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Disfrutando de una joven en un parque público
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Tiempo de lectura: 7 minutos

Pareja sexy besándose en un parque

Yo la vi primero. Bueno, supuse que era ella. No la conocía aún. Estaba al otro lado de la calle y pasaba en ese momento por un paso de cebra, tecleando en el móvil, la muy loca. Me estaba enviando un mensaje:

[21:43] Vicky:

¿Dónde estás?

[21:43] Eric:

Te estoy viendo. Mira al otro lado de la rotonda.

Iba vestida de negro, con un vestido muy ajustado que acentuaba la curva de sus caderas. Llevaba sandalias abiertas, sin tacón, y tenía el pelo muy oscuro, muy largo y liso. Crucé la calzada y llegué hasta ella.

―¿Qué tal? ―me dice sonriendo. Sus dientes delanteros, que le asoman ligeramente, le dan un aire gracioso.

Nos dimos dos besos. Mi mano en su cintura. Rico contacto. Olía muy bien. Me sorprendió tenerla delante. Para ser una chica, era bastante alta, tenía mi estatura (¡menos mal que no llevaba tacones!), pero tenía una carita aniñada que la hacía parecer aún más joven. Yo debía sacarle casi veinte años.

―Bien, ¿y tú? ―le digo, algo cortado.

Entramos a una cafetería. Ella pasó delante de mí. Dios, me costaba mucho no mirarle la silueta. El vestido, de una sola pieza, se abría en el busto con uno o dos botones. Tenía un escote muy discreto. Era elegante. Una cadenita muy fina de oro le colgaba sobre las clavículas. Me sentía un poco cohibido: ella era tan joven…

Era una cita inocente, una toma de contacto, por ver si surgía algo de feeling. Yo no tenía pretensiones, más allá de eso. Nos sentamos en una esquina de la sala. Los asientos eran acolchados, una especie de bancos. Ella pidió una cerveza y yo, un cortado con algo de licor. No había mucha gente. Menos mal, porque yo seguía sintiéndome un poco incómodo. Por suerte, enseguida nos metimos en conversación.

Ella hablaba de manera muy reposada, con aquella vocecilla, y se apoyaba todo el rato con los gestos de las manos, como si dibujara croquis sobre la mesa para explicarse mejor. Se mantenía siempre muy erguida. Su fino cuello acentuaba esta sensación.

En muchas ocasiones teníamos que cuchichear, porque hablábamos de asuntos un poco "indiscretos". Nos contamos unas pocas experiencias personales. Algunas de las suyas me sorprendieron bastante. «Joder», pensaba yo, «con esa carita tan inocente que tiene». Pero ella parecía vivirlo todo con mucha naturalidad, como sin darle ninguna importancia. Me resultaba muy curioso. Transmitía serenidad.

La velada fue transcurriendo muy relajadamente, la conversación fluía, y sin darnos cuenta había pasado cerca de una hora y media. Aparte de algún pequeño silencio, nos sentimos muy cómodos. Al menos esa era mi impresión.

―Yo invito hoy ―le dije cuando nos acercábamos a la barra, como anticipándole que me lo había pasado bien y que me gustaría quedar otro día.

Al salir del local, ya noche cerrada y algo fría, la acompañé a su coche. Junto a la puerta, me acerco a darle un beso. Entonces, noto que su cuerpo tibio se acerca al mío un poco más de la cuenta y mis labios permanecen sobre su mejilla un segundo más de lo necesario. Me pareció en ese momento una chica cariñosa. Al separarnos, dice:

―¿Te apetece que vayamos a alguna parte?

Yo me quedo parado un instante. No me lo esperaba.

―Sí… claro. ¿En tu coche?

―Sí, yo conduzco ―dice, y nos subimos en su "bólido", como lo llamó ella. Por como hablaba de él, se notaba que le tenía cariño.

Mientras conducía, hacía algunos comentarios sobre las zonas que íbamos pasando. Yo no las conocía, así que me fue haciendo de guía. De pronto, veo que pone tímidamente su mano derecha sobre mi muslo. Me acaricia, sonríe. Yo la miro de reojo, un poco sorprendido, sonriendo también. Entonces pongo mi mano sobre la suya y se la tomo. Nos acariciamos, jugamos con los dedos. «Qué cariñosa», pensé.

Durante todo el trayecto, ya no abandonamos este juego. A veces, ella tenía que cambiar de marcha y me soltaba la mano durante unos segundos, pero enseguida volvía a cogérmela o yo iba a buscar la suya. Parecíamos dos tortolitos.

―Se me acaba de ocurrir un sitio chulo ―dice de repente.

―¿Ah, sí?

―Sí, te va a gustar ―dice, contenta.

Nos bajamos en una zona residencial muy tranquila. No se oía un alma, tan solo nuestras voces, las puertas del coche al cerrarse y nuestros pasos en la acera. Me había llevado a una especie de parque, y parecía tener muy buena pinta.

―Pero está cerrado, ¿no? ―le digo.

Ella se sonríe y no me contesta. Se echa a andar delante de mí. Rodeamos unos muros de piedra y llegamos a una cancela herrumbrosa.

―A ver si hay suerte ―dice girando el pomo.

La hubo, y la puerta chirrió levemente.

―Vaya… ―dije en voz baja, sin romper el silencio de la noche.

Pasamos dentro y comenzamos a subir y bajar algunas escaleras. Estaba lleno de recovecos, de pequeños muretes, de bancos de piedra, de árboles y plantas. Ella va delante de mí y me lleva de la mano. Es su lugar secreto.

―He venido aquí otras veces ―me confiesa riendo.

Se lo conoce bien, no me cabe duda. De cuando en cuando, ralentiza el paso o se detiene y se pega a mí, frotando sus nalgas contra mis pantalones. Me sorprende su gesto juguetón. Yo la rodeo con el brazo y la atraigo hacia mí por el vientre. Acerco mi boca a su cuello, le huelo la melena, le doy algún beso en el cuello.

A medida que avanzamos, nos va llegando un murmullo de agua cayendo. Al llegar a un rellano, vemos de dónde procede el sonido: en un pequeño estanque lleno de nenúfares, cae un chorrito de agua que sobresale de la pared empedrada. Sobre el murete que rodea el estanque, Vicky deja su bolso y el móvil y se apoya de espaldas. Me echa las manos al cuello, sonríe y nos besamos.

Tras unos instantes, miramos hacia los lados. Está completamente oscuro y no se oye nada ni nadie, pero quizás es demasiado espacioso.

―¿Andamos un poco más? ―dice―. Más arriba hay un sitio más discreto.

―Claro ―le digo, y volvemos a subir escaleras.

Llegamos a un nuevo rellano, pero ya no se puede seguir más arriba. Parece una atalaya, y desde allí vemos el resto del parque. Hay una barandilla y algunas torretas. Al fondo, el mar, que está muy levemente iluminado por la luz de la luna.

Dejamos nuestras cosas sobre un murito, nos acercamos el uno al otro y comenzamos a besarnos de nuevo. Sin darnos cuenta, vamos dando pequeños pasitos sobre las baldosas, como meciéndonos: parece una especie de danza muy lenta.

Poco a poco, nos vamos desnudando. Yo saboreo con los ojos cada trozo de su cuerpo que va quedando desnudo, se me hace la boca agua con cada prenda que se quita. Cuando se saca las braguitas, veo que lleva el pubis totalmente rasurado. Se lo acaricio con la palma de la mano, con los dedos, le busco el interior. Está muy suave, húmedo. Aún no se ha quitado el sujetador, y me relamo ante la idea de verle los pezones. Con nuestra danza erótica, hemos llegado sin querer a la barandilla.

―Quítatelo ―le digo.

Ella se saca el broche y tira la prenda al suelo, hacia un lado. Por fin, le observo los pechos. Son preciosos, de tamaño medio, con los pezones de rosa intenso. Me los llevo a la boca, los saboreo, los chupo, los mortifico con la punta de la lengua. Son muy firmes, deliciosos.

Al estar completamente desnudo, siento el impacto de la noche fresca sobre mi cuerpo. Es una sensación extraña, agradable. Cuando me acerco a ella, su calor me resulta todavía más placentero. Tiene la piel realmente suave. No puedo dejar de tocarla, de apretarme contra ella.

Nuestra ropa está toda desperdigada por el suelo. Soy consciente, en ese momento, de que hay algo muy erótico y excitante en esa situación. «¿Y si nos sorprendiera alguien ahora mismo?», pienso. Me excita la idea.

Entretanto, yo me he puesto muy duro. Mi pene tropieza contra su cuerpo mientras me aprieto contra ella para besarla y acariciarla. A veces, la muy traviesa se da la vuelta y me empuja con sus nalgas, clavándose mi erección. Me vuelve loco. La rodeo con los brazos y le como el cuello hincándole mi miembro, moviendo mi pelvis exageradamente, como si la penetrara. Deseo estar dentro de ella. Entonces se reclina sobre la barandilla, agarrándose con las manos y ofreciéndose, y yo busco su hendidura húmeda con mi punta. La penetro despacio, hasta dentro. La sujeto por las caderas y comienzo a moverme. Los choques de la carne y nuestros jadeos y respiraciones se oyen muy fuerte en aquel rincón del parque. Las ramas de los árboles, muy entrelazadas y espesas, forman una especie de bóveda, de cámara acústica.

Tengo mi mirada fija en la entrada de sus nalgas. Me gusta observar cómo mi miembro se pierde dentro de ella. Me sigo relamiendo con su piel blanca y suave, con las vibraciones de la carne de sus nalgas firmes. Le acaricio la curva de la espalda mientras la penetro, me inclino hacia delante y le busco los pechos. Ocasionalmente, levanto la mirada y observo el contorno de su cuerpo destacado sobre el plato del mar, iluminado por la luz tenue de la luna, su cabello cayendo hacia un lado y ondeando con mis embestidas.

Salgo de dentro de ella y le pido que se dé la vuelta.

―Abre las piernas ―le digo.

Ella se apoya de espaldas contra la barandilla y me ofrece su sexo. Se me hace la boca agua solo de verlo. Me acerco y comienzo a lamerla. En el aire limpio de la noche, el olor de su vulva me invade, me excita. Le doy fuertes chupadas, la acaricio con la lengua, le introduzco los dedos. Siento cómo ella se excita a cada instante que pasa: su pelvis, que se balancea sobre mi cara, la delata.

En cierto momento, ella se lleva una mano a la vulva y comienza a darse palmaditas. Yo la observo y veo cómo su rostro se contrae de gusto. Entonces yo la imito, se la azoto con la palma de la mano y veo con sorpresa cómo a los pocos instantes sus piernas comienzan a temblar, y cómo un líquido transparente y salado empieza a brotar de su sexo y a salpicarme la cara. Abro la boca buscando beberme con desesperación esas gotas de placer. Veo cómo el líquido le resbala entre los muslos. Yo, sediento, lo recojo con la lengua. Pero ahora que conozco el truco, quiero repetirlo, y la azoto nuevamente esperando la nueva lluvia de su orgasmo. Ella me riega de nuevo la cara entre jadeos y temblores, me agarra del pelo con el puño crispado, mi boca abierta bajo su sexo.

Tras un nuevo instante de calma, con mi cara perfumada y brillante de su flujo, me levanto, la rodeo con los brazos y la beso. Nuestras lenguas comienzan de nuevo a enredarse. Mi pene se hinca en su vientre y en su vulva. Entonces, ella se desliza hacia abajo y se pone de rodillas frente a mí. Comienza a succionarme. Yo le echo el largo pelo hacia un lado y la observo con deleite. Le pongo la mano sobre la cabeza, le acaricio la cara, el cuello, los hombros. Cuando mis pulsaciones vuelven a dispararse, la tomo de las axilas, la levanto y la vuelvo a poner de espaldas a mí, de frente a la barandilla. La vuelvo a penetrar con fuerza hasta que siento la venida del orgasmo. En ese momento, salgo de dentro de ella y me corro sobre la piel húmeda de sus nalgas. Ella, traviesa de nuevo, agita su culo cuando yo extiendo el semen con el miembro, dándole azotes con él como si fuera una vara. Los chasquidos de la carne se escuchan muy fuertes bajo la bóveda de ramas.

Ya algo más perezosos, nos ayudamos de la linterna del móvil para salir del parque, para sortear los escalones, las subidas y bajadas. De nuevo, en el silencio de la noche, se cierra la cancela con un leve chirrido. Es cerca de la una de la noche.

De vuelta en su coche a nuestro lugar de la cita, donde el mío sigue aparcado, nuestras manos vuelven a buscarse intermitentemente. Sonrisas tímidas. Ahora hablamos menos, nos dejamos mecer por el vaivén del coche. En cierto momento, giro mi cabeza y le observo las rodillas. Algo me llama la atención. Me inclino un poco más. Observo unas marchas rosadas en la piel, y algunos granitos de tierra o arena. «Claro, de cuando estuvo arrodillada», pienso. Entonces siento una punzada de culpa y llevo instintivamente mi mano hacia ellas, retirando los granitos y haciéndole un pequeño masaje.

―No es nada ―dice sonriendo.

Yo continúo masajeándole las marcas con los dedos, como tratando de hacerlas desaparecer.

Antes de bajarme de su coche, nos damos dos besos.

―No pensé que fuera a suceder esto ―le digo.

―Yo tampoco ―me asegura sonriendo.

―Pues… ha sido genial. Y… sí, me encantó el sitio.

Los dos nos reímos. Me despido y me alejo de camino hacia mi coche. Le digo adiós de nuevo con la mano. Sin duda, nos volveríamos a ver.

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