Escuché el dulce sonido plástico de su condón lubricado, mientras lentamente me sentaba sobre su linda verga y él entraba por fin y deliciosamente en mi culito cerrado. Él estaba recostado boca arriba en la cama y yo sobre él, hacíamos la posición de la amazona. Tomó con sus manos mi cadera y me empujó más hacia abajo. Gemí duro cuando la base de su miembro llegó a mis nalgas: Al fin la tenía toda adentro. Me acarició las piernas y subí poco a poco mientras sentía como se desplazaba aquel monumento viril por todo mi recto hasta disfrutar en la puerta de mi ano la punta y nuevamente bajé despacio. Su rica pija se abría paso nuevamente en mi recién desflorado agujero.
Me pellizqué las tetillas para darme más placer. Él tomó mi micropene y comenzó a hacerme una paja. Era todo un deleite la mezcla de sensaciones: ser penetrado, ser masturbado, acariciarme los pezones y estar travestido.
Me sentía tan mujer en sandalias blancas de tacón de suela delgada, pantimedias blancas con encaje hasta la parte alta de mis piernas, brillo labial improvisado, el chinchineo de unas pulseras en las muñecas, anillos en los dedos de las manos con piedras color rosa, aretes de presión y muchas ganas de experimentar mi primera penetración.
Recosté mis manos sobre su pecho y rasqué con la uña sus pezones. Él gimió y me penetró más profundamente, aunque a un ritmo rico y lento. Su verga era grande, gorda, caliente y con una cabeza redonda que desfloraba mi ano delicadamente y con fuerza.
El bombeo con que me daba por el culo era fenomenal, pero el ritmo con que me la metía lo estaba controlando yo. Yo me había decidido a vestirme de mujer y entregarme a él con cierto miedo a convertirme en gay, a exponer mi secreto ante el mundo y a que me doliera aquella experiencia. Pero simplemente entendí, mientras me dejaba penetrar y gozaba el momento, que no era gay, sino un travesti de closet que me había dado permiso a mi mismo de tener un buen palo dentro, que mi secreto seguiría siendo secreto y, que podría seguir haciendo mi vida normal cuando quisiera y que también cuando quisiera podía ser la mujer que guardo en el armario (y tenía el derecho y la libertad de hacerlo); pero lo más sabroso, era que, en vez de dolerme, mi agujero pedía más y más verga.
Aceleré un poco el paso. La fricción del látex enfundando su miembro que entraba y salía de mi agujero comenzó a darme una sensación quemante en el recto. Comencé a jadear. Su pecho estaba mojado de sudor y el mío también. Lo cabalgaba. El me dio una palmada en las nalgas y aceleré aún más. La cabecera de la cama golpeaba la pared y el colchón rechinaba por el esfuerzo.
-¡Puta que rico!, ¡papacito!, ¡métemela así!, ¡Tu verga está deliciosa! – Comencé a decirle descontroladamente en voz alta, a medida que la cabalgata se tornaba más intensa.
Sentía su miembro hincharse cada vez que la sangre lo bombeaba y lo hacía más gordo.
El placer carnal, de deseo y pasión me enajenaba y me arqueé hacía arriba viendo al techo y colocando mis manos en sus rodillas, lo que provocó que me entrara su miembro mejor. Me penetraba una y otra vez. Decidí cambiar y roté como una tuerca sobre un tornillo de carne, de modo que ahora ya no lo veía a él sino a sus pies. Mientras me giraba, sentí como todo adentro de las paredes de mi recto se estimulaba con ese manjar de hombre dentro de mí.
De repente, él me tomó de la cintura y sin sacármela me puso boca arriba en la cama. Mis piernas pasaron por arriba de sus hombros y su cabeza. Me acercó hacia él y me besó. Se separó y paró en el piso haciéndome a la orilla de la cama. Mis pantorrillas estaban en sus hombros mientras seguía entrando y saliendo de mi culo convertido en concha de mujer. Fueron 78 largas metidas de polla las que me dio así.
Dobló mis piernas, me empujó y se subió a la cama. Parecía yo una pollita sin plumas desnuda que estaba lista para ser comida y me estaban comiendo ya. Sin dejar de darme, comenzó a hacerme la paja. Estaba tan rico, tan caliente, empapados los dos en sudor copioso. Gemía y jadeaba sin cesar gritándole de placer. No pude más, de mi insignificante pene a medias erecto comenzó a brotar semen y más semen. Nunca había visto que me saliera tanto.
Tomó mi semen con sus manos y me lo esparció por el pecho, por la cara, por las orejas, las mejillas y el cabello. Tomó un poco más del que quedaba sobre mi vientre y lo vertió en mi boca y lo enjuagué con mi lengua caliente. Se acercó a mi tomando la postura del misionero mientras continuaba penetrándome y me besó. Nuestras lenguas ardían de deseo.
Lo abracé con mis piernas y con mis brazos, podía ver mis pies con medias en aquellas lindas sandalias de mujer sobre su espalda. Me empezó a dar verga más rápido y profundo. -sí, sí, sí-, dije incontrolable. Mi pelvis comenzó a dar movimientos enloquecidos de arriba hacia abajo, toda mi piel se erizó. Nuestro beso era profundo y su lengua llegaba a mi garganta. El aceleró aún más. Se electrizó mi pene, mis huevos y el perineo. Cuando la electricidad llegó a mi ano, enloquecido comenzó a dar espasmos, se abría y cerraba frenéticamente y le apretaba el miembro que luchaba por entrar y salir de él. Grité más, los espasmos se volvieron demasiado. En un momento sacó su verga de mí, rápidamente se quitó el preservativo y entró de nuevo, aprovechando que el espasmo le había dado espacio. Me dio pija mas rápido y más y más y más, eyaculé nuevamente mientras a la vez tenía mi primer orgasmo anal y él, en un grito triunfal de hombre sobre una nena travesti que era yo, acabó en un orgasmo irreprimible. Sentí la potencia de sus siete chorros dentro de mi recto, cada uno acompañado de una penetración más profunda, pero a la vez mas espaciada. En la séptima metida, me besó rico con lengua y finalmente se desplomó sobre mí. Sentí todo su peso deliciosamente. Luego se hizo a un lado y ambos nos sumergimos en un sueño profundo por el cansancio de esta maratón sexual travesti y hombre.
Pasaron quizá unos treinta minutos. Noté un movimiento en la cama, al despertar mejor, vi que él estaba parado sobre la cama, con sus pies a los lados de mis hombros. Lo veía desde sus pies hacia arriba como a un gigante sobre mí. Se estaba haciendo la paja y justo al abrir bien los ojos, noté como se corría y desde arriba me cayó en la cara y en los ojos una nueva bocanada de semen caliente.
-Hola, así quería despertarte – me dijo.
Se bajó de la cama. Me besó y aprovechamos para sentir el sabor salado de su leche, que espesa y ligosa nos enjuagamos con nuestras lenguas.
-Vamos a bañarnos, pronto vendrá nuestra madre- puntualizó mientras se incorporó y se dirigió al baño contiguo, abriendo la llave de la ducha.
Me senté en la cama, desamarré las cintas en las hebillas de mis bellas sandalias de mujer, testigos hermosas que me habían acompañado en este delicioso momento y vestido como toda una chica. Me puse unas pantuflas de peluche rosadas, de tacón medio y suela dura y que dejaban ver mis dedos. Caminé hacia el baño sintiéndome femenina en aquel calzado tan suave y, mientras lo hacía, sentí el ardor potente en mi agujero por aquella jornada de desfloración intensa y, a medida que las suelas duras de mis pantuflas rebotaban en mis talones, sentí un hilo de esperma mezclado con sangre de mi virginidad anal perdida, que salió de mi agujero y me provocó un rico cosquilleó en mi entrepierna, mientras mojaba mis medias.
Llegué a la ducha, me desnudé, hice a un lado la cortina y él estaba mojado y brillaba. Entré y me hinqué frente a él.
-Mi amor, ya sabes lo que dicen: un travesti sin hacer una mamadita no es un travesti. Y, después de la cogidita deliciosa que me diste, que rico te vendrá esta mamadita.