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Gemidos en el despacho
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Escuchando los gemidos de Diego

El ambiente del cuarto estaba sobrecargado. Llevábamos horas preparando un proyecto para un simposio sobre el autismo, sentados uno junto al otro delante del ordenador. No me di cuenta hasta que salí del despacho para dirigirme al baño. Eran ya cerca de las once de la noche. Los demás compañeros del gabinete de psicopedagogía donde trabajábamos ya se habían ido a sus casas.

―Yo no puedo más ―le digo irguiéndome en la silla, masajeándome el cuello. ―¿Lo dejamos por hoy? Ya no sé ni lo que leo.

―Venga, mujer, sólo un par de horas más ―me dice frunciendo el ceño, mirándome como solía hacer, fijamente.

―¿Un par de horas más?, ¿pero tú qué es lo que tomas? ―le digo usando ese tonillo de indignada que no me creía ni yo misma y que solía emplear con él. Ya nos conocíamos demasiado bien. Al pronunciar la frase, su cara impostada de cascarrabias dio paso de inmediato a una amplia sonrisa. Le encantaba incordiarme. ―Quédate tú, si quieres. Me voy a hacer un pis y recojo.

Al traspasar el umbral, noté el aire más fresco y limpio, libre de las emanaciones con que nuestros cuerpos tibios habían inundado el despacho durante horas. El contraste me dio en la cara.

―No dejes abierta la puerta del baño ―me dice―, como haces siempre, que no quiero oír tus chorritos de alivio.

Me quedo parada en el pasillo. «¿Como hago siempre?» ―pienso para mí―. «¿Pero qué está diciendo este energúmeno?» Doy media vuelta y estoy a punto de regresar al despacho cuando caigo de nuevo en la cuenta de que ha puesto en modo "on" su maquinaria pesada para sacarme de quicio. Estoy a punto de soltar una carcajada, pero me reprimo. Me llevo la mano a la boca, sofocando la risa, y vuelvo a dar media vuelta para dirigirme al baño. Cuando logro recomponerme, le suelto mientras camino:

―Tranquilo, que ya la cierro. Es que yo pensaba que te gustaba oírme… ―le digo sin poder evitar reírme, mordiéndome el labio cuando hube terminado la frase.

Dentro del baño, con las bragas en las rodillas y la falda remangada, no puedo evitar sentirme algo inquieta, para mi sorpresa, ante mi sospecha de que él pudiera estar oyendo «mis chorritos de alivio». Me cruzaban por la mente pensamientos absurdos. Diego tenía la habilidad de ponerme "nerviosa" con sus tonterías.

A menudo, cuando yo trabajaba en el ordenador y los demás compañeros estaban en sus despachos enfrascados en sus trabajos, atendiendo a algún niño con problemas de dislexia o de atención, Diego aprovechaba para acercarse al mío y ponerse a observar por encima de mi hombro, muy serio, el texto que yo tenía a medio redactar. Sin decir una palabra, acercaba su dedo índice a la pantalla, tieso como una flecha, y me hacía notar el error de ortografía, de semántica, de puntuación o cualquier otra cosa que le sirviera para incordiarme. Yo soltaba un bufido, y a continuación le decía algo como:

―¿Por qué no te metes el dedito donde te quepa, guapo?

―Yo sólo intento ayudar ―seguía diciendo muy serio, haciéndose el agraviado.

―Sí, ya, claro, por supuesto. Anda, niño, métete en tus cositas ―le decía yo, empujándole, sin ninguna convicción. Él se quedaba allí, apoyado en el respaldo de mi sillón, mientras yo trataba de seguir escribiendo, cada vez más "nerviosa". Yo tenía mis razones para estarlo.

―Muy bonito ese color ―me soltaba. Yo me quedaba descuadrada un momento, hasta que lograba encajar el comentario.

A mí sí que me subía el color y el calor hasta las orejas. Yo trataba de no despegar la mirada de la pantalla, ruborizada. Se refería a mi sujetador. Tenía la manía de mirarme el escote desde arriba y decirme estas tonterías.

―Me alegro tanto de que te guste ―le decía yo, aparentando hastío, como si estuviera de vuelta de todo, pero ¿a quién iba a engañar?

―Sí, sí, muy bonito ese azul pálido, por no hablar del encaje. ¿No crees que se te ve demasiado?

«Me lo cargo», pensaba yo para mí, tirando instintivamente hacia arriba de la solapa de mi camisa de cuello, sin mangas, color salmón, que me había puesto ese día. Después, volvía a empujarle para que se fuera:

―Anda, bonito, vete a decirle a tu tía la ropa que tiene que ponerse ―y él se marchaba, partiéndose de risa.

Por culpa de estas tonterías, me vi en más de una ocasión delante del espejo, antes de salir para el gabinete, por la mañana, pensando si se percataría de mi nuevo modelito. «¿Será posible?», pensaba yo para mí.

En el baño, aún inquieta, y con las bragas en las rodillas, cojo un trozo de papel y me limpio. Tiro de la cadena, abro la puerta y me dirijo al despacho. Al traspasar el umbral, el ambiente cargado vuelve a invadirme: el cuarto huele a nosotros. Con paso perezoso, camino inconscientemente hacia la silla que había ocupado minutos antes, pero algo me detiene. Es su cara. Está mirando fijamente a la pantalla, con el rostro inmóvil, muy serio. Me quedo parada en medio de la sala.

―¿Qué te pasa?

Él no se inmuta, y tampoco me contesta. Sigue mirando la pantalla, concentrado, los ojos muy abiertos.

―¡Eh, niño!, ¿qué te pasa? Estás muy serio.

En vista de que no me contesta, avanzo unos pasos por el despacho y me asomo a la pantalla del ordenador. Quiero ver qué es eso que le tiene tan abstraído. ¿Y con qué me encuentro?

―¡Pero qué haces!, ¿estás loco? ―le digo con la boca abierta, echándome instintivamente hacia atrás, como alejándome de una fuente de infección.

Estaba viendo una película porno, ¡en el despacho! Yo me llevo la mano a la boca y noto una ráfaga de calor invadiéndome el cuerpo. El corazón se me acelera por momentos. ¿Y qué hace él? Sonríe abiertamente, borrando de un tirón su expresión de seriedad, y me dice:

―¿No querías relajarte? Pues esta me parece una forma estupenda.

Por un segundo, no sé cómo reaccionar, sigo con la boca abierta, bloqueada ante la escena. Aunque nunca sé si se me nota, sé perfectamente cuándo me sucede, y en ese preciso momento sentí cómo el rubor invadía mis mejillas. No supe dónde meterme. El corazón me batía con redobles.

Decido irme al pasillo, sofocada. Mientras me alejo, veo que él no se mueve de la silla y sigue mirando la película, impasible. Ya en el pasillo, trato de respirar el aire limpio, hacerlo penetrar dentro de mí con la esperanza de recobrar la serenidad y "desintoxicarme" del ambiente viciado del despacho. Pero es en vano. La escena me atrae como un imán. Además, Diego no me facilita las cosas. Desde el pasillo, oigo que me dice:

―¿Quieres calmarte? No es más que un entretenimiento inofensivo.

Yo sigo acelerada, caminando arriba y abajo. Le digo:

―Desde luego, vaya un entretenimiento para practicarlo en mi despacho ―le digo excitada. La acústica del pasillo hace que mi voz parezca como salida de una cámara de resonancia

―Pues yo no veo qué tiene de malo.

Sigo nerviosa, dando pasitos inquietos adelante y atrás. Desde allí, creo escuchar lo que parecen ser jadeos, concretamente los de una mujer que parecía estar pasándoselo «muy bien». Ese sonido me enciende, espolea mi pulso y mi curiosidad morbosa, haciendo que me fuera aproximando cada vez más a la puerta. A medida que me acercaba, escuchaba cada vez con más claridad aquellos jadeos entrecortados, y mi excitación aumentaba a cada segundo. Finalmente, en un arrebato, sin saber muy bien qué estoy haciendo, asomo la cabeza por el umbral y veo que él sigue sin quitar el ojo de la pantalla. Y lo que es peor aún: tiene el pantalón desabrochado y veo que se ha sacado el pene.

Me quedo petrificada, con la boca abierta de par en par, que tapo con la palma de mi mano. Por un segundo, no sé si darme la vuelta. La imagen me deja sobrecogida. Le observo tocarse su miembro erecto arriba y abajo, suavemente, el glande rojo e hinchado bien visible, como una enorme guinda ensartada en un palo. «Qué gruesa la tiene», me sorprendo pensando. De pronto, gira la cara y me mira fijamente. Le noto muy ruborizado, pero quiere aparentar tranquilidad. Me pilla mirándole el miembro y me pongo roja como un tomate. Retiro mi mirada, totalmente turbada, sin saber dónde posarla.

―¿Qué te pasa? ―me dice con tono impasible, sin dejar de tocarse. Yo no sé para dónde mirar, esquivo su sexo desviando los ojos, mirando a todas partes, con las manos temblorosas alrededor de mi boca. Vuelve a intervenir:

―¿Te quieres tranquilizar? ―me dice levantando la palma de su mano izquierda, mientras con la otra sigue acariciando su sexo.

Yo no sé qué hacer, camino adelante y atrás, inquieta, dando pequeños saltitos, pero me resisto a salir del cuarto. Él no deja de mirarme, mis ojos viajan por toda la estancia, las paredes, el techo. Llevo mi mano a la frente, haciendo pantalla, pero la visión de su pene hinchado parece colarse allá dondequiera que miro.

Él me obvia, sigue a lo suyo, y deja de prestarme atención. Gira la cara de nuevo al monitor, y me dice:

―Cálmate, anda.

El ordenador sigue emitiendo fuertes jadeos. Sigo de pie, dando pasos alrededor del cuarto, acalorada, con el corazón bombeándome aprisa, excitada por aquellos gemidos perturbadores. Siento unas ganas tremendas de averiguar por qué esa mujer está disfrutando tanto. Así que rodeo la mesa y me asomo a ver qué está ocurriendo, haciendo enormes esfuerzos por esquivar la presencia de su pene, tan cerca de mí. Veo a una mujer morena, abierta sobre una mesa, descalza y con las piernas alzadas. Se sujeta con una mano la falda alrededor de la cintura, amontonada, y con la otra empuja la cabeza de un chico, desnudo de medio arriba, que está lamiéndole la vulva. Sus pechos están desnudos. Ella echa la cabeza hacia atrás, emitiendo gemidos entrecortados y moviendo instintivamente su pelvis, mientras la lengua puntiaguda del chico vibra sobre su clítoris.

Diego se da cuenta de que estoy observando la escena, boquiabierta, y, sin mirarme ni un momento, estira el brazo y arrastra la silla vacía hacia sí, colocándola a su lado, para que yo me siente. Yo lo hago, nerviosa como la gelatina, y desplazo la silla hacia atrás, colocándome a diferente altura, más retrasada que la suya. Lo hice, quizás, motivada por mi vergüenza y mi pudor, pero enseguida me doy cuenta de que de esta forma lograba una perspectiva perfecta para observar su maniobra con su polla, que a estas alturas estaba completamente erecta, y de la escena tan caliente que estaba teniendo lugar en la pantalla.

Yo no podía estar más colorada, más nerviosa y más acalorada. Gracias a Dios, él no podía verme, así que me daba igual. Verle tocándose la polla delante de mí sin ningún pudor y verle disfrutar de la escena pornográfica sin prestarme la más mínima atención me puso cardíaca, cachonda perdida. Comencé a sentir un cosquilleo en mi entrepierna, notaba cómo se me humedecía por momentos. Empecé a presionar mis muslos entre sí, buscando ese roce y activando los músculos de mi vagina.

Haciendo el menor ruido posible, comencé a acariciarme un pecho sobre la camisa. Notaba cómo el pezón empezaba a erizarse. Llevé mi otra mano a mi entrepierna y comencé a frotarme por encima de la falda, conteniendo mis ganas de subírmela y acceder a mi sexo.

Pronto me noté tan excitada, que en un acto de valentía o de inconsciencia ―en estas ocasiones debo confesar que se me nubla el entendimiento y no sé muy bien lo que hago―, me levanté la camisa, evitando hacer cualquier ruido que le hiciera sospechar, y empecé a tocarme los pezones sobre el sujetador de encaje, haciendo brincar mis ojos desde el ordenador hasta su polla y desde su polla al ordenador, excitada como una mona.

Pero enseguida el contacto áspero del sujetador me resultó molesto y me lo subí también, despacio, sin hacer ningún ruido que pudiera invitarle a mirar, y dejé mis senos al descubierto. Me ardían las mejillas. No podía creer lo que estaba haciendo.

El temor de que él girara la cabeza me hacía temblar, pero al mismo tiempo me ponía como una moto. No podría soportar que me viera de esa guisa, con los pechos desnudos, dejándome llevar de esa manera, sin ningún control sobre mi deseo. «Si me mira, me muero», pensaba para mí, aunque en el fondo deseaba que lo hiciera.

Comencé a acariciarme los pechos y a pellizcarme los pezones con los dedos. Estaba cada vez más cachonda, y rezaba para que no volviera la cabeza y me viera así, tan «desordenada», como habría dicho mi madre. Pero no podía parar de tocarme, y, a medida que lo hacía, iba necesitando cada vez más.

Confiada y un tanto tranquila de que él siguiera a lo suyo, me incorporé un poco para subirme la falda y poder acceder a mi entrepierna. Pero justo en ese momento él gira la cabeza y a mí se me sacude todo el cuerpo. Allí estaba yo, tratando de subirme la falda, con la camisa y el sujetador recogidos hasta el cuello, los pechos colgándome desnudos, y él observando todo el cuadro. Para más inri, me dice impasible, con una ligera sonrisa en la cara:

―¿Qué haces?

Yo me quedo de piedra, ridícula en aquella postura y con aquella pinta, roja como una granada, y no se me ocurre otra cosa que decir:

―Lo mismo que tú ―y me siento muy despacio, continuando con mi propósito, que era remangarme la falda para tener libre acceso a mi sexo. Él me observa hacerlo, echando una ojeada tranquila a mis bragas expuestas y me dice:

―Pues me parece muy bien.

Él gira su cabeza, se concentra de nuevo en la pantalla del ordenador y los dos continuamos tocándonos: él, su miembro enhiesto y yo, mi vulva húmeda sobre la tela de la ropa interior. Mis mejillas debían estar del color del ketchup, pero ya no me importaba. ¿Acaso podían "empeorar" más las cosas? Así que metí mi mano por debajo de las bragas y comencé a tocarme el sexo. Lo tenía empapado, y, para mi mayor vergüenza, comenzaba a notar mi propio olor flotando en el aire. «Dios mío, ¿lo notará él también?», pensaba. «Estás loca, Pilar», seguía diciéndome sin parar de tocarme.

Yo estaba cada vez más cachonda. Después de unos minutos, algo se apodera de mí de nuevo y me veo arrastrando mi silla hacia delante, colocándome a su altura. Lanzo el brazo hacia su entrepierna, le agarro la polla y hago que retire la suya, cosa que él hace encantado, dejándola apoyada sobre su muslo mientras yo lo manipulo. Se la sujeto con el puño y siento el calor que desprende, su grosor, su dureza: ¡qué dura la tenía! Tengo el cuerpo electrizado de excitación. No puedo dejar de tocarme el sexo y los pechos mientras se la acaricio despacio, arriba y abajo, manchándome el borde de la mano con las lágrimas que brotan por la punta brillante.

Casi de inmediato, él desliza su mano izquierda sobre mi muslo desnudo y me busca la raja, que yo le ofrezco abriendo un poco las piernas. Enseguida alcanza su objetivo y yo empiezo a notar sus dedos acariciarme sobre la tela húmeda.

Entonces acudo en su ayuda y, con mi mano izquierda, retiro las bragas hacia un lado y se la ofrezco desnuda. La excitación me hace temblar. Él comienza a tocarme, primero acariciando abajo y arriba, suavemente, con la palma de la mano, y luego presionando sobre el clítoris, haciendo círculos, y metiendo poco a poco sus dedos en mi cavidad. Yo cierro los ojos por el placer que me produce, sorprendida y avergonzada al mismo tiempo por tener tan poco control sobre mí, entregada, sin creerme lo que está sucediendo.

Sus dedos se introducen cada vez más en mi inte­rior, al tiempo que me roza el clítoris con la palma de la mano. Me encanta ese roce. Yo no puedo dejar de pajearle. Me encanta sentir su grosor y su dureza. Le miro a ratos la cara y le veo cerrar los ojos, deseoso de que yo siga tocándole, lo cual me excita todavía más. Los jadeos y los gemidos procedentes de la pantalla comenzaban a mezclarse con nuestras respiraciones, cada vez más agitadas. Aunque trato de controlarme, mi pelvis se agita ante el contacto habilidoso de sus dedos. No me reconozco, ahí abierta sobre la silla, ofreciéndole mi sexo, con mis pechos por fuera del sujetador y haciéndole una paja mientras vemos una escena porno.

De pronto, a causa de las sacudidas de mi mano, su pelvis comienza a moverse más y más aprisa, como si estuviera penetrando una vagina. Los movimientos de mi brazo se acompasaban con los suyos, y, más que tocarle yo a él, se diría que él me penetra la mano. Los primeros chorros de semen comienzan a brotar, salpicando el borde de la mesa. Luego, el líquido perlado, espeso y caliente, empieza a derramarse sobre mi puño, que, como yo no dejara de moverlo por todo lo largo de su grueso mástil, comenzaba a hacer ruidos de chapoteo, como si se deslizara sobre un lubricante. Cuando terminó de correrse, retiré mi mano de su polla con cuidado, tratando de retener su corrida sin mancharle la ropa en lo posible.

Sostuve mi mano en el aire, indecisa, sin saber qué hacer, porque él continuaba tocándome el sexo. Sus dedos, completamente húmedos de mi flujo, seguían acariciándome el clítoris y penetrándome la vagina, que ya comenzaba también a chapotear. Lo hacía de maravilla.

Realmente habría deseado tener su polla dentro. Aturdida de nuevo por el placer, mi pelvis comenzó a entregarse a sus caricias obscenas moviéndose autónomamente, mientras yo me dedicaba, olvidada ya de todo, a acariciarme los senos y a pellizcarme los pezones, manchándolos del semen que había quedado adherido a mi mano. Sin yo darme cuenta, mis piernas se habían ido abriendo poco a poco por sus tocamientos, hasta que finalmente, ofrecida como estaba, me entregué a un brutal orgasmo que me dejó exhausta durante unos instantes.

Mientras recupero el aliento, le veo a él, con el rabillo del ojo, sacar varias toallitas de una caja que tiene a su alcance y limpiarse el miembro. Me gusta ver su cara de tranquilidad, su impasividad. Luego, seca el chorro de semen que se extendía sobre la mesa, con parsimonia, saca tres toallitas más de la caja, me mira fijamente a los ojos, sonriendo, y me las ofrece. Su mirada fue como un bálsamo. Yo le sonrío a mi vez y siento que mi cuerpo se destensa, me relajo, y comienzo a secarme el sexo y los pechos, que brillaban en algunas zonas, manchados aún de su semen.

El ordenador seguía emitiendo sonidos, pero ahora nos llegaban amortiguados, como una sintonía molesta que ha perdido todo el interés. Me recompuse las bragas, me bajé la falda, me bajé el sujetador y la camisa y me puse de pie. Las piernas me temblaban ligeramente. Me dirijo despacio hacia el baño sin decir una palabra.

Ya dentro de él, con la puerta cerrada, me echo las manos a la boca, desconcertada, y las retiro enseguida, pues me llegan de inmediato todo tipo de olores, tanto suyos como míos. No doy crédito a lo que acabar de suceder. Me aseo despacio en un estado de conmoción, a ratos mordiéndome los labios y a ratos sonriendo maliciosamente. Me asaltan mil imágenes, una tras otra. Durante el tiempo que estoy acicalándome, sólo me preocupa una cosa: si seré capaz de salir del baño y de mirarle de nuevo a la cara sin morirme de la vergüenza. El corazón volvía a latirme con fuerza. Estaba de nuevo excitada y nerviosa, todo a la vez.

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