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Al viejo de don Margarito le gustan jóvenes
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Conocí a Don Margarito cuando ya vetarro él tenía un hijo de seis años (conocido por el mote del “Chiquis”). En ese entonces era su hijo más chico justamente, pues el hombre tenía ya una docena de descendientes, unos hasta casados y con hijos propios por supuesto. Me asombró, ya en aquel tiempo, que un hombre sexagenario no tuviese empacho en presumir a su hijo que bien parecía su nieto.

En las juntas escolares las mujeres se burlaban de él a sus espaldas diciendo que de seguro el Chiquis era hijo de otro hombre, y que la mamá (que dicho sea de paso era por lo menos treinta años más joven que el Don) se lo había enjaretado al viejo. La Seño era su tercera esposa pues Don Margarito se las daba de galán y conquistador. Más tarde incluso supe que el muy cabrón presumía de tener varias amantes, aparte de sus esposas. Claro que había dinero de por medio pues si hay algo que reconocerle al viejo era que supo hacerse de un buen patrimonio gracias a sus distintos negocios. No por nada de esas señoras chismosas que acudían a las mismas juntas escolares no faltaba quién descaradamente “le lanzara el calzón”, como suele decirse, pues el dinero les llamaba el interés.

El viejo picaba más que adolescente calenturiento; por lo menos eso presumía él.

Eso sí, era un hombre que se encabronaba cuando lo llamaban abuelo. Pues aunque en realidad lo era, como ya he mencionado algunos de sus varios hijos ya eran padres a su vez, este apelativo lo tomaba como mentada de madre si se lo llegaban a decir. Don Margarito era de esas personas que se niegan a envejecer, siempre se quería mostrar vigoroso, enjundioso, y más en lo sexual. Se negaba a considerarse un anciano. Tanto así que, siendo de ojo alegre, ya le había echado el mismo a Mari Paz, una joven que trabajaba como mesera en su restaurant.

La chica no llevaba ni una semana allí y el viejo ya se la quería chingar.

—Usted ya no está para esos trotes —le dije francamente cuando me lo comentó—. Cómo cree que le va a hacer caso una chamaca como así.

Y es que la mencionada se veía de buen ver. Su figura era como de edecán o modelo; quizás no tan bonita de rostro, pero con una figura muy deseable. Se hacía antojable, deliciosa. Silueta bien delineada, formada por un par de piernas morenas cuyos muslos (bien carnosos, hay que decir) conducían la mirada a unos glúteos pulposos de generosa carne; cintura finamente delgada; vientre plano; pechos con perfil de gota amamantadora; y una cara con una boca de mamadora innata, por su grosor y forma.

La verdad yo sí me echaba mi buen taco de ojo cuando iba al restaurante de Don Margarito, pero hasta ahí. Bien sabía que la chamaca ya era casada.

—Vas a ver que sí me la chingo —me afirmaba don Margarito con total seguridad.

—Ya estamos algo mayores para una joven así —le decía incluyéndome, para que no me lo tomara a mal—. Está muy polluela.

—¡¿Estamos…?! —Dijo el Don, ofendido en lo más hondo—. ¡Lo estarás tú, pendejo! —todavía me dijo—. Yo me echo mis buenos brincos en la cama y sin resuellos.

Tal fue la forma en cómo dijo esto último que yo me reí en vez de molestarme.

—¡Ya entiendo porque se ha casado tres veces!

—Pues es lo que te digo… pinches viejas, no aguantan los palos que les doy —dijo, e hizo ademan de arremeter con fuerza a una hembra que tuviera delante. Luego se rio.

Mari Paz ni en cuenta estaba del interés de su patrón. Ella estaba casada con un joven pescador.

Mari Paz de seguro lo montaba cada noche, por lo menos así me lo imaginaba pues de ser yo así lo haría. Ya la podía ver, ella triturando el pubis de su macho con su pelvis femenina montada en un falo grueso y venoso haciendo un sexo desaforado, tal cual metlapil sobre metate haciendo masa. Así me los imaginaba mientras la veía limpiar las mesas del restaurante de don Margarito en el entallado y escueto uniforme que el Don la hacía usar. Éste consistía en una faldita negra, entallada, que le llegaba más arriba del medio muslo; la blusa bien escotada; y su infaltable pequeño delantal atado a la cintura.

Y es que viéndola era más que obvio que su marido debía de aprovechársela en la cama. Si yo fuera me la chingaría de a perro, sacándole profundos gemidos a su escueta figura. Me le abrazaría con fuerza para metérsela toda; la abriría bien separada de piernas y así me le seguiría metiendo a su cuerpo para al final inyectarle mi esperma estando bien metido rociándole así su intimidad con mi caliente secreción. De seguro que ella lo agradecería.

Está de más decirlo, pero el cuerpo de Mari Paz parecía rogar por quedar preñado. La naturaleza es así, llegado a su edad es natural que se lo exija; todo llega a su hora.

Tal parecía que Mari Paz tenía un matrimonio de ensueño, sin embargo, Alejandro tenía un gran defecto, le gustaba beber a desmedida. Así como ganaba el dinero lo derrochaba en las bebidas, era por eso que Mari Paz tenía que trabajar. Como siempre había sido chambeadora, eso no le importaba, y no lo veía mal, sin embargo, la exponía a los ojos libidinosos de clientes, pero en especial a los de su patrón.

“Cada día me gusta más la condenada”, me decía el cabrón de don Margarito pese a estar ella a tan sólo unos pasos de nosotros. Sin decírselo lo comprendía, la hembra exudaba un no sé qué que daba a entender que estaba más que apetecible necesitada de ser inseminada. Como ya he dicho, así es la naturaleza, todo llega en su divino momento.

El morboso del Don (y yo mismo) no dejaba de mirarle los sudorosos senos; y la hermosa colita de señora/señorita, envuelta en aquella apretada y cortísima falda, en especial cuando ella se empinaba.

—Hasta mañana don Margarito —le decía al despedirse la muchacha, sin sospechar los sucios pensamientos de su patrón.

—Que Dios te acompañe Mari —le respondía el viejo libidinoso, a quien se le iba endureciendo el miembro nomás la veía retirarse brindándole la espalda y caminando en sensual contoneo. El muy cabrón me mostraba su erección bajo su pantalón como para presumir que aún se le paraba, como demostrando que no era ningún viejo chocho.

Aquel lujurioso no dejaba de contemplarle las nalgas sin que ella lo notara. “Un día ahí mismo te la encajo, vas a ver”, decía mirándole el culo a la muchacha estando yo presente. Luego me confiaba lo que le haría a aquella nomás pudiera: “Uno de estos días la llamo a mi privado y ahí mismo me la chingo, vas a ver. A mano abierta me voy a apoderar de esas deliciosas nalgas”.

Según él le enrollaría la faldita en la cintura y se atascaría tocando sus suculentas carnes para después meter su cara entre aquellas mejillas que le servían de asentaderas a la joven.

“¿De quién son estas nalgas mi alma?, le diré y ella me va a responder: son tuyas Margarito —me advertía el Don—. Luego le meteré la lengua en la raya hasta llegarle a la jugosa raja de adelante.

En seguida le abriré la blusa, sacando sus dos tetas al aire y me amamantaré de ellas; le chuparé cada uno de sus pezones oscuros con tal succión que le causaré dolor a la muchacha, pero le va a gustar, te lo aseguro” —me indicaba como queriendo enfatizar su fuerza de macho.

Sus propósitos no terminaban ahí, claro. Ya que se la imaginaba echada en el piso por propia iniciativa de la muchacha y así, totalmente encuerada, ella misma se le ofrendaría bien abierta de piernas, al máximo, para rogarle que él le diera una rica chupada a la pelambrera y la raja en medio de esta.

“Ahí te voy cabrona, así le diré cuando le meta mi vergota, vas a ver, se la obligaré a tragar”.

Parecía casi venirse el viejo de sólo pensarlo. De hecho hasta puedo jurar que lo vi menearse en movimientos copulares mientras me lo contaba. Pinche viejo libidinoso. Viéndolo así era evidente que un día el viejo cabrón se le iría sobres a la pobre chamaca.

—Sabes Mari Paz, cada día te pones más chula —le dijo un día don Margarito como lanzándose por fin a su joven empleada.

—Ah, gracias don Margarito —respondió ella cortésmente. Tomando aquello como un sano halago, sin darse cuenta de las malas intenciones de su patrón.

—De verdad lo digo muchacha. Estás preciosa.

La otra se sonrojó pero ya no dijo nada en respuesta. Era notorio que se sentía incómoda. Yo lo noté, hasta estuve tentado a intervenir pero al fin no tuve que hacerlo.

—Y yo ¿qué te parezco? ¿No dirás que soy mal parecido, o sí? —inquirió el veterano.

—Usted… no, claro, es bien parecido —dijo sonriendo la muchacha, no queriendo ser descortés con su patrón.

—¿De verdad? ¿Te soy agradable?

—Sí, de hecho me recuerda a un hombre que quise mucho, hace varios años ya.

—¿Sí? —dijo aquél, ansioso—. ¿Y quién era aquél afortunado?

—Mi abuelo. Mi abuelito que en paz descanse. Se parece mucho a él —dijo.

Casi se me sale la carcajada. Eso era lo peor para Margarito, mejor le hubiese mentado la madre. Con dificultad encubrí mi reacción pues no quería problemas con el Don.

Jijo, esa no se la perdonó. Antes de que acabara la semana la despidió.

“¿Cómo está eso de que le recuerdo a su abuelo? Hija de su…”, me decía el Don, no queriendo aceptar su evidente edad.

Su frustración lo llevó a un estado encabronante de mal humor. Cada rato: “Tengo que chingármela”, decía. Estaba obsesionado con Mari Paz pese a que ya no trabajaba para él, tanto que lo invité a un putero para que se desahogara. Y no les miento, el viejo sí que era enjundioso, podía oír en el cuarto que a mí me tocó los crujidos del catre del cuarto de arriba, donde aquél se beneficiaba a la suripanta elegida.

«Caray, de la que se salvó», pensé cavilando en la muchacha. «Para su buena suerte no se la chingó este viejo cabrón».

Pero estaba equivocado. Para mala suerte de Mari Paz y buena de Margarito, Alejandro, el esposo de Mari Paz, había tenido un accidente automovilístico. Luego de una noche de copas, mientras regresaba a casa, se juntaron su estado etílico, la tormentosa lluvia y un desafortunado peatón que había atravesado la calle en mal momento. Aquél no sólo lo arrolló sino que huyó y luego dieron con él.

Alejandro se veía en un trágico predicamento y junto con él su esposa. Tendrían que pagar los daños ocasionados, además de responder judicialmente por atropellar a aquél. El dineral que le costaría pagar los daños era cuantioso. Ya no digamos el riesgo de ir por varios años a la cárcel.

Fueron días muy angustiosos para la muchacha y llegó, incluso, a pedirle ayuda a don Margarito, quien se portó especialmente atento y cariñoso con ella. Claro que era porque ya se traía entre manos su sucio plan. Mari Paz no sabía lo perverso que podía ser su antiguo patrón. Así pasaron los días y…

—Cuanto deseaba esto —decía el viejo verde, mientras se asía de las nalgas de la muchacha varios años menor que él, e incluso más joven que algunos de los hijos del “venerable”.

Don Margarito y ella estaban hincados, uno frente a otro, en la cama; ella sólo vistiendo sostén y bragas, y él mostrando orgulloso su correoso cuerpo desnudo. La pareja de joven hembra y hombre curtido, destacaba en sus cualidades por contraste. Quedando frente a frente estaban a punto de enfrascarse en cruda unión sexual.

Yo pude verla pues el viejo la grabó sin que ella lo supiera y tal video me lo presumió lleno de orgullo por su fechoría.

—¿De quién son estas nalgas, mi amor? —decía don Margarito en la grabación.

Mari Paz se quedaba callada pero eso a él no le importaba, el Don sabía bien que eran suyas, el dinero que le había facilitado a la pobre necesitada pagaba por ellas. Eran tan suyas que podría hacer con ellas lo que quisiera y nadie se lo impediría.

Le bajó entonces las pantaletas dejando al descubierto los dos gajos de carne morena y la raya que los dividía. Eran tan bellos como me los imaginaba. Luego retiró el brasier y se apoderó de los pechos, tomando ambos con sus dos manos, y sorbiéndolos uno por uno con chupetones bien tronados.

—Mi nena linda, te adoro —le decía a la pobre mujer que tenía delante quien indefensa sólo guardaba silencio.

Y es que Mari Paz se veía culpable. Culpable de haber aceptado el trato ofrecido por su patrón, quien se había comprometido a pagar gran parte del adeudo generado por el accidente, siempre y cuando ella se le entregara como mujer mientras su esposo estuviera en presidio.

Mari Paz no sabía cómo volvería a ver a los ojos a su marido después de eso, de eso que don Margarito le estaba haciendo en ese preciso momento, lo que la mortificaba y eso para mí era evidente en la grabación mientras Margarito le chupaba los labios vaginales.

Por su parte: “De verdad que te saben delicioso”, decía don Margarito luego de chupar aquella tierna carne. Goloso se tragó los jugos que inevitablemente se le escurrieron a la hembra.

Como la oyó sollozar, el hombre le dijo:

—Ya no sufras más que ahorita te penetro —y la ensalivó de ahí lo mejor que pudo, humedeciéndole a consciencia la entrada con el fin de dejarla bien lubricada para lo que vendría—. Ahí te voy —le dijo, y el veterano hombre guio su pene a la abertura vaginal de su empleada, aquella mujer que había aceptado eso sólo por verse necesitada. De no ser así…

A pesar de eso gimió levemente cuando el anciano entró en ella. Mari Paz se estaba uniendo sexualmente a un señor mayor, y, ciertamente, se notaba su desencanto. Como tantas otras veces le sucediera con su marido era penetrada, pero ahora lo hacía con un viejo cerdo. Por lo menos así lo calificaba yo. Don Margarito era un viejo bien libidinoso, que había nacido para fornicar y engendrar hijos. “Desgraciado viejo cabrón”, me dije y esperé haberlo dicho en voz baja.

—A partir de hoy te voy a hacer el amor a diario —le dijo el descarado, como si no supiera que para ella aquel acto estaba muy lejos de ser un acto amoroso. Ella lo hacía obligada por las circunstancias.

Luego se la subió para que ella lo montara mientras él le decía: “Te amo; te amo…, jinetéame amor, jinetéame. Anda cariño, móntame, móntame como si fuera tu potro.” Y la agarraba de las nalgas, no sólo con interés de manosearla, sino también para marcarle el ritmo con que él quería que se meneara.

Con deseo de presumirle su potencia, se incorporó cargándola, y así la siguió bombeando en pie.

Joven mujer y viejo hombre así muellearon unidos en sus sexos, pero muy alejados en sus motivos para hacer tal acto. Margarito lo que quería era saciar su lujuria, a la vez que presumir ante cámara lo vigoroso, activo y enjundioso que era; capaz de hacerle el sexo a una mujer joven; pero Mari Paz, por su parte, sólo lo hacía por el bienestar de su marido.

Varias veces lo hicieron y aquél me lo mostraba a través del celular. Claro que aquella relación llegó a un desgaste.

—¡Pinche vieja despreciativa! —le vociferó don Margarito una ocasión que Mari Paz hizo a un lado su cara rechazando así el beso que aquél le quería dar en sus labios.

Y es que esa era la última vez que lo harían y ella lo único que quería era terminar cuando antes con aquello. Había cumplido con aquel sucio trato y lo que en verdad deseaba era ir con su amadísimo esposo, quien por fin volvía a casa.

La esposa, queriendo ocultar ante su marido y ante sí misma lo que había hecho, lo recibió con el mayor de los afectos.

—Te extrañé mucho, amor —le decía Mari Paz mientras lo acariciaba de los muslos, hincada ante él quien estaba sentado en la cama.

Alejandro vio que su mujer se mostraba de lo más excitada, subiéndosele sobre el pecho desnudo, haciendo qué éste se recostara mientras ella no dejaba de besarlo.

Cuando ella se deshizo de su ropa, dejando sus pechos al descubierto, a Alejandro inmediatamente se le paró la verga, ya que tenía tiempo de no mojarla.

—Acaríciame Alejandro, te necesito.

El hombre empezó el contacto palpándole la vulva, aun sobre la prenda íntima. Luego, cuando ella se colocó sobre él, se apoderó de sus nalgas.

—Ya las extrañaba —le dijo aquél.

Luego de darle unos buenos chupetones a la verga de su marido le dijo:

—Ya quiero tu verga.

El cónyuge debió haberse extrañado, no sólo de esa manera de expresarse; pues Mari Paz comúnmente no hablaba así; sino de que aquella llevara la iniciativa en esa entrega carnal, sin embargo, embriagado por la calentura del momento, no le dio mayor importancia y siguió sus instrucciones.

Obedeciendo a su mujer se incorporó, hincándose en la cama y apoyándose en la cabecera que quedaba a sus espaldas. Mari Paz, entonces, se colocó en cuatro justo frente a él.

—¿Ya estás bien apoyado? —le preguntó ella.

—Sí amor —le respondió él.

—Pues no te muevas que ahorita me voy a ensartar solita.

Moviendo sensualmente su trasero colocó la punta del tolete de su marido justo a la entrada de su sexo, sin meter manos.

“¡Ah qué rico!”, decía la esposa, mientras la pieza iba entrando y a la vez su marido pensaba: «Me encanta que esté tan jariosa. Se ve que le hice falta», viendo como su propio trozo de carne era tragado por la hambrienta y mojada vagina de su mujer.

—¿Te gusta mi amor? —le preguntó ella volteándolo a ver, en esa posición a cuatro patas como estaba.

—Sí mi amor —dijo Alejandro sinceramente.

La mujer echó hacia atrás las suaves nalgas, devorando así la virilidad de su hombre hasta topar con el vientre, el cual se vio varias veces golpeado luego por el trasero de la dama quien, agarrada de las sábanas que cubrían el colchón sobre el que estaba, tomó apoyo para darse con todo contra su marido.

«Mari Paz está insaciable», se decía Alejandro mientras que su esposa, por su lado, pensaba: «A como dé lugar debo hacerle creer que es suyo, a como dé lugar…».

Y la mujer azotó varias veces su trasero al pubis de su hombre, con toda su fuerza, machacándole así la verga a su amado hasta sacarle un buen chorro de semen.

“¡Aaahhh..!” gritaron ambos al unísono, al conseguir lo que tanto ansiaban. Él: el tan satisfactorio orgasmo. Ella: la pretensión de hacerle creer a su marido que él la había embarazado, aunque a su pesar ella misma se había dado cuenta que estaba encinta desde hacía más de una semana, antes de que saliera libre su marido.

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