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Esclavo de ti mismo (Cap. 1): Sonambulismo
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Tiempo de lectura: 4 minutos

El silencio de la noche quedó interrumpido con el timbrar del móvil. La luz roja parpadeante del teléfono encendió la mesita de noche, sin embargo, tuvo que repiquetear tres veces antes de que Alfonso se removiera en la cama para atenderlo.

Estiró su mano y con movimientos lánguidos cogió el aparato. Alfonso se llevó el auricular al oído y aún con los ojos cerrados respondió. -Ssi… Te escucho…

Pronunció con voz pausada, casi gutural.

Oyó por un par de minutos las palabras de su interlocutor, aunque sin expresar emociones. -Entiendo… Ssi, haré lo que digas…

Dijo con voz soñolienta, en medio de una imperceptible separación de sus labios.

El interlocutor colgó la llamada. Alfonso se levantó de la cama entre movimientos torpes, aún con el teléfono en la mano derecha y lentamente se aproximó al interruptor de la bombilla eléctrica. La lámpara se encendió con un chasquido, no obstante, permaneció con los ojos cerrados, su rostro inexpresivo y el cuerpo denotadamente rígido. La cabeza le colgaba suelta hacia atrás y su respiración era pausada y profunda.

Alfonso atravesó despacio la habitación, hasta pararse delante de un espejo de pared y levantó el móvil para tomar una foto de su cuerpo desnudo. Era un hombre de lo más atractivo. Medía un metro ochenta y cinco de alto, atlético, de musculatura bien definida, firme abdomen, piernas torneadas y cuello prolongado. Además de una piel blanca y tersa, cabellera clara y castaña, rasgos elegantes, labios delgados y simétricos.

Aún sin abrir los ojos tomó varias fotos de su desnudez, reflejada en el espejo y las envió vía Whatsapp al contacto que le había llamado anteriormente. Después colocó el móvil encima de la mesa de noche y se dirigió a su armario.

Recogió varias prendas, las introdujo en una maleta que extrajo del fondo y seguidamente comenzó a vestirse. Se puso un bóxer blanco, short índigo, camisa color vino y traje azul. Se anudó la corbata roja y volvió a hacerse varias fotos, para mandarlas una vez más al misterioso contacto.

El móvil empezó a sonar nuevamente y Alfonso todavía con los párpados cerrados, respondió. -Ssi… Te escucho…

Atendió con ahínco las indicaciones del interlocutor y luego de un par de minutos, colgó el móvil, lo guardó en la maleta y salió de la habitación.

Arrastró la maleta dificultosamente a través del apartamento y cogió las llaves de su camioneta. Con la cabeza caída hacia atrás y sus ojos todavía cerrados, giró decididamente el pomo de la puerta.

Como si se tratara de una situación bastante normal, corrió los pestillos y se guardó las llaves del apartamento en el bolsillo del saco. Anduvo torpemente hasta el ascensor, le llamó, pulsó el botón del estacionamiento y una vez en dicho nivel, avanzó hacia su camioneta.

Con algo de trabajo subió la maleta en el asiento trasero, puesto que dos veces se le cayó, pero después de algunos movimientos torpes por fin logró dejarla en una posición correcta. Luego se apostó en el asiento del conductor y sin abrir los ojos, introdujo las llaves en el contacto, pisó el embrague y arrancó.

El portero deslizó la reja para él, sin embargo, gracias a la oscuridad de la noche no se percató que Alfonso manejaba con los ojos cerrados y la cabeza clavada fatigosamente encima del pecho.

Pese a estar profundamente dormido, condujo lenta, pero de forma inequívoca a través de calles y avenidas, como si se encontrase despierto. Manejó hasta las afueras de la ciudad, traspasó el viejo puente del lago y se enrutó a través de una desviación a las orillas del bosque Celefais.

Luego de avanzar casi diez minutos en medio del bosque, arribó a una finca rodeada por altas murallas de cantera roja y rejas de maya ciclónica, franqueada por una compuerta de acero, la cual le otorgó el paso en cuanto la camioneta se acercó.

Alfonso manejó a través de un espléndido jardín, adornado por setos excelentemente cuidados, exuberantes tiestos de flores, altos cedros y viejos sicomoros, hasta toparse con una casona de estilo victoriano. Detuvo la camioneta y la estacionó en un aparcamiento delante de la mansión.

Apagó el motor, tomó las llaves, bajó y recorrió con movimientos torpes el camino de lujosas baldosas hacia la entrada. La puerta era de roble, tenía grabados diversos detalles y un escudo de armas, pero Alfonso no le prestó ni la más mínima atención.

Empujó la puerta que se hallaba entornada y se adentró en el gigantesco vestíbulo, para de inmediato volverse y cerrar tras de sí. Sumergido en un recóndito sueño, Alfonso se desabrochó la corbata con elegancia, la desanudó lentamente y la tiró al suelo en medio del lugar.

Después cruzó el recibidor, alcanzó una puerta corrediza de cristal abierta de par en par e ingresó en la ostentosa estancia de aquella casona. El conjunto de sofás era de lo más exquisito, no obstante, de nuevo no mostró ningún interés.

Caminó por la estancia con los brazos extendidos por delante, la cabeza caída hacia atrás y los ojos cerrados. En un rápido movimiento se quitó el saco, lo arrojó sobre uno de los sofás y continuó con su andar. Recorrió varias veces la estancia, para luego proseguir al comedor.

Una vez frente a la mesa de finísimo cristal, Alfonso se retiró los zapatos y calcetines, los puso encima del comedor y las sillas de caoba, y ya descalzo, reanudó su extraña marcha.

Entró en una especie de salón de juegos y fiestas. Allí se desabrochó lentamente la camisa y la arrojó sobre un servibar. Repitió sus movimientos de sonámbulo varias veces, aunque esta vez con los puños apretados, acto que remarcó visiblemente sus músculos.

Transitó por un espacioso corredor con esculturas y pilares de mármol. Llegó a unas escaleras tapizadas por una gruesa alfombra roja, sitio en el que se sacó los pantalones junto con el cinturón y los colgó del barandal.

El sonámbulo luego de bajar y subir varias veces las escaleras con los brazos extendidos, los puños duros, la cabeza caída hacia atrás y los párpados apretados, ascendió a la segunda planta de aquella casona.

Caminó pesadamente a lo largo de un pasillo hasta la última alcoba, engalanada por una fina puerta de nogal.

Alfonso la empujó y despacio penetró en su interior. Una débil lámpara iluminaba la habitación con un resplandor blanco, por medio del cual su imagen quedó reflejada en la superficie del espejo, colocado en oposición a la puerta.

El sonámbulo caminó una y otra vez a lo largo y ancho de la gigantesca alcoba, gracias a lo que los múltiples ángulos de su cuerpo semidesnudo, se apreciaron en toda su plenitud.

Enseguida, en una acción lenta y sensual que dejó vislumbrar la perfección de sus piernas y glúteos, se despojó del short índigo. Repitió una vez más sus pasos de sonámbulo y procedió a sacarse con movimientos igualmente incitantes el bóxer, con toda la intensión de revelar lo impresionante de sus muslos y lo bien dotado de su miembro.

Alfonso se giró en ese momento completamente desnudo. Avanzó con los brazos extendidos y rígidos como dos rocas, sus ojos cerrados, la cabeza caída hacia atrás y su miembro erguido cual si fuera un hierro hacia la cama, donde un hombre lo observaba hambriento y absolutamente complacido por el éxito abrumador en aquella primera cacería.

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