Para comprender este nuevo relato, les sugiero leer antes mi narración anterior.
Cambiar de sexo nunca es fácil. A pesar de que se quiera hacer, de que en el corazón una sepa que es lo correcto, siempre quedan una gran cantidad de dudas. Que si la sociedad no lo va a entender, que si mamá no te va a aceptar, que si no vas a hallar un trabajo decente…
Cada quien sabe dónde fue su punto de inflexión. Para mí, fueron unas vacaciones en casa de la tía Bertha.
Ella era una mujer de brazos fuertes y no muy expresiva. Seguramente guapa de joven -como muchas mujeres de mi familia materna- llegó un momento sin embargo en que la edad la hubo de alcanzar. Pero si su piel empezó a agrietarse con el paso natural del tiempo, no fue así con su ánimo, ya que siguió conservando la inusual jovialidad que las personas buenas tienen toda la vida. Ya era robusta en sus cincuenta debido a la repostería que era su pasión, y en algún momento de su vida había decidido irse a vivir a la orilla del mar. Yo me hallaba en vacaciones de la universidad, así que hube concertado con ella el pasar unos días a su lado, para que el sol me quitará un poco el pálido tono de mi piel citadina. Mi tía aceptó gustosa, y tras hacer maletas, tome un camión y llegué con ella durante una de las noches más calurosas que recuerdo. Cenamos, tomamos la cerveza que se acostumbra en tierra caliente -bastante para ser claros- y nos pusimos al día de lo que pasaba en nuestras vidas. Hacia la madrugada me fuí a acostar en la habitación que ella me había acondicionado, cerré la puerta pero no le puse el seguro y me acosté con tan solo una playera delgada y mis calzones… bueno, en realidad eran unos hermosos cacheteros color rosa, que me hacían ver enorme mi espectacular trasero. Y me dormí, contenta de estar en un lugar donde lo iba a pasar bien.
Al día siguiente desperté tarde: el sol estaba alto e iluminaba inclemente todo el cuarto. Aunque no solo eso me espabilo, pues había sentido una mirada por encima de mí, que ciertamente me resultaba molesta. Volteé y la vi. Mi tía me observaba con extrañeza y, cuando la miré, solo me dijo:
-Así que eres gay Danielito.
-Yo… tía… déjame explicarte- balbucee en lo que instintivamente me cubría con la sábana.
Ella no dijo nada más, y solo salió de la habitación. Yo empecé a recriminarme por ser tan tonta, por no haber cerrado con llave la puerta, por mi afición a usar prendas femeninas que habrían ocasionado está repentina decepción en la hermana de mi mamá. Ahora estaría arruinada, ella se lo comunicaría a toda la familia y yo quedaría como el pariente rarito que usa ropa interior de mujer… En eso ella regresó. Traía consigo una gran cantidad de prendas femeninas, que depositó encima de la cama, a la vez que me decía:
-Hija, si vas a hacer esto, hay que hacerlo bien.
Yo me quedé pasmada, pues realmente no estaba lista para esa conversación. Y solo atiné a contestar, mientras bajaba la mirada:
-Aun no lo sé tía.
-Aun no lo sabes y ya estás usando calzoncitos de señorita. Que además se te ven increíbles.
-Sí, bueno, yo…-quise decirle algo, pero no atinaba que.
-Mira Dany.- me interrumpió- No voy a obligarte a nada. Pero creo que podrías aprovechar estos días para ver qué pasa con esto – señaló la ropa que acababa de llevarme- y saber qué quieres hacer al respecto. Sería sencillo ¿Sabes? Aquí nadie te ha visto y, sinceramente, pasas más como una chica que como un varón.
-¿Y si me gusta?
-De ser así, sobrina, quiero que me prometas esto: que no vas a dejar que nadie, ni siquiera tu madre, impida que seas lo que deseas.
Me levanté de brinco de la cama. La abracé con cariño, entre lágrimas. Porque mi tía Bertha me había dado la oportunidad de probarlo, de ver si podía funcionar. Porque era la mejor pariente que alguien puede tener y porque a partir de ahí contaría con un confidente y una buena amiga.
-Gracias tía, gracias. No te defraudaré.
-Desde luego que no Daniela. -dijo sonriendo- ahora báñate, que hay varias cosas que hacer contigo en este día.
Esta historia continuará…