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La Cebollita
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Tiempo de lectura: 7 minutos

Una ocasión,  en una reunión de viernes social, un compañero de trabajo mencionó que en la Preparatoria donde estudió tuvo una profesora muy estricta que recibió el apodo de “La Cebollita” porque a todos los hacía llorar, ¡hasta al director!, complementó. Todos nos reímos de la ocurrencia. Al parecer, esta profesora era muy conocida por varios de los contertulios y hubo comentarios a favor, desde “Es buena persona, tiene un corazón enorme”. “Eso sí, es una persona muy exigente y estricta, pero, sobre todo, sabía su materia”. Hasta “Es una serpiente mal cogida”; “Es una perra sin alma”; “Es muy gritona, humilla a sus alumnos y a los padres de éstos”. También intervino en la plática uno de los socios de la empresa, a quien había invitado otro de los amigos con motivo de su próximo retiro ya que había rebasado los 75 años y le recomendaron sus colegas socios que aprovechara mejor la vida, como ellos, que también eran personas mayores. Éste fue quien aportó más información que fueron complementándola, a manera de chismes, los demás exalumnos.

Va un relato ficticio construido con elementos de lo contado en la charla, en primera persona. Obviamente completado con ficción para darle continuidad; pues seguramente no fueron así las cosas en la realidad ya que las situaciones más delicadas del relato provenían de chismes de terceras personas, obviamente no presentes en ese momento.

Conocí a la maestra Maru, entonces alrededor de sus treinta años, cuando ella ya había cursado dos licenciaturas y una maestría; ella se vestía cotidianamente con traje sastre, se pintaba el pelo de rubio, peinada casi siempre con un chongo y traía unas enormes gafas de pasta que completaban el temible aspecto, tal como la veían sus alumnos. Sin embargo, a veces se vislumbraba su cuerpo como el de una mujer deseable. Y sí, esto pude constatarlo en un balneario, donde lucía su escultural anatomía y el pelo suelto. “A penas se puede creer que esa sea ‘La cebollita’, ¡es hermosa!” decían sus colegas al verla en biquini y sin lentes en uno de los descansos en aquel centro vacacional donde se realizaba una reunión de trabajo y discusión académica. Yo había sido invitado para dar una breve exposición de mi investigación. A más de tres los noté empalmados cuando la vieron. “Sí, se ve muy bien, pero…” recelaban otros que le envidiaban sus dotes académicas y de liderazgo.

Ella se casó con uno de sus exalumnos, quien se dedicó a atender una farmacia de su propiedad, y que no era bien visto por su suegra, pues ésta hubiese querido a alguien “intelectualmente a la altura de su hija”. Pero, de acuerdo a lo que yo veía, sus colegas la evitaban debido al machismo exacerbado, pues claramente era superior a ellos en muchos aspectos, además del carácter dominante y perfeccionista que se magnificaban con el lenguaje preciso y directo de esta mujer.

Al mirarla tan discriminada por los demás, y atraído por su figura, me acerqué a hacerle plática. Ella no me rehuyó. Al contrario, hicimos amistad fácilmente y, a partir de ese momento, ella me buscaba en los descansos. Particularmente, la noche del día que me tocó hacer mi exposición, en la cena, se fue a sentar junto a mí. Vestía una blusa sin mangas que destacaban sus hombros y brazos níveos ya bronceados, pero las piernas se le veían muy rojas por lo asoleada. Ambos traíamos short. A la hora de los postres, los comensales se fueron retirando rápidamente. Cuando el mesero se acercó a retirar los platos vacíos, ella le pidió dos copas de coñac y, volteándose hacia mí señaló: “…porque me va a permitir invitarlo para agradecerle lo que hoy aprendí de usted”, me dijo sin ofrecer opción y se disculpó para ir al baño. A su retorno, me di cuenta que se había quitado el sostén pues se marcaban los pezones en la delgada blusa y se notaba la curva pesada de sus tetas.

–Ya no aguanto la irritación de la asoleada – dijo sin más, al tomar la copa y ofrecer un brindis–. ¡Por usted, maestro! –me dijo quedando frente a mí mostrándome las bellezas que se traslucían en su prenda.

–Gracias, nunca me había sentido tan cohibido y halagado a la vez –dije ruborizado y tomé mi copa–. ¡Salud, por usted, por su inteligencia y belleza extremas! –brindé sin poder apartar la vista de su pecho.

–“Cohibido y halagado…” Dos razones más para brindar. ¡Salud! –dijo chocando su copa nuevamente con la mía.

–Yo veo dos hermosas razones más… –dije mirando arrobado su pecho y descarando mis intenciones– ¡Salud!

–Jajajaja –rio con jocosidad y ahora ruborizándose ella, lo que trató de disimular llevándose otra vez la copa a los labios.

–¡Uy, sí que la ha quemado el sol! ¡Tiene la cara roja! –expresé tomándole la mano y ella tuvo que dejar la copa para no atragantarse.

–Jajajaja –volvió a reír con mayor sonoridad y luego tosió fuertemente– ¡Cof, cof, cof…! – lo que me hizo darle unas pequeñas palmadas en la espalda.

–¡Gracias! –dijo al reponerse quitándome la mano con la que la golpeaba– pero también me arde la espalda, y allí no pude ponerme crema. Lo que me puso roja la cara fue su ocurrente comentario. Jajaja. Discúlpeme que me haya quitado el sostén, es que ya no aguanto la piel, no fue para provocarlo o molestarlo.

–¿Molestarme? Al contrario, mañana en el alba le agradeceré al sol la alegría que me dio esta noche, aunque haya sido con el dolor y contrariedad ajenos –dije con suavidad, apretando su mano.

Nos quedamos callados y sonriéndonos casi un minuto en el que ella también me correspondía apretando la mano. Bajó la vista para ver cómo se juntaban nuestras rodillas y me acarició la mía con la suya.

–¿Puedo pedirte un favor? –me preguntó iniciando el tuteo.

–Sí, lo que quieras –contesté acariciando repetidamente uno de los pezones con el dorso de la mano sobre la blusa.

–Quiero que me pongas crema en la espalda, si no te incomoda… –me pidió con voz melosa y tomó de un solo trago lo que quedaba de su copa.

–Desde luego que no será molestia, aunque no sé qué pueda pasar después… –precisé dejando claras mis intenciones y también apuré el resto de mi copa. Ella, como respuesta, sólo sonrió coquetamente…

Llegamos a su cuarto, recogió un recado que había dejado la administración. Levantó el auricular y pidió una llamada de larga distancia. Me extendió el recado, en el cual se leía “La llamó su esposo a las 20:00 horas” y, sin más me pasó la crema, se quitó la blusa dejándome ver sus chiches hermosas y de inmediato me dio la espalda, ordenándome implícitamente que iniciara con lo que me había solicitado.

“Hola, ¿cómo estás?”, inició su charla telefónica, y yo mi tarea. “Sí, estábamos cenando”, dijo y envió saludos para su madre pidiéndole a su marido que se pusiera de acuerdo con ella para que al día siguiente la recogiera de la iglesia. Al tiempo que hablaba se quitó las sandalias con los pies. “Me puse una gran quemada con el sol, pero ya me estoy poniendo crema”, dijo, y me tomó la mano para que le acariciara una teta. “Sí, yo también, adiós” concluyó colgando la bocina y me tomó la otra mano para ponerla en la otra teta, lanzando un suspiro al echarse para atrás y recargar su cabeza en mi hombro.

–¿Tú también tienes que darle cuentas a alguien? –me preguntó antes de darme un beso en la mejilla.

–No, desgraciadamente no, me divorcié hace un par de años –dije y ella se puso de pie.

–¿Desgraciadamente? ¡No!, ¡eres muy afortunado! Yo sí debo reportarme, desde hace varios años. ¿Tienes hijos? –preguntó con curiosidad.

–Sí, dos –contesté y a ella se le iluminó la cara.

–¡Qué bien! Pero pongámonos cómodos, porque aún me falta crema en otras partes –dijo quitándome la playera para bajarse el short con todo y calzones dejándome ver una exquisita mata y unas estupendas nalgas cuando se dio la vuelta para acomodar su ropa en el sillón–. ¿Y tú? –preguntó haciendo un ademán para que yo también me desvistiera ya que estaba con la boca abierta en una situación contemplativa ante su belleza.

Me quité los tenis y los calcetines y me puse de pie para bajarme el short. Ahora era ella la que estaba contemplando mi cuerpo. Extendió la mano para acariciar mis vellos desde el ombligo hasta el escroto.

–Bueno continuemos – me dijo dándome otra vez el frasco de crema, y se tiró boca abajo sobre la cama.

Le fui poniendo crema en toda la superficie que estaba a mi vista y le besaba la piel. Ella sólo suspiraba. Cuando terminé, le pedí que se volteara bocarriba para terminar mi trabajo. Sí, me tardé más, sobre todo por los besos y las lamidas… Al terminar le besé los pies y soltó unas pequeñas carcajadas alejándolos pues, según dijo, mi bigote le hacía muchas cosquillas. Extendió sus brazos para que me acostara sobre ella. Los besos y las palabras dulces fueron continuos, sólo interrumpidos por los jadeos y gemidos que provocaban las diversas posiciones en las que nos amábamos. “¡Sí, otra más!” dijo encajándome las uñas en la espalda al sentir en el útero la tercera eyaculación de la noche. Quedamos rendidos y dormimos hasta que oímos el despertador. Aún era temprano y me puse la ropa despidiéndome con un beso.

–Ya va a salir el sol y debo agradecerte esta noche –le dije acariciándole los vellos de su panocha.

–Y quiero que mañana también le agradezcas lo de la noche de éste último día –me dijo antes de apretarme los testículos–. Reponte, porque quiero una despedida con mucho amor… –concluyó.

Afortunadamente, por lo temprano que era, no me topé con alguien más en el pasillo. Al siguiente día todo transcurrió normalmente. En el descanso previo a la comida vimos a varios niños jugando felices en el chapoteadero.

–Creo que voy a traer a mis hijos para que ellos disfruten también. ¿No se te antoja hacer lo mismo? –pregunté y su cara se ensombreció.

–Yo no tengo todavía –contestó mirando los juegos alegres de los infantes, salió una lágrima que enjugó de inmediato –. Vamos a comer, porque se nos puede hacer tarde –ordenó dándose media vuelta para alejarse de las risas de los niños y que no la viera triste.

Al concluir las actividades de esa tarde, después de cenar y tomar un poco, regresamos a su cuarto en la noche. Entre besos y caricias, nos desvestimos el uno al otro y cuando estábamos acostados se acordó de pedir la llamada para su marido. Se sentó para hacerlo y yo me quedé acostado. “Hola. Ya mañana nos veremos”, dijo tomando el aparato para acercar más el cable de la bocina y recargó su cara en mi pecho, acariciando los vellos de mi vientre. “¿Sí?, ¿no la esperaste mucho?”, preguntó en alusión a su madre y bajó su mano más para acariciar y jugar con mis testículos. “Sí, acá ha habido de todo: momentos buenos y malos, pero algunos inolvidables, incluido un reconocimiento que hizo el ingeniero Guerra sobre mi trabajo”, mencionó y recordé la emotividad de las palabras vertidas por la máxima autoridad de la reunión de trabajo, concernientes a lo que ella le comentaba a su marido. “Después te cuento, porque ya quiero acostarme, a ver si duermo bien”, decía jalándome en vaivén el pellejo del tronco y mirando cómo salían las gotas del presemen. “Adiós, hasta mañana” se despidió antes de meterse mi glande en la boca, aún sin colgar la bocina. Sentí sus labios ardiendo y procuré contener mis gemidos a la vez que ella trataba de colgar el aparato telefónico, sin conseguirlo, cayéndose la bocina al piso, pero se levantó para acomodar todo y colgar, hasta entonces soltó una carcajada.

–¡Ja, ja, ja, ja, por avorazarme no lo pude colgar bien, ja, ja, ja…! –dijo volviéndome a chupar con fruición – Pero no te vayas a venir, lo quiero dentro de mí… –precisó, suspendiendo la mamada, cuando sintió que yo iba a eyacular, y se montó sobre mí– ¡Qué rico! ¡Vamos a ver qué tal lo haces tú! –gritó en medio de sus orgasmos, sintiendo yo como resbalaba sobre mi escroto la humedad que salía de sus entrañas.

–¡Sí, qué ricooo…! –exclamé también, viniéndome abundantemente al no poderme contener más –ella dio un grito entre “u” y “o”, antes de caer sobre mí, que se fue apagando. Yo contemplaba su rostro, que no dejaba duda de un gran orgasmo, jaló bocanadas de aire y después, abrazados, quedamos en silencio descansando en santa paz postcoital.

–¿Te gustó más que lo de otros? –pregunté.

–Sólo ha sido uno antes, y sí, él me ha hecho gozar, es joven, tiene como nueve años menos que tú, y es muy caliente –abundó, haciéndome sentir en desventaja, lo que seguramente notó en mi rostro pues se apresuró a señalar –. Tú también haces el amor divino, ¡me siento feliz! Pase lo que pase, jamás estaré arrepentida de estas noches contigo –me dijo antes de darme otro beso donde su lengua se trenzó con la mía, mis manos fueron hacia sus tetas y mi miembro volvió a crecer. Me quedó claro que muy difícilmente habría otra oportunidad después.

La noche continuó, y nosotros también… Al sonar el despertador, que lo puso unos minutos antes que el día anterior, yo lo tuve que apagar pues estaba en el buró de su lado y me subí en ella. Su abrazo ya no me dejó bajar. Abrió las piernas, tomó mi erección y la dirigió a su vagina. Un beso a ocho labios y mi movimiento culminaron el orgasmo. Después que eyaculé, ella no me dejó bajar de su cuerpo hasta cinco minutos después. Me levanté para vestirme e irme a bañar a mi cuarto. Me despedí con un beso.

–Espero haberlo hecho bien, aunque quizá no supere a lo que te espera en casa –dije como despedida.

–Lo hiciste muy bien, y espero que perfecto, pero eso lo sabré después… –contestó.

–Sí, a la noche… –precisé.

–No, debe pasar un par de meses. Lo de estos días fue delicioso, y espero que también productivo…

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