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Sole y su psicólogo
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Sole mando el típico mensaje, estoy abajo. A veces con la ilusión de una respuesta diferente, pero siempre obligándose a ser respetuosa y consciente de los protocolos.

Bajo dame cinco, respuesta seca, pero exacta.

Ella sabía los límites que debía respetar y un poco la entristecía pensar, que Raúl nunca lograría conocer ese lado de ella. Quizás es el que a ella más le gustaba, porque era en el que se sentía más cómoda. Ese costado suyo un poco más salvaje y visceral. Sensual, coqueto, bastante pícaro y sin prejuicios de ningún tipo. Ella solía pensar en lo mucho que podrían reír, compartir e incluso disfrutarse si pudiese conocer a esa Soledad. Pero también pensaba en lo mucho que podría perder si se dejaba llevar. ¿Qué pasaría si él la rechazaba? ¿Qué sentiría, si eso desencadenara en alejarse para siempre de su vida por la sola vergüenza al rechazo? Que le costaría más llevar en su alma: el dolor del desprecio o el abismo inmenso que le causaría su ausencia. Era demasiada carga, por lo que se mantenía a raya, en cada sesión y cada uno de los mensajes post encuentro. Busquemos soluciones a mis problemas más profundos y enmarañados, no a mis deseos más terrenales, solía pensar.

Hubo un día en particular que para ella fue más tortuoso de lo habitual, la remera casual gris, un poco ceñida al cuerpo, alimentaba su deseo y pensamientos más salvajes. Casualmente, ese día él decidió sumarle unas miradas a sus análisis, que un poco la desconcentraban del meollo de sus pensamientos. Ladeando levemente su cabeza, mirándola sobre ese par de lentes que tanto le favorecían al color de sus ojos. Por lo que le tocó hacer un gran esfuerzo por no saltar en busca de sus brazos y los besos que, ella soñaba, serían de novela romántica.

En otro él admiro con bastante entusiasmo la remera deportiva que ella, inocentemente por desconocimiento de su equipo favorito, llevaba puesta. En ese momento él la recorrió entera, para su total vergüenza, sin faltarle el respeto, sin siquiera tocarle un pelo. Por lo que su cabeza un poco voló, a pensar en una película porno. Esperando el momento del desmadre. Pero ella respiro profundo y lo dejo pasar. Varias veces, luego de eso, fantaseo con volver a llevarla. Solo para ver su reacción, para intentar despertar en él algún tipo de respuesta. Pero seguía prevaleciendo en ella una fuerza más grande, la de su presencia cotidiana.

Después de varios meses de tratamiento eran muchas las historias que recordaba como memorables. Algunas bastante entrañables, incluso. Las salidas de esas consultas eran amándolo, psicológicamente hablando. Pero también estaban las otras, de las que salía odiándolo. Porque costaba la verdad punzante que enfrentaba en sus palabras.

De todos modos, había una que, de recordar, no podía más que aplaudirse. No sabía del todo como había logrado formular la pregunta, por mensaje, por supuesto. Ya que no sabía si estaba preparada para la repuesta en vivo y en directo. ¿Es usted casado? Muy bien disfrazado en un chiste. La respuesta demoro. No fue instantánea. Dándole el tiempo necesario para esperar las dos posibles respuestas lógicas. Como para prepararse ante cualquiera de ellas. Por algún lado de su cabeza buscaba el sí. Sentía la necesidad de esa barrera. Lejos de eso la respuesta fue un poco confusa, pero su cabeza la transformo en un si inmediato.

Raúl nunca cruzo un límite, jamás dejo el profesionalismo de lado, quizás alguna vez, solo con un juego de palabras, tonto y sin sentido. Pero no más que eso. Soledad jamás podría afirmar que él tiro un solo leño al fuego de sus deseos.

Hasta que un bendecido día, ella iba fresca, risueña, intentando no darle alas a esos pajaritos que se le iban de vez en cuando. Ese viernes en particular todo fue diferente. Cruzando la puerta Raúl pretendió concentrarse en sus ojos, pero dos pezones alborotados le chiflaron con violencia, aunque ella no reparó en ese detalle, quizás fue su inconsciente quien así lo planeo. Torpemente acercó un poco una silla, con la pregunta:

– ¿Tomas algo?

– ¡Con algo frío estoy joya!, respondió con una sonrisa inocente, pero a la vez un poco pícara, le hubiese encantado contestar otra cosa.

Ella no llegó a sentarse. Él dio una gran zancada, se paró muy cerca, la miro a los ojos por unos segundos, la tomó de la nuca con un brazo, de la cintura con el otro; la trajo hacia él. La besó. Con el desenfreno que un náufrago bebe agua dulce. Con las ansias de un niño abriendo un regalo. Esta vez en la cabeza de Raúl, habían ganado los pájaros. Solo lo separaba del cuerpo de Sole, el vestido y el tímido desempeñó hasta el momento. Ella estaba un poco inmóvil y retraída. No podía creerlo. Estaba pasando, realmente esto estaba sucediendo; y para su total sorpresa, ella se había mantenido casi estoica hasta ese momento. Sin embargo, lo decidido en una fracción de segundo, se dejaría llevar por lo que fuera que pasará y a donde sea que eso la llevará. Mentalmente ya había sucedido en su cabeza tantas veces, para terminar, dándose cuenta que en vivo y en directo era mucho mejor.

Ninguno de los dos se percató en qué momento los lentes volaron por el aire. La larga y gran mesa que solía separarlos en cada encuentro, seria hoy el altar en el que ambos consumarían un deseo recíproco y acalorado. Raúl se encargó de sacar el vestido con precisión quirúrgica y mucha paciencia. La alzó, recostándola sobre ese altar, para recorrer cada centímetro de su cuerpo con mil besos y caricias protectoras, que comenzaron a hacerla temblar un poco. Ella disfrutando en total silencio y con un poco de miedo de pensar que ese momento se fuera acabar. El exploró cada rincón, cual bosque virgen e inhóspito. Cada diferente extensión de su piel hacía que ella comenzara a gemir de una manera diferente. Comenzaba a sentir la imperiosa necesidad de sentirlo dentro suyo. A lo que él susurro a su oído:

-Tranquila, paciencia, nadie nos apura…

Sus palabras fueron néctar en sus papilas gustativas. Quería más.

Despacio, pero muy decidido el bajo por su vientre hasta encontrarse con su entrepierna, la cual disfruto con su lengua, con sus ojos, con sus dedos y nuevamente con su lengua. Se encontraba muy extasiado disfrutando el regalo visual que le brindaba cada una de sus micro convulsiones, sin dejarla llegar al éxtasis extremo. Respirando profundo y obligándola a que mirara cada uno de los actos que cometía. Ella se percató que él tenía pensado, cada uno de los lugares en el departamento en los que la haría explotar, quizás él también lo había repasado, varias veces en su cabeza.

La respiración se volvía cada vez más entrecortada para los dos, por lo que, de su boca, salió un entrecortado:

– Co je me ya…

– Todavía no me lo pides con suficiente fuerza

Bajándole las piernas de la mesa y dándole una violenta vuelta a todo su cuerpo tembloroso y completamente desnudo, comenzó a acariciar sus muslos. Dándole pequeñas nalgadas. Tomándola del cabello, con un poco de fuerza, le pregunto:

– Qué quieres que haga?

– Quiero que me cojas

– No lo estas pidiendo con ganas

Las nalgadas comenzaban a ser más enérgicas y sonoras en el departamento. Sus pezones duros chocaban contra la mesa excitándola aún más. Su miembro erecto solo rozaba sus piernas.

Sintiéndose débil, pero vigorizada por la situación, logró zafarse de los brazos que la apresaban. Pudiendo revertir la situación. Raúl término sobre la mesa, con su componente por lo alto. Como mástil de bandera. Soledad no lo resistió y saltó sobre él. En solo dos movimientos ella lo consiguió, su sexo albergo al de Raúl. Y en un rítmico jadeo los dos comenzaron a danzar a un ritmo bastante rápido, besándose apasionadamente. Recorriéndose con las manos. Acariciando esos pezones tan firmes que pedían ser succionados, retorcido y un poco mordidos. Parecía que Raúl conocía los compases exactos, para respirar, para empujar y para acompaña con la energía adecuada. Se encontraba atento a cada urgente necesidad desprendida de la complexión de Soledad. Su virilidad masculina la hacían sentirse tan estimulada como extasiada. Sintiendo el calor cada vez más agonizante en todo su cuerpo, bullía, estaba a punto de estallar.

Comenzó a sentirlo, estaba llegando el orgasmo más grande que había sentido hasta ese momento, acercándose al final de ese maravilloso espectáculo para sus sentidos cerro sus ojos. Necesitaba disfrutarlo sin que nada la interrumpiese. Al terminar con el estallido más grande que recordaba, debía abrir sus ojos, debía verlo… saber cómo estaba él después de sus gritos y ademanes. Quería abrirlos, lo intentaba y no podía. Luego de luchar unos segundos lo entendió todo. Esta sería la seguidilla de "atenciones en el consultorio de su psicólogo".

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