—Esto es el timo del siglo, —me digo a mí misma en un tono apenas audible, mientras maldigo por lo bajo.
—Desde luego que sí, —me responde otro visitante situado a mi derecha.
Rondará los cuarenta. Me sobrepasa media cabeza. A pesar de la penumbra puedo ver que lleva una perilla a lo “Iron Man” que me resulta de lo más varonil. Tengo que fijar un poco más la mirada para cerciorarme de que no es Robert Downey junior.
Mientras tanto, en las pantallas se van sucediendo las imágenes de los cuadros de Van Gogh, y yo estoy deseando irme porque me siento estafada, pero intento no mostrar un talante de gamberra y procuro mantener la compostura ante las decenas de personas que contemplan el espectáculo embelesadas, pero también ante mi interlocutor.
—¿Sabías que la exposición era virtual?, —le pregunto por si es que he sido yo la única pardilla que ha comprado unas entradas para una exposición que no es lo que creía.
—Sí, lo que no sabía es que fuera tan mala. Me esperaba otra cosa, la verdad.
—Entonces estamos de acuerdo los dos en que “Van Gogh Alive – The Experience” es el timo de la estampita, —le digo, puesto que me parece más interesante la conversación que mantengo con Robert Downey que seguir prestando atención a los audiovisuales, y lo más importante, siendo algo que ya me sé de memoria. En cambio, la sabionda con gafas de culo de botella que está a mi izquierda nos reprende con una regañina, diciéndonos que no ha pagado la entrada para oírnos a nosotros. Ambos nos reímos por lo bajo y seguimos a lo nuestro, pero moderando el tono.
—Seguramente yo no leí la letra pequeña y pensé que iba a ver una exposición en vivo y en directo de sus pinturas. Llevo años queriendo ir a Ámsterdam a ver su obra. Sólo he visto algo de ella en el museo de Orsay en París, y cuando me enteré que venía a Madrid no dejé escapar la oportunidad, pero me encuentro con este despropósito.
—Yo sí que sabía que era un espectáculo virtual con algunas representaciones de sus cuadros, como por ejemplo “El dormitorio de Arlés”, pero tampoco es lo que esperaba, la verdad.
—Créeme que estoy tremendamente decepcionada, por no decir indignada. He hecho el viaje desde Valencia únicamente para ver este truño.
—¿Has venido sola?, —me pregunta.
—Sí. Mi marido no ha podido acompañarme porque tenía guardia en el hospital, y yo no he querido perdérmela, —respondo.
—¿Es médico?
—Sí, cirujano.
—Pues no debería dejar viajar sola a una mujer tan guapa, —me dice.
—Gracias por el cumplido, pero ya soy mayor para viajar sola, —le digo.
—Sí que lo eres sí, —me replica, mientras una fugaz mirada suya transita por un escote que no existe, dado el exceso de abrigo. Por cierto, me llamo Elsa.
—Roberto, —me dice, y yo me sonrío. Casualidades de la vida.
—¿Por qué te ríes?, —me pregunta, y yo le respondo que no tiene importancia. No quiero decirle aún que se parece a Robert Downey Junior, y mucho menos que se llama como él.
La mujer vuelve a increparnos y nos corta el rollo, supongo que no más que nosotros a ella, y por eso invito a mi nuevo amigo a abandonar el Círculo de Bellas Artes, y éste acepta encantado.
Al salir, sigue lloviendo y hace un frío de justicia. La temperatura es de un grado y yo, acostumbrada al ambiente templado de la costa, me tapo la cara con las solapas de mi abrigo. Son las siete y media de la tarde y los dos estamos de acuerdo en que nuestra mejor opción es tomar un café con leche caliente en cualquier cafetería antes que estar en la calle soportando un frío inclemente. Él es de Madrid y está acostumbrado a las bajas temperaturas de la sierra, pero yo no. Mientras caminamos hacia la cafetería me parece estar haciéndolo por Siberia y cuando accedemos al interior, el calor me acoge con un abrazo.
Yo pido un café con leche hirviendo y él un café solo, después nos damos cuenta de que tenemos mucho en común.
Robert Downey junior es profesor de historia del arte en la facultad de Geografía e Historia en la Complutense y yo soy directora creativa en una agencia, escribo críticas de arte en una revista y dirijo una galería. Le hago saber entonces que tiene un aire a “iron man” y logro arrancarle una sonora y contagiosa carcajada que se me contagia, de tal modo que nuestros vecinos de mesa voltean la cabeza ante nuestro manifiesto estado de alegría.
Detecto que empieza a existir una química especial entre nosotros, aunque ahora que lo pienso, ha sido así desde el principio, sin embargo, es en este momento que me doy cuenta de que me encuentro muy a gusto con él y a él parece ocurrirle lo mismo.
—¿Y tú estás casado?, —le pregunto, no sé exactamente para qué. Entiendo que es todo un tópico, pero él sabe que lo estoy, y también sabe a qué atenerse en ese sentido, y por tanto, yo no puedo decir lo mismo.
—Sí, —responde. —Me pasa un poco como a ti. Mi mujer parece que siempre tiene alguna puta que confesar, perdón por la expresión, —se disculpa. —Compramos las entradas para venir juntos, pero como el arte no entra dentro de sus prioridades, ha preferido irse a Valencia a unas ponencias. Ella es de matemáticas.
—Pues podemos emparejarlos. Mi marido también está en Valencia, y también es de ciencias —le digo sin pensar mis palabras.
—Eso estaría bien. Tú y yo disfrutando del arte y ellos a su ciencia—me dice agregando a su contestación una cómplice sonrisa.
—No se puede decir que hayamos disfrutado mucho de la exposición. Ha sido un truño.
—No hay mal que por bien no venga. ¿No dicen eso? Si no hubiese sido así no estaríamos aquí tomando una café, y desde luego, yo no estaría disfrutando de tu grata compañía.
—Gracias, —le digo mostrando mi mejor sonrisa.
—Es la verdad, —me declara, esbozando la suya en un gesto que me enamora.
Robert Downey me cae fenomenal y me siento bien con su compañía. Podría estar todo el día contemplando ese rostro anguloso, adornado con una perilla que parece recortada a laser, una mirada enigmática que expresa seguridad en sí mismo, pero al mismo tiempo me transmite confianza. Su arrolladora personalidad hace que me embelese con cada gesto suyo. Su risa me contagia y no puedo evitar sonreír cuando él lo hace. ¿Qué me está pasando? Ni que fuera yo una adolescente que queda prendada mientras le pide un autógrafo a su actor favorito.
Ahora tengo calor y me molesta el suéter. La verdad, no sé si es por la elevada temperatura del local o porque mis hormonas se han disparado, pero tengo unos calores que creo que se me reflejan en la cara. Los tonos rosados de mi piel mudan en matices rojizos, de modo que le pido disculpas y voy al aseo, me bajo los pantalones y las bragas y me siento en la taza, pero antes de orinar toco mi sexo y compruebo lo gelatinosa que está mi raja y la placentera sensación que me da pasar mi dedo por ella. Se me han ido las ganas de orinar, ahora lo que tengo son ganas de follar. Empiezo a frotarme la raja en un reiterado vaivén y hundo dos dedos dentro de mí con una facilidad pasmosa, después los saco y los lamo embriagándome de mis flujos e imagino que es la polla de “iron man” rezumando los suyos. Vuelvo a llevar mi mano a mi sexo y me detengo en mi nódulo del placer para frotarlo con firmeza. No puedo parar de hacerlo hasta que alguien entra en el lavabo y me corta el rollo. Puedo oír el chorro de pis y se me va la libido, de modo que me limpio mis caldos con el papel, me subo las bragas, a continuación los pantalones y salgo de la pequeña estancia para lavarme las manos. Después recompongo un poco mi atuendo y vuelvo a la mesa junto a mi don Juan.
—¿Te parece bien que cenemos juntos?, —me pregunta cuando me siento. Supongo que es el camino correcto a seguir antes de que acabemos retozando en la cama. Soy yo la que está dispuesta a saltarme el trámite de la cena porque yo también tengo hambre, pero mis apetitos son de otra índole. Tengo que continuar ofreciéndole mi mejor cara de mujer ilustrada en arte y no el de una libertina que no puede mantener las piernas cerradas.
Cualquiera pensará que soy una mujer muy dada al libertinaje. No es eso. Lo que ocurre es que Robert Downey junior parece haberme hechizado con una pócima.
Cenamos en la Tagliatela. Yo he pedido una ensalada Caprese y él una pizza de no sé cuantos quesos. Para el vino elegimos un Protos (Ribera del Duero) y cae la botella entera mientras cenamos. Por supuesto, el tema más recurrente es el arte, sin embargo, en la sobremesa se aventura a dar un paso más, y no sé si es porque lleva una cogorza como yo, o porque ha decidido que ya va siendo hora.
—¿En qué hotel te hospedas?, —me pregunta.
—En Vincci Soho, —le digo.
—Está cerca, —comenta. Sé que lo está. Tan sólo tiene que pedírmelo y en cinco minutos podemos estar retozando en la cama, pero no lo hace y le maldigo.
—¿Te apetece que tomemos unas copas en un pub que conozco? No está lejos, —me pregunta.
“Lo que me apetece es follar contigo hasta desfallecer y que no sigas haciendo el mindundi”, es lo que pienso, pero no es lo que digo.
—Me parece bien, —le contesto.
Roberto pide la cuenta y no me deja pagar, y yo, por supuesto, me dejo mimar. Cuando me levanto me doy cuenta de que el vino se me ha subido a la cabeza y doy un traspié. Él me coge al vuelo y quedamos uno frente al otro como dos tontos enamorados. Bueno, yo sí que lo parezco. Sus labios quedan frente a los míos y no puedo evitar comerle la boca. Él me devuelve el beso y nos quedamos morreándonos unos segundos mientras los comensales de otras mesas nos miran, pero me da igual. Parezco quedarme sin aire con el beso. El sabor a café de su beso me embriaga, pero también activa mis terminaciones nerviosas, endurece mis pezones y puedo sentir como mi raja se abre como los pétalos de una flor en primavera.
—¿Te apetece ir al pub?, —le pregunto.
—No, —responde tajante, y salimos del local en dirección a mi hotel.
Al entrar en la habitación nos deshacemos de los abrigos, me coge por la cintura y retomamos el beso que dejamos a medias en La Tagliatela.
Sus manos se pasean por mi espalda y una de ellas desciende buscando mis curvas.
—Me gustas mucho, —se sincera el profesor de historia del arte.
—Tú a mí también, —le respondo entregada, y ambos nos dejamos caer en la cama para seguir con el magreo.
Roberto me quita el suéter atropelladamente. Después hace lo mismo con el sujetador. Admira mis pechos erguidos, los coge y los lame, primero uno, después el otro. Una mano furtiva se desliza hasta mi entrepierna, deteniéndose en ella y apretándomela a través de la tela del pantalón, mientras disfruto de sus caricias a la espera de que me desnude completamente. No se hace de rogar. Me desabrocha el pantalón, me lo quita y me quedo con mis diminutas bragas. Es ahora que la vista de Robert Downey se deleita contemplando mi desnudez. Su ansiedad le impide esperar a que yo le desnude. Se pone en pie, se quita la chaqueta, después la camisa y yo me recreo un breve instante contemplando su anatomía. No posee un cuerpo de gimnasio, pero su genética le ha dotado de un físico fibroso perfectamente modelado.
Roberto se deshace de los pantalones apresuradamente. Yo me relamo esperando el premio y él se muestra desnudo exhibiendo una erecta verga que parece una percha adornando su cincelada anatomía.
Mi cuerpo vuelve a segregar fluidos. Él se pone encima de mí para que restreguemos nuestra piel desnuda. Las manos de Roberto colisionan con las mías en su ruta de exploración por ambas fisionomías. Mis manos se aferran a su culo y lo aprieto con saña hasta hacer que se queje.
Él me besa, explora mi boca y luego sigue su camino hacia el lóbulo de la oreja, desciende por el cuello, entretanto, su mano acaricia mi estómago y circunvala el monte de venus para deslizarse por la pierna. Su lengua repasa mis pezones, luego se descuelga por mi barriga dando repetidas vueltas por el ombligo buscando la humedad de mis pliegues y yo ahogo la respiración cuando la lengua encuentra la guarida. Me aparta las piernas y degusta mi esencia salada. Huele, lame y se embelesa con la ambrosía. Mis manos cogen su cabeza y la aproximo hacia mí, buscando su lengua con los movimientos de pelvis. Roberto se aplica en la tarea de devorar la gustosa almeja, a la vez que soba mis turgentes pechos. A continuación, baja la mano por la planicie de mi abdomen, acariciando cada resquicio de mi piel.
Después me incorporo y tumbo a mi amante en la cama, ensamblo mi coño en su boca, y del mismo modo me pongo a la altura de su polla para engullirla, acoplándonos en un perfecto sesenta y nueve. Mis flujos resbalaban directamente en la boca de Roberto, y su miembro desaparece en la mía. Me deleito y me excito cada vez más hasta que abrazo el anhelante momento en el que “iron man” me penetre. Pienso que puedo estar ovulando y le pregunto si tiene condones, pero es evidente que ninguno de los dos veníamos preparados para la batalla. No me queda otra que pedirle que no eyacule dentro.
Cojo su miembro y me lo meto, de tal manera que le muestro mis nalgas mientras salto sobre él, a la vez que contempla mis glúteos en forma de corazón y se aferra a ellos. Noto que le faltan manos para magreármelos. Simultáneamente me dedica las palabras más complacientes que pueda escuchar acerca de mi trasero. Después de un rato saltando encima de él, me doy la vuelta y vuelvo a acoplarme recorriendo su torso con las manos, al mismo tiempo que vuelvo a brincar sobre su polla.
Roberto se incorpora para cambiar la posición y compartir el mágico momento mientras nos besamos. A continuación me acuesto, abro las piernas y vuelve a penetrarme, iniciando un nuevo bombeo, entretanto le presiono su culo, se lo araño con fiereza e incluso le provoco heridas con mis uñas, como si fuese una gata en celo. Ambos movemos nuestra pelvis al compás, y durante unos minutos, el ajetreo pélvico se hace progresivamente más frenético hasta que libero mi orgasmo.
—¡No pares! ¡Sigue! —le ruego cuando mis terminaciones nerviosas confluyen al unísono en mi sexo, dejándome llevar por el placer.
Mi orgasmo no remite, pero Roberto se contiene con la única finalidad de no cortar mi placer, y cuando yo consumo el clímax, él saca la verga de mi coño y eyacula sobre mí dos potentes lechazos en mi cuello y dos más livianos en mi barriga. Después se tumba a mi lado totalmente extenuado.
—Ha sido maravilloso, —señala él.
—Sí, —subrayo yo.
—Déjame que te limpie.
Coge varios clínex y se esmera en limpiarme las salpicaduras. Yo deslizo un dedo por los restos de mi cuerpo y saboreo el líquido.
—¿Te gusta el semen? —me pregunta sorprendido.
—Sí, —digo relamiéndome el dedo pringoso—y tu verga también, —añado.
—¡Joder, Elsa! Como me pones.
Roberto vuelve a tener una erección sin ningún tipo de contacto, y yo me llevo el miembro a la boca realizándole la mejor de las mamadas.
—Vas a hacer que me corra de nuevo, —me dice entre jadeos.
—No. Quiero que me folles otra vez.
—¡Joder! Estaría haciéndolo toda la noche.
—Soy tuya toda la noche, —le digo, pero no lo digo como tópico. Lo hago porque me sale del corazón.
—Madre del amor hermoso, —exclama Roberto que no da crédito a mi fogosidad, aunque no sabe que hay algo más que fogosidad en mis palabras.
Por un momento me olvido de mi marido y de que soy una mujer casada, excepto de lo que me apetece hacer el amor con mi “iron man”. Me incorporo y me pone de espaldas, apoyando las manos en la cama, de tal manera que le muestro mis encantos, moviendo el culo de un lado a otro.
—¿A qué esperas?, —le reprendo.
—¡Joder! —exclama fascinado Roberto con las vistas que le muestro.
En esos momentos desea ser un pulpo para poder atender todo lo que le ofrezco. Se agarra la polla, la acerca a mi gruta y yo deslizo mi mano por debajo para cogerlo y acompañarlo. Los dos suspiramos de placer con aquella primera estocada y, tanto el ritmo como los jadeos empiezan a ser constantes y enérgicos. Me retuerzo y contorsiono mis caderas, intentando sentir cada centímetro de su polla en todos los rincones de mi cavidad. Después de un cuarto de hora sacudiendo sin descanso, Roberto abandona la posición y se tumba. Yo vuelvo a apoderarme de su verga y me coloco encima para cabalgar de nuevo sobre él, al mismo tiempo que Roberto acaricia mis tetas y las besa. Sus manos van y vienen repasando mis carnes. Las nalgas son atendidas, los pechos son abordados y mi cintura es dibujada con el perfil que van trazando sus manos al descender. Yo me apoyo en su torso atlético mientras salto briosa sobre su verga. Después de otro cuarto de hora brincando, acelero el ritmo ante la inminencia de un orgasmo que me alcanza, de tal modo que lo recibo con una explosión de placer que recorre mis ingles entre espasmos y contracciones.
El clímax me deja sin energía para continuar. Me quedo quieta encima de él un instante. No puedo moverme, pero me gusta sentirlo dentro, aunque ya haya culminado mi placer. Él desea continuar e intenta moverse en mi interior, pero yo no respondo a sus meneos. Cuando me repongo un poco lo descabalgo y atenazo la enhiesta verga con mi mano para empezar a masturbarle, entretanto le digo las frases más ardientes que ninguna otra mujer, al parecer le ha regalado jamás.
Me deslizo hacia abajo y encierro en mi boca el glande hinchado y amoratado, y me dedico a él como si fuera un helado que se está derritiendo y se precisa atrapar la crema para que no se deslice. Acto seguido intento engullir todo el cimbrel dentro de mi boca. Lo consigo un instante, pero tengo que sacármelo enseguida para no ahogarme. Cuando logro la hazaña, empiezo a mamar su polla con fruición, mientras con mis dedos índice y pulgar formo un anillo que me ayuda a masturbarlo, —al mismo tiempo que se la chupo— logrando en pocos minutos que eyacule dentro de mi boca. Pese a ello, no abandono el falo, de ese modo no desperdicio nada de su esencia. Cuando lo tengo todo en la boca me trago su simiente y me relamo los labios sin que él pierda detalle.
—¡Increíble! —admite satisfecho. —Mi mujer nunca ha hecho algo así, ni en sueños.
Yo no digo nada. No quiero meter cizaña. Simplemente le dedico una sonrisa, y él me la devuelve mientras me limpia con un pañuelo el reguero de semen que cae por la comisura de mis labios. Después acerca sus labios a los míos me besa sin importarle el hecho de haber tenido hace un instante su esperma en la boca y habérmelo tragado.
Yo padezco de insomnio y no suelo dormir más de cinco horas, pero esa noche duermo nueve seguidas como un lirón. Es la cegadora luz del sol de la mañana entrando por la ventana la que me despierta. Estiro el brazo para abrazarme a Roberto, pero no está. Me levanto bruscamente y lo busco en el baño, pero constato que se ha marchado y no logro entender por qué lo ha hecho sin decirme nada, hasta que me percato que ha dejado una nota encima de la mesita. La cojo y la miro, aunque no me atrevo a leerla, sin embargo tengo que hacerlo. La mantengo unos instantes en la mano como si el hecho de leerla fuese a hacerme daño. No me atrevo. Sé que me he enamorado y lo que ponga no me va a consolar, pero finalmente cedo, me limpio los ojos con el puño y empiezo a leer con ojos llorosos:
“Es curioso lo sencillo que resultó decirte hola, y lo complicado que es tener que decirte adiós. Aunque ya nunca volvamos a estar juntos, quiero que sepas que siempre te tendré en mi corazón”
Si me hubiese dado la oportunidad de decirle que le quiero, quizás no se hubiera ido. Me maldigo a mí misma por haber sido tan estúpida.
Ahora sé que lo hubiese dejado todo por él, pero ya es tarde.