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Suplencia en el Convento. Mi encuentro con la superiora (I)
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Llovía a cántaros en la montaña donde estaba ubicada la orden de las monjas teresianas. La parte trasera del convento, estaba compuesta por un pequeño huerto, que suministraba los vegetales a las veinticinco religiosas, además de un cobertizo-establo, con dos vacas lecheras y unas cien gallinas ponedoras. Una pequeña granjita autosuficiente que era atendida por el único hombre que tenía acceso a las instalaciones.

Mi padre, de sesenta años, atendía con esmero aquel pequeño huerto y se encargaba del ordeño y de la recolección de los huevos. Ese día, por primera vez en veinte años, me tocó hacerle la suplencia a mi enfermo viejo. Antes de salir a suplir su ausencia, me entregó una larga lista de tareas que debía cumplir cabalmente: Conectar el sistema de riego, sacar la basura, recoger los huevos, ordeñar la vaca, recoger los tomates maduros, entre otras cosas. Finalmente, antes de salir, me exigió encarecidamente que no me acercara a la vieja casona donde habitaban las monjas.

Comencé con las labores a las 5:00 am. A media mañana, el aguacero había mermado bastante y decidí salir del cobertizo de los animales y me dediqué a los quehaceres culturales de la tierra.

Tendría poco menos de una hora bajo la fastidiosa llovizna, cuando vi pasar, como a unos cuarenta metros, a una monja con una cesta cubriendo su cabeza rumbo al cobertizo. Su paso apurado la delató y voltee sin intención alguna a ver que era aquel ruido.

Ni me miró. Siguió su paso apresurado y se perdió dentro de aquel techo de zinc que resguardaba los animales. Pasaron como veinte minutos y aquella monja no daba señales de vida. Movido por la curiosidad y también para guarecerme de la lluvia que había arreciado, me fui acercando lentamente a la pared que me protegía de la visibilidad de ella, hasta alcanzar el alero del techo en donde me protegí de la abundante agua que caía de nuevo.

No quise meterme dentro del cobertizo, obedeciendo las estrictas órdenes de mi padre: A las monjas ni te les acerques, me había implorado. El ruido que producían las gotas sobre las láminas del techo, me impedían escuchar lo que pasaba al otro lado de la pared. Uno que otro bramido de las vacas, lograba llegar a mis oídos cada cierto tiempo.

Pasados algunos instantes, tal vez cinco minutos, la pertinaz lluvia bajó significativamente su magnitud. Todavía empapaba pero su ruido ensordecedor sobre el zinc, había mermado lo suficiente para percibir cierto ruido extraño al otro lado de la pared.

Escuchaba tenuemente, un quejido que inicialmente atribuí a una de las vacas. Algo raro en verdad, afiné mi oído y comprobé que el ruido y el sonido gutural que resonaba en mis tímpanos no era producto del rumiante. El sorpresivo y cada vez más audible jadeo, se asemejaba más bien al que producen las personas que sufren de problemas respiratorios. Aquello me intrigó, rodé con sumo cuidado una vieja silla, que tal vez era usada por mí papá para descansar y la coloqué en la parte más baja del alero para tratar de descifrar el motivo de los ruidos.

Tratando de no hacer mucho escándalo, me subí cuidadosamente en el sillón de madera y me agarré de una viga enmohecida que sobresalía del techo. El listón emitió un crujido seco que me obligó a quedarme estático por un momento. Yo no sabía realmente que resonaba del otro lado con cada vez mayor intensidad. Me imaginé algún tipo de animal extraño que resollaba de esa forma, o quizás la monja tenía un ataque de asma, la verdad, no adivinaba ni remotamente de donde provenía ese sonido.

Retiré mi mano con sumo cuidado y me apoyé en el borde de la pared que parecía más estable. Los jadeos se incrementaban a cada instante que transcurría y mi curiosidad aumentaba proporcionalmente con los resuellos que escuchaba: Ahh, ahh, ay…

Me incliné hasta donde más no pude y logré quedar peligrosamente guindado, pero con una vista completa hacía dentro del establo. Lo que vi a continuación me dejó perplejo. Tirada sobre las pacas de heno de las vacas, estaba tumbada de espaldas la monja, con sus hábitos arremangados hasta la cintura. En su mano izquierda sostenía una revista a colores y con la otra mano se frotaba frenéticamente su hermoso coño cubierto de escaso vello púbico.

La monja se arqueaba espasmódicamente, mientras con su dedo medio se masajeaba con un entusiasmo sin igual. Vi, extasiado y con mi polla cobrando vida, como su respiración agitada emitía esos sonidos, que una vez asociados con la imagen visual, adquirían una connotación distinta a la de unos segundos atrás.

Quedé colgado de aquella pared a las buenas de Dios. Entre la erección que me produjo la escena de la religiosa pajeándose y la incomodidad y el cansancio de estar guindando como un mono, mis piernas comenzaron a temblar y flaquear. No quería perderme aquello. Ver a la monja embelesada con las fotos que miraba y su mano jugueteando afanosamente con su coño, hizo que me descuidara, lo que se tradujo en un resbalón que me arrojó contra la precaria silla que me sostenía.

Caí como una rama que se desprende desde las alturas. El golpe sonó seco cuando mi rodilla destrozó el apoya brazos del sillón. No tardé ni un segundo en reincorporarme del suelo cubierto de barro e intenté correr hacía una mata de mangos que estaba próxima a mí pero una voz desde adentro del cobertizo me paralizó:

-¿Quién anda ahí, quién anda ahí? -Repitió la voz de la monja.

-Soy yo, soy yo, Pedro, el hijo de don Julio, el encargado -alcancé a responder desde el lugar donde me había caído.

-¿Qué hace usted ahí espiándome? -Me regañó.

-No, no, yo no la estoy espiando. Estaba arreglando es-es-ta silla -le dije con tono balbuceante.

-Voy a llamar a la policía. A usted nadie lo autorizó para entrar a esta propiedad -agregó con tono amenazante.

Por mi mente pasaron infinidad de pensamientos. Mi papá no me había enseñado ninguna autorización y realmente yo pasé por la puerta trasera con la llave que él me dio. Le explique a la monja varias veces y no entraba en razón alguna. No sé si estaba frustrada con la interrupción de su juego o por el temor de haber sida descubierta en su acto auto complaciente. No quería enfrentarme a una acusación de violación de propiedad privada ni a ningún encuentro con la policía. En el comando policial del pueblo ya me conocían por mis múltiples entradas por alteración del orden público. Nada grave pero no quería echarle más leña al fuego.

La monja seguía parada frente a mí con actitud desafiante.

-voy a denunciarlo por robo y por conducta inapropiada.

Aquella afirmación me enervó mis sentidos. Una cosa era que me reprimiera por no haber avisado de mi presencia en la granja del convento y otra era que me acusara de esos delitos.

En treinta segundos detallé aquella monja encolerizada. Tendría unos cuarenta años. Era alta y con el cabello negro hasta sus hombros. Anteriormente ya había visto un avance de sus atributos internos. Tenía unas piernas regordetas muy bien torneadas que provocaba mordérselas por horas. Sus pechos eran desafiantes como su voz, no muy grandes pero con la postura firme y con dos fresas rosadas en su cima. Por su autoridad al hablar, supuse que tenía un rango alto entre sus compañeras. Estaba con el hábito mal arreglado y con la cofia en su mano derecha. Luego me enteré que se trataba de Sor Matilde, la jefa, la superiora. Estaba realmente alterada.

-Usted no me puede acusar a mí de esos delitos -le dije

-Ah, no. Ya vera que si puedo.

Ante la insistencia en denunciarme y no escuchar mis ruegos, me armé de valor y le dije:

-Usted era la que estaba actuando inapropiadamente. No me venga a sermonear a mí después de lo que la vi haciendo -Recalqué.

Enseguida su postura cambió. Intentó torpemente colocarse la cofia y con tono menos altanero se dirigió a mí:

-¿Qué fue lo que usted vio? Yo no estaba haciendo nada malo -agregó.

-Lo que vi fue lo que vi. ¡No se haga usted la tonta, madre! -exclamé con un tono de más dominio de la situación.

-Usted no vio nada, porque yo no estaba haciendo nada -respondió.

-Claro que la vi. Observé claramente cómo se estaba manoseando su intimidad con desespero. Lo vi todo.

De ser la víctima y el agraviado, pasé a ser el inquisitivo superior que emplazaba con autoridad a su discípula pervertida. La otrora altanera y endemoniada monja, se apoyó sobre la pared y con mirada suplicante me exclamo:

-¡Qué vergüenza, no puede ser!

Con lágrimas en sus enormes ojos negros me imploraba que no le comentara lo acontecido a nadie. Aquella imponente mujer de hace unos segundos, estaba a punto de derrumbarse. Al verla así, el salvaje que llevo dentro se despertó y empezó a maquinar un perverso plan.

-Sí, es muy vergonzoso lo que acaba de hacer. Usted es una mujer entregada a su religión y no puede tener ese tipo de comportamiento tan vulgar y mundano -le dije con la autoridad que me confería mi plan.

-Sí, sí, es verdad. Es que me posee un espíritu diabólico que nubla mis sentidos -me dijo sollozando.

-Métase en el cobertizo para que discutamos esto sin mojarnos -agregué.

La superiora caminó lentamente hacia el establo y yo la seguí oliendo la estela a miedo que dejaba flotando en el aire.

Una vez adentro, recogí la revista que estaba tirada a un lado de las pacas de heno y le dije que se tumbara sobre las mismas. Ella obedeció sollozando y yo eché un vistazo al contenido de las fotografías internas del folleto. Nada especial en su contenido. Solo cuerpos semidesnudos de mujeres y hombres mostrando las escenas típicas de la pornografía.

-¿Qué tienen de excitantes o extrañas estas fotos? -le pregunté.

-Nada, nada. Solo miraba por curiosidad -respondió.

-¿Usted cree que su conducta puede pasar inadvertida?

-No le da vergüenza lo que está haciendo. ¿Qué pensarán sus compañeras y el obispo cuando se enteren de su aberrante afición? -le dije alzando un poco la voz.

-No, por favor, no. Esto no puede salir de aquí. ¡Me van a excomulgar! -Exclamó toda angustiada.

A medida que la conversación avanzaba, mi macabro y libidinoso plan se iba afinando. Mi pollón se expandía cada vez más y luchaba contra el pantalón caqui lleno de barro por todos lados. Decidí seguir con mi estrategia:

-Bueno, tenemos que hacer algo. Ciertamente yo no quiero perjudicarla -le dije con voz apaciguada.

 -Sí, sí, muchas gracias. De verdad le agradezco su silencio. Déjeme buscar en el convento un dinerito para que se ayude con sus cosas. Espéreme un momento -agregó.

Lo que no imaginaba la madre superiora era que yo no estaba interesado en recibir sus dádivas. Mi polla a reventar, estaba ahora a cargo de la situación.

-¿Qué dice, madre? Yo no soy un delincuente. ¿Cómo se le ocurre intentar sobornarme? -Agregué con rostro ofendido.

-No, no, yo solo quería agradecerle por su silencio. Discúlpeme.

Pronunció esa frase y se levantó de la paca de heno con intenciones de abandonar el establo.

-¿Dónde va? -Le pregunté con autoridad.

-Al convento. Debo continuar con mis tareas, ya todo aquí quedó arreglado ¡gracias a dios! -exclamó con intenciones de recobrar su espíritu autoritario.

-No, madre, no. Usted no se va de aquí sin mostrar signos de arrepentimiento y amor a su prójimo -proseguí.

-Siéntese de nuevo y espere que yo le indique lo que vamos a hacer -le dije.

Su rostro volvió a mostrar los síntomas del castigo de mis palabras. Su nerviosismo a su cuerpo regresó y se sentó torpemente en la paja seca que tenía a su lado.

-No quiero que se vaya sin repetir lo que estaba haciendo. Debe hacerlo como penitencia y escarmiento a su corrompido espíritu -le dije.

-¡Usted está loco! -Exclamó.

-¿Cómo se atreve a insinuarme eso? -continuó.

Su negativa me excitó aún más, sin embargo, la note con ganas de retomar la autoridad de hacía unos minutos.

-Usted decide. O recrea la escena y así limpia usted su culpa o me veré obligado a denunciarla -la puse en esa disyuntiva embarazosa.

-Es que usted no sabe la vergüenza que eso me produce -agregó ensimismada.

-¡Qué vergüenza ni que nada! Vamos, súbase el camisón ese y empiece a meterse mano. Ya me tiene cansado con su falso arrepentimiento -le dije autoritariamente.

La monja comenzó a subir su hábito lentamente con el rostro lleno de gestos de sumisión. Lo arremangó hasta sus rodillas e imperceptiblemente fue llevando su mano hasta la entrepierna. Hizo una interpretación teatral, como si estuviera hurgando su intimidad pero no le creí.

-Así no, madre. Ponga más entusiasmo en lo que hace. Esto no es ni remotamente lo que yo vi hace rato. -le dije.

La madre Matilde, deslizó su faldón negro sobre la cintura y expuso ante mis ojos la imagen más excitante que yo había visto hasta ahora. Sus rellenos muslos, terminaban en un triángulo rosado, cubierto por un fino vello púbico con reflejos plateados. Su incipiente vientre, lejos de ser desagradable a la vista, agregaba más realismo a su hermoso cuerpo. Verla tirada allí, liberó ingentes cantidades de mis hormonas y mi aparato adquirió dimensiones desconocidas. Su mano comenzó a frotarse con timidez su coño mientras yo me despojaba de mi camisa embarrialada y empapada.

-Siga así, madre, siga así. Imprímale más entusiasmo, lo está haciendo muy bien -le dije.

 -Siento una gran vergüenza. Lo hago para expiar mis culpas -dijo sollozando.

-Sí, madre. Si sigue así será perdonada y nadie sabrá nada de esto -la animé al decir esto.

Mientras ella se sumergía en su masaje, yo me frotaba mi verga a través del pantalón. Seguidamente, y sin quitar la vista de aquella mano juguetona que se auto complacía, destrabé mi prenda y la dejé caer al piso. Bajé mi interior y liberé mi bestia que apuntaba a su presa ubicada a tan solo un metro de mí.

Los ojos de la monja casi salen de su órbita cuando vieron mi amenazante cañón.

-¿Qué está haciendo, por dios. Guárdese eso, por favor. No haga que mis pecados se incrementen -Me imploró desde la excitante posición que se encontraba.

-No madre, véalo como observaba en la revista. En vivo es más efectivo -Le dije con mi pollón agarrado.

Me fui acercando lentamente con mi polla entre las manos y le tomé su mano libre y la posé sobre mi miembro resbaladizo.

-¡No, no, que está haciendo! ¿Cómo se le ocurre poner eso en mi mano?

-Esto es obra de Satanás -me dijo.

-déjeme ir a mis aposentos. Creo que ya es suficiente. Ya con esto expié mi pecado. ¡Por favor, déjeme ir!

Lo que pronunciaban sus labios no guardaba relación con los movimientos de su otra mano. Si, la que frotaba con más ganas a su irritado y desaforado coño rosado. Su respiración comenzó a incrementarse y de sus adentros, los resuellos retornaron en menor medida.

-¡Déjeme ir por favor! -exclamaba con poca creíble expresión.

La imagen de la madre en esa postura y con sus dos manos ocupadas dando y auto infringiéndose placer, me empujaron a zambullirme encima de la superiora. Le recosté mi polla sobre sus muslos y con mis manos le liberé sus dos hermosos senos de un viejo sostén que los sujetaban.

Me fue difícil interpretar los sentimientos y los gestos de la monja. Por momentos gemía y se apretaba contra mi polla y en otros me empujaba en señal de rechazo diciéndome que la dejara ir. Lo que estaba claro y en lo único que era consistente la monja era en el pajazo que se estaba dando. Su mano nunca abandonó su coño humedecido.

-No, por favor. Dios, no, no -Era la única frase que alcanzaba a decir.

Tomé sus melones y comencé a lamerlos con frenesí. Los manoseaba y ensalivaba con lujuria. Los tenía preciosos. Sus pezones se irguieron amenazantes con ganas de saltar al vacío. Mi lengua jugueteaba con ellos y estos respondían con contracciones al ritmo de sus palpitaciones cardiacas. El jadeo de Sor Matilde era enervante. Su pelvis se arqueaba y aferraba sus dedos a mi polla con el temor de quien no quiere que se suelte.

Seguidamente me subí encima de ella y le estampe un beso en su boca la cual abrió invitándome instintivamente a meter mi lengua. La madre era torpe pero diligente y cargada de fuego interior. Era una mujer caliente en una profesión helada. Contradicciones de la vida.

Ya estaba fuera de sí. Igual yo. Retire todos los trapos de sor Matilde y aproveché un descanso de su mano sobre su concha y hundí mi lengua dentro de su intimidad olorosa a especias de la India. Olía rico la condenada monja. Cuando comencé a lamerle su coño y la posé sobre su almendra vibrante, la exquisita monja me clavó sus uñas sobre mi espalda. Sus resuellos aumentaron y su respiración se hizo peligrosamente anormal. Mi polla no aguanto más.

-La voy a crucificar, madre. Con esta espada voy a liberar todos sus pecados -le dije al oído.

-Sí, si, libéreme, por favor. Conviértase en mi redentor. Empáleme con esa espada pero tenga mucho cuidado que yo nunca he sido exculpada de esta manera. Métamela, se lo imploro.

Aquella petición fue más que excitante. Le abrí las piernas y acerque mi garrote y lo frotaba lentamente por su hendidura ya súper mojada. Ella se movía desenfrenada pero consciente de que aquel juego era solo el principio de su expiación. Me mordía el cuello, mis lóbulos, las tetillas.

-No aguanto más. Proceda a crucificarme, por favor. No alargue más mi agonía -Me imploró.

-Claro, mi querida madre. Prepárese que voy con todo.

-Se lo agradezco mijo, métame esa espada afilada en mi virginidad que yo aguantaré con el estoicismo que me dan mis creencias -agregó fuera de si.

Puse mii miembro a punto de explotar en la entrada de su concha y lentamente la fui introduciendo hasta que me clavó sus uñas, está vez con más fuerzas, y exclamó:

-Hasta ahí, por favor, hasta ahí. ¡Me va a matar usted!

-Disculpe, madre, no fue mi intención. Hasta ahí se la meto, no se preocupe.

El espectacular cuerpo de la monja, aguantaba con decisión mis embestidas.

Retiré mi polla y voltee a sor Matilde, colocándola encima de mí. Profería cualquier cantidad de sonidos. Jadeaba, resollaba, gemía. En la posición dominante que tenía, sacó fuerzas de su interior y me dijo:

-Me la voy a meter toda. Tengo necesidad de ser purificada totalmente. No quiero dejar restos de mis pecados sin redimir.

Duramos varios minutos en aquella lucha a muerte por su redención. El coño de la superiora, derramaba líquidos por montón. Quería meterse más. Los veintidós centímetros que medía mi polla parecían no ser suficientes para ella. Estaba condenadamente apretada. Me imagino que alguno que otro objeto habría penetrado su gruta. Se movía con desespero.

Aflojó sus muslos y exclamó:

-Ay, ay, Dios santo. Señor dame fortaleza para soportar este castigo tan enorme.

Sus ojos se voltearon y una serie de espasmos me indicaron que se había corrido varias veces. Mi polla estalló cual volcán dormido durante años. Cuando sintió la lava que recorría sus entrañas se tumbó sobre mí y me estampó un beso apasionado.

Segundos después, se paró frente a mí y pude observar a plenitud la belleza de aquella mujer madura.

Escuchamos ruidos a lo lejos y tuvimos que interrumpir el ritual de expiación de los pecados de sor Matilde. Me dijo que una sesión no era suficiente. Me recalcó que ella estaba dispuesta a recibir el castigo que yo le impusiera…

Ya en casa, entré a la cocina a tomar un café y allí estaba mi padre esperándome.

-¿Hola, Pedro, como te fue en tu suplencia?

-Bien, papá, excelente. Solo quiero disculparme porque rompí tu silla de descanso, pero no te preocupes, estaré yendo más seguido para ayudarte. La próxima semana te la arreglo…

Continuará…

Recuerden dejar sus comentarios. Su retroalientación es importante.

Alphy Estevens

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