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El regalo: Un antes y un después (Novena parte)
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Tiempo de lectura: 18 minutos

Cerré la puerta con cierta incertidumbre. En el transporte público ya iba yo pensando en aquella llamada tan intempestiva.  Las palabras de mi esposo, su cara tan sorprendida como la mía y el tono nervioso de su voz, con aquellas frases concisas… ¿Tan afanadas? Recuerdo muy bien que le dije que lo amaba a pesar de todo, pero ese a pesar de todo no era por mí situación con mi jefe, –eso ya lo tenía cubierto– era por lo que él pudiera llegar a hacer debido a su dolor, a su desconfianza hacia la mujer que el tanto amaba. Buscarse otra, reemplazarme.

Rodrigo era tan transparente para mí, que intuí que había algo allí. Él siempre me habló de sus compañeras de trabajo sin mostrar especial interés en alguna de ellas. Todas eran casadas o con novios y según me contó, ninguna le había llamado la atención. ¡Intuición femenina! dirán algunos, o tan solo una voz de alerta se disparó dentro mío, cuando le escuché decirme enojado que ya tenía a alguien para acompañarlo al paraíso. ¿Por qué? ¿Por darme celos? Tal vez solo fuera eso, pensé después. Y era bastante comprensible. Pero esa mañana me sentí muy inquieta. ¡Ojalá así hubiera sido!

Llegamos todas casi al mismo tiempo a la oficina. Después de los saludos, besos y abrazos de rigor, cada una nos dispusimos a iniciar con nuestras labores. De mi jefe nada, ninguna noticia, me despreocupé y pensé de nuevo en Rodrigo y su viaje de negocios. ¿Con quién? ¿Un compañero? O… ¿Una mujer?… ¿Tendría alguna amiga?

Una llamada entrante me devolvió a la realidad de esa mañana de un miércoles diferente y decisivo. Un mensaje desde la recepción que Amanda respondió. Una mirada suspicaz surgió de ella para mí. Y luego de unos minutos un domiciliario se acercó hasta la puerta preguntando por mí.

—Ehh buenos días, ¿La señora Silvia García? — Sí señor, soy yo. Respondí y él se acercó hasta mi escritorio.

El muchacho traía en sus manos un estuche con dos cajas de bombones de chocolate blancos y negros, también venía una con nueve trufas más una tarjeta mediana en azul pastel y una frase en inglés… ¡You are the best!

Hummm, por supuesto se me subieron nuevamente los colores al rostro y tanto Amanda como Magdalena, igualmente la señora Dolores, se acercaron para sonrientes, abrazarme.

—¡Por Dios Silvia! ¿Pero qué le estas dando a tu esposo de comida? Mira que delicia. Nos compartirás, ¿cierto que sí? —Me dijo Magdalena, mientras que Amanda intentaba en vano quitar de mis manos la dichosa tarjeta para leerla.

—Pues muchachas, la verdad es que discutimos por una bobada el fin de semana y está arrepentido, Nada grave. —Y antes de que me fueran a decir algo más, por la puerta entró mi jefe, sonriente y saludando nuevamente a todas, para después de dirigirme una mirada disimulada, retirarse a su oficina.

Pero no me descompuse, por el contrario destapé una de las cajas y les ofrecí a mis compañeras para luego dirigirme hasta la oficina de don Hugo. Decidida a enfrentarlo nuevamente. ¿Agradecerle? Pues también debería pues era un obsequio y no podía pasar por mal educada. Sin embargo solo pensaba en detener esos intempestivos obsequios pues me estaba comenzando a preocupar su obsesión.

—Buenos días don Hugo, se ve que pasó buena noche. Muchas gracias por este detalle pero ya sabe… no más por favor. —Y le extendí la caja de bombones para que tomara uno de ellos.

Él se giró en su silla reclinable mirándome detenidamente, de forma normal. Se puso en pie y rodeando el escritorio, fue hasta la puerta para ajustarla, sin cerrarla totalmente. Me puse nerviosa y me senté en el amplio sofá. Acercándose, su mano se dirigió hacia el estuche abierto y tomó un chocolate, para luego darle una pequeña mordida, pausada, lenta cerrando sus labios sin dejar de observarme. Luego la parte que sobró, la tomó entre dos de sus dedos y lo acercó hasta mi boca.

—Gracias jefe, pero debo controlar el azúcar, puede resultar que se me descontrole el nivel de glucosa y se me suba la presión arterial. —Y me puse en pie mientras don Hugo se sonreía por mi acertado desprecio hacia aquel chocolate. Lo terminó él de llevar a su boca para degustarlo, sin dejar de admirarme.

—Humm, es solo un poco, no creo que te vayas a descontrolar por eso o perder tú… Silueta. —Le sonreí su apunte y tomé de su escritorio la agenda para luego escabullirme de aquella oficina.

Al rato salió mi jefe y me anunció que iba a subir a una reunión en las oficinas de la Dirección General. Supuse que sería para acordar los últimos detalles de sus visitas a las oficinas en Lisboa y Londres.

Empezamos todas a trabajar en nuestros asuntos, la señora Dolores me obsequió una taza de té caliente y como a eso de las diez de la mañana me acordé de la acostumbrada llamada para mi esposo. Tomé mi teléfono y lo alcancé a desbloquear. Pero no tuve oportunidad de marcar pues mi jefe se presentó en la oficina en ese preciso instante.

—Señoritas… ¿Podrían pasar todas a mi oficina por favor? Necesito darles una noticia antes de salir de viaje. —Por supuesto, sí señor–. Contestamos todas al unísono.

—Haber, debo pedirles disculpas a todas por mi comportamiento de las últimas semanas. Ustedes son mi equipo y su desempeño ha sido ejemplar. Y gracias a Silvia, que me ha hecho algunos comentarios acertados, me he dado cuenta que no he sido muy justo con ustedes por su compromiso, primero hacia la compañía y en segundo lugar, hacia mí. Somos de los mejores departamentos de la organización y debido a ello, he hablado con las directivas para a manera de reconocimiento, solicitar para todas ustedes un aumento en sus salarios, el cual se hará efectivo a partir del próximo mes. Para todas, su salario aumentará un treinta y cinco por ciento. —Y todas aplaudimos, le dimos las gracias y por supuesto todas me abrazaron porque según mi jefe, fui yo quien le había hecho caer en cuenta de aquel compromiso de sus subalternas.

—Silvia para ti, el aumento será de un cincuenta por ciento, pero… —Y en mi rostro se reflejó tal vez una duda y en el de mis compañeras de oficina la incertidumbre. Mi jefe prosiguió.

—… deberás arreglar tu documentación para viajar fuera del país. Las directivas están al tanto de lo sucedido en Nueva York y de cómo con tu invaluable ayuda, lo hemos superado. Por eso ellos han pensado que si hubiéramos viajado juntos, aquel percance no hubiese acaecido. Solicitan que estés más pendiente de mí. Que me acompañes cuando yo lo considere necesario.

Las muchachas saltaron de alegría y de nuevo me abrazaron felices. Yo sonreí por fuera, pero por dentro estaba terriblemente angustiada. ¡Sorpresa! Para todas mis compañeras más no para mí, ya veía yo que todo no era tan color de rosa.

—Gracias Jefe, ehhh, claro que me ocuparé de poner todo en regla. —Y él me miró sonriente, con ínfulas de vencedor, y estiró su mano para estrecharla con la mía.

—Así me gusta Silvia, usted siempre tan comprometida y diligente. Bien señoritas, y para redondear estas agradables noticias, quiero invitarles a almorzar hoy. Eso sí, que sea por acá cerca pues debo cumplir un compromiso después antes del viaje de mañana. Pueden retirarse y nos vemos en un rato. ¡Silvia! usted quédese un momento. —Sí señor, le respondí mientras que sentía mis piernas flaquear y mi corazón latir precipitadamente.

Ese ofrecimiento no me lo esperaba y por muy alegre que me encontraba aquella mañana por el aumento de salario, que me beneficiaria bastante en verdad, sentí escalofríos por lo que yo sabía que se me vendría encima, con mi jefe y su galanteo, obviamente con mi esposo por el tema de los viajes. ¡El mono sabe a qué palo trepa! Y mi jefe creía saber por cual rama.

—Bueno Silvia, antes de que me culpes, quiero decirte que solo influí en lo del aumento salarial. Lo de que me acompañes a los viajes ha sido exclusivamente idea de la junta directiva. —Yo lo miraba nerviosa y estática.

—Tranquila, sé lo que te costará con el tema de tus hijos y de tu esposo, pero piensa que podrás pagar el transporte puerta a puerta para ellos y los viáticos de los viajes te ayudarán a solventar otros gastos. No es mala oferta y además, te juro que intentaré que no sean viajes muy largos ni tan a menudo para no complicar tu matrimonio ni la atención que de ti requieran tus hijos. —¡Puff! suspiré y lleve mi mano hasta la frente. ¡Mis hijos, mi esposo! ¿Cómo lo tomaría Rodrigo?

—Don Hugo, le agradezco todo lo que hace por mí, ehhh… Por nosotras. Muchas gracias en verdad. Ahora lo de los viajes pues creo que deberá darme por favor un tiempo para hablarlo con mi esposo, debo buscar una manera y el momento adecuado para decírselo. ¡Pero por ahora no! Las circunstancias no son las más adecuadas. Mi esposo no me ha dejado hablar, apenas vio los vestidos, se disgustó y no le convenció para nada la excusa que usted me dijo que le dijera.

Don Hugo esbozo una sonrisa sutil y se acomodó en una esquina del sofá, pendiente de mis pasos, pues mientras yo le hablaba, iba haciendo un circular recorrido entre las sillas frente a su escritorio y la puerta de la entrada a su oficina. Yo miraba de reojo para ver que nadie nos pudiera estar escuchando. Ví que las muchachas estaban hablando al fondo, felices con las buenas noticias recibidas.

—Jefe, no más obsequios por favor. Me pone nerviosa que en un determinado momento, ellas se puedan dar cuenta. ¡Prométamelo!

—Humm, Silvia, está bien lo prometo pero antes ven, date la vuelta. —Y yo obedecí, quedé mirando hacia el amplio ventanal, observando desde aquellas alturas, los edificios del frente y más allá el cielo azul de Madrid. A mi mente llegó la imagen de Rodrigo… ¿Dónde estarás amor mío y con quién?

Pensé en lo insólito que resultaba aquella mañana, extrañar a quien me hacía reír con sus bromas, quien me enamoró con sus cartas y frases repletas de amor, que tristeza me hacía sentir cuando me marché sin despedirme como usualmente lo hacíamos, de darle un beso en la boca y luego él en mi nariz y la frente, deseándonos un buen día. Me faltaba el aire, me faltaba mi marido noche y día. Y mi jefe allí, a mi espalda, ordenándome y yo tan obediente, pero intentando evadir sus avances.

Don Hugo se acercó por detrás, sentí sus manos posarse sobre mis hombros, para luego una de ellas pasar por encima de mi cuello, rozando levemente mi seno derecho. Cerré mis ojos y posteriormente sentí como recogió mis cabellos con la otra mano, haciéndolos a un lado, estremeciéndome con el roce de sus dedos sobre mi nuca. Luego sentí sus dos manos unirse en la mitad de mi pecho, para después retirarlas y en mi nuca, detenerse un instante. Se acercó a mi oreja y susurrando me dijo… —Ya está listo.

Abrí mis ojos y observé que llevaba en mi pecho colgado, una fina cadena de oro elaborada en forma de espiga y una pequeña figura de un ángel con sus brazos extendidos y en sus alas varios brillantes. Un precioso y costoso colgante. Me giré, lo miré y le di las gracias.

—Está muy hermosa, pero no puedo recibírsela ni tan siquiera usarla sin llamar la atención de mi esposo y de mis compañeras. —Le dije, mientras los dos de pie, permanecíamos muy cerca–. Hice el ademán de retirármela, pero sus manos tomaron las mías impidiéndolo.

—Es verdad, pero puedes llevarla oculta debajo de tu blusa. O… úsala solo frente a mí, cuando estemos solos. —Y sin pensarlo, sus dedos tomaron la pequeña cadena y apartándola levemente, desabrochó un botón, luego otro y la metió por dentro, apuntando sin precipitarse, nuevamente mi blusa.

Sentí calor, creo que hasta sudaba o era el ambiente tan acalorado de aquella oficina. Ahuecando su mano, tomó mi barbilla e intentó besarme. Me aparté unos dos pasos, negando con mi cabeza, sin dejar de mirar aquellos lujuriosos ojos grises.

—Don Hugo, no más por favor. ¡Basta!… De lo contrario en serio tendré que buscar otro trabajo, lejos de usted. Lo siento. ¿Necesita algo más? ¿O puedo retirarme?

—Discúlpame, yo… No Silvia no necesito nada por el momento. Gracias por lo de anoche, dormí muy bien. —Yo ni me acordaba pero por lo visto mi jefe sí.

Al llegar el mediodía de aquel miércoles, salimos todas detrás de don Hugo, en busca de un lugar donde almorzar y que no fuera lejos. Terminamos por decidir ir a un restaurante de comida italiana, muy recomendado por Magdalena. A don Hugo le pareció buena idea y fuimos caminando hasta el local. Ellas se decidieron por una tabla toscana de embutidos, mi jefe por un plato de arroz con pollo braseado y yo por unos canelones de ossobuco. Y por supuesto, el infaltable vino tinto para un buen maridaje.

Durante el almuerzo ninguna hablamos del trabajo, solo de lo que íbamos a poder comprar con los aumentos recibidos. Don Hugo se mostraba afable con todas, y sí, conmigo sentada a su lado derecho, mucho más cordial que de costumbre en frente de ellas. Incluso me preguntó, haciéndose el inocente, que quien me había obsequiado el ramo de rosas y el estuche de bombones. Por supuesto Amanda, que de repente dejó su timidez a un lado, le explicó a su manera, que todo aquello eran detalles de mí adorado esposo. Mi jefe se mostraba muy interesado y les respondía entre risas, que con esos obsequios, seguramente es que estaba muy enamorado. Y me miraba sonriente. Yo me puse colorada, pero trate de disimular diciendo que era a causa del vino.

Una vez terminamos de almorzar, don Hugo se despidió de todas con un abrazo y luego me tomó suavemente del brazo, apartándome un poco de mis compañeras.

—Silvia, ahora voy a reunirme en el despacho de tu amigo. Si llego a necesitar algo… ¿Puedo llamarte esta noche? —Humm, jefe mejor escríbame, pero confíe en Albert, él sabrá darle buenos consejos. Déjese asesorar por él. Ya verá como se soluciona todo–. Y delante de todas, también me abrazó.

Él se encaminó presuroso hacía la torre de oficinas y nosotras nos dirigimos hasta una terraza cercana por un café y mientras esperábamos, yo aproveché para encenderme un cigarrillo y llamar a mi esposo, contarle las buenas noticias y además para… ¿Saber con quién estaba?

—Y bueno Paola y Rodrigo… ¿Cómo les pareció la trucha? —Nos dijo Tomás al salir de aquel acogedor restaurante.

—Todo estaba exquisito, muy agradecidos con ustedes. La trucha muy fresca y la atención sin igual. —Le respondí.

Paola se le acercó y le dio un beso en su mejilla y un… ¡Muchas gracias! exteriorizado con su inconfundible sonrisa. Trini y Joaquín también se despidieron de nosotros dos, con un abrazo medido y un par de besos en cada moflete. No vi en ellos ninguna ofuscación. Sabían que habían equivocado sus intereses, malgastada la oportunidad con Paola y por supuesto conmigo.

—Rodrigo, le envío los documentos por correo electrónico cuando los tengamos en orden. —Perfecto don Tomás, le respondí estrechando su mano–. Los estaré esperando para adelantar la negociación. Muchas gracias por confiar en nosotros.

Y con Paola agarrada de mi brazo, nos dimos la vuelta en búsqueda de mi automóvil. Mucho turista cerca de la estación de trenes, varias personas, hombres y mujeres se quedaban mirándonos. Humm, en verdad debido a la belleza de mi rubia compañera, y yo me sentía orgulloso de tenerla a mi lado, causando envidia y torceduras de cuello, mientras llegábamos al coche.

—¡Aja Nene! nos echamos un «humito» antes de regresar y me cuentas ¿cómo te fue? —Me dijo Paola recostándose sobre la portezuela del conductor.

—Nos fue Pao hermosa, nos fue. Porque aquí tú también tienes tu parte. Adivina preciosa… ¿Cuántas unidades vendimos?

—¿Las tres? —Me respondió intrigada, mientras se miraba las puntas de un mechón de sus dorados cabellos.

—¡Cinco! Y lo mejor es que no tendremos que hacernos cargo de las unidades usadas. Les plantee que se hicieran socios con aquellos conductores al cincuenta por ciento. ¡Jajaja! ¿Qué tal? ¿Cómo te quedó el ojito? —Y tomé mi cajetilla de cigarrillos, tomando dos de ellos y encendiéndolos en mi boca al tiempo, para luego colocarle en los dedos el suyo.

—¡No jodaaa! ¡Erdaaa! Nene, eres un… ¡Un zorro muy travieso! —Y me obsequió cariñosa, un besito en los labios y el humo de su cigarrillo lo expulsó muy despacio sobre mi rostro. ¡Puff! Paola y sus tentadoras e imprevistas reacciones.

—Bueno, ahora vamos a llamar al jefe para contarle que vamos de regreso. Dije yo, tomando mi teléfono móvil.

—¿Me dejas conducir otra vez? —Me dijo Paola con carita de consentida.

—¡Ni loco! ¿Acaso quieres que se me devuelva el almuerzo en el camino? —Y nos reímos los dos–. El iris mucho más brillante, mezclando pigmentos amarillos y colores azulados, dotándolos de aquel verde selva, tan tupido y penetrante.

Paola dichosa y yo con ella a mi lado, agradecido. Me cambiaba el semblante al verla, me hacía reír y apartar de mi mente mi desconsuelo, provocaba con su compañía, el olvido de la llamada de mi esposa durante el almuerzo. Me sentía sosegado a su lado. Perturbado con aquellas peligrosas «curvas».

—Alo, ¿Jefe? Sí señor, con su vendedor estrella. Todo en orden, ya vamos para allá.

Colgamos la llamada y yo me sentí tranquila. Rodrigo se escuchaba mucho menos alterado, quizás en la noche yo pudiera conversar en calma con él, explicarle cómo sucedieron las cosas, hacerle ver que a pesar de los avances de mi jefe, yo no había caído, que me había mantenido firme. Bueno casi. Y además que podríamos pagar el transporte de nuestros hijos y aliviar un poco nuestros bolsillos con aquel aumento.

Solo aquella tarde me asaltaba la duda de qué manera se iba a tomar lo de los viajes. Hummm, ni idea de por cual lado darle la vuelta a esa torta. Afrontar ese escollo. Porque eso era en realidad. Solo un pequeño problema. Mi madre podría hacerse cargo de mis hijos durante los viajes. No serían muy frecuentes y mi jefe lo máximo que demoraba eran tres o cuatro días cuando surgía alguna reunión en Nueva York. En Lisboa y en Londres, un día, a lo sumo dos.

Yo viajaría y podría conocer aquellas ciudades, para luego regresar al lado de mi esposo y de mis niños. Sí, era una oportunidad inmensa y esperaba que mi esposo me apoyara y no se convirtiera en un obstáculo para mi desarrollo profesional y personal. Solo tenía que ser sincera con él y que Rodrigo entendiera que con mi jefe al lado, no pasaría nada de índole sentimental.

—Silvia, tesoro… ¿Quieres acompañarnos al salir a la peluquería? —Me habló Magdalena, quien estaba dichosa con el futuro aumento de salario.

—Mira que necesitamos un cambio de look, de pronto de vestuario también y por qué no, unos conjuntos divinos de lencería sexy para animar a nuestras parejas. Que dices, ¿te apuntas? —Miré a Magda y también a Amanda, que no perdía ocasión para escuchar aquella propuesta.

—Hummm, chicas, hoy no puedo escaparme. Rodrigo esta fuera de la ciudad y me toca recoger a mis hijos del colegio. Pero… ¿Qué tal si lo dejamos para mañana? ¡Aprovechemos que don Hugo estará ya de viaje y yo le pido a mi madre que los recoja en mi lugar! ¿Cómo les parece?

A ellas mi idea les pareció genial. Terminé con mis asuntos pendientes que no eran muchos en verdad y me despedí de mis compañeras para dirigirme a la dirección del colegio y pactar el transporte para mis hijos. Después les prepararía la cena y esperaría por la llegada de mi esposo, sí, estaba decidida, aquella noche hablaría con Rodrigo.

—Bueno Pao, vamos que se nos hace tarde para llegar a la oficina. —Y Paola se subió al auto, pero por el lado del conductor, desobedeciéndome.

—«No jodas culitos que me cágas la cara», le dije y ella rebelde, no quería cederme el lugar. Entonces empecé por tomarla de su cintura y ella se agarraba del timón y del cabecero de la silla, impidiéndome sacarla del asiento.

¡Hummm! recuerdo que me tocó tomar medidas más severas, así que me decanté por hacerle cosquillas en su estómago, pero ella solo me sacaba la lengua diciéndome que no era para nada cosquillosa. Le quité a la fuerza los dos zapatos y en las plantas de sus pies fueron mis dedos como hormigas, recorriéndolos de arriba hacia abajo, y mi rubia tentación, revolcándose como una gata patas arriba, intentaba escapar a su suplicio, tratando con fuerza de apartar de mí, sus dos pies, se carcajeaba y emitía gritos de auxilio. Algunos transeúntes pasaban por un lado, primero extrañados y luego al ver más de cerca nuestra pequeña y divertida batalla, se alejaban sonriéndose. Todos tenemos un punto débil, solo hay que hallarlo. Y yo había dado en la diana.

—¡Me rindo, me rindo! Detente por favor Rocky. ¡Jajaja!… Si sigues me voy a… ¡Orinar encima de tu asiento! —Y bueno esa advertencia logró su objetivo–. La solté y Paola se incorporó, pasando una de sus largas piernas por encima de la palanca de cambios y apoyada en la manija del techo, terminó por acomodarse en el asiento del acompañante. Y yo encantado, había visto por milésimas de segundos, un poco de aquella tela blanca que, con delicados encajes, cubría su intimidad.

—¡Y ajá Nene! Estás completamente loco. ¿Lo sabías? —Me habló mientras yo le alcanzaba su par de sandalias y luchaba con mi cinturón de seguridad que de vez en cuando se atascaba.

—Pues hace unos días atrás yo estaba muy cuerdo. ¡Será que es por culpa de una rubia que me enloqu!… —Me contuve. La miré y le tomé uno de sus mechones dorados, estirándolos de la punta, levantándolos para acomodarlo detrás de su oído izquierdo.

Pao se inclinó hacia mi costado, sus dos manos acariciaron mi rostro, nos acercamos, ella sin cerrar sus ojos, abrió un poco su boca y mis labios decididos, se encontraron con los suyos.

Saboreamos con más detenimiento que antes, nuestras lenguas. Lamí la punta de la suya, cuando parecía escaparse de su boca. Pero no huía, por el contrario, ella me la ofrecía, me buscaba. La chupé con ganas, y entre esas ansias, mi mano se posó en su pecho, buscando un resquicio en el escote donde pudiera profanar mi lealtad.

Y con esmero, sin ninguna oposición, se coló por debajo de su corpiño. Me apoderé de la tibieza de su seno derecho, superando sin apenas esfuerzo, la tela de su sostén. Sopesé su tamaño, rodee su pezón y se lo ceñí entre la comisura de dos de mis dedos. Apreté con firmeza mientras besaba con pasión aquella boca, lo pellizqué y estiré, mientras me dejaba lamer por aquella húmeda lengua de fuego, el contorno de mis labios, los alrededores de toda mi boca y hasta la punta de mi nariz. Sus recurrentes ¡Ajá! los cambió por una variedad de suspiros y jadeos, acompañados de la excitación reflejada en sus mejillas coloradas y en el oscurecido tinte del verde esmeralda de su iris y las ya dilatadas pupilas.

Y fue su mano izquierda buscando acomodo, tocando por encima de mi pantalón, la extensión endurecida de mi hombría. Apretó un poco y luego de aquel asedio exterior, intentó colarla entre el espacio de mi cintura y la camisa contenida tras mi cinturón.

—Hummm, espera Pao, espera. No puedo, lo siento. —Le dije apartándome del rostro de mi preciosa tentación.

—¡Nooo Rocky! sigue, sigamos. No me dejes así. Estoy cachonda. —Me respondió aún agitada.

—No Pao, no puedo, soy un hombre casado. —Y en su rostro se dibujó una ligera sonrisa.

—Pues yo tengo novio, da igual. Ellos no lo sabrán si no lo confesamos. —Podría ser, pensé. Pero… ¿Novio?

—Pao ese no es el problema. Así ellos nunca lo supieran, tú y yo si lo sabríamos. Créeme, no está bien, no es justo con ellos. —Me miró resignada pero sin soltarme la mano derecha.

—¡Mejor vámonos! —Retiré mi mano de la suya, acomodé mi cinturón de seguridad y mi rubia barranquillera el suyo y arrancamos–. Se encendió por igual el reproductor y Paola aumentó el sonido, se escuchaba el inicio de la canción de Prince, «When Doves Cry». Y empecé a tararearla, al ritmo de mis dedos sobre la curvatura del volante.

Salimos de aquella población por las estrechas calles hasta la vía principal. Paola callada, raro en ella, la mirada hacia la inmensidad del paisaje de su ventanilla. Yo concentrado en la ruta, conduciendo a prudente velocidad detrás de un camión de reparto.

—¡Me dejaste excitada! —Me dijo, recostando su cabeza contra el cristal–. Ya sonaba la siguiente canción, si no recuerdo mal era «Hung Up» de Madonna.

—Lo siento Pao pero no podíamos… —No me refiero a lo de ahora Rocky. Antes ya lo estaba y durante el almuerzo no dejaba de recordarlo. Me sorprendiste, incluso más que a esos dos.

—Humm, discúlpame Pao, solo se me ocurrió de repente. ¡Pero casi ni te toqué! —Y levantó su preciosa cara de muñeca Barbie para decirme algo más serena…

—¡Es que no fue el hecho de que me rozaras! Fue el acto en sí, tu inesperada reacción después del beso que te pedí y además la sensación de que lo hiciéramos delante de alguien más. De mostrarnos antes ellos como una pareja con deseos, disfrutándonos. Y yo quería más, Nene. ¿Tú no? —Tragué saliva y sin dejar de observar la parte posterior del camión, le contesté…

—Pues ahora que lo pienso… ¡Sí! Me gustó. Pero era un escarmiento, para que la Trini te dejara en paz y que Joaquín desistiera de sus intenciones conmigo. —Y recordé aquella escena, la tibieza que sentí rozando la piel suave de su vulva y sobre todo el aroma impregnado en mis dedos, la forma tan erótica de aceptar lamer mis dedos con mi saliva ya en ellos.

—Pero si preciosa… ¡Me causó un gran morbo hacerlo delante de ellos! —Paola se sonrió y guardó silencio por unos minutos.

—Te llamó a mitad del almuerzo. ¿No es verdad Nene? —Me preguntó sin dejar de observar la lejanía.

—Exacto. Era mi esposa. —Le respondí–. Quería saber cómo me encontraba y… supongo que también con quien.

—¿Y le vas a contar? Es decir… ¿Le vas a comentar que estuviste conmigo? —¡Pufff! Suspiré y en mi mente construí la imagen de Silvia, su rostro, su voz diciéndome que me amaba. Sí… «A pesar de todo».

—Pues si lo pregunta sí, no le veo el inconveniente Pao. Estamos trabajando e hicimos un buen negocio. —Le contesté finalmente.

—Tú… ¿La amas mucho no es verdad? —La miré un momento, un instante tan solo…

—¡Rocky!… ¡Cuidadooo! —Me sobresalté por el grito de Paola, el camión que marchaba delante hizo a su izquierda un cambio abrupto de carril, –después de un curva– dejando de repente en mi campo de visión a una mujer que parada casi en frente y a poca distancia, agitaba sus dos brazos desesperada, rogando que me detuviera.

Cambié la marcha de Cuarta a segunda, forzando la desaceleración y pisé con fuerza el pedal. 15 o 20 metros de huella de frenada y esa mujer ni un centímetro se movió. ¿Valiente? No, sencillamente se había paralizado por el pánico. Me bajé con afán para ver cómo se encontraba ella. Paola igualmente descendió y nos acercamos hasta la mujer que estaba lívida, pero respirando de manera agitada, a tan solo escasos dos metros del parachoques de mi Mazda.

—¡Señora pero que carajos le pasa! —Le dijo disgustada Paola a la mujer que apenas si reaccionaba.

—Tranquila Pao… Disculpe señora. ¿Se encuentra bien? ¿En qué le podemos ayudar? —La mujer reaccionó y se sujetó de mi antebrazo.

—Ehhh, Ayyy, discúlpenme es que algo le sucedió a mi coche y nadie se ha detenido para auxiliarme. —Era una mujer que denotaba elegancia, no solo por su forma de vestir sino por sus modales delicados, tanto como el melifluo sonido de su voz, atractivo, sin llegar a ser empalagoso.

Una chaqueta de cuero negro y brillante, con cremalleras dobles y plateadas en sus anchas solapas, que se alargaba tan solo hasta su cintura, bajo ella una camiseta blanca en algodón con la imagen de Jimmy Hendrix estampada en variados colores anudada a su cintura, dejando al descubierto un ombligo algo oblicuo y poco profundo. Unos jeans apretando sus piernas, de un azul envejecido y los ya clásicos rotos deshilachados en ambos muslos. En sus pies un par de cómodos zapatos terminados en punta de pana gris y con una delicada franja negra al costado, con tacón bajo.

Su rostro era alargado, con delineadas cejas cafés, ojos algo achinados pero sus pupilas… esas parecieron titilar, cambiando entre marrones y verdes, difíciles de olvidar. Nariz recta, un poco levantada su punta nasal, muy atractiva, boca algo pequeña pero de labios voluminosos y gruesos en el centro, llamativos además por el brillo carmesí satinado en tonalidades naranjas de su pintalabios.

Me quedé unos segundos mirando fijamente aquel rostro tan perfecto para mi personal deleite, hasta que ella algo conmocionada aún, me habló…

—¡Que pasa! ¿Tengo algo en mi cara? —Sí claro, le dije yo. —La belleza primaveral de una mujer en apuros–. Y tras decirle aquel piropo, la mujer me obsequió una sonrisa sincera, cambiando de paso su pálido semblante.

—Bueno vamos a revisar su auto. —Y ella fue por delante de mí–. Me giré y le entregué las llaves de mi auto a Paola, solicitándole aparcar detrás del pequeño auto rojo que se encontraba varado. ¿Pequeño? ¿Rojo? ¿Un Mini JCW? ¡Vaya casualidad!

—Me permite las llaves, por favor. —Y ella estiró su mano, dejándome ver una pulsera dorada, gruesa, quizá demasiado masculina, rivalizando con la delicadeza de su reloj en su muñeca.

Me acomodé en el mullido asiento del piloto y di al botón del encendido. Nada. Más falto de vida que el mismísimo Mar Muerto. Aunque había esperanza de vida. Como también en aquel lugar.

—Humm, al parecer el problema es de la batería, le dije y tensioné la apertura del cofre. Salí de él y plantado en su parte frontal levante la tapa. ¡Puff!, resople por mi boca hasta levantar un poco el mechón que caía sobre mi frente, pues la batería se encontraba en aquel auto, oculta bajo una tapa plástica que debía llevarme algo de tiempo retirar.

—Supongo que herramientas no tiene. Y en su rostro se hizo un pequeño mohín de contrariedad. —Fresca, no hay problema, como dijo Alf–. Ella me miró y me guiño un ojo.

—Jajaja ¿El peluche ese que se comía los gatos? —Me respondió–. Jajaja… Si ese mismo. Le confirmé. —Aunque no era un peluche propiamente sino un extraterrestre. La mujer no paró de sonreír.

Fui hasta mi auto y del baúl retiré el estuche de herramientas y le pedí a Paola que encendiera dos cigarrillos mientras me retiraba el Tissot de mi muñeca.

—Pao, preciosa… Me va a llevar algo de tiempo. Por favor llama a don Augusto y comunícale lo que estamos haciendo, no vaya a ser que se preocupen por tu estado, estando tú tan cerca de mis manos. ¡Jejeje! —Y le di un beso en la frente, mientras Paola me encendía un cigarrillo, sonriente y sacándome coquetamente la punta de su lengua.

—Bueno… ¿Señora? —¡Ohh! Lo lamento que descortés soy, mi nombre es…

—Martha con hache. Y se quedó sorprendida. —Yo soy Rodrigo, encantado de conocerla–. Y le extendí mi mano, ella la suya. Las estrechamos sin mucha efusividad y una mueca a manera de interrogación, permaneció en su rostro. —Y la rubia de allí es Paola.

—¿Pero cómo? ¿Nos conocemos? —Y entonces me reí.

—No lo creo Martha, y tampoco soy un adivino ni trabajo para Scotland Yard. De pronto sí tenga en mi sangre algo del linaje de Sherlock Holmes. —Y ella volvió a regalarme su sincera sonrisa.

Llevé mi dedo índice hasta su cuello, la mujer bajó su mirada junto a su cabeza y rocé con delicadeza su gargantilla dorada, en cuyo centro estaba tallado en letras cursivas de oro, su nombre.

—No creo que lleves encima el apelativo de otra que no seas tú. Este es un regalo de… ¿Tu esposo?

—Pero qué observador es usted. Sí, este es mi nombre. —Me dijo mientras acariciaba entre sus dedos las letras cursivas. —Pero en algo si ha fallado, no fue un obsequio de mi esposo–. Y miró hacia el cielo.

—Fue un regalo de mi padre para mi último cumpleaños. —Noté tristeza en sus palabras.

—Qué bonito detalle, le dije yo, mientras tomaba en mi mano un destornillador y una llave para liberar la tapa que cubría la batería.

—Disculpe Martha, podría iluminar aquí. —Y le pasé mi teléfono móvil encendiendo la linterna para visualizar mejor las ranuras y la tuerca.

Ella lo tomó en sus manos y yo con la colilla aún entre mis labios me dispuse a la labor requerida. Paola se acercó y la retiró con delicadeza de mi boca, pisándola luego con la suela de sus sandalias. Martha observó con detenimiento aquella acción.

—¿Y ustedes dos son pareja? —Nos preguntó–. ¡No señora! Le respondí.

—Paola es mi compañera de labores. ¡Ehhh! Martha por favor ilumine bien a este sitio. —Le indiqué, pero no me alumbraba bien, miré de reojo y la vi, manipulando el teclado de mi móvil. Y por fin me hizo caso y dirigió la luz de la linterna hasta el lugar que le había solicitado.

—¿Y a que se dedican? —Yo soy políglota, le comenté mientras luchaba por retirar con cuidado aquella lámina de plástico. —Pero Paola de inmediato se carcajeó ruidosamente, haciendo que mi mentiroso comentario, despertará en Martha la curiosidad.

—¿En serio? Humm, ya veo. Interesante. ¿Y qué idiomas domina usted? —Ehhh, algo de inglés y un poco de alemán. Respondí terminando de retirar una tuerca.

—Ese idioma es muy difícil–. Comentó Martha. —No tanto como parece, solo hay que ponerle un poco de lógica al asunto, le dije yo, liberando por fin la tapa y dejándome observar el desperfecto.

—Por ejemplo, cómo diría usted en alemán ¿Metro? —Martha alzó sus hombros y de manera coqueta suspiró y entornó sus ojos, para decirme…

—Ni idea. ¿Cómo se dice? —¡Suban, estrujen, bajen! —Le respondí.

Tanto Paola como aquella mujer se miraron y sonrieron levemente, para posteriormente posar cada una, su mano en el brazo de la otra, empezar a reír por mi gracejo.

—Listo ya está. —Y me monté de nuevo en el habitáculo para dar encendido al pequeño y deportivo coche. No encendió. ¡Mierda!

Me bajé y de nuevo fui hasta mi auto para buscar unos cables pasa corriente y le solicité a mi rubia compañera que encendiera mi coche y lo acercara para suministrar energía a la batería muerta.

Y al cabo de unos minutos volví a darle arranque al auto de Martha y… ¡Eureka!

La dueña aplaudió agradecida y me devolvió mi teléfono. También me alcanzó unas toallitas húmedas para limpiar mis manos. Y me abrazó.

—Gracias, muchas gracias. Que alegría que aún quedan caballeros en este mundo. —Escuché su comentario muy cerca de mi oído.

—Rodrigo… ¿Le debo algo por su ayuda? —La miré seriamente, tomé del bolsillo posterior de mi pantalón la billetera de cuero café, la abrí. La cerré. Y entonces mirando las chispas de caramelo de sus preciosos ojos, le dije…

—Con un café bastará, ya la llamaré algún día para cobrar. —Y tanto Paola como yo nos despedimos de aquella mujer.

Martha caminó elegante hasta su auto y antes de subir en él, colocó en su cara unos lentes para sol negros y grandes, un rápido resplandor en las doradas letras D&G en la varilla, terminó por confirmar mi suposición. Arrancó por delante de nosotros y Paola colocó un nuevo Cd.

—Rocky, Nene. Esa señora se ve muy distinguida, y… ¡Ajá! no le preguntamos a qué se dedica. No supimos quién era. —Es cierto Pao, pero el destino quiso que en esa curva, la solución a mis problemas fuera un cable suelto en su batería.

Paola me observó intrigada y yo tan solo sonreí. En verdad, más temprano que tarde, debería cobrarme ese café.

Continuará…

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