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Mi suerte no es la de todo el mundo
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Tiempo de lectura: 3 minutos

Yo me la pasaba lujuriándolo, viendo sus nalgas menearse cada vez que se fajaba trabajando. Un joven, acabado de cumplir los 18, de piernas gruesas de futbolista, lampiño y con un culote que daba era hambre. Cabello negro, parado y abundante. Ojos café con unas pestañotas cada vez que tenía la oportunidad lo grababa en mi celular, le buscaba conversación y averiguaba todo de su vida. Ya le conocía la novia, su casa, el teléfono, la madre, lo que le gustaba, todo… Cuando sudaba, me le acercaba disimuladamente y sentía su sudorcito cachondo, un olor que me tenía como un perro en celo.

Le di seguimiento con cuidado, chisteando y acercándome poco a poco. Ya teníamos como dos meses de chatear por horas, echar chistes y cuentos verdes y hablar de todas las cosas ricas que se nos ocurrieran, viendo porno juntos y tomando cervecitas. Cada vez me le acercaba más y él lo sentía. En varias ocasiones tonteamos y le agarraba el paquete de broma y dos veces me quedé con sus calzoncillos sudados, con un olor a verga que me mareaba y con los cuales me hice 10 pajas.

Llegó el día, o la noche mejor dicho. Nos tomamos un par de cervezas cada uno y comenzamos a hablar de su última aventura con su novia. Sacó su celular y me mostró las fotos de ella encuera, con la chucha abierta, otro video bailándole y pude ver como la pinga se le iba parando en el pantaloncito que cargaba. Le dije todo lo que se me ocurrió para se arrechara. Sin pensarlo mucho le agarré la verga y comencé a sobársela con fuerza. Él se quedó como estático, concentrado en ver mi mano pajeandolo. Una cachimba gorda, peluda con unos huevos pequeño,s pero gorditos.

Se le marcaba la piel donde estaba bronceado, justo después de sus nalguitas. Yo solo miraba y me lo comía con la mirada, pensando que era un sueño lo que veía. Los pelitos de la nalga eran doraditos, apenas visibles. Los dedos de los pies se me antojaban para lamerlos y chuparlos y eso fue justo lo que hice por unos momentitos.

Me le acerqué de nuevo y le lamí la oreja y comencé a decirle todas las cochinadas que se me ocurrieron, que me gustaba esa pinga, que ese nalgón me lo iba a comer, que le tenía ganas desde hacía rato. Se dejó llevar y comencé a besarlo, como si fuera una niña calenturienta. Le babee la boca, le metí la lengua, lo lamia y mordisqueaba con ansias y él se quedaba quietecito, con los ojos entornados. Con los pantaloncillos abajo bajé un dedo hacia su huequito, apretadito y con unos vellitos que casi no se sentían. Nos tiramos en el piso y comenzamos a fajarnos, tocándonos y rozándonos las vergas.

Le di vuelta y contemplé sus muslotes musculosos, su par de nalgas duras y metí la cara entre ellas para llegar al huequito, aspirando el olorcito a jabón y a un culo virgen. Eso era justo lo que había soñado durante meses, lamiendo, apretando con las dos manos y escuchando los gemidos de placer del hijueputa éste. Volteaba a verme y los ojitos se le ponían en blanco, abriéndose con las manos el culo para que yo llegara hasta sus pliegues rosados.

Lo puse de perrito, de ladito. Me acosté detrás de él y lamí ese culo cono si fuera un cono de helado. Lo lamí completo, su pecho, mordí sus tetillas, le metí la cara en los sobacos, era como si fuera un cerdo revolcándome en un barrizal. Días después me hacia la paja recordando el olor de esas axilas.

Cuando ya lo tenía bien ensalivado le puse la punta de mi verga en todo el asterisco. Parecía una estrellita y ahí fui metiendo la pinga. Metía un poquito y regresaba a mamarlo. Otro poquito más y la saliva estaba más espesa. Así me fui metiendo hasta que el culo se le fue abriendo. Y lo mejor es que solo se oían los quejidos suavecito y se fue dejando culear cada vez más duro. La verdad es que yo estaba tan arrecho y caliente que tratando de meterle la verga se me salió la leche de un solo golpe. Le bañé el culo y las nalgas con leche.

A pesar de que ya el calor y la culeada me tenía cansado le di la vuelta y comencé a pajearlo y a mamarle la pinga. La apretaba con ganas para exprimirla hasta que comenzó a chorrear leche. Una leche espesa, amarillosa, que no corría, una leche de joven que no pude dejar de tragarme un poquito y me supo a gloria.

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