Asistimos con mi esposa a una reunión corporativa en un acreditado hotel de la ciudad, convocados para celebrar la despedida del año, evento que generalmente realizan las empresas como reconocimiento a sus empleados. Aunque yo no hacía parte de tal empresa, fuimos invitados por ser aliados en sus operaciones y recibir reconocimiento por los logros alcanzados en el año.
Como todo evento de este tipo, hay una parte formal al inicio de la actividad donde se pronuncian palabras de agradecimiento y se entregan reconocimientos a las personas destacadas por su labor a través del año. Después, pasado el formalismo y protocolo, la reunión se ameniza con una orquesta y todos los participantes se relajan y disfrutan a sus anchas del momento.
Nosotros fuimos ubicados muy cerca de la pista de baile, en compañía de miembros de aquella empresa, porque la idea era que conociéramos a su personal y que ellos procuraran hacer de esa actividad una velada agradable para nosotros, los invitados. Éramos ocho personas en aquella mesa, tres parejas y dos hombres solos. Al empezar a sonar la música, todos salimos a bailar, menos aquellos dos señores, bastante jóvenes, que designaron para hacernos compañía.
Pasadas dos tandas de baile, consideré que aquellos jóvenes se estaban aburriendo viéndonos bailar, así que les insinué que, si lo deseaban, podían bailar con mi esposa, a no ser, dije a manera de chiste, que a ella le doliera la cabeza, apunte que fue celebrado por los demás asistentes. Otra pareja se manifestó en igual sentido, así que aquellos muchachos se atrevieron a invitar a bailar a nuestras esposas. Ellas no los rechazaron y tanto yo, como el otro marido, nos quedamos viendo cómo nuestras esposas bailaban con aquellos jóvenes, que, dado lo observado, les agradaban, pues habían resultado buenos bailarines y parecían estar a gusto con ellos.
Se veía que había empatía entre ellos y nuestras mujeres, así que duraron en la pista todo el tiempo que la música estuvo sonando. Y, después de bailar dos tandas seguidas, regresaron a la mesa. Cómo que les iba gustando la cosa, dije yo, cuando recién se sentaron ellas. Hay que aprovechar, respondió una de ellas. A ustedes les gusta quedarse hablando de trabajo, entonces nosotras aprovechamos y nos tiramos una canita al aire. ¿No es cierto, Laura? Claro, respondió mi esposa. Esto no se ve todos los días. Bueno, muchachos, dije yo, entonces alístense, porque estas señoras no los van a dejar descansar en toda la noche.
La siguiente tanda nos quedamos charlando y bebiendo unos tragos, dándoles a todos un respiro. Iniciada la otra tanda yo, por lo menos, saqué a bailar a mi esposa, y vi que la otra señora salía de nuevo a bailar con uno de los muchachos. ¿Y es que bailan super?, pregunté a mi esposa mientras bailábamos al lado de la otra pareja. Si, lo hacen bien, dijo ella. Tienen ritmo, son respetuosos y charlan agradable. Pues la doña, mencioné mirando a la otra señora, parece que se adueñó de su muchacho. Sí, parece, musitó mi esposa.
No había acabado la tanda de música y regresamos a la mesa. El otro muchacho, que allí estaba, debió hacer algún gesto o seña que yo no percibí, porque mi mujer ni siquiera se sentó, sino que espero al joven que recién se levantaba y volvieron a la pista de baile. De modo que, al acomodarme allí, los vi que se alejaban hacia la pista y empezaban a bailar. La música estaba bastante animada, así que justifiqué el que mi esposa decidiera seguir en la actividad, pues la verdad yo no estaba tan entusiasmado y requería algo de descanso.
Y así fue. Me dieron bastante descanso, porque volvieron a la mesa pasadas tres largas tandas de baile, justo antes de que empezaran a servir la comida. El tiempo había pasado volando y yo me había entretenido charlando con varios colegas y conocidos mientras mi esposa bailaba a sus anchas. Aquel hombre estaba bastante atento con mi mujer, y yo vi aquello con buenos ojos pues se trataba de los anfitriones y querían causarnos, decía yo, buena impresión. Así que continuamos compartiendo durante la cena, charlando de todo un poco y tratando de evitar los temas de trabajo. Supimos que aquel hombre era casado, venía de otra ciudad y estaba allí para ser reconocido por su labor. Decía estar a gusto en nuestra compañía y estar disfrutando la velada.
Terminada la comida, la música bailable empezó a sonar de nuevo. Yo tomé la iniciativa y la saque a bailar, no vaya a ser que aquel se me adelante, pensé. Y estuvimos bailando toda la tanda, con ritmos muy movidos, salsa y merengue principalmente, de manera que al pasar el tiempo el sudor ya evidenciaba el agradable esfuerzo que aquello significaba. Aguanté toda la tanda, por fortuna y volvimos a la mesa para reposar un rato. La otra tanda estuvimos sentados, descansando, y viendo como la mayor parte del auditorio disfrutaba de la velada.
Cuando empezó una nueva tanda, nuestro anfitrión se adelantó y convidó a bailar a mi esposa que, sin reparo alguno, aceptó y salió nuevamente a bailar con él. Al parecer nuestros anfitriones habían sido del gusto de nuestras esposas, pues me vi charlando con el marido de la otra señora y nos dimos cuenta que la otra pareja, con la que poco habíamos hablado, ya no estaba en la mesa, e incluso la habíamos extrañado durante la comida. Concluimos que quizá ya se habían ido, y nos pareció un tanto curioso dado que la fiesta estaba en su furor. Quizá se fueron a otra mesa, porque tal vez no simpatizaron con nosotros y deben tener su grupo de amigos por allí, comenté.
La música se tornó lenta y romántica, y nuestras parejas seguían en la pista de baile, así que pusimos atención para verlas. La música, la hora, el ritmo, que se yo, sugería una cercanía de cuerpos durante el baile y, claro, eso mismo estábamos observando. Ambas parejas bailaban muy estrechamente, cual tortolitos en cortejo. Incluso comentamos con el colega que, al paso que iban aquellas, refiriéndonos a nuestras esposas, iban a terminar encamados con ellos, pero lejos de imaginar cualquier cosa seguimos hablando y observando lo que pasaba. Nada fuera de lo normal, sólo que bailaban muy apretujados. Eso era todo.
Eran casi las dos de la mañana cuando ellos volvieron a la mesa. Mi esposa no llegó a sentarse, y dijo ir al baño a arreglarse un poco. El hombre si, haciéndole una seña de despedida a ella, se sentó a mi lado. Me gusta su señora, me dijo. Le miré un tanto sorprendido y me reí, pero un tanto curioso apunté; gracias, lo considero un cumplido. Pero, ¿a qué viene eso?, pregunté. No, simplemente que me ha gustado bailar con ella, lo hace muy bien y me ha pasado por la cabeza si se mueve igual en la cama, respondió. Volví a reírme impulsivamente y, un tanto serio, pregunté, ¿y es que se quiere acostar con ella? Pues, si ustedes me dan lo oportunidad, sí, contestó.
¿De qué han hablado ustedes dos mientras bailaban, se puede saber?, pregunté. Pues nada especial. Lo de siempre entre un hombre y una mujer; usted sabe. Yo, no voy a negarlo, estuve coqueteándole a su señora y me dio la impresión de que ella me correspondía. Le dije que me calentaba mucho su manera de bailar y le hice sentir que me tenía bastante arrecho, pero, quiero decirle a usted, sin faltarle al respeto. Fui directo con ella y le dije que quería saber si ella se movía tan bien en la cama como lo hacía en la pista de baile. Y ella me respondió que eso lo tendría que comprobar yo personalmente. Así que le respondí que me gustaría. Entendí eso como un sí.
Después le pregunté que cómo íbamos a hacer. Entonces ella me dijo que todo era posible, sin tantas vueltas, pero que tendríamos que contar con usted, porque ella no hacía nada sin su consentimiento. Y por eso es que me he atrevido a hablarle como lo estoy haciendo. Pero, dije, ella no me ha dicho nada. Pues ella me pidió que lo hiciera yo. Y usted, pregunté, ¿no le da temor mi posible reacción? Ella me dijo, respondió, que ya han enfrentado situaciones como estas otras veces, y que puede que se dé, como puede que no se dé. Así que quien no arriesga un huevo no saca un pollo. Espero que no se moleste. No, no me molesta, contesté. Es solo que no teníamos eso en mente esta noche.
¿Sabe la hora que es?, dije. Sí, respondió, quizá no nos demoremos mucho. ¿Y a dónde vamos a ir a esta hora? Yo tengo habitación en el hotel, indicó. Recuerde que estoy de paso y estoy alojado aquí mismo. Muy conveniente, apunté. Es solo una coincidencia, replicó él. Si se puede, bien. Y si no, también. Bueno, esperemos que ella venga y decidimos qué hacer, repuse.
Al rato llegó ella, bastante arreglada. Cero kilómetros y bastante apetecible a la vista. Bueno, ya Oscar, que era su nombre, me dijo el plan. ¿Estás de acuerdo? No sé de qué plan me hablas, contestó. Me quedé mirándolo a él, quien de inmediato intervino y dijo, pues que, si están de acuerdo, podemos subir a mi habitación, pues estoy alojado aquí, y compartimos un ratico. Me parece bien, dijo ella, si no te importa. Pues que me va a importar, si ya tenían todo arreglado. No es así, dijo ella, tú ya sabes cómo funciona esto. Si estás de acuerdo, lo hacemos. Y si no, no ha pasado nada, nos vamos a casa.
Bueno, pero es que hay algo que no me ha quedado claro, dije. ¿Tú estás de acuerdo?, le pregunté a ella en frente de Oscar. Si, dijo ella, me gustaría. Bueno, joven, apunté, entonces le tocó sacar la casta y mostrar de qué está hecho. No se preocupe, dijo él, trataré de no defraudar. Nos despedimos de nuestros compañeros de mesa, que también estaban en plan de irse, y me quedó la duda de saber si el otro hombre también estaba en el mismo plan que Oscar. Y llegué a fantasear con la idea de encontrarnos todos, subiendo en grupo a las habitaciones. Pero no fue así…
Le seguimos a él por el pasillo hasta el ascensor. Y fue un tanto extraña la situación pues el recorrido y la espera se hizo en total silencio, porque nadie hablaba. Entramos al ascensor y nos dirigimos al piso doce. Llegados allí, nos condujeron a la habitación 1208. Oscar abrió la puerta y nos invitó a seguir. Ella entró primero, yo después y por último su corneador de turno, quien cerró la puerta tras de sí. La habitación era amplia, con una cama doble grande y unos ventanales, con las cortinas abiertas, desde donde se tenía una vista magnífica de la ciudad. Pensé que él iba a cerrar las cortinas o apagar algunas luces, pero dejó todo como estaba. Yo pasé de largo a lado de la cama y me acomodé en un sillón, a un lado de la ventana, a un costado de la cama.
Oscar preguntó, ¿quieren algo de beber? ¿Tiene algo en la nevera?, contesté. Si, dijo él, hay whisky, ron, vodka, cerveza, gaseosas. ¿Te provoca algo?, le preguntó a ella. No, le respondió, así está bien. Bueno, dije yo, le recibo un whisky, para entretenerme mientras ustedes están ocupados. Nadie respondió el comentario y Oscar me trajo una pequeña botellita de whisky y un vaso con hielo. Si desea más, sírvase, con confianza. Gracias, le contesté. Voy a darme una pequeña ducha y ya estoy con ustedes, dijo. ¿Me acompañas?, le preguntó a ella. Yo te espero, le contestó.
Oscar entró al baño y nos quedamos ella y yo, ahí, en silencio. Casi de inmediato escuchamos el sonido del agua saliendo de la ducha y ver vapor saliendo por debajo de la puerta del baño. ¿Te vas a demorar?, pregunté. No mucho, creo. Es tan solo un capricho. Y, mientras decía esto, se empezó a quitar su chaqueta, su blusa, su falda y sus bragas, dejando tan solo vestido su cuerpo con el brasier, las medias veladas y sus zapatos. Y, una vez así, semidesnuda como estaba, se acomodó en la cama a esperarle.
Cuando él salió, casi al instante, la encontró boca arriba, con las piernas entre abiertas. Él había salido del baño, tan solo cubriendo su cintura con una toalla. Era un hombre de talla promedio, tal vez 1,75 m., poco más o menos, de contextura normal. Al verla dejó caer la toalla, dejándose ver totalmente desnudo, con su miembro erecto. Creo que para ella no hubo sorpresa alguna. Era un miembro normal, corriente, nada que la sorprendiera como en otras ocasiones. Y, al verle desnudo, al lado de la cama, abrió sus piernas y le dijo, ven, al tiempo que estiraba sus brazos haciendo la seña de recibirle. Él no dudó para nada y, acomodándose en medio de sus piernas, decidió besar su sexo antes de penetrarla.
Antes de hacerlo, recorrió con sus manos todo el cuerpo de mi mujer, acariciando con espacial interés sus piernas. Y, de rodillas, con su rostro a la altura de las caderas de ella, se inclinó para atender su vagina. Llegó hasta ella con su boca y, una vez la hubo probado, dejo caer su cuerpo sobre la cama, que dando tendido boca abajo. Y así su lengua empezó a juguetear con el clítoris de mi mujer que, poquito a poquito, empezó a sentirse excitada y a empujar su sexo contrala cara de aquel. Este, dándose cuenta, empezó también a utilizar sus dedos para estimularle y excitarla todavía más. Ella empezó a gemir, señal inequívoca de que aquello le estaba gustando.
Poco después, con ella bastante excitada, aquel se incorporó, avanzó hacia adelante en medio de sus piernas y dejó caer su cuerpo sobre el de ella, penetrándola con su miembro. Ella, presa de la excitación, le recibió con un aayyy… muy sonoro, a la vez que lo atraía hacia ella, aferrándose de sus nalgas, que acariciaba con especial intensidad. El empezó a sacar y meter rítmicamente su miembro, con delicadeza, a lo cual ella le respondió diciéndole, estás muy rico. Esas palabras, sin duda, estimularon a Oscar a bombear con intensidad, haciendo que ella empezara a gemir, al principio como contenida y, después, cada vez más fuerte a medida que el empujaba dentro de ella.
No puedo negar que esa escena resulta excitante. Se experimenta una sensación extraña, mezcla de excitación, sorpresa y miedo, cuando alguien extraño, recién conocido, penetra a tu mujer. Ese momento resulta desafiante, porque una parte de uno quisiera detener aquello, y se piensa que tal vez no se debiera haber llegado a tanto, pero otra desea intensamente que eso pase. Yo traté de distraerme mirando la vista de la ciudad, pero la intensidad de los gemidos de ella me hacía volver la vista para observar lo que estaba pasando.
Aquel seguía bombeando mientras ella contorsionaba su cuerpo debajo de él y extendía sus brazos por encima de su cabeza, rindiéndose a las sensaciones del momento. De repente ella le interrumpe, se incorpora, se da vuelta sobre la cama, se coloca en posición de perrito y le hace señas para que la penetre de nuevo. Me mira cuando ella hace esto y yo, desde donde estaba, hago señas con mis manos, alentándolo a seguir adelante. Y él así lo hace. Empieza a empujar dentro de su vagina, desde atrás, y despoja a mi esposa del brasier que la vestía, dejándola ahora con sus pechos descubiertos, a merced de las manos inquietas de Oscar, que no duda en amasar esos senos grandes y voluminosos. Él está extasiado. Se le nota la emoción de euforia que experimenta y así, disfrutando al máximo del cuerpo de mi mujer, me mira y embiste aún con más fuerza, procurando que sus gemidos crezcan en intensidad.
Nuevamente ella lo detiene, se da vuelta de nuevo, se acuesta en la cama y levanta sus piernas. Él se aferra de ellas y vuelve a penetrarla, y así, en esa posición, empuja y empuja hasta que los gemidos de ella parecen alcanzar el tope de intensidad hasta llegar a un máximo donde ella agita su cuerpo, recoge sus piernas y dice repetidamente, uyyy… que rico, que rico… estás muy rico, papi. Sé que aquello es parte de la experiencia sexual, pero escucharle a ella decirle papi a un perfecto desconocido, parece no ser de mi agrado. Sin embargo, si lo es verla sometida debajo de un macho que la complace y la hace gemir. Ella alcanzó su orgasmo, pero él parece que toda vía no.
Ella, entonces, agitada y rendida, parece detenerle y sugerirle que espere un poco. Él se retira con su miembro todavía erecto. Ella se incorpora a un lado de la cama, se pone de pie, inclina su torso sobre el colchón y ofrece sus nalgas para que Oscar, de pie, detrás de ella, la penetre nuevamente. El, decidido, lo hace y empieza a acelerar el ritmo de sus embestidas, dándole golpes a las nalgas de mi mujer, y acariciando sus senos, que se mueven a un lado y al otro con los embates de aquel macho hasta que él, finalmente, logra alcanzar la cúspide del placer. Saca el miembro del sexo de mi mujer y ve cómo su semen se riega sobre la espalda de ella.
Ella se queda en esa posición por un rato como recuperándose del esfuerzo. El, ya con su miembro flácido, va a la nevera, saca una botellita de whisky y así, a pico de botella bebe un trago y me dice, salud. Eso estuvo bueno. Espero que no se moleste, pero su mujer está muy buena. Asiento con la cabeza, sonriendo mientras lo escucho. Bueno, digo, ¿comprobó lo que quería comprobar? Absolutamente, dijo. El sexo de su mujer es una licuadora. Perdóneme lo que voy a decir, señora, pero usted culea muy rico. Gracias, dice ella, mostrando en su rostro un tanto de sonrojo ante la afirmación de aquel.
Ella entra al baño para ducharse y acicalarse. Mientras, yo me quedo con aquel, contemplándole desnudo, sentado en una silla, conversando. Bueno, pregunto, ¿y es así con todas las damas cuando lo designan de anfitrión? No, contesta. La verdad es que algo surgió mientras bailaba con ella y ahí se dio todo, pero para nada me imaginé que esto iba a suceder esta noche. Esta madrugada dirá usted, porque ya son casi las 4 am. Este ha sido un polvo mañanero, anoté. Sí, es verdad, pero estuvo muy buena la velada. Se los agradezco.
Ella salió del baño, al rato, ya arreglada, como si nada. Bueno, ya es temprano. Hora de irnos. Gracias por sus atenciones. De nada, señora, ojalá nos volvamos a ver. No sabemos. Quizá algún día se pueda volver a dar. Saludos a su esposa y a su familia. Qué manera tiene ella de acabar la velada, pensé yo, recordándole a él que se trata de un hombre casado. Pero, en fin, terminó en aventura sin haberlo planeado. Nos despedimos de él y tomamos camino.
Camino a casa pregunté, ¿y este qué tenía de especial para que te despertara el deseo de estar con él? La verdad, era un tipo normal. Solo que me provocó hacerlo. Fue tan solo un capricho. Y como tal, lo disfruté. ¿Qué más puedo decir?