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El regalo: Un antes y un después (Vigésima quinta parte)
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Tiempo de lectura: 27 minutos

—Y entonces Rocky… ¿Tu suegra te quiere? —Si claro, a su manera. Le respondí. —Lejos y preferiblemente… ¡Muerto! Jajaja–. Y nos echamos los dos a reír, hasta que se nos cansaron las mandíbulas, nuestros lagrimales secretaron tan vasta humedad, que concluimos enroscados sobre las sabanas, apretando con fuerza nuestros vientres.

De nuevo aquella sonrisa carnavalera en su rostro de muñeca Barbie y el resplandor húmedo en su mirada de selva amazónica, parecía emerger y envolverme en la alegría de su espíritu tropical.

—¿Te dolió? Pao… ¿Te hice daño, preciosa? —Le pregunté mientras acariciaba sus níveas colinas y de paso pegaba mi boca entreabierta, dejando mi personal marca, ensalivando toda su nalga derecha.

—Pufff… Un poco sí, al comienzo. Pero… ¡Ayyy Dios mío, que rico fue eso! Es que los dos estábamos desatados y con esas chupadas tuyas donde no me ha dado el sol, más encima con tus dedos hurgando por dentro de mi conchita… ¡Eche, nene! Me tenías bien arrecha ¡No jodaaa!… ¿Te gusto probar mi culito? —Me dijo mi rubia tentación, con aquella expresión en su rostro de mujer satisfecha, sudada y aún con leves espasmos en sus blancas piernas.

—¡Hummm! Ni me lo recuerdes que se me «entiesa» otra vez y lo tengo casi en carne viva. ¡Jajaja! Fue simplemente delicioso, mi Pao hermosa. Lo tienes tan apretadito y su calor es muy acogedor. Tenía muchas ganas de morder este dulce melocotón. —Le respondí a mi rubia barranquillera, alargando mí mano para explorar la parte posterior del muslo, desde la corva hasta internarla con concienzuda pericia, en la mitad de sus piernas abiertas y acariciar su empapada hendidura desde atrás.

—Jajaja, Rocky es como dicen por ahí… ¡Enfermo que come, muere alentado! —Nos reímos los dos, –de nuevo– pero instantes después, guardamos un reparador silencio, hasta que de nuevo Paola rompió con sus palabras, el afónico ambiente de su habitación.

—Pero entonces ella adora a sus nietos. Los cuidara muy bien. No te preocupes por ellos, con el tiempo entenderán. —Me respondió y yo, tan solo cerré mis ojos, como evitando ver la realidad de mi pronta separación. Y mi mejilla se aplastó sobre la ensenada que se formaba entre su cintura y el nacimiento de sus dos colinas, arrullado por la tibieza de su suave piel. ¡Tan tersa tentación!

¡Y suspiré! Adormeciéndome un poco, aunque siempre alerta ante el inminente y repetitivo sonido de la alarma puesta en mi teléfono, para marcharme a trabajar con lo que llevaba puesto.

—Mamita… ¿Y mi papito dónde está? ¿Por qué no ha llegado? ¡Queremos que nos termine de leer el cuento del ogro y la princesa! —Acaricié la cabeza de mi pequeña, le sonreí y le besé en la frente, me arrunché aún más al cuerpo de mi hijo, encogiendo mis piernas en su cama y los abracé con ternura. Más sin embargo… ¡Lloraba en mi interior!

—¡Vamos a dormir los tres! Les dije con suavidad. —Papito estará muy ocupado trabajando. ¡Más tarde llegará!

Pero ni llegó ese sábado, tampoco se apareció el domingo. No sabía nada de Rodrigo, estaría confundido, sintiéndose herido y yo, comprendía que me quisiera evitar. Afligida, llevé en la dominical mañana a mis pequeños al parque y a los juegos infantiles de videojuegos por la tarde, en el centro comercial. Todo para distraerlos y evitar que me preguntaran más por su papá, sin embargo yo no dejaba de mirar el teléfono, revisándolo cada cinco minutos, esperanzada en que al menos aparecieran como leídos mis mensajes. ¡Pero no!

El lunes muy temprano, mientras terminaba en el baño de secarme las piernas, escuché abrirse la puerta de la entrada y posteriormente, cerrarse la del baño auxiliar. Y sin verlo aún, agradecí a mi Dios y a la Virgen por saberlo sano y salvo. Estando en la cocina, escuché la bulla de mis pequeños, al ser despertados por los mimos de su padre y luego de un rato, ya vestidos con sus uniformes de colegio, Rodrigo sin mirarme, los sentó en la mesa para desayunar.

—¡Buenos días! Lo saludé yo tomando la iniciativa. —¿Quieres desayunar?–. Y por respuesta suya obtuve un muy básico… ¡Gracias! Desabrido, sin el tono amoroso de días atrás y el café de sus ojos fijos en los míos, tan solo… ¡Un fugaz instante!

Su mirada fría, huérfana de expresión alguna, me estremeció. Más con nuestros hijos se comportaba igual de amoroso, inclusive mucho más, tanto que Rodrigo con la cuchara jugaba a darles su colorido cereal, simulando el sonido de un avión y nuestros pequeños con sus boquitas bien abiertas, el hambriento aeropuerto de llegada.

Ya emanando aromas a madera, pomelos, mandarinas y trazas de laurel y jazmín de su colonia nueva, engalanado con su traje de paño gris pizarra y corbata azul con franjas oblicuas de plata, uno de los primeros que adquirió para comenzar su trabajo de ventas en el concesionario, se arrodilló en frente de los niños y besándolos en la frente, con una palmada cariñosa e insonora en sus colitas, se despidió.

—¿Y de mi mamita? Le dijo mi hija mayor. Rodrigo sin sonreír, me miró y luego fijó su vista de nuevo en mi pequeña para decirle…

—No, de ella no. —Y mi hija le pregunto algo inquieta…

—¿Por qué no, papito? —Y mi esposo, modulando lento y bajo le respondió…

—Porque con tu mamá, algo se me perdió. —Y me dolió en el alma, pero me afligió más, la inocente propuesta de mi pequeña para con su padre.

—¡Papito no te preocupes! Que con mi hermanito, te ayudamos por la noche a buscar. ¿Cómo es? ¿Podría estar debajo de mi cama?

—No lo creo princesita, era algo demasiado grande. —Y dándose la vuelta, se marchó.

La reunión típica de un lunes frio, gris y aburridor, fue matizada por la usual entrada triunfante, sonriente y tardía, de mi rubia tentación.

—¡Buenos días «Rolito» precioso! ¿Me invitas más tarde a un café y un cigarrillito? —Fue una pregunta con síntomas de información–. ¿Todo bien? ¿O agitaste el avispero?

—¡Todo bien, todo bien! Cómo dice «El Pibe». Me mantuve sereno. ¿Y Tú? ¿Cómo amaneciste de tu cosita rica y apretadita?

—¡Ardida! Pero me la enjuagué muy bien esta mañana y de paso bajo la ducha, con mis dedos la hidraté con una cremita especial, ya sabes, esa que me fluye fácil recordando cómo me tomaste entre tus brazos todo este fin de semana y me «mangoneaste» de un lado para el otro. Jajaja, eres un artista en la cama mi «Cachaquito» precioso. ¡Quién lo diría!

—No es solo mi culpa, Pao preciosa. Tú también tienes la culpa de todo eso. ¡Te encanta que te dominen! ¿No es verdad?

—Pues eso Rocky, depende mucho del hombre con quien esté y como me sienta de atraída a él. ¿Y tú? Te encanta dominar. ¿No es así?

—Hummm, creo que soy bi.

Y mi rubia barranquillera sin soltarme de las manos, echó su espalda hacia atrás y abrió sus hermosos ojos esmeraldas, completamente estupefacta, indiscutiblemente asombrada por mi respuesta.

—¡Jajaja! No es lo que piensas, mi Pao preciosa. Hasta ahora no se me ha volteado la barca. Soy bi… ¡Sensorial! Creo yo.

—¿Cómo así? No te comprendo.

—Pues que me gusta sentir y también ser sentido. Considero que busco siempre un equilibrio. Balancearme sobre la soga, sin desear caerme para un lado o para el otro. —Pero miré con algo de tristeza a mi rubia barranquillera, quien en silencio, aún permanecía un poco desconcertada traduciendo en su mente mis palabras.

—Pao, me siento muy feliz a tu lado pero…

—Pero te hace falta algo. ¡Te sientes incompleto! ¿No es verdad? —Me respondió con prontitud.

—Sí, así es. La verdad Pao es que hoy al verla esta mañana… ¡Se me removió todo! Es una sensación tan extraña eso de sentir celos. Al verla allí con mis hijos, tan pendiente de ellos, en su labor de madre y tan… ¡Hermosa! La amé. Porque Pao, mi esposa es una mujer muy bella, deseable y trabajadora. Hoy a pesar de su pálida tez y el crepúsculo de sus ojeras, se estrenaba un vestido desconocido para mí, y la vi tan esplendida. No le dije nada porque los recuerdos de hace años se me agolparon, cuando creí haberla perdido y mejor salí de afán. ¡Me falta ella, mi otra mitad! —Y Paola me obsequio comprensiva, su hermosa sonrisa.

—Una mezcla de sensaciones que no quería revivir, Pao. El temor a perder a alguien, que considero por su entrega durante tantos años juntos, casi como propiedad mía. Y sí, me sentí tan defraudado por ella, como también por mí. Muy dolido, abatido, traicionado y desdichado porque ella finalmente me falló. Pero yo igual lo hice contigo, y también me traicioné y de paso a la mujer que siento y pienso, que es el amor de mi vida.

—También discúlpame tú, pues no debí hacerlo contigo solo por venganza. Tu solo me brindaste refugio y comprensión y mis deseos de estar con una mujer tan bella como tú, los confundí con las ganas de intercambiar una afrenta por otra y tú… ¡Tú no lo mereces!

—¡Jajaja! Mi Rocky precioso, obtuve lo que quería. Llevarte a mi cama, a mi terreno y vencer tu idealismo de que la monogamia es tu único camino. Y como has podido morder y saborear, el cuerpo vibra y se electrifica ante otro que le excita, aunque la mente piense que eso está mal y solo pide algo diferente de vez en cuando. ¡Disfrutar! Anda nene, que de emociones nuevas u olvidadas, estancadas o utopías omitidas, está plagado este mundo, sin que tú razonado amor, se vea perjudicado finalmente en lo que siente tu corazón. Calmaste las ganas, yo lo disfrute y si tu esposa lo hizo con él, no pasa nada. O es que tú piensas abandonarla, dejar a tus hijos y proponerte… ¿Vivir junto a mí?

—Obviamente que no Pao. De eso estoy seguro, el problema no soy yo ni mis sentimientos, las preguntas correctas serian sí con ese jefecito, Silvia vivirá mejor y si tú estarías dispuesta a dejar lo tuyo con tu novio para ennoviarte con un tipo como yo.

—A mí puedes llegar a quererme mucho y se bien cuanto te encanto, pero a Silvia tú, mi «Rolito precioso»… ¡A ella la continuas amando! Y eso mi «Cachaquito» hermoso, le puede estar sucediendo a ella también. Ustedes dos ya tiene algo construido, y ajá, acabarlo todo por un puto polvo, «Rolito» precioso, eso sí estaría mal. Piensa que solo fue eso y nada más. Bueno, regular o malo, eso le toca a ella evaluarlo. Aunque quizás si la llegas a ver muy cambiada emocionalmente, o a ti mismo, pensando más en mí que en tu mujer, no lo dudes ni por un segundo… ¡El amor entre ustedes dos, no ha sido suficiente! Y entonces lo mejor sería…

—¡Cárdenasss! ¡Señorita Torres! En la noche pueden terminar de hacerse el manicure y si quieren hasta los rulitos también. ¡Menos chisme y más trabajo! Qué los clientes no cuelgan de los árboles.

¡Mierda! ¿Y mi café?

Vaya comienzo de semana, después de tanta felicidad, lejana a kilómetros de distancia, regresaba a la oficina seguramente para ser objeto de mil preguntas de parte de mis compañeras y…

—Silvia, tesoro ¡Bienvenida! Pero ni idea donde te vas a poder acomodar. —Fueron las palabras de pláceme con las que me acogieron mis cariñosas compañeras a mi llegada a la oficina.

Y mientras recibía el cariñoso abrazo de Amanda, dos ósculos afectuosos en mis mejillas por parte de Magdalena y la sonrisa honesta acompañada por un suave palmear de las manos de la señora Dolores, giré mi cabeza en dirección al lugar usual de mis ocupaciones laborales y…

—¡Dios mío! ¿Y esto que fue? —Les pregunté pasmada.

—No lo sé corazón, pero de continuar esto así, vas a tener que montar un puesto callejero en las cercanías de Cibeles. —Me respondió sonriente Magdalena.

Doce frescas rosas amarillas y de tallo corto sobresaliendo de un liso y ancho jarrón blanco, ubicado a la derecha por una parte, Lirios de pálido rosa y Gerberas blancas, mezcladas con hojas verdes dentro de un bello florero de cristal ámbar en el centro de mi escritorio, expresándome con ellas un silencioso… ¡Lo siento! Y encima del archivador, al costado del retrato, tres girasoles amarillos, dos naranjas y varias margaritas blancas, dentro de un jarrón de vidrio transparente y de boca ancha, no dejaban lugar a dudas de quien, manteniéndose en su estado de limerencía hacía mí, quería presentarme sus excusas.

—¡Ese esposo tuyo es un experto conquistador! —Gritó Amanda, dos pasos por detrás de mí, pero luego fue la voz de la señora Dolores, que manteniéndose bajo el vano de la puerta de la cocina, inocentemente controvirtió con sus sabias palabras, la emoción de mi compañera.

—¡Pero el color de esas flores, son como para pedir perdón! —Y en los ojos de mis compañeras, la intriga se vislumbró.

Azarada por los preciosos arreglos florales, descargué mis cosas sobre la silla giratoria y tomé primero las rosas para dejarlas sobre la mesita auxiliar ubicada a la entrada de la oficina de mi jefe. En el hall, en medio de las dos poltronas de la salita de espera, el jarrón con los girasoles y encima de mi archivador, allí opté por acomodar los lirios y las Gerberas. Y ante las asombradas miradas de Amanda y Magdalena, me dispuse a ponerme al día, con los informes atrasados.

Mi jefe llegó diez minutos después y dio un vistazo general. Sin sonrisas, saludo general para todas de buenos días, por pura cortesía para ellas y una disimulada luminiscencia en el gris de su mirada obviamente para mí, antes de entrecerrar la puerta de su oficina. No me llamó ni yo entré con él.

Imperturbable permanecí en mi escritorio, completamente ida y lejana mi mente de aquella estancia, con los informes unos sobre otros, formando una aislada torre de trabajos no evaluados. Invisibles para mis ojos, sus murallas de datos e infinidad de cifras. ¿Me hablaron mis compañeras? Por supuesto, con seguridad en varias ocasiones durante aquella mañana, pero sus voces eran mudas, afónicos ecos para mis oídos.

Preocupadas, ya durante el almuerzo no pude evitar el tropel de sus inquietudes. Preguntas, manos acariciando las mías. Mi lastimero llanto arrullado por abrazos para lograr mi calma. No dije ni una sola palabra, respetuosamente no insistieron. Una taza de té de tila para relajarme, caliente infusión para dopar mi angustia y la tristeza por la tarde. Y no, no marqué a las diez y no recibí su acostumbrada llamada al mediodía. Ni mensajes después.

Impasible don Hugo permaneció esbelto con sus manos cruzadas sobre su espalda, –allí en pie– mirando por la ventana, cuando ingresé a su oficina para despedirme. Me respondió con un abstracto… ¡Hasta mañana! por despedida, sin siquiera mirarme. No me dijo nada acerca del vestido nuevo, escogido por mí y pagado por él, la otra tarde. Sin embargo al darme la vuelta para salir de su oficina, tomé mi móvil y por medio de un mensaje le expresé mi agradecimiento por el bonito detalle de las flores y rematé con otro texto donde le dejé en claro que él no había sido tan culpable.

En casa ya estaban mis hijos, recostados con sus ojitos cerrados, abrazados por mi esposo, uno en cada brazo. Y en la pared, sin sonido el televisor con sus dibujos animados pero fijos en el rectángulo de las imágenes, el café sin brillo de los ojos de Rodrigo. Y sobre la mesa del comedor, cuatro platos hondos colmados de un potaje de bacalao, espinacas y garbanzos.

—¿Cocinaste? —Rompí el silencio por mi asombro y por no saber que decir más.

—Tu madre insistió, ya sabes cómo es ella y como soy yo. ¡Se me quema hasta el agua para hervir! —Y acomodándose en el sofá, con ternura fue despertando a nuestros hijos, quienes al verme reaccionaron con su acostumbrada alegría.

Un cigarrillo él, pero abajo, caminando despacio en el parqueadero y mirando a las estrellas cada que exhalaba el humo, a veces en espesas bocanadas y en otras ocasiones, jugando a hacer círculos de grises azulados, iluminados por las farolas de uno que otro auto. Otro mentolado para mí, asomada en el balcón evaluando soluciones. Y luego a dormir. Usuaria frecuente yo de la habitación principal, pero sola y Rodrigo, –como no– acostado en su «nave espacial».

Cuando salí de la ducha, tan solo plegué la toalla a mi cintura y aún con las gotas de agua en involuntaria competencia por caer primero, desde mis rodillas hasta los tobillos, descalzo crucé el pasillo hasta la cocina para prepárame un delicioso y reparador «tintico». Sin afeitarme, porque para qué si era mi día compensatorio, descanso merecido por mi fin de semana tan trabajado. Silvia se encontraría ya a mitad de camino a su oficina, después de haber acompañado a los niños hasta la otra esquina, en frente de nuestro bloque, para que el bus escolar los recogiera. ¡Todo un martes de descanso para mí!

Una brisa fresca me abrigó de improviso la cara y también mi torso desnudo, logrando la inmediata reacción en mis tetillas y los vellos de mis antebrazos. El balcón abierto y en el recuadro de aquella imagen soleada, como un hermoso cuadro pintado con detalle y mucho esmero. Al fondo los dos frondosos árboles de plátano, con sus hojas palmeadas y sus naturales copas danzantes por el viento, como acariciando con su verdor, el gris concreto de las fachadas, en los edificios más allá. Las celestiales alturas de Madrid con aquel inmutado azul, sus nubes blancas surcándolo en calma y mientras tanto yo pensaba que sería… ¿Del cielo mío?

Ella sorprendiéndome, allí agazapada en una esquina de la sala más sin darse cuenta de mi presencia, apoyada mi mano derecha sobre el mesón de la cocina. El par de redondas nalgas con su característica forma de corazón, antes blancas y ahora tan bronceadas; la manchita marrón de nacimiento en el centro de su loma derecha, ya casi no se le notaba, pero sí la angosta franja oscura de su tanga brasilera, que valiente y presumida se perdía en la fisura que las separaba.

Y Silvia agachada de espaldas hacia mí, revisando concentrada las carátulas de los discos. ¡Mis discos, mi música! Y vestida, –eso es mucho decir– con mi antigua camisa en trenzado tejido azul, con su cuello francés ya raído de tantas posturas y lavadas, una vieja amiga de varias conquistas, casi todas… ¡Rechazadas!

¿Qué carajos estaba haciendo Silvia en el piso a esas horas? ¿Indispuesta? No me lo pareció. ¿Y con aquella camisa que creía ya tirada en la basura?

—Uh, uh, uhm. Carraspee, mientras en la cocina tomaba mi taza roja tipo mug con el logotipo blanco de la bebida que me encantaba. —Te gustaría un café, mientras revisas mis discos… ¿O lo que sea que estés buscando?–. Y Silvia sin sobresaltarse para nada, ni tampoco mirarme me respondió que no, señalándome con el doblar de su mano hacia la mesita auxiliar cercana, la botella de aguardiente, una copa pequeña y el cenicero de cristal tallado, con los restos de tres fumados huéspedes ya.

—Solo busco un disco de esa artista gringa que te gusta tanto. La del concierto. ¿Cómo es que se llama? —Me preguntó tan sosegada.

—¿Sera Cher? Pero buscas donde no es. Es un DVD. Está a la izquierda tuya, debajo del de Michael Jackson y sus hermanos, creo recordar.

—Y puedo preguntar… ¿La razón? —Me senté en el centro del sofá, tomando el cenicero, mi cajetilla de cigarrillos y el encendedor rosado suyo, esperando la respuesta.

—¿Te molesta si lo veo? —Me preguntó serena.

—Para nada, le respondí. —Y ella oprimiendo los botones rojos de los equipos, lo colocó.

—¿Sabes una cosa? Bailé al lado de ella. —Me lo dijo tan normal, como si nada, sorprendiéndome.

—¡Qué! ¿Estuviste bailando con Cher? No te creo. —Curioso le pregunté.

—¡Jajaja! No con la original, lastimosamente, sino con su clon. Un hombre disfrazado de mujer. Tan parecida al verla de soslayo, pero qué al acercarme, la ilusión se desinfló. —Y lo mismo me sucedió.

Luego muy serena y confiada se instaló a mis pies, su culo sobre la alfombra, las piernas cruzadas y en el medio de las mías, con su copa de aguardiente y la botella a su lado. Me sorprendió su actitud tan normal, tan en paz. ¡Y el video comenzó!

Y así acomodada, ofreciéndole la espalda al amor de mi vida, sin que el solicitara mi explicación y yo nunca su autorización, le relaté el comienzo de mi traición. Temprano me había comunicado con Amanda, comentándole que no me encontraba bien. Pero no físicamente. ¡Tenía herida mi alma, angustiado el corazón! Y mi esposo, refundida la confianza.

—Rodrigo, esa madrugada llegamos a mi habitación, Antonella y yo. Ambas íbamos algo achispadas, tal vez yo más que ella. Y al entrar a la habitación, todavía con aquellas copas en nuestras manos, mi asistente colocó en su teléfono algunas canciones y seguimos bailando las dos tan alegres, saltando como dos pequeñas amigas que hacían nuevas travesuras y sí, también algo de ruido.

—Silvia, no necesitas contarme nada. —Le insté, mientras después de dar una calada larga, expulsé el humo hacia el abierto balcón, con tan mala suerte que la suave brisa lo devolvió en mi rostro, en esparcido desorden.

—¡Tranquilo! No lo tomes como una confesión de mi parte. Siempre lees cuentos a los niños, ahora Rodrigo, haz de cuenta que soy yo quien te leerá una aventura, la historia grabada en mi memoria. —Decidida le respondí.

—Tuve algunos roces, –continué– caricias y besos con una compañera del colegio. ¡Me gustó! Aprendíamos las dos, esperando no parecer inexpertas ante nuestros primeros encuentros con los vecinitos más grandes de nuestro barrio, los que nos seguían viendo como un par de niñas, a pesar de que nuestros cuerpos habían empezado a madurar y querer probar. Y siempre me quedó cincelada en la memoria, aquellas tardes en las que a escondidas de mis hermanos y mi madre, en vez de estudiar matemáticas, nos acariciábamos las dos en mi habitación. Ella a mí costado en la cama, disfrutando el agitar de sus dedos en su rosada y virginal abertura. Yo la miraba mientras seguía sus indicaciones, efectuando aquellas íntimas caricias en la hendidura mía, pero con muchas ganas de ser yo quien se las prodigara. Nunca lo hice, pero sí que lo quise.

—Es muy normal Silvia, creo yo. Aprender a conocerse, explorar tu cuerpo y entre ustedes las mujeres es algo demasiado común. —Dije yo, terminando de un sorbo, mi taza de café. Y Silvia prosiguió pero ya volviendo a ese reciente presente.

—No te voy a mentir Rodrigo, me encontraba muy excitada ya que en la discoteca de Francesco, la rumba era total. Las parejas y hombres se gozaban la noche bailando, bebiendo, brincando y… Antonella estuvo todo el tiempo a mi lado, tan pendiente. Es una mujer muy divertida y entre tanta música y festejos, más alguna que otra copa de un cocktail delicioso y otra canción bastante frenética, me besó. Sí, me gustó aquel beso. —Y de un solo sorbo, agoté el ardiente licor.

En el video estaba ella, con su melena rizada e iluminada en todo el centro por multitud de focos, la gigante pantalla a su espalda, las manos muy juntas y sus uñas extremadamente largas, sosteniendo entre ellas el decorado micrófono. Y entonando por supuesto… «I Still Haven't Found What I'm Looking For». Mi vida yacía tranquilizada en el suelo y entre mis piernas.

—Aunque en un comienzo, sorprendida por aquel íntimo gesto me cohibí. Después al ver a todas esas parejas de hombres con sus exóticos disfraces de mujer, con barba y bigote, besándose con otros, liberados de beata mojigatería, me fui excitando. También contribuyó al sensual espectáculo, ver como Francesco se comía literalmente la boca de su novio Doménico y en las mesas contiguas, las mujeres jóvenes y otras ya no tanto, manifestando tanto amor para con sus novias, yo… Yo acepté dar rienda suelta a los tímidos escarceos de Antonella y nos entraron las ganas de llegar a más. ¡Perdóname! —Y me serví otra copa llena de aguardiente y girando el tronco, se la ofrecí.

—¡Está bien! Demos un trago a esto, porque presiento que será fuerte escuchar lo que se viene. —Le respondí yo, bebiendo de un solo envión y devolviéndole su copa en un instante.

—Pero sin embargo mi vida, yo no dejé ni por un solo momento de tenerte en mis pensamientos. Recordé las noches en que abrazados en nuestra cama, mirábamos al principio distendidos las pelis de porno y en algunas de aquellas escenas, luego tu y yo… ¿Recuerdas? Esos planos frontales y detallados de sexo entre dos mujeres y un hombre, excitados los dos, me confesaste que era una de tus grandes fantasías. Yo siempre, siempre te dije que no sería capaz de enrollarme con una mujer, pues eso no me parecía correcto ni natural y porque además si sucediera algún día, debería existir antes que nada una fuerte atracción. ¡Te mentí! Y a mí también por lo visto. Pues con mi asistente, eso sobrevino sin más. Es tan tierna, inteligente y hermosamente sexy qué… Pensé en ti, mi amor. ¡Lo puedo jurar! En que si se diera la oportunidad de que la conocieras, estoy segura que rápidamente tú, me darías la razón. Y…

—Y entonces Silvia… ¿Qué más pasó entre ustedes dos? —La interrumpí con mi afanada pregunta.

—Allí estábamos las dos de pie, Rodrigo. A tres pasos de la cama y a dos del umbral de la puerta, bailando muy juntas, sus manos acariciando mis caderas, por supuesto bordeando la frontera del comienzo de mis nalgas y las mías prendidas, rodeando su estilizado cuello.

—¡Pufff! Creo que debes brindarme otro trago y necesito otro cigarrillo. —Le comenté con mi pulso ya acelerado.

—Creo que yo también. —Y sirviendo una nueva copa plena de aguardiente se la entregué en su mano derecha, mientras yo me ponía en pie, para luego encenderme también uno de mis mentolados y salir al balcón. Desde allí sin mirar a mi esposo, continué.

—Seguíamos besándonos con ternura, párpados semicerrados, nuestras miradas breves tan sinceradas y en nuestras entrañas la encendida pasión. Los suaves labios de Antonella fueron reptando por mi cuello desde aquí, –le mostré– hasta recorrer con su lengua los repliegues de la oreja y hundirla brevemente causándome un sinfín de escalofriantes sensaciones por toda mi piel. Sus manos ávidas por explorarme, comenzaron desde arriba, en el inicio de mis hombros y deslizándolas muy suavemente, recorrió mi desnuda espalda hasta perderlas en un recorrido audaz sobre el comienzo de mis nalgas, estremeciéndome y cedida a sus dedicadas caricias.

—Espera, ten tu copa que ya me dio sed y necesito algunas cervezas. —Le dije, acercándome al balcón. Cuando me vio acomodarme en una esquina del sofá, Silvia prosiguió.

—Me empujó contra la puerta y empezó por apartar la tira de mi vestido para descubrir mi seno izquierdo, sin dejar de mirarme con sus ojos avellanas y mordiéndose pícaramente, el labio inferior. Tomó posesión con su boca bien abierta de mi busto sumiso y su lengua húmeda, adulando la suavidad de mi piel, jugueteó en círculos sobre la aureola, dejando para el final, aquel mordisco dolorosamente soportable y ansiado por las dos. Su mano derecha lo aprisionaba, amasando con la zurda las redondas carnes de mi culo y hurgando concentrada con sus dedos, el surco que sobre la tela entre mis dos nalgas se formaba.

—¿Quieres otro aguardientico? —Le conminé a beber y demorar un poco, mi excitación. Y la gran artista en la pantalla, junto a sus bailarines, resplandeciendo sobre el escenario.

—¡Gracias! Humm, que rico que sabe. —Le respondí sonriente a mi esposo.

—¿Y por dónde iba? Ahh si, ya sé. Me hallé de pronto abstraída y con mis ojos bien cerrados, placenteramente dispuesta a recibir aquellas sensuales manifestaciones, cuando golpearon súbitamente a la puerta. Quizás debido a mis gemidos y pequeños gritos de placer, Hugo… mi jefe se dio cuenta de mi llegada y preocupado me preguntó desde el otro lado de la puerta que si me encontraba bien.

—¿Hugo? —Se me salió de la boca su nombre, debido seguramente a aquella extraña familiaridad con la que le llamó mi mujer.

—Sí mi vida, él. Nos asustamos las dos por la súbita intromisión y con las manos cubriendo nuestras bocas por las contenidas ganas de reír, le pedí entre susurros a mi conquistadora asistente que se escondiera en el baño y me acomodé el vestido con rapidez para abrirle un poco la puerta, pero él la empujó como con prisa y entró a mi habitación. Revisó el lugar con su mirada y volvió a preguntarme si estaba bien y que con quien me encontraba. Muy serio me tomó de los brazos y la verdad mi amor, sentí temor por su desconfiada y brusca reacción. En su actuar y en la voz percibí vestigios de… ¿Celos?

—¿Y por qué celándote él? Acaso Silvia… ¿Existe entre ustedes dos algún acuerdo previo que yo no sepa? —Y mi esposa negando tranquilamente con su cabeza y lanzando lejos la colilla, terminó de un sorbo su aguardiente y mirándome fijamente, continuó sin responder con la claridad que me merecía, su ya no tan erótico relato.

—Antes de responderle, posó la palma de su manos sobre mi frente, luego sobre mis mejillas con el dorso, como si de un examen médico se tratara. Se fijó que sobre la silla ubicada al lado de un pequeño escritorio en la habitación de aquel hotel, se hallaba el bolso rojo de Antonella y apoyado sobre el esmaltado jarrón con sus flores fucsias y blancas, estaba el móvil de mi asistente dejando escapar el rítmico sonido de una canción, alguna de esas que bailamos divertidas y sueltas en la discoteca. Hug… Mi jefe frunció el ceño y como si lo hubiera presentido, miró hacia el baño que tenía la puerta entornada y cuando iba a decirme algo, con la intención de dirigirse hacia allá, entró tu llamada y logré zafarme de sus manos para responderte. Y lo demás pues… Tú, lo creíste saber.

—Muy telepático que soy. ¡Inoportuno y antipático también! —Le respondí a Silvia, entre tanto yo, daba por concluida esa lata de cerveza, apretando el aluminio con dolorosa fuerza, contenida por mi esa mañana, desde hacía un rato.

Y el sonido de «I Found Someone» se escapaba por los cinco altoparlantes y el subwoofer del teatro en casa.

—Al contrario, fue una llamada liberadora, al menos inicialmente fue eso lo que pensé, estando yo tan eufórica. Veras mi vida, yo realmente me sorprendí al ver que se trataba de una videollamada. Antes de contestar le pedí en dos oportunidades que se marchara, pero él desobediente, decidió sentarse en una silla al frente de la cama, cruzarse de brazos y esperar. No tuve de otra que responderte ahí mismo. Obviamente, para evitar una pelea contigo no dije nada en el momento y sí, me vi en aquella habitación con mi deseada asistente oculta en el baño y con otro pretendiente, sentado y en silencio, observándome.

—¡Tan de buenas tú! Y por supuesto… ese hombre. —Acoté, destapando la segunda cerveza.

—¡Disfrutó de tus peticiones!, como era de esperar. Excitado por ver cómo te bailaba y al hacerlo, desnudaba mi cuerpo para ti, en un momento que voltee a mirarle, él ya se estaba meneando el pene. Lo siento, pero no supe que hacer o no tuve el valor para echarle de mi habitación y que tú te dieras cuenta porque sabía muy bien que pensarías mal de mí. ¡Tal cual aconteció! El que sonara su móvil en ese momento fue mi salvación y mi perdición al mismo tiempo. Quien le estuviera llamando a esas horas, creo yo qué debió ser su esposa por la expresión de sorpresa, tanto que palideció su rostro, le hizo finalmente recapacitar. Se acomodó de nuevo la verga dentro del pantalón y salió con prisa de mi habitación. ¡Puff! Necesito otro trago. ¡No! Mejor que sean dos.

Y «Strong enough» ya me fue envolviendo en sus melodías y con sus frases pausadas al principio para luego incrementar el ritmo y volver a calmar, abría las llagas en mi interior, no curadas. Obviamente Silvia «sin sentir» la canción, solo continuaba con su historia, teñidas sus razones del color de las disculpas.

—Te volví a marcar para explicarte, pues por el susto ya se me había pasado el efecto de los cocteles y se me habían bajado las ganas al suelo. Pero no contestaste más, ni escuchaste mis mensajes. Antonella salió del baño, también muy apenada pues se dio cuenta de todo, me vio llorando, arrodillada en el piso con mi teléfono en la mano y me consoló por largos minutos. Pensaba marcharse pero yo… ¡Mi vida yo!… Yo le pedí que se quedara. Sabía perfectamente en mi interior que lo nuestro ya, resquebrajada la confianza que depositaste en mí, –por culpa de mi jefe– se había roto completamente y que estarías pensando en que te había sido infiel… ¡Precisamente con él!

Instintivamente observé los gestos en el rostro de mi mujer. Permanecí atento al brillo de sus ojos marrones por si cambiaban, evaluando cada leve movimiento de tensión en sus músculos, algún tic nervioso que la delatara, pero no, Silvia se mantuvo inalterada, serena y liberada. Y «Believe» sonaba, usando el auto-tune, mi admirada artista.

—¡Esa es mi amor!… Esa es la canción que sonaba en la discoteca de Francesco, cuando por fin me decidí en el centro de la pista a aceptar su boca en la mía, saborear yo su lengua y ella la mía. —Le dije emocionada a mi esposo, recordando aquel bello instante con Antonella.

Y Rodrigo sin inmutarse por mi emotivo recuerdo, solo bebía de su cerveza, recostado en el sofá hasta que acomodándose la toalla, se recompuso y se puso de pie, dirigiéndose a la habitación de invitados.

—¿Ya te vas? ¿No quieres escuchar la siguiente parte? —Le pregunté acercándome a la mesa del comedor.

—Necesito respirar Silvia, y meditar en todo esto. De paso voy a repostar combustible y lo dejo lavando, que está hecho un asco. Tú mientras tanto, puedes hacer el almuerzo. De regresó traeré tu aguardiente y algunas cervezas para amenizar el resto de tu relato. —Le respondí con mi razonada necesidad.

Y así fue que en aquella veraniega tarde madrileña, después de almorzar, recostado contra el muro del balcón, –fumando– destapé una de las nuevas cervezas, intrigado pero ya no tan molesto, y esperando a que Silvia terminara de lavar los platos y retomara el sendero final de su historia.

—¿Qué tarde tan calurosa no te parece? —Le dije a mi esposo desde la cocina, cuando terminé de secar los platos.

—Así parece, aunque tú, tan solo con mi camisa puesta, debes estar bien aclimatada. —Le respondí un poco sarcástico.

—¡Jajaja! Puede ser mi vida, para que te lo voy a negar. Pero no lo decía por mí, sino porque te veo un poco acalorado con esa sudadera puesta. Al menos déjate sin ese buzo hoodie. —Le insté para que mi esposo me dejara ver de nuevo, su fortalecido torso desnudo.

—Es qué debajo no llevo nada. —Le respondí ya mucho más cordial y disipado, dando otro sorbo a la fría bebida enlatada.

—¡Pues mejor aún! Y ven para acá dentro que se está mucho más fresco. Hazme caso y acomódate en el sofá. Acaso… ¿No te estas muriendo de las ganas por conocer que pasó con Antonella? —Lo invité con una segunda intención.

—¡Puff! Bueno está bien. —Y apagando la colilla en el fondo del cenicero, entré con él en una mano y en la otra mi cerveza nueva.

Acomodé la mesita auxiliar más cerca del mullido sofá y quitándome el buzo y el pantalón de la sudadera, casi arrastrando el bóxer gris también, me estiré de medio lado, semidesnudo sobre los blandos cojines. ¡Y sí! La admiré de nuevo como siempre la miraba desde la primera vez que me enamoré de su angelical sonrisa, cuando más desarreglada estaba, yo más preciosa la encontraba.

De medio lado su melena, haciendo una graciosa ola hacia su izquierda. El largo cabello caía revuelto entre castaños lacios y otros mechones cobrizos semi ondulados, que ocultaban sin esmero, parte de su costado por sobre la camisa azul que esa tarde en algún momento, Silvia solo aseguró con dos botones. Por su postura en la esquinera poltrona, con sus piernas elegantemente cruzadas, la «O» de su ombligo poco profundo, –después de sus dos embarazos– quedó al descubierto para el deleite de mis ojos.

—¡Te amo! Aunque tal vez ahora tú no lo creas. —Le dije con honestidad temprana, levantando mi copita de aguardiente, brindando en diagonal a él, lleno el translucido envase hasta casi rebozarlo y antes de continuar mi relatada madrugada con mi amante italiana. Y bebí todo su contenido de una, fijándome en la mirada perdida de Rodrigo, reconociendo mi vientre desnudo y la mía a su vez, en su parcial desnudez. ¡Mi hombre!

Mordisqueando con suavidad el borde de su copa de cristal, Silvia no ocultaba de mí su carita de niña mimada, ni el fulgor pardo de sus ojos se apagaba, cuando dijo que me amaba. Fruncí mis cejas y en el tono de mi voz, exponiéndole con gran franqueza, mi no despejada duda.

—Silvia, si es verdad lo que acabas de decir… ¿Por qué entonces nos han pasado tantas cosas últimamente, que me hacen dudar de la sinceridad de tus palabras? —Le pregunté.

—Esos eventos circunstanciales, al contrario de lo que tú piensas, no han hecho más que afirmar que los dos nos amamos, demasiado. Porque es verdad que mi jefe no halla la hora de acostarse conmigo y tu compañerita contigo, pero eso no ha ocurrido hasta ahora. ¿No es así? Y míranos, somos los dos más fuertes que sus ganas, si creemos el uno en el otro, precisamente en estos momentos de aparente debilidad. —Le expuse mi pensamiento ante su cuestionamiento.

—¿Traición querrás decir, en vez de debilidad? —Contra ataqué.

—Si así lo quieres ver. Sí. Pero yo no he cedido, solo he hecho lo que tú me has pedido. Primero que convenciera a don Hugo para que aceptara ir a terapia con su mujer. Y en Turín, que aprovechara la ocasión en aquella discoteca con alguna mujer. Y en ambas te lo concedí. —Le refuté su opinión, estirando mis piernas y mi brazo también, con la finalidad de servirme otro aguardiente y encender un cigarrillo.

—Ok, perfecto. Y entonces… ¿Qué sucedió después con tu asistente? —Le pregunté a Silvia para desviar el tema de la debilidad y nuestra traición.

—¿Estás listo? Acomódate bien. Recuerdo muy bien aquellos instantes cuando aferrada a su abrazo le dije… ¡Quiero que te quedes! Y Antonella con sensatez me respondió…

—¿Es una orden? —Y yo me sonreí.

Acerqué mi rostro al suyo, retirando con el dorso de mi mano diestra, los restos de humedad en mis mejillas, la miré tiernamente con el café de mis ojos a aquellos cercanos y tan atrayentemente avellanados; y rocé con mis labios los suyos, para luego entre murmullos decirle enfáticamente…

—Deseo entregarme el resto de esta madrugada en Turín, a ti. Quiero… ¡Necesito que me hagas el amor! Deseo evaporar mi aflicción en tu calor.

—¿Y tu esposo? —Me preguntó entrelazando con los míos, los dedos de su mano.

—A estas horas, ya debo estar muerta en su corazón. —Y me desprendí yo misma del plateado vestido, que cayó rendido a mis pies, cubriendo con parte de la tela, los delicados blancos de Antonella. Desnuda ante ella, cubierta solo por el sexy triangulo negro de encaje transparente, suavemente la empujé sobre la cama, deseando como mi vestido, caer rendida ante sus caricias y los labios provocativos de la bella Antonella.

Silvia recostada en el sillón, después de dar un pequeño sorbo, mantuvo entre sus dedos la copa un momento para luego finalmente, dejarla sobre la mesita auxiliar, junto a la botella, más el cigarrillo, lo sostenía apretado entre sus labios, aspirando y entrecerrando sus ojos, fue deslizando su mano libre hasta posarla sobre el muslo derecho, acariciándose con suavidad mientras su mente rememoraba aquella madrugada.

—Y lo fui, te lo reconozco. Me acosté con otra persona, y tuve sexo. Si pensabas que te había sido infiel, pues lo seria de verdad, al menos le daría sentido y justificación a tu imaginada presunción de mi traición, para separarte de mí. Hice el amor de una forma distinta pero sumamente placentera con mi asistente, con Antonella disfruté quitándome de encima el peso de no ser infiel con él, pero dándote la razón, de dejar en Italia, un corazón de mujer que ahora anhela mi regreso.

Y Silvia entregada a sus libidinosos recuerdos, llevo su mano libre del tabaco, abandonado a medio consumir en el borde del cenicero, frotando libremente la redondez de sus pechos, cubiertos aun por el azul de mi camisa. Los dedos de la otra, prisionera entre sus piernas, complacían agitados la lubricada intimidad. Tomé mi cerveza con la mano izquierda para con la derecha deslizar hacia abajo la franja elástica de mi bóxer, liberando mi excitado pene. Cuando volví a mirar a mi esposa, ella complacida me observaba y de paso, sonriente, desabotonaba la camisa, haciendo a un lado la tela, para cubrir con la palma su bronceado seno.

—Te puedes acariciar si gustas. —Le expresé a mi esposo, segura de que con mi relato, las ganas de masturbarse le apremiaban.

—¿Cómo se masturbaba él al verte desnuda? —Le respondí de inmediato sin dejar de rodear con mi mano, la dureza de mi verga.

—¡No dañes el encanto, mi vida! Y olvídate de mi jefe, por favor. Este es nuestro íntimo momento. —Le respondí, volviendo a cubrir de sombras mi visión y de lujuriosa claridad, los rememorados momentos con Antonella.

—Lo siento, discúlpame. Anda, continua con la lectura de tus memorias. —Y me terminé de bajar el bóxer gris, apartándolo con mi pie derecho, hasta dejarlo caer vuelto al revés por un costado del sofá.

—Aparté rápidamente de mi mente tu desilusión y la de él. Me permití abandonarme a mis sentidos y el flujo que lubricaba los pliegues de mi sexo, también confirmaban esa intención, a pesar de que permanecía retenido por la tela de mi tanga, en espera de una boca, o una mano experta que presta lo liberara. —Y recordando aquel reinicio, cerrando mis ojos y con mi mano ya rozando por debajo de la negra tela, el recortado matorral de mi monte de Venus, perdida la vergüenza ante los ojos de Rodrigo, la introduje parsimoniosamente en la mitad de mis piernas hasta llegar a la entrada de la vagina, bordeando, explorando la paredes de la mojada entrada.

La brillante lengua en erótico paseo, lamía continuadamente el exterior de sus labios sin precipitarse, tampoco parecía contenerse. Silvia entre gestos libidinosos y exteriorizada fruición, acariciaba un pezón, que fiero y puntiagudo, parecía alargarse más y más, entre su pulgar y el dedo medio. Y mis dedos retraían parte de la piel. Subiendo sin afán, rodeando con firmeza mi endurecida virilidad.

—Antonella me besó profundamente. Un beso largo que fue cediendo hasta explorar la interna forma de mi boca. Reconocimos nuestros paladares, esquivando la carne jugosa de nuestras lenguas por instantes, hallamos prontamente la dureza de los dientes pero nos aventuramos sin temor en sus muescas y salientes; con inmenso ahínco y sexual necesidad, las dos compartimos nuestros olores y sabores, tanta la humedad de arriba que parecía internamente encontrar otras rendijas más abajo por donde fluir.

Nuestros cuerpos brillaban ya un poco por el sudor, perdiendo el aliento en cada agitado movimiento. Calor, sed y muchas ganas. Silvia entregada a las imágenes en su cabeza, abiertas sus piernas, empezaba a suspirar.

—Mi pubis de por sí henchido, se posaba con frenesí sobre el suyo. Ella misma se deshizo de las mangas rojas en sus brazos y con algo de esfuerzo bajó la tela que recubría sus senos. Yo con manos y boca jalé hacia abajo la fina textura de su negro sostén, dejando al descubierto, las dos puntas marrones de sus pezones, posesa los lamí, mordiéndolos con hambre; los amasé con incontenibles ganas y luego ascendí hasta su boca y sus labios me recibieron con suma dulzura. Mis tetas en correcta posición, después de tantear un rato, se ensamblaron vigorizadas contra las suyas, abandonándome a esa extraña, novedosa y placentera sensación de tibieza. —Yo recordaba los detalles, las imágenes y los sonidos que mutuamente provocábamos, simulando hacerle un erótico orfeón, a la música proveniente del teléfono de mi hermosa asistente.

Detuve la paja y me incorporé. Ya entrados en gastos pues me decidí y acercándome con sigilo, con delicadeza terminé de deslizar aquel sensual triángulo negro de tela, que me impedía visualizar mejor, la actuación de sus dedos sobre el clítoris colmado y aquellos labios amplificados por su excitación, brillantes y rosados. Silvia colaboró agradecida y yo, complacido sin decirle nada con mi voz, pero sí con la compinche mirada, me ubiqué de nuevo en mi antigua posición.

—Antonella con sus dos manos afincadas en mis nalgas, me jaló hacia adelante, y como pude, guardando el equilibrio con su ayuda, despacio una rodilla avanzó sobre el blanco edredón, –rememorando esta parte, abrí muy bien las piernas para excitar aún más a mi esposo– la otra imitó la primigenia acción de avanzar, milésimas de segundo después, hasta ubicar mi vagina sobre su bella y acalorado rostro. Luego con avidez y pericia, un dedo apartó la tela hacia un costado y boca, labios y lengua de una mujer, me procuró lujuria descontrolada, picazón en mi cosita, calambres en las piernas, corrientazos en mi vientre, sudor en axilas y en la frente. —¡Pufff! Tenía sed, calor y ganas de ser penetrada por la rica verga de mi esposo. Abrí mis ojos y me fijé en Rodrigo.

Mi esposo no perdía detalle de la refriega de caricias, que con mis manos y dedos, batallaban sensaciones de placer sobre y dentro de mi cuerpo, aunque él tantas veces ya lo había descubierto. ¡Este hombre aún me ama y me desea! Lo pensé y sonreí. Mi estrategia rendía sus frutos y la dureza de esa hermosa daga con su glande ya enrojecido, goteando brillos por el trajín de sus dedos al subir y bajar con armonía y ritmo, así me lo confirmaban.

Fui hasta el refrigerador por dos cervezas y Rodrigo siguió con su lujuriosa mirada, el contoneo de mis caderas, el gelatinoso temblor de mis tetas, y el erótico subibaja de mis nalgas. Abrí la primera lata y se la ofrecí sonriente. Luego hice lo mismo con la mía, dejando la tercera a la vera de la alfombra, para quien la quisiera después. Y bebimos los dos, un agradecido helado trago y Rodrigo atento, me ofreció un cigarrillo y al llevarlo hasta mi boca, el varonil aroma en sus dedos, fue aspirado por mi nariz, incrementando mis ganas de coger con él. Pero para ello me faltaba… ¡Excitarlo más!

—Gracias Silvia, creo que con esta tarde tan calurosa y tu cuento tan… ¡Ardiente!, aquí dentro hace demasiado calor. Creo que saldré al balcón a fumar. ¿Tú no? —Le pregunté, pero mi esposa no respondió pues ya acomodada en la poltrona, se hallaba flechada de nuevo por el dios Eros, continuando su viaje al pasado.

—¡Hummm! Si la hubieras visto mi vida, todo con ella se sucedía sin afanes y en prolongados minutos. Entre mis incontables gemidos y sus jadeos, besuqueando sin control mi rajita, me fue llegando un pronto orgasmo. Su cálida respiración sobre mi erguido botón, su lengua en circularles lamidas unas veces, luego aprovechando el ancho, a lo largo recorrió los pliegues lamiendo, absorbiendo sin reparos la ambrosia que emanaba de mi interior. Las cavidades en mi cuerpo fueron ensalivadas por el dorso de su lengua desde arriba hacia abajo, profanadas luego a placer por el cono de aquel rosado músculo resuelto y conquistador, hasta introducirla lo que podía en el interior de mi ojete, preparando la penetración de un dedo suyo, y otros tres más percutiendo mi vagina. La experiencia de Antonella se notaba en cada caricia, multiplicando mi placer. Hasta que llegué en su boca, mi vida, y por mi sabor en su labios, con un beso posterior sin mi rechazo, supe lo que era ser deseada por una mujer.

Recostado contra la baranda, mirando deleitado el vientre ondulante del cuerpo de mi mujer, mi espalda agradecida recibía las refrescantes caricias de la brisa vespertina, en tanto que yo disfrutaba mi tabaco. Silvia entregada a sus propias caricias, estaba a punto de alcanzar su orgasmo horadando con tres dedos su encharcada cueva del placer, al recordar seguramente, como lo había obtenido de boca y manos por aquella mujer.

—Aghhh, mi vidaaa… soy tuyaaa… Ummm, sí. ¡Siii! Ohhh, yaaa… Me vengo amor. ¡Qué ricooo! Sí, Rodrigo fui suya, pero sigo siendo tu mujer. Antonella me lo hizo delicioso… Y también la hice mi mujer. ¡Yaaaa! Uhhh, mmmm… —Y llegué entre espasmos fuertes, electrizantes relámpagos de placer. Al abrir mis ojos, ya relajada, Rodrigo de pie a mi lado meneando su endurecida verga, con rapidez y frenesí, estaba a punto de eyacular.

—Dámelo mi vida, calma mi sed por favor. —Y me estiré, abriendo deseosa mi boca de beber… Pero Rodrigo lo evitó, expulsando su simiente sobre mis senos y la parte superior de mi vientre.

—Aún no sé si lo merezcas, y sí sea cierto todo lo que cuentas. Me da miedo pensar que te falté algo por decir. Tus verdades o las mentiras, eso yo aún no lo puedo saber Silvia. —¿Tan distinto fue? ¿Qué tanto la quieres volver a ver? Le pregunté.

—Sé que no me crees y que debo cargar con la culpa de tu desconfianza. Pero todo lo que te he contado es la pura verdad. Ya que deseas saber, te puedo decir que con los pocos hombres con que he estado, no siempre ha sido tan rico ni excitante. El peso de sus cuerpos sobre el mío, es agotador, a veces casi hasta sentirme asfixiada. La rudeza con que me besaron, tocaron y palparon, solo lograron hacerme fingir. El daño que me causaron al querer penetrarme, obviando los preliminares y sin lubricarme… ¡Malas experiencias aprendidas! Y además que pocos saben cómo saciarme las ganas. —Y yo levemente sonreí.

—Pocas veces logré llegar con ellos, en cambio contigo mi amor, te interesaste desde siempre por explorar primero mi cuerpo, hallando puntos, acariciando lugares de mi cuerpo dónde tocabas de manera delicada y en otros, presionaste con fortaleza y penetraste con rapidez, agitándote dentro mío tan acompasado a mis movimientos. ¡Cómo me gusta más! La respuesta final es sí, claramente si deseo volver a estar con ella. —Honestamente le respondí, sin abandonar el contacto visual entre los dos, tratando de obtener de nuevo, su perdida fe en mí.

—¿Y entonces con tu jefe?

—¿Con él qué? ¿Estás pensando que me muero por tener sexo con mi jefe? Pues no Rodrigo, con don Hugo no me sucede. Es un hombre bueno, atento y sí, tiene su atractivo, «un no sé qué en no sé dónde», pero no. Realmente, ya me siento hastiada de que su presencia siempre se interponga entre tú y yo. Sin que en serio haya ocurrido nada. Don Hugo puede ser un caballero cuando quiere y un ogro en la oficina también. Aunque no te voy a negar mi vida, que por su reciente «interés» en mí, en algo si ha mejorado. Y por supuesto que estoy consciente de que me desea. ¡No soy tan tonta! Él no solo desea sexo conmigo, desea quererme. Pero aún ama a su mujer. Me lo ha confesado. Solo que tiene miedo a no poder satisfacerla, otorgarle una buena sesión de sexo. Es tímido cuando tocamos ese tema y sinceramente creo que es culpable de que su mujer se buscara en otras partes, con otros hombres, más placer.

—Y entonces, el piensa que al tener sexo contigo… ¿Tú le puedas enseñar? ¿Convertirte en su conejillo de indias para luego ir a practicarlo con su esposa? —Le pregunté a mi esposa, bebiendo las ultimas onzas de la ya tibia cebada fermentada.

—Exacto, y eso ya lo hablamos. Aunque parece que la dichosa terapia no le ha funcionado. ¿Te vas a tomar la otra? —Le dije a mi esposo, que permanecía aun de pie, indecisa yo, en si ponerme en pie y abrazarlo con fuerza, besarlo con pasión si me dejara.

—Pues no sé si me quepa más. Eso depende de si aún tengas cosas por desembuchar. —Y en su mirada por primera vez aquel día, la ví esquivar mi mirada.

Esa pregunta de mi marido me puso mal. No creí oportuno sincerarme en ese momento, ni exponerle mi preocupación por saber cómo iba a reaccionar cuando se lo contara. Voltee mi cabeza hacia la amplitud del balcón, tomando aliento, decidí afrontar mi nueva realidad.

—Mi amor, hay algo más que debes saber. —Y Rodrigo se inquietó–. Me fue muy bien en el viaje a Turín. Excelentemente en mi desarrollo laboral. Por mi desempeño fui designada para controlar los movimientos financieros y operativos de esas compañías, por lo tanto… Cada tres meses debo de nuevo viajar. —Y obviamente como me lo esperaba, la tranquilidad en mi esposo, se esfumaba de nuevo.

—¡Pufff! Silvia, últimamente te estas convirtiendo en toda una cajita de sorpresas. Nos dejaras nuevamente y como siempre, me quedaré con la incertidumbre de lo que hagas sola por allá, lejos de mí. Y claro, para ti ahora mi opinión ya no cuenta, ni siquiera te detuviste a pensar en mis sentimientos. ¡Y no son solo celos estúpidos, Silvia! Es qué serán muchas oportunidades para que ese idiota de tu jefecito, consiga encamarse contigo a la menor oportunidad. ¡No es justo! No eres justa conmigo. —Le respondí, retirándome a la alcoba de invitados.

—No te pongas así, mi vida. Yo ni siquiera estoy segura de que don Hugo, deba viajar conmigo otra vez, y si lo hace pues yo estaré alerta, pendiente de que no intente acostarse conmigo. Lo rechazaré con vehemencia, como hasta ahora ha ocurrido. —Pero Rodrigo ofuscado, recogió sus abandonadas ropas y sin responderme se fue hasta su habitación, dejándome allí sola en la sala, destapando yo, esa última cerveza.

Y cuando me disponía a salir del piso para recoger donde mi querida suegra a mis dos pequeños, Silvia aún permanecía de pie en el balcón. No fumaba pero si con parsimonia se acomodaba sobre sus caderas las delgadas tiras negras y sin tonos de angustia en su voz me dijo…

—La arrendataria me llamó. Quiere saber cuándo nos pondremos al día.

Arrugué mi frente, al tiempo que alzaba mis hombros por respuesta y la puerta tras de mí, de un golpe la cerré. Ese era otro problema, uno más de aquellos que se habían convertido en… ¡El mal menor!

Continuará…

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