Relato de una noche inolvidable, contado poéticamente desde el punto de un tercero.
“Arranque pasional, lleno de irracionalidad”, escribiría una escritora de cuentos con pretensiones de poeta sobre nosotros si estuviera aquí, en su trabajo más largo. “Sus pieles se rozaban, y sus sentidos se iban turbando nuevamente, atenaceados y llevados por la pasión. Hay ternuras vocales, agua que se ve y agua que se escucha, espuma que se ve y espuma que se escucha. Lenguas comprometidas con sus respectivos deberes, agitaciones manuales se ven en los lugares más perfectos. Besos épicos y profundos, rastros de saliva caliente, exaltaciones que exaltan y no me dejan mantener la objetividad. Atributos envidiables, fervientes y prodigiosas erecciones –prominencias carnales–, que se hacen desear, están al descubierto total.
Uvas de hombre y de mujer perforando el aire. Rodillas separadas a la mayor distancia posible, estocadas hechas del más puro placer corpóreo, se escuchan como truenos de cerca, aunque sin su peligro ni su hostilidad. Cuerpos abiertos se entregan a su presente más emocionante, ropas que tienen un nulo protagonismo, melodiosas exhalaciones y voces de asombro bipartitas se oyen como canto lírico. Generosas cantidades de energía, antes guardadas como tesoros en un cofre, son usadas para entrelazar ardientes humedades, haciéndolo el rompecabezas de dos piezas más precioso que existe. Silencios que apenas logran durar unos dos o tres suspiros, calores que se transmiten impregnan incluso todo el lugar. Sonidos que no merecen el olvido se repiten hasta el infinito, tonos musicales de hombre y de mujer oprimidos por la lujuria como un hechizo, que por momentos parece insondable.
Gradual desvío de la vergüenza. Vergüenza que es una molestia para ellos, como esa pequeña y superficial herida abierta en una mano que no ya sangra ni tampoco duele, pero que está lejos de cicatrizar. Vergüenza que termina teniendo menos peso que una semilla de mostaza. Alientos mentalizados que son esencia. Esencia o fragancia que se quiere pero no se puede comer, recordándome al extracto de vainilla. Imaginaciones indecorosas son llevadas a la realidad más inmediata, sudores derramados son convertidos en un auténtico arte impactante, en una noche de clima inclemente para los resfriados. Sedosas mejillas se tocan entre sí, orejas esponjosas se dejan jugar, suaves narices se dan varios mimos, brazos andando en constante movimiento, ojos que centellean sentimiento, fragmentos de hombre y de mujer moviéndose como gelatina, suplicantes de continuidad. Cabellos que se siguen viendo perfectos, aún en su total desorden. Prejuicios que cedieron el paso, expresiones faciales de sorpresa e impetuosidad que se desespera por querer contagiarme.
Fabricación en serie de embestidas, él no quiere salirse de ella, ella no quiere salirse de él, y por lo tanto no se salen. Él cree que va demasiado lento, pero yo creo que va bastante bien, aunque ella no dice nada al respecto, dejándonos a los dos con la tortura de la duda. Veo un torbellino pecaminoso, con sus pujanzas vivientes y temerosas de la muerte, que encuentra su desenlace con una blanca y copiosa volcada. Llueven gotas fenomenales de buen hombre epicúreo. Sonrisas se dibujan y risas se pintan dentro de un grande y hermoso lienzo, orgullosas de lo que han hecho. Fuentes de vida varonil y femenil hacen su espectáculo más memorable, mis pupilas quieren documentarlo todo. Desnudez duplicada, que hoy me dieron el privilegio de contemplarlos conmovida, intimando como si yo no estuviera. Ni las flores de mi pequeño jardín son tan lindas como la flor que exhibe venturosamente aquella mujer. Las sábanas están mojadas, casi como un tejado durante una tormenta, después de haber sufrido tantos arañazos. Hay miradas entradoras que me observan con benevolencia, invitándome a su liturgia sublime, y yo siendo víctima de una timidez que seguramente luego maldeciré, presa de un pudor que luego difamaré casi injustamente, me niego rotundamente. Tiembla ella, tiembla él y tiemblo yo. Semblantes bellamente enrojecidos y corazones zumbando de forma tripartita. Enrojecido está él, enrojecida está ella y enrojecida estoy yo. Las palabras que usaré para describir lo que acabo de ver serán una inevitable minucia. Nunca le harán justicia a lo que acabo de observar con admiración. Dichosa ella, dichoso él, y dichosa yo –más o menos–”.