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Mi entrañable enfermera
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Tiempo de lectura: 10 minutos

Llegué a la emergencia del hospital con síntomas aparentes de Covid19. En realidad me sentía bien, sin embargo, la unidad de prevención CV19, me secuestró y arrastró sin derecho a pataleos.

Me pasaron a una sala atestada de enfermeras en donde el olor a alcohol mezclado con sudores de todo tipo, se fundían y producían una sinfonía de aromas indescriptibles. Me sentaron en una camilla clínica con ruedas en sus patas y me exigieron que esperara a ser atendido.

Tengo 19 años vividos sanamente. Jamás había visitado la sala de un hospital. Solo una vez me llevó mi mamá, cuando tendría unos 14 años, para examinar mi polla la cual creía era demasiado grande para mi edad. En esa ocasión, el doctor le informó a mi madre que mi armamento estaba entre los parámetros normales pero que no dejaba de ser un tamaño que impresionaba. Eso bastó para que mi vieja se tranquilizara y dejara de preocuparse por eso. La verdad es que ahora, pasados estos años, mi polla es la envidia de todos mis compañeros del equipo de futbol. Lamentablemente, mi timidez no me ha permitido probar las mieles del placer carnal. Eso sí, me auto medico diariamente con enfermiza religiosidad.

Tatiana llevaba quince días sin ir para su casa. La veterana enfermera, seguía con exactitud las indicaciones y el protocolo de confinamiento impuesto por el gobierno. Quince días interna por dos días en su casa. En sus cuarenta y cinco años, nunca había vivido una situación como esa. En condiciones normales, su trabajo tenía un horario 24/24 como decían en el argot médico. En realidad ella nunca cumplió esas condiciones laborales, generalmente lo sobrepasaba por horas y hasta días. Era una mujer entregada a su trabajo.

Tanto ajetreo y tanta pasión por su profesión, le habían impedido construir una familia. Su único hobby, además de leer, consistía en acudir dos horas de su limitado tiempo, al moderno gimnasio que estaba ubicado cerca de su casa. Ahí se distraía, además de ejercitándose, mirando los cuerpos tallados y sudorosos de los jóvenes que allí acudían. En su monótona vida, solo había tenido algunos encuentros sexuales en su pasantía por el colegio de enfermeras. De eso ya habían pasado quince años. Sus compañeras de sala, no se cansaban de alentarla a que se divirtiera y sacara provecho a su exuberante cuerpo. Sí, Tatiana estaba dotada de unas extremidades inferiores que parecían esculpidas por el más experimentado artista del renacimiento. Su pelo rojizo, adornaba como un arrebol su encantado rostro inmaculado. Sus no tan exagerados pechos, se erigían imponentes como dos montañas coronadas con un botón rosado en su cima. Nadie se explicaba como no había logrado casarse. Todo el personal masculino y, alguna que otra colega, se deleitaban ante la presencia de la elegante y voluptuosa enfermera.

La vi acercándose a mí. Por mi intuición y por los bellos ojos aceitunados que logré atisbar a través de la cantidad de protectores que cubrían su rostro, presentí que se trataba de una mujer muy bella. Un mechón de pelo rojizo que luchaba por permanecer dentro del gorro verde me indicaron que se trataba de una pelirroja. Con su bata blanca y su estetoscopio colgado a su cuello me indicó que me sentara.

-Buenas tardes jovencito, siéntese recto, por favor -me indicó con voz cansada.

Me senté como me dijo y seguidamente puso su termómetro en mi frente.

-No tienes fiebre -me dijo

-déjame revisar tu garganta -prosiguió

Con su mano cubierta por un guante de látex verde, abrió mi boca e introdujo una paleta que casi me hizo vomitar. Observó con su linterna y seguidamente me dijo:

-No veo nada anormal. ¿Sientes algún dolor? -Me preguntó.

-No, me siento perfectamente bien –susurré

La presencia de aquella enfermera me había descompuesto un poco. La escena, muchas veces recreada en mis múltiples fantasías auto complacientes, aunado a la misteriosa imagen que escondían los aditivos descartables, habían despertado en mí una incipiente erección. Aunque les digo, lo que más me excitaba era el olor que transpiraba la diligente señora. Desde pequeño, poseía una rara hipersensibilidad por los olores y los aromas. Tenía lo que llamaban los eruditos, una súper nariz.

-Acuéstese boca abajo -me dijo.

El estetoscopio recorrió con su frio apéndice metálico toda mi espalda. Me hizo pronunciar todo el abecedario y por cada letra que exclamaba, sentía que mi abultado miembro se expandía. Conté hasta cien, ida y vuelta para tratar de desviar mis pensamientos y evitar que me viera en esas condiciones. Solo rogaba a Dios que no me pidiera darme vuelta. Petición denegada.

-Dese vuelta, por favor, necesito descartar algo -pronunció con cierta preocupación.

Recurrí a las figuras más grotescas y a los recuerdos más desagradables de mi existencia para neutralizar la erección descomunal que amenazaba con escapar de mi corto pantalón de practicar futbol. Como pude, me fui volteando lentamente implorándoles a todos los santos que desapareciera aquella protuberancia insolente. Ya boca arriba, mi cañón se acomodó, a duras penas, entre la liga de mi interior y el borde del pantaloncillo. Me negaba a mirarlo, sabía que mi imprudente mazo amenazaba con abandonar su frágil morada.

-Súbase la franela, por favor, le voy a presionar en su abdomen para descartar que no tenga inflamación en el colon -Me ordenó con voz autoritaria.

La diligente enfermera no era indiferente al joven que estaba auscultando. A los pocos minutos ya sabía que aquel atlético joven no era portador del pandémico virus. Ninguno de los síntomas previos ni los resultados de sus análisis exploratorios, le hacían pensar que estuviera infectado. No era candidato ni para una prueba rápida de despistaje. Un deseo morboso le había inducido a querer investigar más a fondo. En sus años de trabajo, era la primera vez que se dejaba llevar por un instinto desconocido para ella. Tocar aquella espalda, mirar aquellas piernas y sentir el nerviosismo del joven, la empujaron a seguir con ese juego de buscar dolencias y anomalías donde no existían.

Cuando el joven paciente se volteó, no dejó de notar la inflamación exagerada de su entrepierna. ¡Dios santo! Exclamó para sí. No podía creer lo que estaba viendo. Un fuerte escalofrío recorrió su cuerpo, erizando cada uno de sus innumerables poros. Un temblor en las piernas casi la hacen caer en medio de la sala de emergencias.

Médicos y enfermeras desfilaban de lado a lado en aquella atribulada sala. Tatiana empujo la camilla hacia un rincón medio despejado, y con su cuerpo cubrió la vista de aquel animal que luchaba por abandonar su jaula. Con su mano enguantada, comenzó a mover sus dedos por el abdomen de su nervioso paciente. No sabía, ni le interesaba, que estaba diagnosticando. Sus dedos se hundían fuertemente en busca de la nada.

Su mano, recorría cada centímetro de mi abdomen, ejerciendo presión a cada movimiento que hacía. Gracias a los infinitos abdominales que hacia cada día, pude soportar aquella presión que intentaba llegar a mi espalda. En cada recorrido, sentía sus dedos aproximándose cada vez más a mi ingle.

-Voy a quitarme el guante, necesito palpar con exactitud tus órganos internos -susurró.

Mientras lo hacía, eché una mirada a mi entrepierna y noté que mi short parecía una carpa de circo. En ese momento comprendí que mi incisiva enfermera tuvo que haber notado mi gigantesca erección. No habría forma de esconder aquel falo descontrolado.

Mi nariz no escapó a captar el cambio de aromas de aquella mujer. Un nuevo olor, desconocido para mí, emanaba a torrentes del cuerpo de la enfermera. Era algo mágico. En el repertorio de mis archivos sensoriales, esa nueva sustancia no estaba registrada. Percibirlo, abrió una llave extra de caudaloso efluente de sangre, que enseguida inundo mí ya abultado Goliat. Palpitaba como un corazón de jirafa.

-Al sentir sus dedos sin la barrera indeseada del látex, produjo en mí, mayores e incontrolables palpitaciones. Siguió auscultando mi abdomen y con un movimiento de su cuerpo inclinándose a mí, hundió sus dedos en la ingle. Con su codo, frotaba con descuido mi entrepierna. Subía y bajaba su mano, y con el roce que me producía su antebrazo, masajeaba imperceptiblemente mi instrumento.

Tatiana estaba fuera de sí. El roce de su codo con aquel portentoso músculo que luchaba por escapar, le habían cegado toda consciencia en ella. Las pocas voces que le susurraban que no debía seguir con eso, eran acalladas por un coro de intrusos que gritaban que siguiera con su masaje encubierto. Sentía que por sus muslos, subían y bajaban duendes que humedecían su depilada gruta. Se sintió extraña, confundida, enajenada. Su otrora conducta intachable la había mandado a la mierda.

Sin mucho pensar, destrabó el freno de las ruedas de la camilla y la condujo por un pasillo poco alumbrado que conducía a un pequeño almacén donde se guardaban infinidad de equipos médicos para su reparación. Por la pandemia, el personal de mantenimiento solo acudía a las emergencias técnicas que se presentaban.

No sabía que estaba haciendo. El espíritu lujurioso que se había apoderado de ella, la empujó a ese precipicio de insensatas decisiones. Con la camilla, empujó la puerta del oscuro salón y atravesó una silla desde adentro para trabarla y evitar que alguien pudiese entrar.

¿Qué está pasando? Me pregunté. ¿Adónde me lleva esta mujer? Montado en aquella camilla que se abría paso por aquel pasillo, pasaron por mi mente infinidad de cosas. ¿Habría hecho algo mal? ¿Tendré algo grave y me van a examinar en otro lado?

Cuando se abrió aquella puerta y noté que la frenética enfermera la trabó con una silla, no supe que pensar. Entre la erección y el jueguito con su codo en mi polla, y el nerviosismo del desalojo sorpresivo, mi mente no lograba coordinar mis pensamientos.

Cuando encendió la luz de aquella habitación llena de aparatos, todos los accesorios que cubrían su pelo y su rostro ya no los tenía.

-No te asustes -me dijo.

-Allá hay mucha gente y creo que tú no tienes Covid19. No quiero que te contamines -agregó.

-Siento una protuberancia en tu abdomen y quiero descartar cualquier cosa -Me dijo con total convencimiento.

Seguidamente, quitó su otro guante y me apretó con sus dos manos mi ingle.

-Ves. Aquí siento algo raro. ¿Te duele?

Quise responderle que lo que me dolía era mi pene de tanto estar bombeando sangre, pero me contuve.

-un poquito -respondí con voz asustada.

-Es probable que tengas un poco de inflamación en tu colon o una obstrucción -me dijo.

-Voy a masajearte unos minutos, con un poco de movimiento, podrás recuperar la motricidad de los intestinos -exclamó.

Sus hábiles dedos siguieron danzando en mi torso y su codo volvió al ataque previo en la sala de urgencias. Aquel incesante vaivén de sus dedos y el cada vez más inusual y descarado movimiento con su antebrazo, me hicieron dudar de la veracidad de aquel diagnóstico. Algo no me cuadraba. El olor penetrante e inédito que transpiraba, y su cada vez mayor jadeo, me indicaban que se encontraba igual que yo. Fuera de sí. Excitada y enajenada como me encontraba yo. De muy dentro de mí, saqué fuerzas y le dije:

-Abajo, más abajo. Ahí me duele más.

Me la había jugado e indiferentemente solté aquella frase que disfrazaba las ganas que tenía que me tocara mi desafiante polla. Lentamente, fue acercando su mano al borde de mi short y me pregunto:

-¿Ahí, te duele ahí?

-Más abajo, por favor -exclamé

Su mano siguió deslizándose dentro de mi prenda deportiva y con movimientos juguetones se aproximaban a la base de mi torreta.

-¿ahí te duele? -Preguntó apretando el pie de mi cañón

-Sí, sí, ahí, por favor. Tómelo con fuerza que me va a explotar -le dije.

-Sabía que algo andaba mal. Pocas veces me equivoco con mis diagnósticos. Voy a retirar tus prendas -agregó con la vista desorbitada.

Al quitar las amarras que ataban mi mastodonte, se liberó el monstruo de cabeza deforme que buscaba afanosamente ser domado.

Ver el rostro de mi condescendiente enfermera, contemplando con ojos desorbitados mi pollón, produjeron ingentes ríos de lubricante en mi desenfrenado miembro. Como un autómata, lo tomó con sus dos manos y comenzó a masajearlo con frenético ímpetu.

-¡Dios mío! –Exclamó-. Qué animal tan grande e imponente. ¡Te debe doler mucho! Soltó con un profundo suspiro de admiración.

-No te preocupes, de aquí no sales sin yo curar tu quebranto. Déjame masajearlo -agregó.

Mientras apretaba mi pene con sus dos manos y le imprimía un ritmo enloquecedor, me senté sobre la camilla y tome su rojiza cabellera y le acaricié con suavidad. Ella frotaba y masajeaba sin descanso y repetidamente se acercaba a mi miembro con ganas de engullirlo. Lo media de pies a cabeza y su rostro se deformaba como una muñeca de silicona. Sus ojos giraban como un fiel sin derroteros y dejaba escapar sonidos extraños de su boca. Entre mi paroxismo y sus indescifrables murmullos, no lograba entender lo que quería decir. Con mi mano libre, hurgué dentro de su bata blanca y pode acariciar sutilmente uno de sus hermosos senos. Me entretuve unos segundos mientras ella seguía con su ataque a mansalva sobre mi miembro.

-Me lo voy a meter en la boca -susurró. Debó cerciorarme que tu mal no sea producto de algo gustativo -Dijo como si quisiera justificar lo que haría. Tal vez quería jugar pero no había terminado de pronunciar aquello cuando la empujé hacía mi pollón. Abrió su boca y lentamente fue tragando casi todo mi instrumento.

¿Qué estoy haciendo? Martillaba la pregunta en la mente de Tatiana. Los años de abstinencia y los recuerdos en el gimnasio con los múltiples jóvenes que había querido llevar a la cama, desataron en ella un rio de pasiones desenfrenadas. Estaba impresionada con aquella bestia que tenía dentro de su boca. Deseaba tragársela hasta su garganta pero sabía que aquello era imposible. Imaginarse montada en ese descomunal miembro, llenaban su mente de temor pero a su vez un deseo incomparable por domarlo. Sintió la mano del apuesto joven hurgar dentro de su bata.

La mano que tocaba sus pezones con cierta impericia, le estaban causando un placer inmenso. Con una mano, desabotonó su bata y la dejó deslizar al piso. No llevaba brasier. Su imponente cuerpo de porcelana china, descubrió ante su paciente, dos imponentes melones rosados y unas piernas finamente labradas. Su prenda interior estaba completamente mojada. Con una mano masajeaba la descomunal polla y con la otra se tocó su hendidura como imaginándose lo que sería la batalla que le esperaba.

Al ver el cuerpo semidesnudo de la enfermera, comencé a temblar como un niño sin ropa en pleno invierno. Toqué su cintura y apreté sus nalgas con fuerza. La halé hacía mí, alejándola de mi polla y la besé locamente. Con mis dos brazos la subí a la camilla y la acosté encima de mí.

-apriétame duro, por favor -me dijo.

Suavemente le retiré el bikini negro que separaba su jardín pulcramente desmalezado y froté mi ariete contra su puerta de la gloria. Mi miembro se deslizaba salvaje y juguetón en aquella morada humedecida por los jugos más preciados.

-Tengo mucho miedo -me dijo.

-No creo poder con tan grande cañón -Agregó.

-No tengas miedo, si quieres solo frótalo contra tu conchita -le dije pensando que realmente no podría con aquello.

– Si, está bien, solo lo frotare, aunque tengo unas ganas infinitas de poder probarla -susurró.

-Tal vez solo me introduzco el melocotón que corona tu descomunal roble- Me insinuó.

Seguidamente, posó sus rodillas en el borde de la camilla y con una de sus manos colocó la punta de mi polla en su entrada lubricada. Trató de introducir el rosetón y a cada intento apretaba su vientre con temor incontrolado.

-no creo que entre, Dios. Es inmenso, pero tengo unas ganas endemoniadas de que me llegué a las entrañas- Profirió aquellas palabras y redobló su esfuerzo pertinaz. Más relajada por los efectos del paroxismo, la cabeza resbaladiza de mi miembro logró franquear la puerta de su fortaleza celestial.

-¡Ay, ay, me duele. Así, por favor. Ya, ya, voy a morir! -Gritó.

Su vientre comenzó a contorsionarse y a cada movimiento mi espada ganaba terreno en su húmeda gruta.

-No pares, por favor, no pares. Creo que me la metí toda -Me dijo empapada de un sudor exquisito.

– Lo siento rico, papi. Me encanta estar empalmada así. Dame más duro, más duro -imploraba.

Lo que no se imaginaba mi enfermera, era que todavía quedaba terreno por conquistar. Centímetro a centímetro fui ganando espacios en aquel túnel apretado y paradisiaco.

-¡Por Dios, me vas a matar con todo eso. Pensé que ya me lo habías metido todo! Sigue, sigue, no te pares. Mátame, no tengas piedad de mí -pronunció con convicción.

La penetré hasta lo último de mi cañón. La sentí venir en múltiples orgasmos. De mi interior, brotaban chorros de lava blanca de mi descontrolado volcán.

-Me muero. Ha sido maravilloso. Quiero más, por favor -suplicó.

La volteé de espaldas a mí y pude presenciar lo exquisito de sus nalgas. Ella puso su orificio anal frente a mi cara y metí me lengua hasta donde pude. Su piel se erizaba y temblaba a cada succión que le propinaba. Su respiración entrecortada y las contracciones de su esfínter, entusiasmaron de nuevo a mi alicaído miembro.

-Me encanta que me beses el culito -exclamo casi llorando.

-Intentemos juguetear con él a ver si logro introducirme una porción pequeña -agregó.

Escupí varías veces su orificio y ella embadurno de saliva mi polla y la dirigió lentamente hacia su culito.

-poco a poco, por favor. No sé cómo lo vamos a meter pero me muero de ganas de que me lo metas hasta el fondo -Dijo.

La imagen de aquellas nalgas buscando apoderarse de mi polla e intentar introducirla por su hermoso culo, me tenían embelesado. Lo puso en su entrada y con una mano lo mantuvo erguido y apuntando con precisión la puerta que conducía a sus recónditos lugares. Le introduje uno, dos, tres dedos, intentando relajar y acostumbrar su pasadizo para la ardua tarea que se avecinaba. Con cierta destreza, lo guio suavemente y su puerta cedió y comenzó a engullirse mi descomunal falo. Comenzó a temblar y a proferir toda clase de palabras obscenas ajenas a mí. Con el mastodonte adentro, inició una serie de movimientos desenfrenados que exprimían mi envainado miembro.

-Qué rico, me duele mucho pero no pares. Ayyy, que dolor estoy sintiendo, pero por favor, no se te ocurra sacarlo -gritaba.

Con su mano se frotaba incesantemente su capullo de la felicidad. Por sus alaridos de placer, adiviné que se había venido varias veces. Por mi parte, de mis entrañas emanaban mis líquidos sin cesar. Eyaculé como tres veces. El cuerpo de mi pelirroja estaba marcado por mis manos. Se volteó y se aferró a mí como una perrita cariñosa.

-¿No sé qué hemos hecho?

-Yo tampoco…

El ruido de unos pasos fuera de aquel almacén, nos alertaron y nos trajeron a la triste realidad. No estoy contagiado, gracias a Dios, le dije.

Mi sorpresiva enfermera. Alphonso Estevens.

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