberto Chavez, soy ingeniero industrial y trabajo para el gobierno, continuó, mientras le extendía una tarjeta de presentación personal, que ella recibió. De verdad, me gustaría verla luciendo ese vestido. Y, si existiera tal posibilidad, me gustaría que me llamara y me aceptara una invitación para charlar un rato y conocernos un poco más. Esto es extraño, pero lo pensaré, le había dicho ella. Espero no haberla importunado, dijo aquel. Que pase buena tarde. Y se despidió alejándose de allí.
Y eso hace cuanto fue, pregunté. Hace exactamente dos semanas. ¿Y? Pues, yo lo llamé, me dijo. ¿Y si era quien dice ser? Si, dijo, mostrándome su tarjeta. En ella estaba impreso Gobierno Nacional, Ministerio de Hacienda y Crédito Público. Carlos Alberto Chavez G. Oficina de Planeación. E-mail, teléfono fijo y teléfono celular. ¿Y qué pasó en esa conversación? Nada especial. Me invitó a almorzar cerca de su oficina en el centro. Eso fue el viernes de la semana pasada. Yo acepté su propuesta y fui…
Y ¿qué pasó? Fue un encuentro muy formal y él estuvo muy atento conmigo, me confesó. ¡Me imagino! dije. Me contó acerca de su trabajo, sus antecedentes familiares y que andaba tratando de adquirir más confianza, porque había pasado muchos contratiempos en el ejercicio de su rol con otras personas, especialmente con las mujeres. Y que, en aquella ocasión, se había atrevido a dirigirse a mí para confiarme lo que pasaba por su cabeza, lo cual, aunque no pareciera, le había costado trabajo, porque generalmente él no es así. Y le creíste, comenté. Yo solo te cuento lo que me dijo, respondió.
También le pregunté si lo de verme lucir el vestido era verdad o solo una excusa para desinhibirse y hablar directo con una mujer. Me dijo que no. Que era lo que pensaba en ese momento y que por eso lo había comentado. Y, entonces, insistí, ¿qué intenciones había detrás de aquellas palabras? Nada indebido, contestó. Lo que dije fue lo que pensé en ese momento y aún lo pienso. Me llamó la atención la mujer que estaba a mi lado y así se lo hice saber. Y ¿hay algo más? Repliqué. Pues me gustaría que nos conociéramos un poco más, si no le molesta. ¿Eso implica sexo? Pregunté. ¿Hay algo malo en eso? Contestó. No, le dije. ¿Usando ese vestido? Pregunté. Sí, me gustaría.
Esto es una aventura tanto para ti como para mí. Y, como imagino supondrás, yo soy una mujer casada. Mi marido está incluido en la experiencia, si es que me propongo en seguir adelante con esto. Me preguntó qué significaba eso. Le dije que tú me acompañarías en lo que fuéramos a hacer y que, si no era de esa forma, no habría futuro para esa fantasía. Me dijo que confiaba en mí y que él estaría dispuesto a lo que yo le dijera, pero me pidió que le explicara cómo funcionaba eso. Simple, le dije. El encuentro sexual es entre tú y yo, pero mi marido está presente. No lo hago si es de otra manera. Okey, habría dicho aquel.
Acordamos que nos veríamos el día de hoy, así que eso te cuento. O sea, cuestioné yo, ¿la decisión de verte con él ya es un hecho? Sí, claro. Después de todo lo que te conté, creería que es evidente ¿no? Y, en esta ocasión, ¿qué hace especial ese encuentro? Pues, la forma en que esa persona llegó a mí me pareció curiosa. Por algo pasó. Me tomó por sorpresa. El tipo físicamente no está nada mal, es agradable, tiene formación y, con esa forma de abordarme, simplemente captó mi atención. El hecho de haberse presentado abiertamente y haberme dado su tarjeta de presentación hizo que lo tuviera presente en mi cabeza a cada instante. Y ¿por qué no?
Y, el tema del vestido, ¿en que quedó? Pregunté. Pues, dijo ella, tengo la intención de comprarlo y quería saber si quisieras acompañarme. No habiendo marcha atrás, ¡vamos! Dije. Fuimos a buscar el vestido que aquel hombre deseaba que luciera mi mujer. Se trataba de un top o brassier, con cierre en la espalda y ajuste detrás del cuello, un diminuto panty, un liguero ajustable y unas medias, todo en color negro. Le incluimos un par de botas negras, un conjunto de chaqueta tipo sastre y falda de color blanco, y los consabidos accesorios, la cartera, los aretes y el collar. De regreso a casa, ella dijo que iba a estar en el salón de belleza y que, cuando tuviera comunicación con él, me daba los detalles.
Me llamó más tarde para comunicarme que la idea era conversar un rato antes de cualquier cosa, así que habían decidido encontrarse en un lugar llamado “theatron” donde, además de poder encontrarse en un restaurante, para hablar y romper el hielo, también se podía bailar, si así lo deseaban, en un piso ubicado más arriba. Ella llegó a casa un poco más tarde, confirmando que había estado en un profundo proceso de transformación: cabello arreglado, teñido de negro y un excelente maquillaje, que me hizo dudar si de verdad se trataba de mi esposa porque, la verdad, estaba bastante cambiada, pero muy a gusto, al decir de ella, por la idea que se había hecho en su cabeza con relación a esta nueva aventura.
Cuando se llegó el momento de irnos, ella estuvo al tanto de obtener una memoria USB, con música que quería utilizar para amenizar el encuentro. Había grabado en ella una canción de Kylie Minogue, “Can´t get you out of my head”, que en su letra dice: “Simplemente no puedo sacarte de mi cabeza, chico; tu amor es todo en lo que pienso”. Tiempo atrás, sin saber lo que decía esa canción, y solo por el ritmo y melodía de la música, yo la había utilizado para que tuviera una de sus primeras aventuras sexuales con parejas fuera del matrimonio, y ella la había adoptado como su himno de consagración.
Ya arreglada y dispuesta, emprendimos el camino al encuentro de su nueva aventura. Cuando llegamos al lugar, Carlos Alberto ya nos estaba esperando. Así que ellos, reconociéndose, se saludaron de manera muy formal, me presenté con él y nos sentamos los tres a conversar un rato. El frío de la noche ameritaba calentar el ambiente, así que pedimos algunos pasabocas y unos tragos de tequila. La conversación del invitado, como era de esperarse, se centró en halagar a mi esposa y su arreglo personal, pidiendo disculpas por no haber sido más cuidadoso, porque se sentía un tanto fuera de lugar a su lado. No te preocupes, le dijo ella, lo importante es que disfrutemos el momento.
Y para lograrlo, ella ya se había anotado un punto a su favor, porque sin haber avanzado mucho la velada, aquel hombre ya se le notaba excitado con la presencia de la hembra a la que, días atrás, había retado con la posibilidad de que le luciera prendas íntimas bastante eróticas. La sensualidad que ella proyectaba hacía que no solo él posara sus ojos sobre ella sino también las personas que pasaban a nuestro lado. Y todo eso aumentaba más la tensión alrededor de la situación y generaba expectativas sobre lo que podría pasar más adelante.
Mi esposa, en medio de la conversación, le preguntó al macho si le gustaría bailar. Le contestó que no es un buen bailarín, pero que si ella quiere él no tiene inconveniente en acompañarla. Bueno, dice ella, entonces, bailemos un ratico. ¿Te parece? Sí, contestó él, aparentemente sin atreverse a proponer algo diferente. Abandonamos el lugar donde nos encontrábamos y subimos las escaleras hacia la discoteca.
El sitio estaba bastante oscuro, iluminado únicamente con luces de colores, que se prendían y apagaban intermitentemente al ritmo de la música, que sonaba a todo volumen. A tientas nos acomodamos en una de las mesas disponibles y, ya instalados allí, mi esposa no perdió tiempo y convidó a su hombre a la pista de baile. El hombre se comportaba bastante formal y bailaba con mi mujer guardando prudente distancia, contrario a lo que ella y la situación demandaría, pues la intención era que sus cuerpos se fueran reconociendo y ambientando para la cópula que probablemente se daría después.
Apenas habían pasado dos tandas de música cuando ellos volvieron a la mesa. Pedimos algunas bebidas para continuar animando cuerpo y espíritu y, en medio de la escasa conversación, mi esposa me dijo, ¿será que miras a dónde podemos ir para pasar el rato? Pues por aquí está inundado de sitios, contesté. Seguramente, dijo ella, pero me gustaría que te adelantaras y te aseguraras que no vamos a llegar a cualquier parte, que sea un sitio limpio, bien dispuesto y seguro. ¡Ah, vaina! pensé para mis adentros. Estos son los gajes del oficio del marido cornudo consentidor. Bueno. Voy, miro, reservo de una vez y vuelvo. ¿De acuerdo? Sí, dijo ella, creo que es lo mejor.
Me fui a explorar los sitios donde pudiéramos llegar. La noche era joven, así que el encargo no tuvo inconvenientes. Había varios lugares disponibles, pero elegí el más cercano a donde estábamos, casi que cruzando la calle, de manera que la calentura no fuera a enfriarse debido a la tardanza en un desplazamiento. El lugar seleccionado, llamado Jardín Real, contaba con habitaciones amplias, bien decoradas, servicio de televisión por cable, equipo de sonido, alimentos y bebidas a la habitación. En fin. Lo necesario. Allí probé la música ambiental que mi esposa quería tener como fondo en el desarrollo de su experiencia con su nueva conquista.
Volví a la discoteca y no les encontré en la mesa. Los busqué en la pista, pero no los vi. De modo que me senté a esperar. Pude observar, sin embargo, que había una especie de cortina que independizaba ese sector de otro y resolví echar una mirada. Se trataba de una especie de reservados, tal vez ocho en total, compuesto por un espacio pequeño, una mesita y una especie de sofá en forma de media luna. No me atreví a explorar dentro de estos lugares, pero me pareció ver en uno de ellos a mi esposa, abrazada y besándose con su macho. Así que decidí volver a la mesa y esperarlos.
No pasó mucho tiempo, cuando ciertamente los vi salir de aquel lugar y regresar a la mesa. Yo pensé que ya se habían ido, les increpé. ¿Para dónde? dijo ella. Estábamos dándonos una vuelta por ahí. Me imagino, dije. Bueno, Señora Laura, en cumplimiento a sus órdenes, dije en tono burlón, ya todo está arreglado. Puede proceder cuando lo estime conveniente. Cuando quieras podemos ir a otro sitio, le dijo ella a Carlos Alberto, ya todo está dispuesto. Yo sí lo preferiría, contestó él, aquí hay mucho ruido. Entonces ¡vamos! Dijo ella.
Salimos de allí dirigiéndonos al Jardín Real. Me adelanté para abrir la habitación y permitirles el ingreso, y así lo hicieron, pero Carlos Alberto estaba como tímido y no se atrevía a iniciar ninguna acción, de manera que les dije que salía a buscar unas bebidas y que volvería en un rato, pero le dije a Laura que siguieran con lo suyo y que yo volvería sin molestarlos. Que le dijera a él que no se preocupara ni se estresara por eso. Así que los dejé solos y procuré demorarme un largo rato para favorecer el que ellos se desinhibieran. Antes de salir dejé la televisión encendida, sintonizada en un canal porno y coloqué la música que ella había preparado para el evento.
Volví como a la media hora y, la verdad, la situación no había prosperado mucho. Cuando entré, ella estaba ubicada sobre una pequeña tarima, balanceando su cuerpo al ritmo de la música, habiéndose despojado de su abrigo, la chaqueta y su falda y, como él quería y deseaba, se estaba exhibiendo en ropa interior erótica para él. El, sentado frente a ella, solo se limitaba a observarla, manteniéndose totalmente vestido.
Una vez llegué a la habitación, la escena pareció empezar a fluir. Tal vez ella me estaba esperando para hacerme partícipe de lo que tenía en mente. Entonces, bajo de la tarima, se situó en medio de las piernas de aquel y, abriendo el cierre de sus pantalones, expuso su pene, lo acarició por un rato y cuando este se empezó a endurecer, ella lo llevó a su boca para mamarlo con mucha delicadeza. A mi hombre, esa caricia pareció excitarlo, pues echaba su cabeza hacia atrás y profería unos gemidos apenas audibles, por lo cual ella empezó a succionar su miembro con mayor vigor. Su pene, entonces, creció y se endureció, lo cual alentó a mi esposa a despojarse de su pequeño panty y sentarse sobre él.
La vista de su pene penetrando al interior del cuerpo de mi mujer disparó la virilidad de nuestro invitado que, incitado por el accionar de ella, empezó a empujar y empujar dentro de su concha. Ella respondía en reacción a los movimientos masculinos, apoyando sus brazos en los hombros de este. La fricción de los sexos pronto generó consecuencias, porque mi esposa empezó a mover sus caderas en forma circular, procurándose quién sabe qué sensaciones placenteras conforme avanzaba el contacto entre sus cuerpos. Pasados unos minutos ella decidió cambiar la posición, colocándose ahora de espaldas a él, insertando nuevamente el pene en su vagina.
Y así, con las nalgas de ella expuesta a su vista, Carlos Alberto, más animado, la tomó por sus caderas y empezó a atraerla y alejarla, determinando la cadencia con la que su pene entraba y salía del cuerpo de la hembra. Sin embargo, el hecho de estar vestido, no lo tenía muy cómodo, de modo que, tal vez sintiendo que la excitación subía, le dijo ¡espera! Mi esposa preguntó ¿Qué pasó? Nada, dijo él, quiero quitarme esta ropa. La acción se interrumpió, y él se levantó de inmediato, desnudándose con inusitada rapidez.
Laura se tumbó de espaldas sobre la cama, con sus piernas abiertas, esperando recibirle de nuevo. Cuando él finalmente se despojó de toda su ropa y quedó completamente desnudo, ahí si la atacó a ella con agilidad, subiéndose a la cama y montándola sin tardanza. Insertó con premura su pene en la vagina de mi esposa y, ahora sí, sintiéndose con más libertad, empezó a juguetear con ella a entera disposición. En principio empezó a contorsionar su cuerpo sobre el de ella mientras, rítmicamente, metía y sacaba su pene. Ella, conforme se incrementaba el ritmo de las embestidas, levantó sus piernas, agarró las nalgas de su hombre y empezó a presionar su cadera contra el cuerpo de aquel.
El incremento de la excitación pronto hizo que ella estirara sus brazos hacia atrás y se entregara a las sensaciones que experimentaba, mientras Carlos Alberto procuraba hacer su trabajo con esmero y propiciarse su propio orgasmo. De un momento a otro se incorporó, colocándose de rodillas, sin dejar de bombear en la vagina de mi expectante esposa, quien seguía reaccionando a los embates del macho. El subió la velocidad y se le veía agresivo, insertando el pene dentro de ella, muy profundo, manipulando con sus manos las piernas de mi mujer. Este movimiento pareció surtir efecto, porque ella pareció sentir algo muy intenso, aunque no lo expresó como acostumbra hacerlo en otros encuentros.
El macho aún no había llegado a la cúspide de sus sensaciones, de modo que la hizo poner a ella, boca abajo, y volvió a acceder a ella desde atrás, permaneciendo ambos tendidos sobre la cama. Ella, tal vez no se sintió a gusto en esa posición, por lo cual se colocó de rodillas, en posición de perrito, sin que el hombre dejara de bombear vigorosamente dentro de ella. Carlos Alberto incrementó la velocidad de sus embestidas y recorrió con sus manos todo el cuerpo de mi mujer que, sometida por el caballero, permitía que este continuara taladrándola con firmeza. Pasaron pocos segundos para que Carlos sintiera que el momento había llegado y, sacando su pene de la vagina, desparramó su contenido sobre las nalgas de mí mujer.
Ambos, aparentemente cansados del esfuerzo, se quedaron tendidos un rato. Carlos, con ojos cerrados, solo atinó a abrazarla a ella reteniéndola a su alcance. Ella volteó a mirarlo y, como aquel no abría los ojos, me miró a mi como queriendo saber qué hacer. ¿Estás bien? Le pregunto. Sí, dijo él, solo necesito un poco de tiempo para recuperarme. Ah, bueno, contestó ella, permíteme levantarme que necesito ir al baño. Claro, dijo él, y permitió que ella se moviera con libertad.
Ella fue al baño y, quien sabe por qué razón, se demoró un rato bastante largo. Al salir de ahí se le pudo ver compuesta nuevamente, arreglada y maquillada. Volvió a la cama y, sin decir una palabra, tomó el pene de Carlos Alberto entre sus manos y se propuso revivirlo nuevamente. ¿Te molesta? Preguntó. No, dijo él, continua. Al poco rato su miembro volvió a crecer y ella, nuevamente, se mostró dispuesta a recibirle.
Ella se tumbó a su lado y él, manteniendo la misma posición, se limitó a levantar las piernas de ella, y, acomodando su pene, la penetró lateralmente. Y en esa posición realizó toda su faena, bombeando sin cesar dentro de ella. El pene del macho no era muy grande, pero al parecer el hombre sabía manejarlo y en la posición escogida parecía generar el efecto deseado. Ella empezó a contorsionar su cuerpo, gesticular y resoplar mientras su macho empujaba. Y, como en la vez anterior, al parecer ella alcanzó su orgasmo primero que él, pero no habiendo pasado mucho tiempo, Carlos volvió a sacar su pene, derramando su semen en el vientre de mí mujer.
Contrario a lo pasado en muchas otras ocasiones, esta vez no hubo gemidos sonoros, o gestualidad excesiva, que manifestara un alta carga erótica y sexual en el ambiente. ¿Hubo sexo? Sí, ciertamente. El hombre cumplió su propósito de acostarse con mi mujer, y ya. Y ella, quizá no tan animada como en otras ocasiones, no quiso perder la oportunidad y dejar pasar la experiencia. Al parecer experimentó sus orgasmos, pero no la vi tan explosiva como en otras ocasiones. No sé para ella, pero para mí algo faltó en el ambiente que hiciera de la aventura algo más excitante.
Después de aquello, por iniciativa de mi esposa, seguimos reunidos, charlando un rato. Carlos Alberto, entonces, permaneció desnudo. Y mi esposa, semidesnuda, como estaba, eso sí, con sus botas puestas. ¿Las cosas no fueron como imaginabas, cierto? Preguntó ella. Por qué lo dices, respondió él. Bueno, no sé, no me pareciste muy animado. ¿Será que te excitaste más con la idea que imaginaste que con la realidad? No, contestó él, para nada. Tal vez no soy muy expresivo, pero si lo disfruté muchísimo. De verdad…
O ¿será que por estar mi marido presente te reprimiste un poco? Tal vez, contestó, no lo sé. Es la primera vez que me atrevo a hacer algo así y no sabría decir si reaccioné o no bien. Casi siempre las aventuras se dan con personas de mi edad, o muy próximas, y esta es la primera vez que me veo involucrado con una persona como usted. Pero, al final de cuentas, preguntó ella, ¿te gustó o no te gustó? Sí, dijo él. Y ¿Qué te gustó? Le siguió interrogando. Pues, todo. Tal vez me sentí un poquito menos por aquello de que era usted quien disponía y dirigía. Entonces, tal vez me quedé esperando lo que se venía e iba a pasar a cada instante.
Y si hubieras estado con unas jovencitas ¿qué hubiera pasado? Preguntó mi mujer. Creo que lo mismo. Si se trata del acto en sí, no habría diferencia. Lo que pasa es que, para mí, por lo menos, estar con jovencitas me pone en la situación del varón experimentado que ya sabe lo que tiene qué hacer. Y hoy, por el contrario, me sentí en una posición diferente, porque, aunque es lo mismo, no sabía a ciencia cierta qué hacer. Entiendo, le dijo ella. Bueno, dejemos eso atrás y brindemos, dije yo, como para relajar el interrogatorio.
Carlos Alberto, a pedido de mi esposa, nos confesó varias de sus aventuras y experiencias. Nada anormal. Lo propio de jóvenes con ganas de probarlo todo. Y, para rematar, ella le preguntó. Y, en conclusión, qué es lo que más te excita al tener sexo con una mujer. Muchas cosas, contestó. ¿Pero? Insistió mi mujer. Pero lo que más me estimula es ver cómo mi pene entra y sale del cuerpo de la mujer, contestó. ¿Y cual posición te permite hacer eso? Volvió a cuestionarle ella. Cuando la mujer está de pie y yo accedo a ella desde atrás, dijo. Y ¿por qué no lo hiciste? Ante lo cual se limitó a encoger sus hombros y torcer la comisura de sus labios hacia abajo. ¡No sé!
Pero ¿te gustaría?, increpó ella. Sí, dijo él. Y ¿estás dispuesto a disfrutarlo? Sí, respondió. Entonces, cogiéndolo de la mano y levantándolo de la cama, le dijo vamos. Hábilmente le acarició su pene y delicadamente lo beso, de manera que Carlos Alberto se empezó a encender rápidamente. Su miembro no duró en crecer y ponerse duro, y ella, para garantizar mejor desempeño, se puso en cuclillas frente a él y le mamó su pene, poniendo énfasis en regalarle lengüetazos rápidos y repetidos a su glande. El hombre pareció entusiasmarse, y no frenó para nada las caricias que mi esposa le daba, no solo a su pene sino también a sus testículos, que parecían hinchados de la emoción.
Pasados unos minutos en es labor, ella se levanta, se apoya en el espaldar de una silla, situada frente a un espejo, e inclina su cuerpo para que el macho acceda desde atrás, como le había dicho que quería. El no lo dudó y, colocándose detrás de ella, apuntó su pene a la concha de mi mujer y la penetró. En el espejo, frente a la silla, se podían ver mutuamente. Ella los gestos de él, y él la gesticulación que ella hacía en respuesta a sus movimientos. El hombre, empujaba y empujaba, y, preso de la excitación, hasta se atrevió a tomar a mi mujer por los cabellos para halar su cabeza hacia atrás mientras empujaba dentro de ella.
La altura que le permitía alcanzar ella con sus botas calzadas facilitaba el trabajo de Carlos Alberto, quien, fascinado con la imagen que veía en el espejo, parecía motivarse más y más para mantener ensartada a mi mujer, procurándole una experiencia para recordar. Más luego, decidió tomarla por los brazos, estirándolos hacia atrás, lo cual pareció acrecentar la profundidad de la penetración y sensaciones diferentes para ella, que, a esas alturas, parecía disfrutar con los movimientos vigorosos y continuos de su amante.
El hombre, en un momento dado, se aferró a los muslos de mi esposa y, removiendo su pene dentro de ella, arreció el movimiento y, quizá estimulado por los resoplidos que ella profería, finalmente llegó a su clímax. Eyaculó dentro de ella. No sacó su pene como lo hizo en otras ocasiones. Sus manos se dirigieron a las nalgas de él para retenerlo, pegado a su cuerpo, extendiendo el momento hasta más no poder. Allí permaneció él, de acuerdo a sus deseos, aprovechando para palpar el cuerpo de ella mientras todo acababa. Finalmente se apartó, flácido ya su miembro, dando por terminada aquella velada.
¿Estuvo mejor? Pregunto ella. Sí, dijo él. Me gustó mucho más. Bueno, dijo ella, espero no haberte defraudado. ¿Por qué lo dices? Pregunto él. Quizá no era la aventura que esperabas y no quise que te fueras con la sensación de haber perdido la noche. No, dijo él. Para nada. Todo estuvo perfecto. ¿Y para ti? Inquirió él. Todo estuvo bien, dijo ella. Cualquier experiencia es bienvenida y, a estas alturas de mi vida, ya no se es tan exigente. El momento se disfruta y se agradece. ¿No te parece? Sí, respondió él un tanto meditativo.
Ella, frente a él, terminó de desnudarse, quitándose el body que mantuvo puesto durante toda la faena. Y ahora, dijo, quisiera regalarte el modelito que tanto te gustó. Pudieras regalárselo a tu pareja, cuando aparezca, o a una de tus amiguitas. Yo ya lo disfruté. Ahora es tuyo. Y recogiendo las prendas en una bolsa de plástico que le dieron en el almacén, se las entregó. Gracias, dijo él. Espera, todavía faltan las medias. Y, entrando al baño, con sus cosas a mano, dijo, espérenme un ratico que me voy a arreglar. Oímos sonar la ducha y poco rato después salió, vestida con su abrigo, y le entregó a Carlos las medías que faltaban para completar el ajuar que le había regalado. Espero haber estado a la altura de tus amigas más jóvenes y que no te olvides que las maduritas también tenemos ganas. Sí señora, no lo olvidaré, dijo él.
Carlos entró al baño, se vistió y, una vez todos reunidos, dimos por terminado aquello y nos despedimos. Y cogimos cada uno por nuestro lado. Ya habrá otra oportunidad, dijo mi esposa, quien solamente iba vestida con su abrigo y sus botas. ¿Estuvo bien? Pregunté. Todavía tengo calentura, dijo ella, pero no veo con quien calmarla. Si quieres buscamos, le dije. No, dijo ella, dejemos así. Tal vez tú puedas hacer el cierre de la noche. Bueno, dije, ¡vamos pues!
Cruzamos la calle dirigiéndonos hacia el parqueadero. La entrada al “Theatron” estaba atestada de gente, muchas parejas yendo de aquí para allá y de allá para acá, hombres deambulando para encontrarse con sus citas, o curioseando a la caza de alguna aventura, cuando, en nuestro camino, se nos atravieso un mulato, bastante bien parecido. Y, conociendo los gustos de mi mujer, dije, ¿que no había con quién? Ahí tienes una entretención, como las que te gustan. Está simpático fueron sus palabras, pero pareció que no había interés.
Sin embargo, por alguna razón, el hombre reparó en mi mujer y las miradas de ambos se encontraron. Fue algo casual. El hombre siguió de largo. Sin embargo, ella, impactada por algo y dubitativa, se dio la vuelta y caminó detrás de él. Yo me quedé asombrado de su comportamiento porque, acabando de estar con un hombre joven, ¿qué estaría buscando ahora? Así que me quedé observando lo que pasaba. Ella caminó detrás de aquel hombre, alcanzándolo unos metros más adelante, cuando este detuvo su andar. Algo le dijo, pues el hombre la volteó a mirar y, cuando lo hizo, ella abrió su abrigo, mostrándosele tal y como estaba, y, diciéndole algo, se devolvió a donde yo estaba. Y él se vino detrás.
La vi muy animada, con otro semblante. Y, cuando llegó a donde yo me encontraba, su expresión era de entusiasmo. Bueno, me dijo, ya encontré con quien. ¿Cómo? Exclame sorprendido. Creo que con este se me calma la calentura, contestó. El hombre, andando detrás de ella, al encontrarnos los tres, preguntó, ¿Tienes sitio de encuentro? Pues sí, contesté, y señalé el sitio de donde acabábamos de salir, el Jardín Real. Y ella, sin decir una palabra, le dijo al hombre ¿vamos? Sí, dijo él. ¡Tú mandas reina! Así que volvimos al lugar. Pero, cuando llegué a la recepción me dijeron que la ocupación estaba a tope. No hay sitio aquí, les manifesté. Y, por la hora, seguramente todo va a estar igual por aquí.
¿Entonces? Exclamé. Pues, dijo ella mirando a este hombre, ¿buscamos por ahí? Sí, dijo él. ¿Por qué no preguntamos aquí si nos recomiendan algún sitio por acá cerca? De modo que fui a la recepción para acometer el encargo. ¿Será que me pueden recomendar a dónde ir y encontrar un cuarto? Señor, me dijeron, si no le molesta, espere una media hora. Bueno, ¿pero me lo aseguran? Déjelo cancelado, denos su número celular y le llamamos cuanto tengamos el cuarto listo. De acuerdo, manifesté, pero no nos dejen esperando. Es un asunto de emergencia. Tranquilo, señor. Nosotros lo llamamos. Pierda cuidado.
El cuarto está reservado y pago les dije, pero tenemos que esperar un rato. No hay problema, dijo aquel. ¿Por qué no nos tomamos algo mientras tanto? Sugirió mi esposa. Bueno, asentí. Busquemos algo por acá. Y, diciendo y haciendo, caminamos hasta un bar situado en la esquina de la misma calle. Todo está cerca por acá. Negocio es negocio, brother, dijo el hombre. Nos acomodamos en la barra del lugar y cada quien pidió lo que le apeteció. Ella, muy conservadora, un café, porque tenía frio; Kevin, que así se llamaba el hombre, pidió un aguardiente, y yo pedí un vodka con jugo de naranja. Y allí, instalados, charlamos un rato mientras esperábamos turno para disponer de un cuarto.
¿Ustedes se conocen? Pregunté. No, dijo ella. Y él, movió su cabeza de un lado a otro, confirmando que tampoco. Entonces, ¿Qué pasó? Indagué, mirándole a él. No sé, dijo. Ella me preguntó sí me gustaría pasar un rato agradable y me mostró que está desnuda debajo de ese abrigo. Y, no dudé. Le dije que sí. Y ¿qué te resolvió? Insistí. ¿Acaso no esperabas o buscabas a alguien? La verdad, no, respondió. Vivo por acá cerca y, cuando voy de camino a mi residencia, acostumbro a cruzar por acá y curiosear, ver gente y distraerme con el ambiente. Y, hoy es sábado, y, la verdad, andaba desprogramado, de modo que la señora me salvó la noche. Bien vale la pena la aventura.
¿Y tú? Pregunté mirándola a ella. ¿Cuál fue el revulsivo? Nada raro. Nos miramos y sentí algo. No sé. Algo me dijo que había algo en él y, pues, no quise dejar pasar la oportunidad. Por eso me fui tras de él. Pero no hay secreto. Creo que nos podemos entender y la podemos pasar bien. ¿Y qué piensa usted? Que sí, dijo. Creo que nos la podemos llevar bien y pasar un rato bien rico. ¿Y qué es un rato bien rico? Repliqué. Bueno, no sé, entiendo que ella quisiera tener sexo conmigo, y si es así, pienso que la podemos pasar bien, me respondió mirándola a ella. Y yo, afirmó ella, generalmente no me equivoco. Creo que la podemos pasar bien. Bueno, concluí, entonces esperemos la llamada.
No tardó. El teléfono sonó casi que de inmediato. Ya tenemos cuarto disponible dijo una voz al otro lado de la línea, Gracias, contesté, ya vamos para allá. Así que emprendimos el recorrido. Ella tomó la iniciativa y caminó delante de nosotros, quienes la seguimos sin remedio. En ese trayecto Kevin me pregunta: ¿Alguna recomendación? Qué puedo decirle, contesté. Si vas a follarte a mi esposa, muéstrale respeto, sedúcela, muéstrale pasión, valora que está deseando una aventura excitante y cógetela bien. Es todo. Bien, dijo él. Ella llegó a la recepción, se anunció y recibió la llave de la habitación. Cuarto piso, nos dijo. Todavía falta camino por recorrer. Y, siguiéndola, continuamos escaleras arriba hasta llegar a nuestro ansiado destino. Abrió la puerta y entró sin detenerse. Y nosotros, detrás de ella.
El cuarto estaba decorado eróticamente, muchos espejos, luces tenues intermitentes, tipo discoteca, y una pequeña tarima para práctica de pole dance. Al fondo, claro está, una cama grande, espejo en el techo. Y además un baño con jacuzzi. Mejor dicho, la súper habitación. Ella, entonces, se colocó sobre la tarima, abrió su abrigo, descubriéndose para los dos, y dijo, bueno, yo ya mostré mis cartas. ¿Cuáles son las tuyas? Así que Kevin se apresuró a desnudarse, mostrando un cuerpo armónico, de tipo atlético, bien trabajado y, para gusto de mi esposa, un pene bastante bonito y grande. Pon música, me ordenó ella, de modo que coloqué la USB que llevábamos y pronto una melodía suave empezó a sonar. ¡Ven! le dijo ella. Y Kevin así lo hizo.
Al aproximarse a la tarima, ella, moviéndose al ritmo de la música, le invitó a que se aproximara y, abriendo su abrigo, lo abrazó y lo besó, gesto que fue correspondido de inmediato por el hombre, quien pasó sus manos por detrás de la espalda de ella, por dentro de su abrigo, para alcanzar sus nalgas y empezar a disfrutar a su antojo de su cuerpo. Poco a poco, al compás de la música, y en un prolongado beso, la virilidad de aquel empezó a manifestarse, y bien pronto mi esposa pudo sentir cómo crecía el miembro de aquel entre sus piernas. Ella estaba fascinada con la sensación y sus manos se concentraron en masajear el pene que ya estaba endurecido y erecto.
Ella se despojó del abrigo, quedando tan solo vestida con sus botas negras. Y, excitada con la sensación de sentir tan magnifico pene, se puso de cuclillas frente a él y usó su boca para deleitarse con ese apetecible sexo masculino. Ella abría al máximo su boca para engullir aquel inmenso miembro. La verdad, Kevin poseía una verga de concurso, larga y gruesa, que quizá mi esposa no llegó a imaginar, pero que ahora, a la vista, la tenía excitadísima y dispuesta a lo que fuera para disfrutarla al máximo. Kevin, simplemente cedía a todos los movimientos que ella proponía, pero, era evidente que el tamaño de ese pene excedía por mucho las posibilidades que mi esposa trataba de improvisar con su boca. Así que, viéndose limitada para meterla dentro, lo chupaba, succionaba y lamía con entusiasmo.
Sus manos, por otra parte, masajeaban los testículos de aquel, que se veían también relativamente grandes en comparación al tamaño de su pene. Se levantó, lo abrazó y lo besó apasionadamente, y él, correspondiendo, no perdía oportunidad de recorrer con sus manos todo el cuerpo de mi mujer y delinear los contornos de su silueta. En medio de ese abrazo interminable, el pene de aquel se insertaba en medio de las piernas de mi mujer, que ya sentía ganas de tener ese miembro dentro de su cuerpo, así que se dio media vuelta, apoyó sus manos en uno de los espejos, inclinó su torso hacia adelante y expuso sus nalgas. Kevin entendió las intenciones de ella y, sin más preámbulos, apunto su barra a la vagina de mi esposa y lentamente la fue penetrando.
La reacción de ella fue inmediata, porque aquel pene la hizo gemir tan pronto entró en su interior. Así que él empezó a meter y sacar delicadamente su miembro. Ella abrió aún más sus piernas para que Kevin la taladrara a placer, sin obstáculos en sus embestidas, mientras ella contorsionaba su cuerpo. A medida que avanzaba el intercambio sus piernas empezaron a flaquear y sus gemidos eran más intensos. Aquel hombre había tocado el punto que le proporcionaba más placer, al extremo que ella ya no podía sostener la posición. Entonces, le manifestó que se detuviera un momento. El así lo hizo, retirando su miembro. ¡Ven a la cama! Dijo ella. Quiero estar más cómoda.
Y allá, determinó que Kevin se acostara de espaldas, de manera que ella pudiera cabalgarlo a placer. Su enorme, duro y erecto pene era toda una invitación. Ella lo cabalgó, se acomodó el miembro del hombre a la entrada de su vagina y descargó el peso de su cuerpo, permitiendo la penetración a su gusto, poco a poco, lentamente, acompañando la maniobra con expresiones de placer. Y, una vez instalada sobre aquel, a sus anchas, empezó a moverse a voluntad, explorando en cada variación novedosas y nuevas sensaciones. El hombre, complacido, mientras tanto, recorría con sus manos todo su cuerpo, sus nalgas y sus senos especialmente, caricias que elevaban al máximo las sensaciones de placer.
No sé si era la actitud del hombre, dispuesto a complacerla, la plenitud que le proporcionaba tener aquel miembro grande dentro de sí, la adrenalina que le generaba salirse de lo normal y darse esas libertades, o la emoción de sentir que podía disparar su placer cuándo y cómo quisiera venciendo todas las limitaciones. ¿Qué importa acaso si se acuesta con dos, tres o más hombres en una noche? La verdad, pensaría ella, la vida resulta corta, y ¿por qué no aprovechar las oportunidades si se presentan? Tal vez lo que estaba ocurriendo aquella noche pudiera parecer censurable, pero, ¿qué importa? Lo cierto es que la estaba pasando de lo lindo. Después de una pareja un tanto apática, el nuevo hombre era una bomba de placer.
Sus movimientos eran más intensos, al igual que sus gemidos, proferidos sin control no censura alguna. Seguramente más de uno estuvo curioso por saber qué estaba pasando en aquella habitación. Ella se movía, se contorsionaba, gemía y, por fin, sus esfuerzos parecieron tener recompensa porque, de un momento a otro, apretó su cuerpo contra el de él, apretó sus nalgas y dejó caer su torso sobre el cuerpo del muchacho, besándolo con mucha pasión hasta que, rendidos por la faena, sus cuerpos quedaron inmóviles. Ella se quedó encima de él, con su miembro dentro, y él, solo dejaba que el tiempo pasara. Al rato, ella, un tanto recuperada, se colocó a un costado, manteniéndose al lado de él.
Oye, dijo él, estabas muy caliente. ¡Súper! Me gusta cuando la mujer toma la iniciativa y se mueve a placer. Yo me siento bien cuando eso pasa y simplemente me dedico a ver cómo la pasa la dama. Y, por lo visto, estabas con ganas de recibir un buen mantenimiento. ¿Hace cuánto que no te dabas estas libertades? Pues, hubo alguien antes que tú, dije yo. La señora anda con su deseo sexual disparado y parece que está un tanto insaciable. Uuuyyy, replicó el hombre, pues tiene mucha energía la señora. Y ¿será que ya calmó su calentura? ¿Por qué preguntas? Dijo ella. ¿Ya estás aburrido? Para nada, contestó él. Es solo curiosidad. Y, si estás dispuesto, pudiéramos compartir otro ratico. Con todo gusto, respondió él.
Ambos se levantaron con la intención de visitar el baño, turnándose el ingreso. Ella primero, por supuesto, y él después. Posteriormente volvieron a la cama, continuando la tertulia. El hombre, intrigado, le preguntó a ella ¿qué le había atraído de él? La verdad, cuando te vi, algo captó mi atención, contestó. Te percibí muy viril, muy dispuesto, muy sexy, muy hombre. No sé cómo decirlo. Bueno, ¡me gustaste! Y, como el tema era lo sexual, pensé que serías buena pareja y no me equivoqué. Bueno, intervine yo, y ¿por qué tú aceptaste su proposición? Y cómo negarme, respondió, más aún cuando se me expuso como Dios la trajo al mundo. Con eso no más, me calenté. Y, además, vi que no era una mujer cualquiera. Eso se nota. Por eso me animé…
Bueno, pues anímense una vez más, porque ya va siendo madrugada, dije yo. Ella tomó la iniciativa. Rápidamente se acomodó para despertar aquel miembro con su boca, algo que sucedió muy pronto. Así que, cuando aquel miembro se endureció y emergió en todo su esplendor, ella se recostó abriendo sus piernas. Ahora te toca a ti, le dijo. Kevin se acomodó en medio de sus piernas, permitiendo que ella continuara masajeando su pene a voluntad. Y fue ella misma quien acomodó el miembro del hombre a la entrada de su vagina y coquetamente le dijo, ¡dale!
Esa insinuación fue más que suficiente para que Kevin empujara su pene dentro de ella y empezara a moverse con gran vigor. ¡Qué cuca tan deliciosa! le decía a mi esposa, mientras metía y sacaba insistentemente su miembro, y masajeaba sus senos. Él estaba extasiado observando cómo su pene ingresaba dentro del cuerpo de mi mujer, que encantada, movía sus piernas alrededor del cuerpo del hombre y gesticulaba de placer con cada embestida masculina. El hizo malabares con ella, levantando sus piernas, volteándola hacia un costado y, finalmente, cubriéndola con su cuerpo en la típica posición del misionero hasta que ambos explotaron de placer. Te siento rico, decía ella insistentemente. Te siento rico…
Y sintiéndolo rico culminó aquella faena. Nunca habíamos llegado a elevar el nivel de la aventura hasta esos extremos, pero, dada la situación, el ambiente y su calentura, bueno, las cosas se dieron. El hombre quedó satisfecho. Me imagino que ya fue suficiente por hoy, le pregunté a ella. Sí amor, contestó, creo ya estuvo bien. No tengo queja. Todo estuvo súper. Gracias. Menos mal, contesté, porque ya me estaba durmiendo, dije yo. Era solo una broma, porque no puedo negar la fascinación y el gusto que me causa ver a mi mujer poseída por otro macho. Sus facciones, sus reacciones y sus acciones, a veces un tanto inesperadas, simplemente me gustan.
Y me calienta mucho ver cómo esos hombres se dedican a disfrutar de ella, más aún, sabiendo que yo estoy presente durante todo el acto. Fue una noche inesperada, excitante y libertina. Nunca la había visto a ella en esa disposición, porque antes se presumía que con encontrarse con un hombre bastaba. Pero eso no fue lo que sucedió aquella noche. La señora tenía muchas ganas y se dio mañas para calmar sus apetitos. Y ¿por qué no? Aquella noche ella y yo supimos que la intensidad de las aventuras podía ampliarse, de manera que pudiera haber sorpresas más adelante. Y así terminó aquella noche inesperada…