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La choza
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Conocí a Rosi una mañana en la que un sol espléndido lucía. Yo estaba trabajando en mi huerta, cavando con una azada para quitar malas hierbas, cuando sentí que una mujer llamaba: "¡Oiga, oiga, por favor, escuche!". Ante esas voces, dadas con tanto apremio, no tuve más remedio que desatender mi trabajo, por ver de qué se trataba. A diez o doce metros de mí, más allá de la alambrada que limitaba mi campo, vi un agitar de brazos entre la espesura vegetal. Volví a oír la voz: "¡Ay, sáqueme de este agujero donde he caído!". Salté la alambrada, caminé unos pasos y la vi, vi a Rosi. "Pero, mujer, ¡qué le ha pasado!", dije sonriente; "Ay, sáqueme, sácame", pronto me tuteó. Y, claro, yo era más joven que ella. Me agaché, tiré de sus brazos y la saqué del agujero. "¿Se encuentra bien?", le pregunté; "Sí, sí, gracias muchacho", dijo ella; "Espere, le sacudo el polvo", dije; y, sin avisar, le di unos cachetes en el culo, que bien duro lo tenía. Rosi me miró, entreabrió los labios y cerró los ojos. Yo la besé largamente. Nuestras bocas se engancharon con toda naturalidad. Acabamos tumbados en la tierra, sobre el tierno pasto; nuestros cuerpos enredados. Abrí la camisa de Rosi y saboreé sus tiernas tetas. Ella me sacó la polla del pantalón, me la acarició y dijo: "Humm, quiero que me metas esto". Le subí la falda a Rosi hasta el ombligo, le saqué las braguitas por los pies y monté sobre ella poseído de un deseo animal, como el de esos perros que cubren a las perras, con ardiente y convulso frenesí. Rosi gemía de placer con la boca cerca de mi boca, su aliento y el mío eran un remolino caliente. "Aahh, mi agricultor, no pares", gritaba; y yo sentía esfervescente mi polla dentro de su coño, yo preveía que mi semen saldría disparado en cualquier momento; ella, por su experiencia, también: "Aahh, córrete, córrete, ahora, aahh". Y me corrí.

Rosi, en luna de miel, esperaba a su esposo, completamente desnuda, sentada en el borde de la cama. La lamparita de la mesita de noche iluminaba el dormitorio, iluminaba la parte derecha de su cuerpo, mientras la parte izquierda estaba en penumbras. Rosi permanecía sentada, oyendo el sonido del agua del grifo del lavabo. Las palmas de las manos sobre el colchón. Se miraba su torso lleno de sombras, las que daban sus pronunciadas tetas. Cuando llegaba su esposo en pijama, le decía: "Ven", y él se acercaba. La cabeza de Rosi a la altura de la entrepierna de él, los labios de Rosi sobre la portañuela sin cierre del pijama. Las manos de Rosi tirando hacia abajo del pantalón, la polla de él emergiendo, señalándola. La lengua de Rosi lamiendo el prepucio, después el glande, que surgía como una pompa.

Rosi, sus labores, era rubia. Solía peinar su cabello liso en una media melena con flequillo, muy vintage. Rosi era una mujer guapa, y grande; quiero decir, era robusta, alta, de anchos hombros de los que nacían carnosos brazos, y tetas gruesas y redondas. Sin embargo, no todo su cuerpo tenía estas exuberantes proporciones, pues de cintura hacia abajo, Rosi tenía unas piernas muy estilizadas. Debido a esta última característica en su fisonomía, Rosi, cuando caminaba, balanceaba el culo de un lado a otro ostensiblemente, por lo que resultaba tremendamente femenina y, por tanto, extraordinariamente atractiva para los hombres.

A Rosi, en el sexo, lo que más le gustaba era posicionarse a gatas sobre el colchón, que la follaran por detrás, por el culo o por el chocho le daba igual: ella disfrutaba siendo montada como una yegua. Rosi llamaba a su esposo: "Cariño mío, ven", y cuando éste llegaba al dormitorio y la veía así, se lanzaba sobre ella con la ropa puesta, se sacaba la polla, se arrodillaba detrás de ella y la penetraba. "Oy, así, más fuerte, oy", chillaba Rosi.

Rosi, jubilada, a veces, se paseaba desnuda por el piso, sobre todo en verano. Su esposo, sentado en el sofá, dejaba de prestar atención a la televisión y la miraba quitar el polvo de los muebles, barrer el suelo, doblar y ordenar la ropa recién sacada del tendedero. Para él Rosi era tan hermosa, tal como la veía, sin ropa, con manchas adheridas a su piel debidas a la faena, oliendo a sudor, que se empalmaba. Rosi, al verle, al ver su polla crecida, sonreia y le decía: "Vaya, cariño, ni que nunca hubieses visto a una mujer desnuda": "Desnuda y sucia", apostillaba él; "Luego me ducho", decía ella; "Antes hazme una mamada", pedía él. Entonces ella se acercaba a él; cogía el cojín más a mano que hubiese, para arrodillarse sobre éste sin lastimarse las rodillas; se inclinaba sobre el regazo de su esposo y, con sus finas manos, le desabrochaba el pantalón para liberar su polla, que aparecía vibrante; luego mamaba de ésta, con calma, despacio; de vez en cuando, levantaba la vista con la idea de valorar el placer que causaba, y, si veía que bien, continuaba al mismo ritmo, si no, lo incrementaba y, fingiendo, a propósito, para poder terminarlo, gemía femeninamente; así hasta que su esposo, exhalando un fugaz alarido, expulsada el chorro de semen sobre su lengua.

"¿Vives aquí, solo?", me preguntó Rosi; "Sí, en esa choza de ahí", le contesté señalando mi casa, que estaba a unos cien metros de donde estábamos; "¿Habrá una agricultura supongo, no, agricultor?"; "No, si te refieres a si estoy casado o no, no, no estoy casado", expliqué; "Jolín, ¿y el sexo?", preguntó Rosi; "A veces voy al puticlub del pueblo…"; "Ah, ya…"; "Pero no es lo mismo"; "¿No es lo mismo que qué?"; "Que esto que he hecho contigo, tú me deseabas, deseabas mi cuerpo, una puta desea mi dinero", expliqué. De espaldas tumbados, mirando el cielo azul celeste, estábamos Rosi y yo medio desnudos todavía sobre la hierba; de mi pantalón medio bajado sobresalía mi polla; de su camisa desabrochada y abierta, sus tetas. Rosi se había bajado la falda, después de haber guardado sus braguitas en la bandolera que portaba. Así, tumbados uno junto a otro, giré mi cabeza y, sorprendido, vi que ella me estaba mirando con los párpados semicerrados. Parecía enteramente una mujer enamorada. Me cautivó. Su flequillo rubio, su nariz pequeña, las arruguitas en su barbilla, el suave pliegue de su papada. La besé en el moflete, una vez, dos veces, más; sorbí el sudor, que con el anterior esfuerzo, perlaba sus mejillas. "Oh, agricultor, qué cariñoso eres", me dijo extática; "No sé tu nombre", dije; "Rosi, y me gusta que me den por detrás". Acto seguido, ella se puso de costado, dándome la espalda, y yo, apartando la tela de su falda, plegándome obedientemente a sus deseos, penetré exultante su voluptuoso culo. "Ay, agricultor", pronunció ella arrastrando las silabas; "Buff, Rosi", suspiré yo.

Cuando Rosi volvió del campo, saciada de follar, a las ocho de la tarde, y entró en su casa, vio un vestido estampado tirado sobre el sofá. Lo cogió haciendo una pinza con dos dedos; lo olió. El vestido olía a tabaco y a sudor. "No", pensó. Rosi había observado mucho a su esposo últimamente, su comportamiento con ella había cambiado, ahora no la follaba si no la encontraba desarreglada, y eso sucedía pocas veces. También Rosi había averiguado que su esposo tenía querencia por las mendigas, a las cuales acostumbraba a fotografiar ocultándose entre el mobiliario urbano, incluso haciéndolo estando paseando con ella, y pensaba que era arte, hasta que lo vio, frente al portátil, haciéndose pajas admirando esas fotos que previamente había llevado de un dispositivo a otro, pero nunca hubiera pensado que quisiera llevárselas a la cama. Rosi penetró por el pasillo hasta la habitación de invitados y acercó una oreja a la puerta. Rosi oyó los resuellos y bufidos inconfundibles de su esposo cuando follaba. "Vaya", se dijo. Dos minutos más tarde, estando todavía Rosi pegada a la puerta, salió una mujer joven, extremadamente delgada, de piel morena y cabello muy rizado y largo, completamente desnuda, que le dio un saludo indiferente. Rosi entró a la habitación y observó a su esposo acostado de lado, tapado por la sábana. Él había oído su llegada. Dijo: "Rosi, lo siento". Ella salió y comenzó a preparar la cena. En la alacena encontró el ingrediente que buscaba.

"Humm, agricultor, tu polla… me gusta", susurró Rosi con sus labios rojos pegados al tronco de mi polla, el cual lamía como un helado; "Entonces, tu marido, ¿falleció?", pregunté; "Sí, el pobre, un infarto", contestó Rosi mientras proseguía la faena. Uff, Rosi, como me la estaba poniendo… Yo miraba alternativamente su boca, el techo de la choza, sus tetas volcadas en mi regazo, la ventana de la choza…, y, a veces, cerraba los ojos y metía las palmas de mis manos bajo sus pezones para acariciarlos mientras Rosi se prodigaba en sus avances sobre mi glande. "Aahh, agricultor, tu polla, tan dura…", dijo dejando unos segundos de mamar; "Rosi, me corro ya mismo", avisé. Ella alzó su vista un momento, la bajó después y aumento el ritmo de sus cabezadas hasta que el sordo gemido que emitió me indicó el placer que le produjo mi corrida.

Rosi huele a lavanda, a hierba fresca, y es mia. A pesar de sus años, me ayuda mucho en mi trabajo. Ahora es agricultura, como yo. Yo, por ella, trabajo sin descanso… Bueno, sí, hago descansos, sí. Porque ver a Rosi, cuando sale de la choza, con su peto puesto y sin sujetador, ver sus tetazas sobresaliendo de los tirantes, me pone tan verraco que dejo la azada o lo que tenga en la mano y la poseo al momento. Loco, le beso las tetas, que parece que me las comiese; rápido, la desnudo; feroz, le chupo las axilas, el coño… "Ay, agricultor, me encanta que seas tan fogoso", me dice Rosi mientras follamos.

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