I
Pasaron un par de meses sin que la visita de Félix fuera para mi, pero no por eso dejó de frecuentar la familia, así siguió visitándonos en casa; todo seguía como si nada. No parecía haber ocurrido nada trascendente que pudiera alterar las conductas ni las relaciones. Nadie parecía recordar nada, ni haber acontecido nada. No volvimos a hablar del asunto con mi marido y mucho menos con Félix.
Por mi parte, no podía olvidar lo ocurrido y lo tenía siempre presente; no paraba de revisarlo una y otra vez, y atender a las situaciones que repensaba incesantemente, cada vez más confusa. No me podía olvidar de una experiencia que me había marcado a fuego. Poco a poco me sorprendí con pensamientos y conductas que me llamaron la atención. Por de pronto, me hallé a mi misma repasando con insistencia todo lo ocurrido, experimentando al hacerlo algunos sentimientos contradictorios: Como desde el principio, rechazaba lo que había vivido, con la misma fuerza que el primer día, pero fui advirtiendo que lo que pasó había dejado su huella y el tiempo iba atemperando su fealdad.
Había desarrollado en mi alguna forma de placer en la sumisión, en la obediencia y la violencia, porque comenzaba a rememorarlo todo con cierto agrado, cierta satisfacción de tener que obedecer o en la presencia de una autoridad; Ya no me parecía todo tan desagradable y por momentos pensé que había aprendido a gozar por la cola, aunque no me había permitido reconocérmelo. No en vano había aceptado de mi marido todo lo que me había impuesto y le había obedecido puntualmente, pero era consciente había guardado reserva de algunas cosas, además de haber avanzado en ceder ante Félix en cuestiones que no se hablaron con mi marido, lo que hacía reconocer en él cierta forma de autoridad.
Cuando pensaba en los episodios vividos con Félix, no encontraba ya tan chocante la situación; sí recordaba su presencia, su aplomo y su autoridad, que desdibujaban lo que en su momento me pareció tan desagradable. De alguna forma había desarrollado en mi un sentimiento hacia él que no era el rechazo inicial y, que si bien no era admiración, era sin dudas un cierto respeto por quien me había sometido de esa forma, me había roto el culo sin piedad y la forma en que había doblegado mi voluntad logrando todo lo que había conseguido, al margen de las órdenes de mi marido Marcelo, las que había excedido generosamente.
¿Por qué había aceptado hacer lo que mi marido no me había mandado? ¿Por qué guardaba en reserva mis sentimientos e impresiones? Sin dudas que se había generado una relación entre mi culeador y yo, que era distinta y particular en la cual aparecía él, como dominante. En mi fuero íntimo rechazaba esta forma simpática y hasta placentera de recordarlo, pero de hecho fue apareciendo y creciendo de a poco en mi, una suerte de nostalgia y una visión respetuosa de ese macho desconsiderado y brutal, que no dudaba en ensartarme con violencia y usar de mi, sin atisbo de cariño ni nada, al tiempo que me hacía objeto de su violencia.
Cuando me ponía a recordarlo, en la soledad de mis siestas, sentía un vacío, una sensación extraña en el vientre y en especial en la cola; Era como si mi culito, roto y tantas veces utilizado por este invasor violento, pasados los momentos de dolor y violencia, recordara ahora con calidez la pija que lo rompió y lo usó sin piedad, y extrañara su visita habitual a la hora de la siesta.
Una situación particular se mantuvo inalterable: la violencia. Tras un corto intervalo, Félix fue reiniciando su conducta golpeadora. De a poco, viendo mi reacción y frente a mi pasividad, que interpretó como aceptación, fue incrementando su violencia, hasta que se hizo frecuente que me diera violentos tirones de pelo, fuertes cachetazos o sopapos y trompadas en el cuerpo, que no se por qué aceptaba. Cada vez era más violento. Pero la violencia no me era ajena ni tan desagradable y la acepté silenciosamente.
Poco a poco fui admitiendo cierto placer en el recuerdo y me sorprendí con conductas raras para mi; Como que en mi soledad de la siesta aparecí vistiéndome con el mismo vestido con que esperaba a Félix cuando venía, hecha una señora formal aunque sin ponerme bombachas, como lo hacía habitualmente, para estar rápidamente disponible para que me culeara. Nada lo justificaba ahora realmente, pero yo me vestía así y sentía cierto placer en hacerlo, como viviendo una ilusión y hasta creo que me permití algunas fantasías ¿Qué me estaba pasando? ¿Acaso me había enamorado de él de alguna forma? O era simplemente una relación de sumisa dominación.
Después de todo, nadie me había dicho antes que tenía que ofrecerme vestida de ese modo y disponible, sino que nació de mi, estaba actuando por mi misma y sola. Era mi hábito, pero enfaticé en vestirme como una señora formal, cuidando especialmente el aliño. Constaté, al principio con asombro, que cuando me vestía de ese modo, tenía una cierta ansiedad, como esperando que Félix llegara, y que se fuera satisfecho. Me imaginaba venía en mi busca porque me deseaba y me necesitaba y anhelaba que así fuera; Que entraba y me violentaba, y no dudaba en usarme por la boca y por el culo como lo había hecho tantas veces, en medio de sus golpes. Y no dejaba de gustarme. Así pasaba las siestas en soledad, en medio de fantasías crecientes y en alguna oportunidad, con placer, comencé a fantasear que venía y me volvía a culear, sin que me resultara desagradable para nada, sino todo lo contrario. No había en eso una gota de amor, ni de cariño según yo creía; era esta suerte de amo que volvía por lo suyo y lo tomaba; un amo que respetaba y al que estaba sometida.
Me revolvía en las contradicciones pero en realidad creo que entonces ya lo extrañaba y tenía, aunque no podía creerlo, un lindo recuerdo de la primera vez, cuando me paseó por la casa ensartada y con los pies en el aire, gritando de dolor. ¡Qué macho! Y era mío…
De algún modo había olvidado el dolor, y conservaba recuerdos placenteros. En mi ánimo había cierto respeto por su capacidad, su actitud indoblegable, su condición de macho indiscutida y el modo como paseó su presa por la casa, ensartada por el culo, sin cuidado ni piedad, después de rompérmelo sin consideración alguna. No era amor lo mío, ni nada por el estilo; era un mero sentimiento físico que me descolocaba y no quería admitir, que de alguna forma unía el placer a la violencia.
Un respeto y admiración que me hacía extrañar hasta sus azotes y me hacía recordar con especial respeto sus visitas impiadosas y brutales. Es más, cuando ahora me golpeaba, descubrí que me excitaba.
Muchas tardes en soledad, sentada en el mismo sillón de mi sacrificio, recordaba y repasaba largamente lo ocurrido; así mis sentimientos fueron variando o aflorando poco a poco.
Lo que era en principio un recuerdo humillante de mis chupadas de pija y cogidas por la boca, invariablemente concluidas con la eyaculación que me obligaba a tragar, se fue convirtiendo sutilmente en un sentimiento de dominio, según el cual cuando recordaba su pija ensartada hasta el tronco entre mis labios, sentía que Félix estaba a mi merced, en mis manos y yo era la dominante; Yo lo llevaba o no al placer, yo me lo comía y tragaba todo lo suyo como algo mío. Surgía en mi una suerte de ternura y satisfacción por haberlo satisfecho.
Pero además, lo vivía al mismo tiempo como una suerte de ídolo: Fantaseaba representándome esa pija como un ícono al que debía pleitesía pero que de algún modo dependía de mi, que la veneraba. Y lo más curioso fue que también en este sentido comencé lentamente a extrañarlo y aceptar que no me desagradaba tanto la idea de recibir una pija en la boca y que se volcara en ella; era como si hubiera aprendido a gozarlo y desaparecidas las primeras impresiones quedaba un trasfondo de placer con algo de cariño, aunque éste siempre estuvo reservado a mi marido.
Después de todo, lo vivía como algo mío, exclusivamente mío, y por bestial que fuera conmigo Félix, era un trato exclusivo, especial y secreto. Recordaba cada milímetro de su pija y sus huevos, su textura, su sabor; la forma y gustos de sus eyaculaciones, y todo no me parecía ya tan desagradable.
Lo mismo me ocurría con los episodios en que me culeaba; ¿Acaso era tan desagradable al final? El tiempo lo fue quitando de los recuerdos, que repasaba una y otra vez, siempre con una emoción escondida y un dejo de placer ansioso. Después de todo, me dije para mi caletre, está claro no me disgustaba nada comerme una buena pija o recibirla por la cola, y lo mejor de todo es que había conseguido separar claramente el amor de este acto, además de que con Félix había aprendido a hacerlo; eso si lo tenía claro: no había una pizca de amor. Al menos eso creía, pensándome enamorada de mi marido.
En eso, Félix había sido un docente de primera, enseñándome partes del sexo que no conocía, y al parecer había aprendido a gozarlo de un modo diferente, separado del amor.
Yo estaba desorientada.
II
Félix nunca dejó de visitarnos después de su charla con Marcelo que marcó el fin de mis servicios, y si bien mantuvo distancia conmigo, siempre estuvo como un puma al acecho y como he dicho no se privó de seguir golpeándome; Él fue el que advirtió de alguna forma mis estados de ánimo, aunque nunca los dejé traslucir, y a pesar que nunca lo miré directamente como para recibir un mensaje, ni admití que se reflejara nada; pero él lo advirtió. No en vano me había roto el culo tantas veces y me había iniciado en prácticas que solo él usaba, dominando mi voluntad. Tenía como una llave de mi, de una parte de mi que había sido solamente suya.
No se cómo, pero lo advirtió. Había aprendido a conocerme más de lo que yo creía. Además, cuando aparecía, sentía palpitar mi culito como emocionado y no podía dejar de pensar en el sabor y la textura de su hermosa pija en mi boca, al tiempo que me emocionaba pensar que volvía por mi; Cada vez se me hacía más aceptable, tanto que en ocasiones la recordaba como hermosa aunque rechazaba la idea. Creo que él lo percibió en el aire.
Yo muchas veces me sorprendí a mi misma mirándole la bragueta e imaginando cosas, incluso aceptando que me pegara, algo que rechazaba violentamente en cuanto tomaba conciencia, pero a lo que volvía sin querer y que mantuve en secreto sin acusarlo. Él no dejó de cachetearme violentamente sin motivo o darme fuertes tirones de pelo y hasta trompadas en las costillas que me dejaban sin respiración. Todo lo acepté sumisamente.
Cuando a veces se quedaba a pasar el día con nosotros, nada parecía salirse de lo normal, pero yo llegaba a la noche con una carga notable de calentura y cogíamos a lo loco con Marcelo, que ni sospechaba lo que pasaba conmigo, ni por qué lo buscaba. Pero yo estaba caliente si bien no era plenamente consciente de eso. Es más, sin decir palabra me ponía boca abajo, esperando ansiosa que Marcelo me la diera por el culo, pero quedé siempre frustrada y con las ganas porque nunca lo hizo. Tampoco se lo pedí porque temía alertarlo. Pero me di cuenta que yo había aprendido a gozar por atrás y que veía con agrado una buena poronga en el ojete, como había tenido tantas veces. Eso era mío y lo extrañaba. Era parte de la vida, no era tabú ni pecado.
Félix, por su parte, fue tomando actitudes que yo leí como mensajes y avances; aunque fui solamente yo quien captó su modo sutil y subrepticio de actuar ya que nunca dejó traslucir nada ante los demás. Solía quedarse a comer en casa con todos, y pedía permiso para echarse una siestita, cosa que hacía siempre en el sillón del living y en el lugar donde tantas pajas le había hecho, donde me rompió el culo y donde me enseñó a chupar su pija.
Que se sentara siempre ahí, era para mi como un mensaje: Era como el asesino que volvía al lugar de comisión de su delito y esperaba que su presa volviera. Yo, emocionada, me sentaba a leer en el sillón del frente y simulando, con una revista en la mano, le miraba la entrepierna con hambre tan inconfesado como inconsciente. Marcelo, mi marido, hacía su siesta en nuestro dormitorio.
Así pasó el tiempo. Insisto que Félix me conocía bastante bien y fue calibrando y advirtiendo la situación paso a paso; Con aplomo, comenzó a avanzar cuidadosamente para evitar resbalones y la reacción de Marcelo, mi marido, que le había puesto límites. Tenía que considerar cómo reaccionaría yo, porque debía mantener oculto lo que fuera, y necesitaba saber si yo mantendría silencio y lo que es más, si podía contar con mi complicidad; Lo hizo cuidadosamente pero comenzó a avanzar con sutileza, como midiendo mi complicidad.
Lo primero que hizo fue, cuando estábamos solos y él dormía su siestita, comenzar a sobarse la entrepierna, simulando estar dormido, colocando la pija de modo que la pudiera valorar a través del pantalón. He de confesar que para ese entonces se me hacía agua la boca y no podía apartar mis ojos de él, aunque en mi mente lo rechazaba.
La escena se repitió muchas veces y yo cada vez lo fui aceptando más, e inclusive lo esperaba rogando que terminara el almuerzo y se diera la situación de la siesta para que él repitiera su desafío. El estómago se me llenaba de hormigas…
Una de esas veces, un sábado de otoño, Marcelo se fue a dormir la siesta como de costumbre y nos dejó en el living, solos como siempre; los chicos jugaban afuera y yo leía, simulando. Félix volvió a su jueguito y en medio de su sobada, cuando yo lo miraba atenta, abrió los ojos y me miró fijo advirtiendo que yo tenía la vista fija en su entrepierna. Aparté la vista en el acto, azorada, pero él lo advirtió bien. Entonces, sin dejar de tocarse y sin soltarse la pija me ordenó lo que podría ser un pedido:
-Vení, sentate aquí a mi lado-, me dijo señalándome el lugar donde siempre lo había pajeado. Mi mente fríamente reaccionó y gritó que se fuera a paseo, que ni pensaba, pero mi voluntad estaba dominada por él y por mi deseo: Dejé la revista a un lado, me levanté, caminé hasta el sillón y me senté a su lado. Volvía a obedecer. No me sentía ni dominada, ni avasallada, ni humillada, simplemente lo hice movida más por mi que por él, que evidentemente dominaba mi voluntad.
–¿Querés tocarla?-, me preguntó con su mirada fija y atenta, refiriéndose a su pija que astutamente no había sacado del pantalón. Era consciente de su sutil dominio y mi acto obediente. Yo mantenía la mirada baja pero no dejaba de mirar su entrepierna; Quitó su mano de allí, dejándome el camino libre y estiré la mano un poco como para tocarlo, dubitativa, pero antes de llegar a hacerlo, reaccioné, me levanté y volví a mi sillón, negándome a consumar lo que él quería. Él amagó golpearme, pero se sofrenó. Me estremecí.
Pero con lo que había ocurrido en ese momento, él había aprendido que podía pedirme o sugerirme cosas sin que protestara, y que yo había querido satisfacerlo aunque me arrepentí en el camino; sabía que me podía y que de alguna forma me dominaba y que me gustaba y que lo iba a lograr sin que lo acusara a mi marido; Sabía que no hubo rebelión ni protesta, que no lo acusé a mi marido, ni siquiera cuando amagó golpearme.
Descubrió que la relación se cerraba ahora en nosotros dos, que pasaba a ser nuestro secreto en todo lo que ocurriera; ahora dominaba Félix.
Se rio satisfecho, se rio de mi diciéndome sin respeto alguno:
-¿Te gusta, no? Le has tomado afición, es normal-. Me dijo burlón. Yo no lo miraba, temblando de temor. Me había vuelto débil y lo temía.
Félix se atrevió a más, aprovechando nuestra soledad, me preguntó:
-¿Querés chuparla señora?- me preguntó burlonamente, con desparpajo. Y luego, con algo de petulancia y desprecio agregó: –No me digas que no la extrañas, señora-.
Enfatizaba especialmente en el trato de señora para hacerme sentir lo que era: un ama de casa formal y correcta, clásica y reprimida, que había sido enseñada por él a gozar por el culo, a chupar la pija y a dejarme coger por la boca.
La situación era difícil: mi marido dormía a los pocos metros en nuestra habitación y los chicos jugaban afuera a la misma distancia. En cualquier momento entraba alguno.
Yo solamente callaba, pero me sentía cada vez más débil y vulnerable; La voluntad no me respondía y crecía en mi una suerte de admiración por él, que era capaz de volver así a por mi, sin importarle dónde estaba, y el momento y sus circunstancias, y que me dominaba.
-¿La saco señora?- me preguntó mirándome atentamente a ver cómo reaccionaba, sin dejar de avanzar y con gran atención. No me moví y ni contesté, sabiendo que mi silencio era como un asentimiento. Entonces, sin esperar respuesta, se puso de pie, se bajó el cierre de la bragueta y se paró frente a mi con su pija afuera. Ya estaba parada. Me atoré de emoción, sofocada, pero no dije una palabra ni lo rechacé, ni grité, ni llamé a mi marido. No sabía qué hacer. La mente me decía que no, pero mi boca me pedía esa pija que se balanceaba ante mi cara.
Miré hacia mi dormitorio: no se oía más que la respiración pesada de Marcelo que dormía. Cuando volví la cabeza, Félix apoyó su pija en mis labios y con un poquito de presión consiguió que abriera la boca y me la metió. La abracé con mis labios cariñosamente, como dándole la bienvenida, pero él no deseaba una mamada sencilla, quería establecer autoridad y marcar territorio; Me quería no como yo deseaba sino como era su deseo: Me tomó de la nuca asiendo mi cola de caballo y me la metió hasta el fondo, dejando mi nariz pegada a sus pendejos y estando así me dio un fuerte bofetón:
-No vuelva a hacerse la estrecha señora. Ahora aprenderá a obedecer o se queda sin esto-. Estaba muy caliente, porque en pocos instantes se vació generosamente en mi garganta. Yo tuve un orgasmo silencioso junto con él; antes no recordaba haberlo tenido nunca. Estaba loca por esa pija y por ese macho que me hacía delirar como hembra; sentía que haría lo que él quisiera.
-¡Ah, ah, cómo la mamás¡ ¡Te gusta mierda! De aquí en más, cuando quieras pija me la tendrás que pedir. Has aprendido a gustarla, carajo- me dijo en son de triunfo, como quien descubre algo importante o recibe un premio.
Yo, que había tragado todo, lo empujé para que saliera y me dejara respirar; Menos mal, porque al instante entró Marcelo, mi marido, que venía del baño. Félix lo esperaba sentado ya, como distraído, y yo, con la revista en la mano, simulaba leer mientras me sacaba de la boca los pendejos de Félix que me habían quedado adentro. Nada evidenciaba la enorme confusión que sentía en ese momento ¿Lo había disfrutado?, claro que si; ¿Por qué no se lo decía a mi marido? ¿Qué sentía? En realidad, estaba totalmente perdida y no sabía qué pensar ni qué hacer, y no sabía qué pasaría en el futuro, lo que era seguro es que ya no podía prescindir de él y que había vuelto por mi y en qué forma.
Ese fue el segundo momento de mi perdición; porque lejos de acusarlo a Marcelo, guardé un silencio cómplice, convirtiendo la nuestra en una relación al margen de mi marido, ahora bajo la autoridad de Félix, que bien sabría usarla. Ahora él mandaba. Ahora tenía que aprender a obedecerle, a hacer lo que ya había hecho antes, pero ahora por orden de él, que estaba dispuesto a disponer de mi, a fajarme sin piedad, y sin que le importara un ardite de su amigo. Luego iba a agregar un componente: Lo que quisiera, debía pedirlo, cosa que para mi parecía inconcebible, pero que para él era importante porque me quería sometida y obediente.
Yo no me concebía a mi misma pidiendo que me culeara o me diera la pija a chupar, después de lo pasado; Ya aprendería…
Félix volvió a aparecer a las siestas y yo a chuparle la pija o a dejarme coger por la boca y permitirle golpearme sin piedad:
-¡Póngale pasión, señora!- me decía al tiempo que me daba una fuerte bofetada. Y yo me esmeraba cada vez más con su pija en la boca, en hurgarle su boquita como se que le gustaba y chupársela delicadamente.
Se fue repitiendo la historia. Reaccionaba contra él, juraba no volver a hacerlo, pero cedía cada día, tanto cedía que fui yo quien lo llamó la primera vez, con una excusa tonta para que viniera, aunque ambos sabíamos que era para que me diera por la boca; al principio ni se mencionó mi cola. La primera vez que lo llamé, lo esperé vestida como una señora, como le gustaba; pero apenas entró y se cerró la puerta, se sacó el cinturón y la emprendió a cinturonazos contra mi, dejándome sin aire. Me dio una violenta tunda, en medio de la cual me ordenó sacarme el vestido y cuando lo hice exclamó al verme sin bombachas:
-Si será puta, señora-.
Y acto seguido siguió con su paliza que me dejó destruida y caliente, absolutamente sometida, deseosa de agradarle y de complacerlo.
Yo, tenía ahora una actitud activa, marcada por el hecho que fui yo quien después de esa primera ocasión le llamé por teléfono pidiéndole que venga; los dos sabíamos que era para mamársela. A partir de ese día me había nacido una suerte de devoción por la pija de Félix, por su persona y por todo lo que hacía; yo repasaba en mi mente lo que me ocurría y no conseguía comprender, salvo que percibía que deseaba con locura sentir nuevamente esa pija en mi boca, ansiaba que me la violara, que me la llenara de leche contra mi voluntad y que me obligara a tragarla. Lo deseaba y lo disfrutaba.
Me había convertido en un adicta a esa verga y a su semen, que sabía delicioso para mi y cuando la tenía en la boca me movía, buscando el mayor placer para él y para mi, hasta que terminaba copiosamente. Ya no solo no me desagradaba su eyaculación, sino que la saboreaba con fruición. Yo ponía tanto esmero en mi satisfacción como en la suya. Había sido tan bien domesticada ese tiempo pasado, que ahora deliraba por esa pija y superados los primeros momentos negativos, la disfrutaba enormemente. Ahora gozábamos ambos.
Es curioso que jamás en esos días se habló de mi cola, ni me la pidió; Félix se limitó a mamadas y me propinó muchos bofetones y a veces, cinturonazos. Durante todo ese período primero, que fue algo más de un mes, no volvió a culearme ni lo intentó, sino que se limitó a cogerme por la boca, cuan profundo pudiera, una o dos veces, cada vez que me veía, pero sin cambiar su actitud inicial, que ahora me resultaba familiar y deseable.
Volvió a sus andanzas: quería violentarme y ponerme en riesgo, someter mi voluntad que cada día era más débil, deseaba que se la mame en todas partes, lo que lo excitaba de sobremanera; le encantaba el riesgo, la presencia cercana de mi familia o amigos, especialmente la de mi marido, y tomó la costumbre de hacerme chupar su pija estando Marcelo presente al tiempo de burlarse de él haciéndole comentarios a Marcelo; comentarios alusivos, que en su inocencia no supo percibir, siempre alusivos a mi, que solamente él y yo entendíamos.
Yo lo acepté, me sometí y acepté todo; yo que había hecho todo por mi marido, estaba de acuerdo en que se burlaran de él por mi modo desleal de actuar y colaboraba activamente.
También se hizo el hábito de toquetearme y meterme los dedos en el culo en presencia de Marcelo, que no se percató nunca; le encantaba sentarse cerca de la cabecera de la mesa y cuando me arrimaba a servir metía su mano por debajo de mi pollera y me ensartaba un dedo en el culo. No puedo negar que yo también disfrutaba; lo aceptaba, callada y cómplice, y lo disfrutaba. Gozaba de marcarme el cuerpo a cinturonazos, obligándome a mentirle a mi marido escondiéndole todo.
En cierta ocasión vino al instituto donde yo daba clase, y me hizo que le mamara la pija en el aula. Apenas salidos los alumnos, se paró junto a la puerta, del lado de adentro y me hizo un gesto de autoridad, que obedecí puntualmente. De verdad, debo confesar, me encantaba su pija y sobre todo su actitud para conmigo, y superadas las primeras violaciones, no veía motivo para privarme de ella, como no fuera la infidelidad de no comentárselo siquiera a mi marido, pero después de todo, él no me requería ni por la boca ni por la cola, y había consentido en que las usara Félix.
Ahora, Félix se sentía el dueño y me mandaba, marcando cada vea más su autoridad y su dominio sobre mi, que reafirmaba castigándome sin piedad por cualquier motivo o sin motivo y obligándome a hacer cosas. Un día me hizo chupársela en el auto, mientras él daba vueltas lentamente alrededor de la plaza del pueblo; yo moría de temor y vergüenza pero gocé cuando me echó en la boca una copiosa volcada, que tragué.
Al poco tiempo, comenzó a venir a casa a la siesta cuando estaba sola: yo, lo recibí arregladita como para salir a misa: vestido entero, cerrado y collar de perlas, por cierto que sin bombacha. Toda una señora como le gustaba. Un día, apenas me arrodillé ante él y le saqué su pija afuera, me alzó de los pelos, me cruzó la cara de un fuerte bofetón, y con voz ronca y dura me dijo:
-Su culo, señora, quiero su culo-. No puedo creerlo aún hoy. Sentí un ramalazo de alegría y orgullo ¡Me quería culear!
Repetimos la primera experiencia, pero esta vez, apenas entró su hermosa cabeza, apoyé mis manos en el respaldo del sillón y sola me ensarté hasta el fondo. Luego me enderecé, me apoyé contra su pecho y echando los brazos atrás, busqué su boca para un beso; se rio y me dijo burlándose:
-¡Ajá! ¿No era que esa boca era solo para chupar pija?-. No contesté, lo atraje y lo besé profundamente. Él me abrazó tomando mis pechos con sus manos y repitió el hecho de la primera vez. ¡Qué placer! ¡Qué macho para mi sola! Cuando caímos en el lecho matrimonial, la ensartada fue cálida y profunda y ahí se quedó mordisqueándome el cuello y las orejas un largo rato, moviéndose hasta bien profundo, hasta que eyaculó. Yo había tenido dos orgasmos. Se quedó echado sobre mi un largo rato con su pija en mi culito maltrecho; yo quedaba cubierta como una yegua.
Desde entonces no dejó de culearme a placer, aunque a veces me obligaba a rogarle que me diera por atrás. Se reía, me cacheteaba, me tiraba de los pelos haciéndome llorar, pero al final me culeaba.
Muchas veces, mientras me tenía enculada, menudeaban sus comentarios hostiles y preguntas hirientes que me desesperaban:
-¿Le gustará por el culo a su hija, señora?- Me preguntaba aludiendo indefinidamente a mi hija, cuando yo tenía dos. Me invadía el terror con su pregunta. ¿Acaso sería capaz de entregarle mi hija? O era una mera burla. Yo no me atrevía a moverme ni responder, pero el componente de morbo que agregaba hacía la relación más intensa.
Entonces agregó una forma de castigo nueva, que no se privó de aplicarme con frecuencia: Me ponía boca abajo sobre su falda, me levantaba la pollera y me castigaba con una varita flexible que se sentía dolorosamente. Los primeros golpes hacían que frunciera mis glúteos para soportar el dolor, pero enseguida me relajaba y él concentraba sus golpes en el medio, sobre el ano y el periné y mi conchita. Las azotainas fueron teniendo un efecto notable involuntario: Frente a cada azote, mi culito se abría más y más y mi conchita se mojaba generosamente, sin que mi voluntad interviniera para nada. Entre tanto, yo lloraba y suplicaba sin que a él se le moviera un pelo. Nunca más dejó de castigarme así, cada vez con más violencia y sin causa ni sentido. Solamente autoridad.
Hubo días en que vino solamente a castigarme. Me hacía poner con el culo en pompa y su dolorosa varilla se descargaba impiadosa sobre mi cola, hasta que por obra de no sé qué me relajaba y entonces se concentraba al medio, donde frente a cada latigazo mi ojetito respondía abriéndose más y más. Un día me castigó duramente, al punto que quedé sumamente dolorida y cuando me enderecé, casi no podía caminar. Entonces me dio un violento bofetón y me dijo:
-Póngase bien en el sillón señora, vamos a ayudar a ese culito dolorido-. Me horroricé. Pensar que me la metía donde tanto me había azotado y tenía irritadísimo, me pareció increíble.
Pero Félix ya no tenía freno, ni yo resistencia. Obedecí y me recliné sobre el respaldo del sillón, dejando mi culo a su disposición y me la enterró hasta el fondo. Cómo grité, ¡qué dolor! Dios mío, era como si me volviera a desvirgar el culo.
-¿Le duele señora?- me interrogaba y cuando sollozando le dije que si, que mucho, me respondió:
-Así me gusta, que sepa quién es su macho- y se entretuvo a torturar mi ojete distendido. De pronto, se me desencadenó un violento orgasmo. Félix se rio, me la metió al fondo y eyaculó. La boca se me llenó de su gusto.
Estaba claro que había conseguido dominarme y que yo haría lo que fuera por complacerlo. Pero siempre fue cuidadoso, sobre todo de evitar que mi marido lo supiera o que resultara lastimado; en realidad era su amigo y le tenía aprecio, lo que no le impedía hacer de mi lo que quisiera aunque el espectro de lo que podía hacer con alguna de mis hijas me torturaba la vida.
III
Un día me pidió que fuera a ver a un señor, funcionario público, padre de una de mis alumnas, para pedirle por un trámite o una petición que tenía pendiente:
-Andá a verlo, necesito que me apruebe lo mío-, me dijo. En mi inocencia no entendí bien mi cometido. No encontré nada malo en eso que me pedía y fui a hacer el pedido que formulé educadamente. Ya de vuelta me llamó Félix:
-¿Sos estúpida o te hacés?-, me espetó por teléfono. -¿A qué crees que te mandé?-. Quedé estupefacta. –Mirá, va a ir esta tarde a verte cuando terminan tus clases. Ocupate de que quede satisfecho-, me dijo como si nada.
-Pero ¿Y qué tengo que decirle?-, pregunté.
-¿Decirle? Por mi, nada. Pero le gustás y le he dicho que puede disponer de vos, dale lo que quiera-.
Yo me sentí morir. Iba a preguntar algo pero Félix cortó. En un lugar chico como éste, lo que Félix me pedía era gravísimo, podía tener consecuencias incalculables. Además, me pedía que me prostituyera, que me dejara hacer por un extraño para lograr un beneficio. Para eso tenía que superar todos mis límites e inhibiciones y el tiempo corría en mi contra. No me había negado, simplemente había guardado silencio, pero desde que comenzó todo esto, mi silencio siempre fue entendido como aceptación y de hecho era una forma de sumisión ante quien dominaba.
Eran como las siete de la tarde cuando el señor apareció por la escuela pidiendo reunirse conmigo en la dirección. Yo estaba con mi hijita menor, de seis años, casi siete que jugaba alegre en mi despacho. Ya era tarde para negarme. La angustia me vaciaba el pecho y como una autómata me puse de pie, saqué mi hijita a la salita de espera, le dije que me esperara, lo hice pasar y cerré la puerta. La angustia me envolvía totalmente. No quería dar mala impresión, de modo que lo esperaba con un traje saco cerrado y pollera bien larga, vestida como una directora formal. Entró y se sentó en un sillón cómodo sin nadie que lo invitara, y cuando yo volvía de cerrar la puerta me detuvo a su lado y sin mediar palabra me metió la mano por debajo de la pollera y me tocó la cola. Me quedé helada y dura, y dominando mi reacción bajé la cabeza dócilmente: Era lo que Félix quería.
-Qué linda cola, señora-, me dijo, mientras me toqueteaba. Yo no respondí ni me moví y él no se detuvo; llevó sus dejos a mi agujero, echando al lado la bombacha. –Me ha dijo el amigo que…-, me dijo mientras me acariciaba y me metía un dedo. Yo sollozaba silenciosamente; odiaba lo que estaba pasando, pero si era lo que Félix quería, iba a obedecer. Obedecí también cuando me empujó para que me moviera y me situara frente a él, entre sus piernas, donde quedé parada, con la cabeza gacha, sin que dejara de toquetearme. Involuntariamente me fijé en su bulto, que se veía voluminoso dentro de sus pantalones. Él me miraba atentamente.
-¿Se anima a probarlo señora?- me preguntó visiblemente excitado aludiendo a su miembro. –Félix me ha dicho…-. Yo no podía creer lo que me ocurría, titubeé en agacharme y él se arrellanó en el sillón para facilitarme y entonces me di cuenta: se la tendría que chupar. Él sacó la mano de mi cola y tomándome de la mano me atrajo y me dejé arrodillar ante su entrepierna. Me soltó:
-No sea tímida señora-, me dijo invitándome y como una autómata le desprendí la ropa sacando un miembro enorme y medio fofo que acaricié con reservas haciéndolo poner duro y erecto. Nunca había hecho cosa como esta, y para él era sorprendente e inesperado. Bufaba de excitación y más cuando le besé el capullo y me lo metí en la boca, después de dudar. No duró mucho, estaba muy caliente y lo sentí venir. Temió que me lo sacara de la boca, pero yo sabía lo que Félix deseaba: que se fuera satisfecho, de modo que lo abracé más fuertemente con la boca y recibí su generosa lechada que tragué y seguí chupando un rato hasta que me la saque con cuidado. Entonces tomó su teléfono y le llamó:
-Amigo, fabulosa. ¡Cómo la mama! Y con esa cara de mosquita muerta. Me ha dejado sin una gota. No. No probé ¿Te parece?, bueno, si puedo le doy por el culo también, buena idea. Todo arreglado. Gracias-. Yo me había puesto de pie, sin levantar la vista del suelo.
-Qué placer cogerme una señora como Ud. ¿Y su marido?- preguntó intrigado por la situación.
-Yo soy una señora- respondí humildemente.
-Si pero me la ha mamado y me va a dar su culito- replicó entre curioso y asombrado –y con su hija esperando al lado-.
-Félix me ha mandado. Yo obedezco a Félix-, le informé.
-¿Y su marido está enterado?- preguntó. Yo opuse mi silencio vergonzoso meneando la cabeza en negativa.
No dudó más, me llevó al respaldo del sillón, me inclinó sobre él, y después de levantarme la ropa me culeó sin piedad. Mi colita ya admitía cualquier cosa, de modo que aunque se demoró mucho en acabar, no sufrí dolor, aunque si la humillación de ser usada como una cosa y el sentimiento de actuar como una puta.
Salí con él, conversando como con cualquier padre de alumna, con mi hija de la mano. En la puerta me esperaba mi marido. Se saludaron, subí al auto y nos fuimos a casa sin que nada acusara lo ocurrido. Allá estaba Félix esperándonos con un postre para festejar:
-Creí que ya no venían-, nos dijo al recibirnos. –Aunque con la satisfacción del deber cumplido-, agregó en clara alusión a mi. Me sentí humillada.
A ese padre de familia lo volví a encontrar a fin de mes, en una comida del instituto. Quiso arrimarse y reiniciar la charla, dando por sentado que volvería a usar de mi, pero le hice sentir claramente la distancia de una señora, dejándolo perplejo; nada tenía que ver esta señora formal y distante con la que le chupó la pija y se dejó culear, nada.
–Hablaré con Félix-, murmuró consternado y enojado. No me inmuté, ni le di entrada manteniendo mi postura altiva y distante. Alcancé a ver que Félix observaba la escena y disfrutaba.