Salí en silencio de mi hogar, sin hacer ningún ruido como si yo fuera un vulgar ladrón. Afuera amanecía frío y gris. Penumbra todavía. Subí a mi coche sin tener un destino cierto, giré la llave y puse en marcha el motor, más no cambié la marcha ni pisé el acelerador. Inmóvil el auto, inanimado yo. Lo apagué. ¿Qué camino tomo? Pensaba en aquellas tempranas horas qué hacer. ¡Un café! Sí, pero… ¿Dónde? Un golpe seco proveniente del cofre de mi auto me sobresaltó. Un gato negro caminaba elegante y sin afanes sobre él. Finalmente se sentó cerca del parabrisas y me observó.
¡No, ahora no necesito que me mires con compasión, ni que recalques con el color de tu pelaje mi mala suerte! Le hablé, más no creí que me hubiese escuchado, ni siquiera se inmutó. Tan solo el movimiento nervioso de sus orejas, como radares de alguna instalación militar, giraban expectantes de un lado al otro, escuchando lo que a él, –en aquel nuevo amanecer– si le importaba. Me maulló en una lastimera despedida, presagiando el azabache felino, como yo giraría la llave en el switch del encendido. Las detonaciones perezosas en un comienzo, posteriormente se volvieron constantes en incandescentes mezclas inyectadas de gasolina y aspirado oxígeno, haciendo bajar por fuerza el robustecido acero, ascendiendo luego los pistones para expulsar al exterior por el caño de escape, los gases sobrantes como si fuesen ellos, mis miserias. Un coordinado equipo de a cuatro, distribuidos en aquel pequeño compartimento. Las vibraciones le hicieron saltar hacia un lado, desapareciendo sin el ruido con el que llegó.
Miré la radio del auto y en la boca tímida de la ranura para los CD’s, un poco por fuera estaba él. Mi dedo delicadamente le envió de un tembloroso empujón hacia su interior. Y entonces un Do, luego un Re, perseguido de un La, dieron inicio a la canción. Al escuchar sus primeras letras, tras las notas de aquel piano que la habían iniciado, lograron abrir las compuertas de mi retenido llanto…
…«Sabe Dios cómo me cuesta dejarte»…
Fa, Sol, La… Do.
… «Y te miro mientras duermes más no voy a despertarte»…
Re, Sol, Do, La… Re.
…«Es que hoy se me agotó la esperanza, porque con lo que nos queda de nosotros ya no alcanza»…
Re, Sol, Do, La… Re.
…«Eres lo que más, he querido. En la vida lo que más, he querido»…
Graves y agudos, tonos en teclas pulsadas y en su voz… Palabras rasgadas, tan sentidas. ¿Graves? ¿Agudas? Tal cual mi situación sentimental, destrozada mi confianza. La luz de un semáforo en amarillo parpadeante, que no cambiaba a ningún otro color. ¡Precaución! Muchas lágrimas desparramadas en la curvatura de mis mejillas, vidriosos mis ojos con mis pestañas empapadas y en la acera afuera, una pareja tan enamorada. Dos mujeres abrazadas demostrando su amor en besos largos y miradas llenas de intensa entrega, ellas dos con sus ansiadas ganas, frente al local de Lara. Un hombre sosteniendo de su mano un cordel que le ataba de un extremo y al otro, lo esperaba su perro, tras él, apurado el dueño por alcanzar la velocidad necesaria del trotar de sus cuatro patas, pasando por el lado de un borracho que se hallaba sentado en la esquina, y en la mano de este caído en batalla, aferrada una botella de desconocido licor. Transcurría la vida, normal para muchos, diferente para mí, el segundo día de aquel julio.
Finalmente atravesé las avenidas y la ciudad, de un punto cardinal hasta el otro. Muy temprano, todo solitario aún. Apagué el motor, la música dejó de sonar. Y sin embargo en medio de tanto silencio, al dejar de funcionar las cosas, yo seguía llorando. Me bajé del auto sin prisas pero con ganas de fumar. En mi bolsillo una arrugada cajetilla, dentro tan solo uno. Afuera en mis ojos la salina precipitación continuaba y levanté mi mirada, Madrid y su cielo, teñido de gris plomizo. Negros nubarrones presagiaban un día de tristes aguaceros.
Al buscar mi encendedor en el bolsillo de mi pantalón, vi acercarse hacia mi a María, la vigilante, que a esas horas tal vez, acababa de recibir la guardia.
—Buenos días don Rodrigo. ¿Le han quitado las frazadas muy temprano? —Me preguntó sonriente.
—Eso parece, le dije. —Apartando el llanto de mi rostro–. Y posteriormente, dándole fuego al enrollado tabaco.
—Señor Cárdenas, disculpe usted… ¿Está llorando? ¿Le sucede algo malo?
La miré de soslayo, sin levantar mi cabeza. María era una mujer bajita, ancha de cuerpo, cara regordeta, mejillas siempre rosadas y una voz aniñada. Ojos redondos y como siempre, delineados con gruesas líneas negras, resaltando su circular contorno.
—Creo que me he resfriado. Eso solo eso. –Le dije finalmente–. Pero entonces ella se quitó su acolchado abrigo y me lo alcanzó.
—Tome, colóquese esto que está haciendo frío y será peor. —Y caí en cuenta lo que mi madre tantas veces me advertía. –«De quien menos esperas, recibirás refugio y consuelo»–.
—¿Le traigo un cafecito? ¿Para que acompañe el cigarrillo? —Sería un detalle de fina coquetería. —Le respondí. —¿Con una de azúcar?–. Con dos por favor, si no es mucha molestia.
Bebí ese café con ganas, le di espaciadas caladas al cigarrillo, intentando infructuosamente que no se terminara. Pensaba en Silvia, me atropellaban aquellas imágenes de ella dentro de aquel auto y esa demorada despedida. A esas tempranas horas ya mi esposa habría leído la carta que le había dejado encima de la mesa. La imaginaba angustiada, temerosa y pensativa. Ella con sus remordimientos o con las verdades que yo no podría soportar. Fueron pasando los minutos y empezaron a llegar los compañeros de trabajo.
Mi jefe estacionó su auto al lado del mío. Nos saludamos estrechando las manos. Me miró y fue a decirme algo, pero al final se contuvo y prosiguió hacia la entrada. Yo seguía allí de pie, sin ganas de nada recostado sobre el lateral de mi coche. Saqué mi celular para revisar las llamadas por si tuviera yo alguna perdida de mi esposa, la noche anterior. Ninguna, tampoco mensajes de audio, comunicándome su tardanza. Sin explicaciones, las que yo quería tener para disculparla y disminuir así mi dolor.
—¡Rodrigooo! A trabajar. —Me gritó mi jefe desde la puerta del concesionario–. ¡A mi oficina, ahora mismo! —¿Y ahora yo que hice? me pregunté. Caminé despacio hasta la entrada a su oficina.
—Y bien Rocky, cuéntame, ¿cómo te fue ayer con la muchacha? ¿Te parece que tiene madera? —Pues jefe, yo creo que puede ser un buen elemento. Es jovial y «entradora». —En español Rocky, en español–. Pues jefe, que tiene la virtud de caerle bien a las personas, se expresa muy bien y es bastante «abierta». —Sonreí, maliciosamente.
—¿Abierta? ¿Cómo así? —Pues espontánea jefe, muy fácil para entablar conversaciones. Creo que le va a ir muy bien.
—Entiendo, y… La camioneta de tu cliente ¿cómo la encontraste? Ves el negocio ¿Viable? —Está muy bien cuidada, usted ni se imagina el estado de la carrocería y de su interior. —Y me sonreí, al recordar la visita a mi cliente Almudena.
—¿Algo más jefe? Debo revisar mi agenda y preparar unas propuestas. —Nada más Rocky… Ehhh, Rodrigo recuerda cuidar muy bien de ella. —Claro jefe, descuide–. Y Salí de aquella oficina para intentar ocupar mi mente en otras cosas y dejar aparcados mis problemas familiares para que no afectaran mi desempeño laboral.
Al rato llego Paola como un vendaval, hablando alto, saludando a todo el mundo como si los conociera de tiempos antes. Me recordó en esos momentos, las imágenes de los Carnavales de Barranquilla, las mujeres hermosas vestidas de reinas, saludando a la multitud reunida a uno y otro lado de las calles, encaramadas en aquellos disfrazados carruajes, lanzando besos con sus manos, a diestra y siniestra. Y todos por supuesto, en aquella sala de ventas, hombres y mujeres por igual, volteando a mirarla a ella, dejando por un momento de lado lo que cada uno estaba haciendo. Arrebatadora imagen de mujer tan deseable, risueña, afable… Preciosa tentación.
Paola traía aquella mañana sus dorados cabellos recogidos en una elegante moña alta, y dos mechones ondulados caían graciosamente a lado y lado de su rostro, coqueteando con sus mejillas, maquillada su cara en delicados tonos de rosa pastel. Dos pendientes dorados en forma de gotas perladas colgaban de sus orejas, adornando su estilizado cuello. Y en él, una gargantilla dorada y en su centro un hermoso rubí en forma de corazón. Por traje vestía una blusa blanca de seda, dejando dos botones abiertos. ¿O tres? Un pantalón de lino azul marino y zapatos de mediano tacón cuadrado de color blanco. En su brazo izquierdo, pendía una chaqueta blanca con finas líneas azules equidistantes. De su hombro derecho, colgaba un bolso de cuero, de un índigo bastante opaco. Sobria, preciosa, una visión hermosa que me sacó unos instantes de mis atribulados pensamientos.
—¡Hola mi «Rolito precioso»! ¿Cómo amaneciste hoy? —Me preguntó a manera de gracioso saludo.
—Buenos días señorita Torres. ¡Bien y mejorando! —Mentí. Tampoco sonreí.
—Hummm, Rocky tienes tus ojitos enrojecidos. ¿Te encuentras bien? Me parece que no pasaste bonita noche. ¿Me equivoco?
—Me arden un poco los ojos, tal vez me vaya a enfermar. Por cierto, déjame decirte que hoy estas elegantísima. ¿Te disfrazaste de ejecutiva? —Y terminando aquellas aduladoras frases, por fin me sonreí.
—Jajaja ¡Y Ajá! Es que decidí anoche asaltar los guardarropas de mi mamá. Necesitaba ponerme hoy en actitud de «compinche» comercial tuya. —Y logró Paola, sacarme una amplia carcajada. —Y para hoy… ¿Qué nueva sorpresa me tienes preparada? —Me preguntó.
—Pues no lo sé, sinceramente hoy no tengo planeado nada. Voy a preparar unas ofertas a unos clientes y mientras tanto tú puedes terminar de leer el libro que te presté. —Y dicho esto me dispuse a revisar mi agenda y buscar un listado de empresas para ofertar la renovación de sus flotas de vehículos–. Era necesario desconectar de mis problemas familiares, no podía dejar que me afectara.
Pero no fue así. No dejaban de aparecer en mi mente las preguntas sin respuesta. Meditaba sobre los cambios de actitud en Silvia los días anteriores y no hallaba nada. Confiaba en ella, no me había dado ninguna señal hasta ese viernes pasado. Cuando me llamó para decirme que se demoraba por cuestiones de trabajo. No le vi problema alguno. ¡Tan seguro de ella!
La llegada tarde regresando en un auto tan costoso, no me pareció trascendental. Quizás solo un alto funcionario, su jefe de pronto, le habían acercado a modo de agradecimiento por su compromiso laboral. ¿Normal? Su nerviosismo al llegar al piso y sus abrazos, los besos desbordados de inusitada pasión por verme, si me parecieron diferentes. Mal pensado que soy. Alarmas injustificadas, pensé en esos momentos.
¡Excusas! Sí, buscaba en mi mente aquel sábado en el bar, otorgárselas. Diciéndome, recriminándome mentalmente, por convertirme yo, en uno de esos maridos celosos y controladores con sus mujeres, y que aquello no era más que un invento mío. Pero y entonces la noche anterior… ¿Que sucedió?
—Rocky me alcanzas por favor, ¿esa carpeta azul?… ¿Rocky?… Tierra llamando a Rodrigo. Hey, ¡Rocky! La azul no la roja. —Juro que la oí, a lo lejos pero sí la escuché, mientras yo seguía tratando de encontrar fallas en mí y disculpas para Silvia.
Le alcancé a Paola una carpeta pero ni me fijé cuál era la que necesitaba. Lo hice de manera automática. ¡Esto no podía seguir así! Observé mi móvil y en el no habían llamadas, mensajes ni tan siquiera audios de mi esposa. Finalmente ella me había hecho caso. ¡Puff! suspiré lentamente y le dije a Paola que iría por un café y un cigarrillo.
—Te acompaño entonces. —Me dijo Paola, levantándose de su asiento, sin darme lugar a alguna interpelación. Acepté su compañía.
Tan solo me encogí de hombros y fuimos hasta la máquina expendedora. Dos cafés y un par de rubios, catorce pasos y ya estábamos en el costado del parking, fumando y bebiéndonos con sorbos cortos, la caliente bebida. Pensativo yo, mi rubia Barranquillera también. Silenciosas miradas de ella hacía mí, aspiradas intensas a mi cigarrillo y el humo expulsado al firmamento por mi boca un poco, por mi nariz lo demás.
—Anda nene, a ti te pasa algo malo. ¿Fue por lo de ayer? —Me preguntó sin colocar en su hermoso rostro, aquella sonrisa que tanto me gustaba.
—No, para nada preciosa. Contigo no es la cosa. Es mi mujer. Anda rara conmigo desde hace unos días. Pero ya miraremos cómo solucionarlo. Dame tiempo, voy a estar bien. —Paola se acercó a mí, colocó su mano diestra sobre mi hombro izquierdo, luego se colocó frente a mí y me abrazó, sin decirme nada más, sentí en ella, una tibia tranquilidad.
Apuramos los cafés y apagamos en el piso las colillas. Las levanté del suelo y las terminé por tirar en la caneca de la basura. Ya íbamos cruzando la entrada cuando una voz me llamo a mis espaldas.
—¡Señor Rodrigo! Señor… Lo buscan. —Me giré y me di cuenta que era María, quien detrás de mí, me requería.
—¿Quién? —Pregunté finalmente a la mujer, quien sonriente me indicó con su mano, a una pareja que se hallaba observando los automóviles de segunda mano que teníamos para la venta. Y entonces me encaminé a su encuentro. Al menos, entrar en actividad podría ayudarme a olvidar, mi inobjetable realidad.
—¡Buenos días, bienvenidos! Mi nombre es Rodrigo Cárdenas, y estoy aquí para colaborarles en lo que necesiten. —Me presenté.
—Hola Rodrigo que tal ¿Me recuerda? Estuve aquí el domingo «fisgoneando» su inventario de usados. He venido hoy con mi esposa para que ella también me ayude a elegir. Finalmente es ella, quien lo va a disfrutar. ¿No es cierto, mi amor? —¡Su amor! y el mío mientras tanto…
—Ahhh, si claro por supuesto que lo recuerdo, señor… ¿González? Y usted se llama, dirigiéndome a la mujer… —Beatriz, encantada. Mire señor Cárdenas, estoy buscando un automóvil no muy costoso y eso sí, que esté muy bien cuidado. No debe ser muy grande pues apenas estoy haciendo el curso de conducción en la escuela. ¿Me podría ayudar?
—Encantado, señora Beatriz. —Rodrigo solo llámame Bea, ese nombre completo me hace sentir vieja. —¡Oops! si claro por supuesto, aunque Beatriz es un nombre precioso y con un sonido que al decirlo, suena bastante elegante, como usted–. Se sonrió ella y él señor González también, aunque algo abrumado tal vez por mi galantería. —De hecho, –proseguí con la adulación– es nombre de reina, como usted, la reina del hogar.
Y los tres entre sonrisas, ella del brazo de su esposo y yo un poco por delante de ellos, íbamos mirando las opciones disponibles. En unos casos el tamaño fue la objeción, en otros lo fue el color y en muchos el interior. La marca no le importaba a ella; el estado exterior, el tapizado que oliera bien y definitivamente el color, eran la clave para cerrar la venta. Así que fui desechando opciones hasta que al final al llegar al parking, en el rostro de la mujer aprecié su desencanto. No le había agradado ninguno de los autos.
—Bueno y como dice el conejo Bugs Bunny, eso es todo amigos. Les dije al final del recorrido. —¿Y éste? Mi amor me encanta, está perfecto y el color me fascina ¿No te parece mi cielo? —Hummm, se refería ella al Seat verde de mi jefe, parqueado al lado del mío.
—Lo siento Bea, pero ese es el auto de mi jefe y lo quiere más que a su mujer. Pero no se preocupe, esta semana nos debe de llegar un lote de coches que nos traen desde Barcelona, allí tenemos otra sede. Y cuando eso suceda, les llamaré. —Tomen, esta es mi tarjeta–. La señora puso cara de tristeza pero ni modos. Nos despedimos asegurándoles que yo les encontraría el automóvil de su predilección, solo que me dieran unos días y no fueran a buscar en otros distribuidores.
Y sin venta a la vista, me volví hacia mi escritorio, para terminar las propuestas y seguir con mi malestar.
…
Retiré el cenicero de afán y tomé el papel con mis manos temblorosas. Y leí despacio aquella nota, o mejor su expresada desconfianza escrita a modo de lista de instrucciones…
… «Silvia, desde anoche dejé listo todo lo de los niños, así que no te tienes que apurar hoy y preocuparte en llegar tarde a tu oficina. No quiero que tu… En fin, lo que sea para ti, se vaya a molestar contigo.
No dormí bien y creo que tú sabes por qué.
Seré breve, no quiero que en todo el día me llames, ni me envíes mensajes o audios. Mucho menos que faltes a tu trabajo por ir a buscarme. Tal vez ni estaré. Tengo unas citas pendientes fuera de la ciudad, quizás encuentre disponible algún cliente que me pueda recibir hoy.
Silvia, deberás hoy ir a buscar a los niños al colegio, o si prefieres de nuevo enviar a tu mama por ellos. El caso es que cuando regrese esta noche, quiero que estés y hablemos. Te estoy dando todo este día para que pienses bien, para que medites y calcules tus palabras. Vamos a hablar claro y conciso, así que espero que lo que me tengas que decir, sea con total honestidad, sin guardarte nada. ¡Ojo con lo que me vas a decir! Espero sinceridad.
Por cierto, se me estaba olvidando lo más importante: La ropa mojada sin ventilación puede llegar a coger mal olor. Así que me tomé la molestia de sacar tu sostén blanco y los calzones azules del interior de la máquina, para dejártelos colgados en el tendedero. Y no, no me lo agradezcas. Las gracias te las debo yo a ti, por despejarme el panorama. Hasta la noche. Rodrigo».
Hummm, me quedé en shock. Mi mente en blanco aunque mis ojos se dirigieron muy abiertos hacia la cocina. Fui hasta allí y al fondo, colgados de un cordel, mi ropa íntima secándose. ¡Mierda! Con mis ojos aguados y mi alma arrugada, me dirigí en búsqueda de mis hijos para despertarlos. Este iba a ser un día muy largo…
Llegué cinco minutos tarde, a pesar de coger un taxi después de dejar a los niños en el colegio. Colgué de la percha, mi abrigo y la chaqueta fucsia de mi traje. A un lado de mi escritorio, en el piso, el bolso gris claro. Al sentarme me cayeron todas mis compañeras encima. Acribillándome con sus preguntas indiscretas. Que tía… ¿Cómo así? Que tía… ¿Cómo fue? Que tía… ¿A dónde te llevó? y claro, que… ¡Venga tía! ¿Para hacer qué?
—Vamos Silvia, cuenta tía, cuenta corazón como te fue ayer con el «ogro». —Me preguntaban emocionadas. —Y yo por el contrario, me sentía abrumada por su desatado interés–. Pero entonces me salvó la campana…
—¡Buenos días señoritas!
Saludó a todas las allí presentes don Hugo, con su voz fuerte y masculina. Y raro en él, sonriente. Todas se pusieron pálidas, le devolvieron el saludo respetuosamente y raudas, cada una de ellas, se dirigieron a sus respectivos escritorios. Mi jefe entró a su oficina, se demoró allí dentro solo unos minutos para luego llamarme por el interno.
—Buenos días Silvia, ¿todo bien? —Sí señor, respondí. —Por favor, después de que envíes el informe para los norteamericanos, vienes a mi oficina un momento. ¡Ahh! y pídele a… ¿Cómo es que se llama? — Dolores, don Hugo, se llama Dolores. —Sí, a ella. Qué nos traiga dos cafés. ¿O prefieres otra cosa? —Ehh no señor, perfecto, ya me ocupo de eso.
Y en seguida me puse manos a la obra, escaneando el informe para enviarlo a las oficinas de Nueva York por correo electrónico y luego entregándoselo a la inquieta Amanda, para que en físico lo hiciera llegar junto a otra correspondencia. Me dirigí hasta la cocina para pedirle el favor a Dolores de prepararnos dos cafés y llevarlos a la oficina de mi jefe, cuando escuché la exclamación de mis compañeras, y una muy animada llamada.
—¡Silvia!, mujer ven y mira lo que te llegó. —Me dijeron todas al unísono.
Salí apresurada e intrigada para ver cuál era el motivo de tanto aspaviento. Un hermoso y grande ramo de flores, rosas rojas, blancas y amarillas, en un amplio jarrón de delicado vidrio tallado, sobre mi escritorio. Fastuoso e imponente, en verdad.
—¿Y esto? —Me pregunté bastante intrigada.
—Ayyy, pero que precioso Silvia, tu marido te ama con locura ¿Dónde se compran en Colombia? ¿Es una fecha especial para los dos? —Me preguntó Amanda, totalmente enamorada por aquel envío. Y tomó ella sin permiso una pequeña tarjeta blanca leyéndola en voz alta, tipografiado mi nombre y más abajo un… ¡Para mi precioso ángel! Y yo ruborizada.
—Pero Silvia ni siquiera sonríes. ¿Estás bien mujer? —Ahhh, si claro. Es que estoy tan sorprendida como ustedes. Rodrigo a veces me sale con este tipo de sorpresas.
—Ven y lo colocamos aquí. Quitemos esto y esto otro también–. Y Amanda, dispuso que el portarretrato de Rodrigo y mis niños fueran a parar a una esquina de mi escritorio y la solitaria orquídea artificial en su maceta terminó en el piso, cerca del cesto de basura. El ramo bien en alto, a la vista de todo el mundo. Y mi universo tan agitado.
—Señora Silvia, ya están listos los cafés, ¿se los llevo a la oficina? —Ehhh si por favor, ya voy.
Pero no fui, me senté en mi escritorio para pensar. Obviamente la situación me estaba superando. Una hoja en blanco en mi ordenador y en ella fui escribiendo tradicionales motivos familiares para componer mi carta de renuncia. La imprimí con temor de que alguien más la observara. Y con ella en la mano, mis pasos temblorosos me llevaron hasta la oficina de don Hugo.
—Don Hugo, le estoy muy agradecida por el detalle, esta precioso en verdad, pero… —Y estiré mi mano ofreciéndole la carta–. Él ni siquiera se tomó la molestia de leerla. La dobló y la rompió en varios trozos. —Ahora no Silvia, y menos aquí. Necesito tenerte de mi lado, que me ayudes a superarlo. ¡Se te enfrió el café! —Pues ojalá también fuera así con sus ganas de mí–. Y Salí de aquella oficina, llorando.
…
Había terminado de preparar ya dos ofertas y mi mente seguía con la imagen de mi esposa, con la carta en su mano. Mi imaginación se negaba a apartarla, lo mismo mi corazón. Quería buscarle pretextos, hallarle justificaciones a las evidencias de que algo iba mal. En ella, en mí por igual. Tenía que saber, conocerlo de su boca y no me aguantaría hasta la noche. Ir a buscarla a su oficina, invitarla a almorzar y hablar, si alcanzaba el tiempo, calmar mi hambrienta ansiedad. Era la decisión que más correcta, me pareció.
Tomé mi saco gris y busqué a Paola con la mirada. Se encontraba charlando animada con Federico y otras dos compañeras de ventas, cerca de la máquina expendedora. Hubiera podido irme sin que se diera cuenta, pero la necesitaba para ocultar mi ausencia. No necesité llamarla, pues ella se dio por enterada de mi presencia, al dirigir el verde de sus hermosos ojos hacía mí y despidiéndose de ellos con un agitar de su mano, enfiló sus pasos a mi encuentro. Su figura sinuosa, su elegancia al caminar y el contoneo de sus caderas me hipnotizaban. Se tomó con sus manos las dos nalgas, como si quisiera constatar que no las había dejado atrás. Federico y unos clientes más allá, no dejaron de «comérsela» con la mirada. En su rostro la alegría caribeña, iluminándolo todo con su sonrisa. Era un imán que lo atraía todo.
—Anda Nene por fin, estaba muy aburrida. —Me dijo colocando sus brazos en cruz frente a su pecho.
—Pao, mira. Necesito que por favor me «cubras». Es una diligencia personal y no comercial, por lo tanto no necesito que me acompañes. —Ella puso cara de enfado, pero yo continué explicándole mi estrategia para escapar.
—Verás, si don Augusto me busca, solo dile que se me quedaron unos apuntes en mi piso, y tuve que ir a buscarlos. No me demoro, una hora y media tal vez.
—¿Y yo que hago mientras tanto? —Pues en primer lugar dejar de perder tu tiempo hablando por ahí. –Lo dije en un tono que sonó a reproche–. ¿Celos? Si, pudo ser. —En vez de eso puedes sentarte y prospectar.
—¿Prospectar? ¡Ajá Nene!… ¿Y eso con que se come? —Me preguntó intrigada. —Pues Pao es convertirte en cazadora y olfatear a tus posibles presas. Buscar clientes potenciales, inicialmente dentro de tu círculo más cercano, familiares y amigos. Luego ya veremos qué mercado te gustaría más atacar–. Ten, siéntate y en esta libreta vas a anotar los nombres, teléfonos y direcciones de correo electrónico de todos a quienes creas que pueda interesarle un vehículo. Comprar uno nuevo y cambiar el viejo. —No me demoro.
Tomé su mano derecha entre las dos mías, la miré con cariño y luego la solté suavemente. Salí con prisa para dirigirme al encuentro no concertado con mi esposa.
…
—Silvia tesoro, ¿por qué lloras? ¿Te regaño ese ogro? —Me preguntó Amanda, colocando su mano sobre mi brazo, consolándome sin saber el motivo.
—No te preocupes que no es por él. —Es que me llegó la menstruación fuerte y tú sabes que los primeros días la pasamos mal–. Me excusé y me dirigí al baño.
Ya estando encerrada allí, pensé con rabia, que como se había atrevido mi jefe a enviarme aquellas flores, ponerme en aprietos delante de mis compañeras. Si ellas se enteraran, se me formaría un problema mayor. Yo siempre en los almuerzos les hablaba de Rodrigo y estaban locas por conocerlo. Nunca él había venido y las pocas veces que me acercó a la oficina, me dejaba a dos calles de distancia para facilitarle la salida a la avenida más próxima, para regresar directo al concesionario.
Mi carta de renuncia rota por aquellas manos que me habían acariciado, la promesa de hablar los dos de… ¿Lo nuestro? Y en mi interior la angustia por lo que aquella carta que guardaba en mi bolso, en la que mi esposo me pedía… ¡No me llames! ¡Por la noche hablamos! Y que le iba a decir para que me comprendiera, para que entendiera que a pesar de estar a solas con mi jefe casi desnuda, bajo una ducha de una habitación de hotel, no pasó nada grave. ¿Y los besos del viernes? ¡Mierda! mierda. Mi matrimonio hacía agua por todas partes. ¡Te amo Rodrigo, te amo! ¡No te voy a fallar! Me hablé a mí misma, saliendo para tomar compostura y distraerme en mis quehaceres.
Me sentía observada por mis compañeras, señalada por sus sonrisas disimuladas, como si conocieran mi posible infidelidad y yo inquieta, enmarcada en lo alto por aquel ramo de rosas detrás de mi cabeza. Abría programas, revisaba documentos, archivaba carpetas tratando de parecer normal. Cinco minutos para las doce y pocos para enfrentarme a ellas en el almuerzo, expuesta a sus preguntas e inquietudes. A las doce en punto mi jefe salió de su oficina y delante de todas las allí presentes con su voz firme llamó mi atención y el asombro en mis compañeras.
—Bien Silvia, ¿ya está lista? Vamos a almorzar y terminamos con las compras para mi aniversario. —Lo dijo así, sereno, en un tono de voz confiado y yo… Me quedé de piedra. Asombrada por aquella inusitada propuesta.
—¿Silvia?… —Ehhh, si claro, si señor un minuto. —Y tomé mi abrigo, mi bolso y fui tras de él, sin mirar a ninguna de mis compañeras, cruzando la entrada de vidrio para seguirlo hasta los elevadores en el pasillo–. Don Hugo pulsó el botón del S2 y aguardamos.
…
—Lloviznaba ya por la zona financiera y encontré afortunadamente un espacio disponible en el parking público de aquellas torres de oficinas. Me bajé de mi auto, mire mi reloj y aún faltaban algunos minutos para el medio día. Tenía tiempo y ningún cigarrillo para ayudar a calmar mi nerviosismo. Caminé por la acera para buscar algún kiosco donde poder comprarme una cajetilla de Marlboro rojo. Fumé apresurado en la calle, en medio de mis angustias y la prisa por no mojarme con la ya fuerte llovizna, mirando andar el minutero en mi reloj. Ya casi las doce, ya casi encima de mí la fuerte lluvia. Tiré la colilla al piso y corrí. Atravesé la calle evitando los pequeños charcos y los gruesos goterones del chubasco, pero al cruzar frente a la entrada a los sótanos del parking subterráneo, un fuerte sonido de advertencia me hizo sobresaltar. Por muy poco, una mujer en un Mini Cooper Works rojo y con las características franjas negras en los bordes del cofre, casi me atropella. Levanté mi brazo en señal de molestia, pues yo era el peatón que estaba mojándose y ella tan seca dentro de su auto. Continué hasta la acristalada entrada.
¿Y ahora? No recordaba exactamente la planta en la que Silvia laboraba. Me acerqué a recepción y en el tablero de información, encontré la correcta ubicación. Presenté mi documento de identificación y la solicitud de a quién iba a visitar allí. Y la mujer que me atendió, después de un leve repaso a mi anatomía, llamó a aquellas oficinas para informar de mi llegada.
Me dio el visto bueno para el ingreso y me indicó la zona de los elevadores. Bajaban dos y los otros allí, ascendían. «Hola Silvia, he venido para invitarte a almorzar ¿Quieres? y de paso hablamos».
¡No! Idiota, así no. Tendría que parecer molesto y no un cachorrito asustado. Debía mantener mi posición, la distancia justa para que ella comprendiera mi molestia y asumiera su posición de mujer infiel.
A pesar del frío medio día, yo sudaba. Y por fin un elevador abrió sus puertas en secuencia de izquierda a derecha… Vacío. Piso décimo. ¡Silvia, allá voy!
Un largo pasillo, varias puertas de transparente cristal. A mi izquierda la vi. Las letras grandes de aquella empresa. Y fui tembloroso hasta la entrada.
—Buenas tardes, ehhh, vengo a buscar a Silvia García, soy su esposo. —Me presenté ante una mujer algo más baja de estatura que mi esposa. Ella me miró y tímidamente me extendió su mano. Se le pusieron coloradas las mejillas y casi sin levantar su mirada me saludó de manera menguada pero efusiva a su vez.
—Buenas tardes, tu eres el famoso Rodrigo, Encantada. Tu esposa no deja de hablar de ti y pregonar el amor que le demuestras todos los días. —Ehh, pues si soy yo, muchas gracias y usted es…
—Ohh, discúlpame, me llamo Amanda, la mano derecha, de la mano derecha de nuestro adorado jefe. ¡Jajaja! O sea soy la asistente de tu esposa. —Y le regalé una sincera sonrisa, aunque no le presté mucha atención y busqué el posible lugar donde mi esposa trabajaría.
Al fondo a la derecha una amplia oficina y en frente un escritorio, sin nadie en él. Un ramo inmenso de coloridas rosas sobre un archivador y un portarretrato bien conocido por mí. En el suelo, cerca de una papelera de madera, una solitaria orquídea, casi ladeada. Allí era pero… ¿Dónde estaba mi esposa?
La mujer se dio cuenta rápido de que yo pasaba de ella, aunque aún tuviera estrechada su mano con la mía.
—Oops, Rodrigo, Silvia acaba de salir con don Hugo, nuestro jefe. Se debieron de cruzar por el camino. —Hice una mueca de disgusto que Amanda comprendió. —No te afanes, si quieres le puedo llamar al móvil para que se…
—No se preocupe, está bien–. Solo pasaba por otra planta de esta torre a visitar un cliente. —Sabe usted si… ¿Demorará?
—Humm, pues no lo sé con seguridad. Desde ayer por la tarde, acompaña a mi jefe para asesorarle sobre algo, unos regalos por motivo de su aniversario. Tal vez quiera que Silvia le ayude a escoger algo para su esposa después de que terminen de almorzar–. ¡Humm! entonces era casado. Buen dato, pensé.
—Bueno Amanda muchas gracias. —Y me di vuelta rápidamente para no demostrar mi enojo. Pero escuché que su despedida fue con un… «Muy hermosas las rosas que le enviaste»–. Medio giré mi cabeza y sonreí. ¡Estúpida, no fui yo! —Eso quise decirle más no lo hice. Frente al elevador tomé mi teléfono y llamé al móvil de Paola.
—Hola «rolito» precioso, todo bien por acá, descuida. —Gracias preciosa, ya voy para allá. Hazme un inmenso favor. En la agenda café del primer cajón del escritorio, en la tercera página en resaltador, está el nombre de un cliente que vive en las cercanías de Madrid. ¿Podrías hacerte pasar por mi secretaria y concertar una cita para mañana a primera hora?
—¡Jajaja! por supuesto, pero me vas a tener que subir el salario o darme un rico besito. Te espero Nene, no demores, Bye–. Y nos despedimos. Me sonreí por aquel aumento solicitado. ¡Paola, mi rubia tentación!
Las puertas del elevador a mi derecha se abrieron y del interior, con pasos apurados y tacones finos como una puntilla, de al menos diez centímetros, una mujer muy elegante, falda negra entubada por debajo de sus rodillas unos tres o cuatro dedos, figura delicada, cabellera de tintes cobrizos por debajo de sus hombros y simplemente llamativa por sus grandes y oscuras gafas de Dolce & Gabbana, ocultando sus ojos y un pañolón blanco terciado sobre sus hombros, que le hacían ver aún más majestuosa. Me introduje en el interior del ascensor y un instante antes de cerrarse las puertas, las detuve con mi mano izquierda.
Pude escuchar la voz de la tal Amanda diciendo… —Señora Martha, que milagro tenerla por aquí, su esposo acaba de salir a almorzar. —Retiré entonces mi mano y las puertas se cerraron.
Continuará…