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Mamani, el boliviano
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Pobre Inés. Pobrecita y hermosa Inés. Melancólica, angelical y desdichada Inés. Preciosa y buena chiquilla. Su cara joven y pálida estaba enrojecida de la vergüenza y la furia. Sus ojos estaban hechos de sorpresa y espanto, sólo le faltaba lanzar un grito ensordecedor, y es porque estaba leyendo un libro, o una novela más bien, que fue publicada meses atrás al otro lado del océano atlántico de donde vive y que en parte, en buena parte, habla de ella. En el libro, ella está diciendo y haciendo, palabras y acciones fuertes que, algunas de ellas sí son verdad y hay otras que nunca sucedieron en realidad, que nunca dijo o hizo, con cierto joven que ya no está cerca de ella físicamente, pero sí sigue estando en su vida, y no sólo en sus recuerdos.

Cosas muy comprometedoras, y muy íntimas, con un joven que ella alguna vez quiso mucho, más que a su propia piel, con quien tuvo una sólida amistad pero nunca llegó a formalizar pareja. Las circunstancias del pasado lo impedían, y las circunstancias del presente lo impiden también. Ella está, desde los diecisiete años, en pareja y ahora comprometida con otro muchacho, un chico afro de origen venezolano, un tal Sebastián Motumbo, que trabaja haciendo oficios de gasista y electricista matriculado, y de albañilería y carpintería. En estos momentos está haciendo también un curso anual de tornería en un centro de formación profesional.

En tal novela también hay referencias a su apariencia física, a sus tatuajes, a su forma de vestir y de llevar el cabello. A su personalidad, a su fecha de nacimiento y a su actual trabajo en una panadería. A su triste infancia, con un padre biológico que la abandonó ni bien se enteró de su futura existencia, una madre alcohólica, violenta y depresiva que terminó suicidándose cuando era una niña, y un padrastro que la maltrataba psicológicamente hasta que poco después lo enjuiciaron y lo metieron preso por enseñarle los genitales a una niña de cinco años. Un hombre, si es que se le puede llamar hombre, que siempre fue de un perpetuo sentimiento derrotista.

También habla de su intento de suicidio a los doce años en una playa en apariencia vacía, intentando ahogarse nadando hasta el fondo, y que se habría consumado el hecho de no haber sido porque la salvó un inmigrante senegalés que justo estaba allí de paso. Un inmigrante ilegal africano, que ni bien la sacó con todas sus fuerzas de las aguas, empezó a sermonearle sobre el valor que tiene la vida a pesar de todas sus porquerías, recalcándole lo joven que era para tomar una decisión tan funesta y lamentable, en un idioma totalmente extraño que ningún hispano podría entender sin haberlo estudiado antes. Ella lo único que quería hacer en una situación embarazosa como esa, y que terminó haciendo, era alejarse de allí y de él, pidiéndole repetidamente que la dejara en paz, estando empapada hasta el inconsciente.

Viéndolo ya desde la distancia, fue una verdadera lástima que ella no le hubiera entendido nada. Ella en el fondo de su conciencia, le hubiera gustado entender lo que le estaba diciendo. Al menos había alguien, creía ella, en apariencia adulto, que se estaba interesando realmente en ella y en su hondo y pesado dolor. Jamás lo volvió a ver. O quizás sí lo volvió a ver una segunda vez, vendiendo bisutería de fantasía en una de las vastas arenas de una ciudad “feliz”, pero puede que no lo haya reconocido o distinguido bien. Para ella todos los inmigrantes de ese país le parecían iguales.

Buena parte de todos esos detalles que se mencionan, sólo los sabía ella y ese muchacho misterioso del que se está mencionando. Ese joven misterioso del que estamos hablando se llama Alejandro César Biondini, y es de su misma edad, igual que su novio. Actualmente vive en un apartamento con una familia de tres personas en España. No en Madrid o en Barcelona, no en Sevilla ni en Zaragoza, tampoco en Málaga o en Murcia, vive más precisamente en algún lugar de la ciudad de Valencia. Trabaja cobrando facturas de servicios públicos y privados e impuestos, en un local de cobranza extra-bancario cerca de donde está alojado. Un trabajo bastante aburrido por decirlo de alguna manera, considerando que una de sus mayores aficiones es leer cuentos y novelas, y escribir frases y poesías. Pero mal no le va, y es mejor eso que estar en el paro.

Pero no nos confundamos, Alejandro no escribió esa novela, primero porque no tiene las intenciones, segundo porque no tiene la técnica y menos la experiencia, y tercero porque no tiene el dinero suficiente para pagar una edición de varias miles de copias impresas. En el campo de la escritura sólo sabe escribir poemas y frases cortas, y tiene en sus planes estudiar alguna carrera relacionada a ello cuando, algún día, cambiaran los horarios de atención del local, o en su defecto, cuando lo despidieran de ahí. Pero él no hacía mal su trabajo, y trataba de no hacerlo mal nunca. Vino desde Argentina, más precisamente de la ciudad de Mar del Plata, porque su vida corría peligro, y porque no tenía parientes o conocidos de otras ciudades de aquél país para poder alojarse. Los únicos conocidos que tenía fuera de aquella ciudad balnearia, estaban aquí en Valencia. Era obvio que no quería ser una carga para ellos, y aparte de ello, estaba agradecido de que alguien se ofreciera en darle trabajo a un joven sin experiencia laboral previa, y encima con su condición adicional de albino. Alejandro era delgado, de estatura media, mirada inteligente y una piel que era blanca como la leche, al igual que su cabello lacio y algo despeinado. Sus ojos eran de un celeste opalescente, que de no ser albino seguramente no los tendría así, y casi siempre iba vestido de camisa, traje, corbata, zapatos de cuero y llevaba unos anteojos rojos que usaba para proteger su complicada vista del Sol.

La gente que no lo conocía lo miraba y lo miraba. Los niños y las niñas, y sus madres, lo miraban y lo miraban, algunos de ellos, los más pequeños, lo señalaban con el dedo. Él sólo sonreía un poco y bajaba aún más la mirada. Los ancianos sentados en la plaza también lo miraban y lo miraban, algunos de ellos se morían de risa al verlo. Él sólo llegaba a lanzar un insulto al aire por lo bajo y aceleraba el paso.

Quien escribió esa novela y pagó para publicarla, es en realidad un reciente conocido suyo, un profesor universitario de literatura latinoamericana, de origen boliviano. Un hombre ya mayor cuya edad roza entre los sesenta y los setenta años y que nació en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra. Vivió varias décadas en Argentina, y eso se nota de forma casi calcada en su manera de hablar. Se licenció en periodismo y en literatura allí, también se casó y se divorció allí de su primera esposa. Tiene un hijo biológico, y que lo conoció ya de grande, de una relación sentimental de breve duración que tuvo en su juventud con una muchacha de origen paraguayo, convertida actualmente en una señora de marcado fanatismo religioso.

Allí también tiene una hija adoptiva que lleva uno de sus apellidos, que son de origen amerindio, más precisamente quechua y aimara. Aunque físicamente esta niña, que actualmente está hecha una mujer profesional de mediana edad, era de aspecto eslavo oriental y no se parecía en nada a él. Pero al fin al cabo eran padre e hija, éste la crió a ella desde que era una beba junto a su madre. Ella lo mira a él con ojos de hija, y él la mira a ella con ojos de padre. Él la admiraba y la respetaba a ella por su inteligencia precoz, entre otras grandes razones. Y ella lo admiraba y respetaba a él por su dramática historia de superación personal, a pesar de lo irreverente que podía llegar a ser.

El hombre de quien estamos hablando, se llama Mauricio Manuel Quispe Mamani, un hombre cuyo mayor sueño es, obstinadamente, convertirse en el escritor de origen boliviano con más proyección internacional a largo plazo. Una ambición que a simple vista se veía muy poco viable, aunque sus últimos tres libros se vendieron a una cifra considerable o al menos respetable, y tuvieron la suficiente repercusión como para que lo llamaran varios medios de comunicación digitales para entrevistarlo. Pero todos ellos, eran solamente ensayos anti-académicos. Polémicos, controvertidos y olvidables ensayos. Ninguno de ellos era una obra maestra. Ninguno de sus tres anteriores trabajos le hacía siquiera sombra a esas obras de aquellos autores eternos que él admiraba y envidiaba tanto, sana e insanamente. Desde el punto de vista económico se alegraba por haber escrito y publicado esos ensayos, pero viéndolo desde el punto de vista creativo y literario, se sentía muy frustrado. Sus otros anteriores libros, ninguno de ellos logró venderse con éxito. Publicó dos libros de poesía, un libro de prosa, tres libros de cuentos infantiles, una novela fantástica juvenil, una novela policial, dos novelas históricas, y todos fueron un fracaso estrepitoso de ventas. Es más, hubo una pequeña editorial que quebró al apostar por él publicando su última novela histórica poco después de haber nacido el siglo XXI, que estaba ambientada en la Bolivia de la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez. Los dueños de tal editorial que se fundió no lo podían ni lo querían ver.

Después de aquello, no volvió a publicar más nada en Argentina, se hartó. Se divorció de su primera esposa, ya cuando el matrimonio con ella estaba bastante desgastado, agarró sus maletas, y se fue a España con lo puesto y algunos ahorros, lo hizo poco después de la masacre de Plaza de Mayo. Su hija, su primera hija, ya era mayor de edad, se había licenciado en una carrera y no vivía con ellos sino con quien fue en su momento su primer concubino. Ahora está separada definitivamente y no está en sus planes, al menos en el corto plazo, formar pareja de nuevo.

“¿Te vas a vivir a otro lado del océano, sólo para satisfacer uno de tus más delirantes caprichos?”, le espetó reiteradamente, y muy visiblemente enojada, su hija, de nombre Yelena. Él, pocos días antes de tomar el avión a Europa, le respondió:

“No estoy seguro de lo hago, y tampoco sé si valdrá la pena, puede que a lo sumo me termine volviendo totalmente desencantado. Y puede que sea verdad lo que dices, que es una estupidez muy infantil lo que hago, pero a decir verdad, no espero y no esperaré a que me entiendas. Tú no tienes este rostro que tengo yo, no eres una amerindia. A ti te persigue medio país de lo bonita que eres, y te puedes dar el dudoso lujo de comportarte vanidosamente muchas veces por tus orígenes rusos. Tú no te despertaste durante varios días y varias noches odiando con todas tus fuerzas el reflejo de tu apariencia en el espejo. A ti nunca te golpearon, te insultaron, te escupieron o te menospreciaron por tu color de piel, por tu forma de hablar o por tener un pasaporte extranjero que delataba tu verdadero lugar de nacimiento. Nunca te hicieron sentir que eras inferior y que merecías morir porque estabas a un millón de kilómetros de distancia de cualquier canon estandarizado de belleza humana. Nunca te derrumbaste, en el suelo, en soledad y en posición fetal, implorando no haber nacido. Jamás de los jamases deseaste, hasta la última gota de médula de tus huesos, mandar al infierno más rojo a todos aquellos que te humillaron por eso, y a sus infelices prejuicios, a través de tus propios logros personales”.

Pobre Yelena, se quedó muda y avergonzada al escuchar eso. Creo que no hacía falta dispararle con una respuesta de ese calibre tan pesado. Su padre continuó hablando:

“Y aparte de ello, el talento no me falta, ni mucho menos las ideas, para escribir otro buen libro. En España existe una gran diáspora de inmigrantes latinoamericanos que estarían encantados de poder leerme. También existe la posibilidad de poder atraer a una buena cantidad de lectores españoles que gustan de consumir a autores latinoamericanos como yo, con el mismo entusiasmo con que yo leo a varios de sus autores. Quiero probar a ver si tengo un poco suerte, y te pido por favor, que me des tiempo, a ver si logro hacer que gente, varias personas, muchos individuos que se parecen a mí y que nacieron con esta cara, lean uno de mis libros, y los ayude a quererse un poco más. Sé que no eres tan obstinada como tu madre. Ni bien le conté de mis intenciones, me cerró todos los grifos de una comunicación adulta con ella”.

Al hombre, de cabello antes color azabache y ahora casi completamente canoso, se le empañaba la mirada al recordar esas palabras. Mamani era un hombre que por varias décadas renegó de sus orígenes amerindios, y sobre todo de sus orígenes bolivianos, aunque siempre que publicaba una obra lo hacía con su nombre completo, y era principalmente porque nunca le gustaron los pseudónimos. Cada vez que algún curioso o curiosa le preguntaba, sin ninguna maldad y por ejemplo, si era aimara, o chorote, o colla, o guaraní, o mapuche, o quechua, o tehuelche, o toba, o lo que fuere que le pareciera, solía responder con una sola oración: “Yo soy argentino y solamente argentino”. Como si en aquella gran nación no hubiera nadie autóctono que perteneciera a las ya mencionadas etnias. Otras veces solía responderles a estos curiosos con una oración en la que se refería a sí mismo como un ciudadano del mundo, cosa que era verdad, pero no daba ninguna especificación. Siempre le incomodaba que le hiciesen ese tipo de pregunta.

Aunque después, hace poco tiempo de hecho, empezó a tener un renovado y algo energizado aprecio por su país de origen, aunque nunca llegó, ni llegará nunca, a tocar esas aguas turbias de tal nacionalismo que es asesino de toda objetividad y serenidad. Quizás porque mientras más viejo se hacía, y mientras más cuenta se daba de lo lejos que ha llegado, viniendo desde los subsuelos del desamparo y la desesperanza afectiva, más vergüenza le daba darse ese lujo, esa insolencia o ese escudo psicológico, dependiendo de las circunstancias o del contexto.

Y en parte quizás también fue porque tenía, y tiene, una muy buena y afable relación con algunos miembros de la comunidad boliviana en España, que a veces lo invitan a algunas de sus reuniones o vienen de otras ciudades de aquel país a regalarle unos libros de escritores conocidos y desconocidos, jóvenes o longevos, de aquella pequeña nación sin mar y sin playas. Pero no lo convencían, ninguno de aquellos autores lo terminaban de convencer, si los leía era para buscar metáforas o cualquier descripción que sonara a lenguaje simbólico o figurado. Peor era el trato que le daba a las obras de Carlos Mesa, que lo aburrían soberanamente. Automáticamente los tiraba al tacho de basura. Los únicos literatos de Bolivia que le llegaban a gustar eran Adela Zamudio, Óscar Alfaro y Franz Tamayo, cuyos trabajos leía en internet.

Y sí, Mauricio Mamani en algo se parecía a la pálida Inés. Los dos tuvieron una infancia triste, y los dos también tenían, o tuvieron en su tiempo, en unos de los peores momentos de sus vidas, un enorme poder de resiliencia. Quizás sea por ello la gran fascinación que sentía éste por ella y su historia, a pesar de la corta adultez de ésta.

Pero volviendo a lo de Inés, había en cierta novela, que todavía no sabía si era del género biográfico, romántico o erótico, unos párrafos muy descriptivos que la molestaban más que cualquier otro, y eso que recién iba por la página veinte. Cito:

“La boca de Inés era una boca viciosa, muy generosa a la hora de hacer el amor con Alejandro, más generosa con él que con el bueno pero soporífero de Sebastián, que estaba más ocupado en trabajar y en enfrentar a sus propios demonios internos que en atender emocional y sexualmente a su novia. Una boca que se movía línea por línea y que contaba historias con cada beso, que llegarían a conmover a cualquier varón enamorado con algunas de ellas. Era una boca suave y dulzona que, al momento de jugar con las debilidades carnales de un hombre, o de otro, era capaz de adormecerle las nociones de espacio y tiempo por un rato, no una sino varias veces, y así hasta que le empezara a doler la mandíbula.

La lengua de Inés era una lengua atrayente y seductora. Una lengua simpática, alegre, risueña y graciosa hasta en los momentos más infartantes. Sus mejillas eran de miel, deliciosas, e impregnaban ternura. Su cuello era demandante de cariño. Sus ojos centelleaban y echaban chispas de sentimiento con mucha facilidad. Si su novio Sebastián le decía unas modestas palabras bonitas, y enseguida éstos se humedecían, y si Alejandro le recitaba una de sus frases o uno de sus poemas dedicados a ella, y los ojos de ésta al medio minuto rebalsaban de lágrimas. Sus pechos eran blandos y frondosos, atrapantes y de mirada alta. Sublimes y divinos casi como un ángel, con un surco que era ideal para dormirse una larga siesta. Sus piernas eran vibrantes, rutilantes e imploraban una buena compañía. Sus pies eran espléndidos y sedosos. Sus posaderas eran apetecibles y parecían sacadas de un molde por la forma que tenían, que era insolente. Su entrepierna, era un río caliente de temperatura exaltante cuando se trataba de intimar con alguien que quería tanto como su propia respiración.

Su desnudez, ¡ay Jesucristo, su desnudez! Qué bien se llevaba ésta con la libertad. Su desnudez era imponente, radiante, efervescente, y una real invitación al éxtasis. A la fascinación. Al embelesamiento. Al arrobamiento incontenible.

Inés; aquella encantadora Inés; aquella preciosa y cautivante Inés; aquella satisfactoria, complaciente y afectuosa Inés; aquella cariñosa, afable, adorable y vulnerable Inés; esa hermosa jovencita de ojos color almendra, era, mirándolo desde un punto de vista psicológico, como un pequeño cachorro desesperado porque le quieran con intensidad. ¿Pero cómo no quererla? ¿Cómo no abrazarla? ¿Cómo no acariciarla o consolarla en su tristeza? Si tenía, y tiene, todos los atributos para hacerse amar y no odiar. ¿Es un ser entrañable? Darle una respuesta obvia a esa pregunta sería redundante, e incluso podría insultar la inteligencia de cualquier hombre auténticamente sensible”.

Inés, enjaulada por un espeso sedimento de ira, ni bien asimiló la última letra del último párrafo, tiró el gordo libro con toda la fuerza de uno de sus brazos hacia una de las ventanas de su casa prefabricada que da a un improvisado patio trasero. Después se sentó en una de las sillas de plástico, cerró los ojos y contuvo la respiración varias veces, buscando trepar hacia la calma, hasta que consiguió lograr llegar a esa necesaria cima, pero recién después de una hora.

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