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El oscuro encanto de la sumisión (2)
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Viajaban en silencio, la música que brotaba del estéreo se colaba como una neblina entre sus pensamientos. Antes de salir, Oscar y Claudia habían tenido una pelotera. ¡Conducir tantas horas para ver a un maldito espiritista! ¿A quién podía ocurrírsele semejante locura? Y lo que lo había puesto de peor humor era que su superior se sumara a esa absurda excursión.

Lo cierto era que ahí estaban los tres: Oscar manejando con la vista fija en la carretera oscura, Claudia a su lado cebando mate y Víctor, el director del penal, en el asiento de atrás. De vez en cuando, Oscar dejaba escapar un comentario breve entre dos bufidos. Víctor y Claudia mantenían un diálogo aparte, silencioso y cargado de erotismo.

Se habían conocido una vez en que ella había tenido que ir al penal a llevar un pen drive con estados contables que Oscar había olvidado. Víctor entró en el despacho, dio un par de directivas y se marchó, pero esa breve visita había bastado para envolverla en una deliciosa estela de perfume importado. En los días que le siguieron, el imponente timbre de su voz le provocaba latidos suaves en su entrepierna y le endurecía los pezones.

No volvió a verlo hasta ese casamiento en una quinta. Hacía tiempo que Oscar no le prestaba atención más que para molestarla con celos estúpidos. Desde que había comenzado con los antidepresivos, no se le paraba y todo lo que hacía era satisfacerla metiéndole dos dedos. Cuando entró al salón y vio a Víctor, recordó su voz y los pezones se le envararon bajo el vestido rosa. Pasó cerca para que él la viera.

–Hola, Claudia. ¿Cómo estás?

El tono de su voz vibrando en los oídos la derritió, una intensa palpitación en la entrepierna casi le hizo soltar un gemido.

–¿Oscar? –preguntó mirando a los costados aunque no parecía buscar a nadie.

–Por ahí, viendo qué comer.

–Igual que yo.

La mirada centelleante de esas pupilas la atravesó entera, una humedad tibia se deslizó agradable en su ropa interior.

–No quiero más, esa yerba está lavada –ladró Oscar devolviendo el mate.

Claudia tiró los restos de yerba por la ventanilla ante las protestas de Oscar: le iban a ensuciar el auto que acababa de limpiar esa misma mañana. Bufó, se fijó la hora y le pidió a Claudia la pastilla de las doce. Se la metió a la boca y la pasó con un vaso de agua. Por el rabillo, cruzó una rápida mirada y una sonrisa fugaz con Víctor.

–Rompeme toda, hijo de puta.

Le había dicho mirándolo por encima del hombro, las manos apoyadas en la pared de ladrillo y el vestido alzado por encima de la cintura. Todavía sentía en su lengua el sabor del miembro muy duro, se lo había chupado como hacía mucho no chupaba una buena verga. Se había sentido sucia al hacerlo allí, en un casamiento al que la habían invitado con su marido, entre la hierba contra el muro de la quinta. Pero al primer dedo que deslizó en el interior de su concha mojada, se olvidó de todo. Ya solo tenía ganas de tener adentro ese buen pedazo de pija. Mientras jugaba restregando el glande contra su vagina, lo recordaba presionando en su garganta, sofocándola. Su mano apretándole el cuello mientras le llenaba la boca con esa verga deliciosa, las arcadas que le daba vergüenza soltar, las lágrimas que seguro le correrían el rímel.

–Desde que te vi con el imbécil de tu marido que quiero cogerte.

–Sí, papi. Partime en dos con esa pija hermosa, la quiero toda adentro. Por favor, no me hagas esperar más. Metémela toda. Ya.

–Tengo sueño, esas pastillas de mierda –rezongó Oscar estacionando a un costado de la ruta desierta.

–No te preocupes, Oscar. Sigo yo, si Claudia me ceba unos mates.

Claudia sonrió y no dijo nada. Cambiaron lugares y se pusieron nuevamente en marcha. Por el espejo retrovisor, Víctor espiaba los efectos que la medicación hacía en su subalterno que, con la sien apoyada contra el cristal, contemplaba con mirada extraviada la noche. Deslizó una mano furtiva entre las piernas de Claudia, que las separó para facilitar la tarea. Los dedos largos frotaban con suavidad la vagina a través del jean, la entrepierna comenzaba a emitir latidos cada vez más intensos, pedía a gritos que la llenasen como aquella vez contra la pared, que la inundasen de leche caliente, que le comiesen la cabeza con esas cochinadas que le enloquecía oír cuando se lo estaban haciendo. Por el costado del cabezal vio a Oscar durmiendo. Cuando volvió la vista hacia Víctor, encontró que tenía su verga completamente tiesa fuera del pantalón.

–Te estás muriendo por chuparla, lo sé. Este inútil no se va a despertar por un rato.

Claudia se volvió una vez más hacia atrás y Víctor le llevó una mano hacia su miembro. Ella hizo una mueca de fingido disgusto y se inclinó sobre la verga que llevaba varias horas esperándola. La reconoció con suavidad, dibujando círculos con la lengua, repasando una y otra vez la superficie tersa del glande mientras el auto avanzaba por la ruta a velocidad constante.

–Que lengua traviesa que tenés, putita. ¿Te gusta que te llamen así?

Jugueteó empujándola contra la mejilla, lamiéndola, metiéndosela hasta el fondo como a Víctor le gustaba. Lo dejó que empujara hacia abajo su cabeza hasta que el glande se abrió paso a través de su garganta. Sofocó la arcada con el movimiento convulso de la espalda pero Víctor seguía empujando mientras con la otra mano sostenía el volante.

–¡Qué lástima no poder cogerte como te mereces! Sacame toda la leche, no me dejes una sola gota.

Subía y bajaba despacio, saboreando cada centímetro de esa hermosa pija. Llevaba semanas sin probar una, desde ese encuentro en la quinta, y esa inesperada oportunidad le parecía grandiosa. Pasaba la lengua por el tronco, la succionaba lanzando miradas furtivas hacia su marido. La mano acompañaba el movimiento de la boca hasta que un latido le anunciaba el final. Entonces se detenía con una protesta de Víctor, que se removía impaciente. Claudia sonreía y alzaba hacia él una mirada maligna.

–¿Pensás llenarme la boca con toda tu leche?

–Y no quiero que dejes caer una sola gota. Mirá si tu marido se da cuenta, se pudre todo. ¿Alguna vez lo hiciste?

No. Nunca lo había hecho. Había permitido que Oscar terminase en su cara, una estúpida fantasía de película porno. Pero en esas ocasiones, había tenido el cuidado de apretar bien los labios para que no pasase una sola gota. Así que no, no se imaginaba siquiera qué gusto podía tener. Pero si se dejaba guiar por el comentario de sus amigas…

Chupaba lento y con ternura, deslizaba sensual los labios a lo largo del tronco, con los ojos cerrados disfrutaba de ese contacto, los gemidos apagados de Víctor le incendiaban la cabeza y la concha. La quería adentro suyo pero sabía que era imposible sin que el estúpido de su marido se despertase. Se detenía a medio camino, con el glande dentro de su boca, jugaba con él, le lamía con suavidad la punta, lo sentía estremecerse y jadear. Y retrocedía cuando un latido intenso anunciaba el final.

–¡Hija de puta, no me hagas esto!

–Puedo hacerte una paja, y recoger en mi mano…

La mano de Víctor la obligó a terminar el trabajo. La chupaba con ansiedad, pasaba la punta de la lengua por los testículos. Y ahí estaba de nuevo ese latido intenso, casi furioso. Intentó apartarse pero la mano de Víctor detrás de la cabeza se lo impidió, una feroz descarga le llenó de semen la garganta y parte del líquido caliente se escapó por la comisura. La tenía entera dentro de su boca, sintiendo el esperma deslizarse espeso por su tráquea. Se apartó, tosió, miró en vano hacia dónde escupir y tragó los restos adheridos a la lengua.

–Limpio, mi amor.

Observó la mancha brillante sobre el jean. Claudia Sonrió y volvió a inclinarse. Lentamente succionó el pene que iba recobrando flaccidez y luego lamió el semen sobre la tela hasta que solo quedó una mancha oscura y húmeda. Debía reconocer que disfrutaba siendo su puta.

Condujeron el resto del camino en silencio hasta que distinguieron, al doblar una curva, una casona de aspecto antiguo. Víctor verificó su bragueta y Claudia su maquillaje antes de despertar a Oscar con un firme “llegamos”.

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