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Mala noche para que a una la despidan, me dije mientras terminaba de acomodar las botellas sobre el estante. Al otro lado del pasillo en penumbras escuché la tos seca de González, el dueño del restaurant. El rectángulo amarillento que cortaba en dos el pasillo a oscuras parecía la entrada a una cueva llena de peligros. En realidad, la falta que podía haber cometido no se comparaban a los pequeños robos del cocinero o a las sustracciones de la cajera. Después de todo, ¿qué podía tener de malo utilizar mi trabajo como camarera para conseguir algo de dinero extra?

No lo había hecho más que sola vez, con el viejo que viene todas las mañanas a tomarse su vermouth. Empezó con una sonrisita y un comentario inocente. Entablamos una breve charla y quedamos de acuerdo para vernos. Por supuesto, había quedado en claro que la cuestión era económica.

Aunque a mis veintiún años no era ninguna cándida, en el pueblo de donde venía ciertos asuntos se manejaban de otra manera: si un empleo daba para generar algo extra, no había inconvenientes para hacerlo. Pero aquí, en mi primer trabajo en la Capital, las cosas parecían ser distintas. Me lo había dejado claro el señor González al día siguiente:

–¡Mi local no es un puterío cualquiera! –me susurró para que el resto de los empleados no escuchasen, cosa que agradecí.

Con ese viejo me había ganado cada centavo, se la tuve que chupar veinte minutos hasta que consiguió una erección aceptable. Y después, otros veinte bombeando entre mis piernas hasta eyacular. En el intervalo, su lengua se había ensañado con mi concha como un perro con su hueso.

–¡Tatiana, a mi oficina!

Un ramalazo me recorrió la espalda. No quería perder el trabajo, la perspectiva de estar desocupada nuevamente, aun cuando la paga dejara qué desear, no me seducía.

–Voy, señor González.

Repasé unas copas mientras lo escuchaba refunfuñar, su sillón chirrió y otra vez esa tos seca. Cinco minutos después, su voz se dejó oír imperiosa como un ladrido:

–¡No tengo toda la noche, Tatiana!

Tomé coraje, alisé la rejilla húmeda sobre el mostrador y me quité el delantal.

Desde el otro lado del escritorio, me lanzaba miradas hoscas por encima de sus dedos entrelazados. Parecía viejo a pesar de tener cincuenta años.

–Quiero saberlo todo, Tatiana. Todo.

Le respondí que no comprendía a qué se estaba refiriendo.

–Si hay algo que no soporto es que me traten de estúpido. ¡Cómo si no supiera que te cogiste a ese viejo de mierda! ¿Se la chupaste?

Hice un gesto con la cabeza y el señor González sonrió.

–¿Y se le paró?

–S… sí… Pero le aseguro que no…

–Que no va a volver a pasar. Ya conozco a las de tu tipo, no cambian más.

–¿Las de mi tipo?

–Putas, por si no fui claro.

Se hizo un silencio que no hubiera podido cortarse con nada, salvo con otro acceso de esa desagradable tos seca.

–Le faltaste el respeto a mi empresa. ¿Quién va a venir a almorzar a un lugar donde la camarera anda como una perra en celo por las mesas?

No respondí, solo quería que terminara aquella escena que volvía a empezar una y otra vez como si nunca fuera a tener fin.

–Supongo que querés conservar tu trabajo. ¿O no?

–Sí, señor González. Le prometo que no va a volver a pasar.

–Una simple disculpa no es suficiente, Tatiana. Hace falta una sanción.

Hasta ese momento, había permanecido de pie pero el señor González me obligó a tomar asiento. Entonces, rodeó el escritorio y se me acercó. Sus movimientos eran tan lentos que parecían que nunca fueran a terminarse.

–Mostrame cómo se la chupaste –lo miré pensando que había escuchado mal. Eso o volvés a la calle. Es tu elección. No vas a hacer nada que no hayas hecho ya.

Se abrió el saco y apareció su pija ante mi cara, el glande me rozó la punta de la nariz. Lo miré sin comprender aunque no había que ser demasiado inteligente para entender una situación en la que todo estaba tan claro.

–Metétela en la boca o a la calle. Voy a contar hasta tres. Uno, dos…

Como dije, estaba dispuesta a conservar el trabajo, una mala paga siempre era mejor que nada. El glande rozó mis labios, se deslizó intentando abrirse camino.

–Si cuento hasta tres, estás de patitas en la calle. ¿Qué es una mamada? Seguro que a ese viejo sucio se la chupaste y no estaba así de dura. Mirá, tocala.

Me tomó una mano y la llevó hasta su pija, estaba muy dura y suave. La acaricié sintiéndola palpitar entre mis dedos, la recorría entera, contemplaba la cabeza roja asomar y esconderse dentro de la piel como en un capullo rosado.

–¡Tres!

En una cosa González tenía razón: la verga del viejo estaba fofa incluso cuando llevaba un rato chupándosela. Está en cambio me llenaba toda la boca. Se desabrochó el pantalón, lo que me permitió acariciarle los huevos mientras se la mamaba. Jugaba con mi lengua a lo largo del tronco mientras lo oía gemir con los ojos entornados, la levantaba para que viera como le lamía las pelotas, primero una y después la otra, o me las metía las dos en la boca, las empujaba con la lengua, las acariciaba mientras se la sobaba en una paja lenta. Iba a hacerlo sufrir todo lo posible antes de hacerlo terminar. Subí dando breves lamidas, deteniéndome en el nacimiento de la cabeza, rozándolo con los dientes hasta que su cuerpo se estremecía con una sonrisa de placer. Y vuelta a comenzar: se la succionaba despacio, disfrutando con los ojos cerrados el trabajo, saboreando el líquido preseminal que brotaba en gotitas saladas.

–Sos toda una experta, guachita. Se nota que te gusta la pija.

Sonreí mientras le rodeaba el glande con mi lengua caliente, lo lamía, iba y venía metiéndome cada vez un poco más. Lo dejé hacer cuando colocó sus manos detrás de mi cabeza, me acomodé para lo que venía y aguanté las arcadas cuando invadió el comienzo de mi garganta con su glande redondo e hinchado. Entraba y salía cogiéndome por la boca, metiéndola entre las arcadas que me sacudían arrodillada como estaba en el piso.

–Sabía que te iba a gustar, puta. ¿Así se la chupaste a ese viejo roñoso?

Claro que no, hubiera querido decirle pero sus dedos se aferraron a mi cráneo como a una bola de boliche, exhaló un rugido y mi boca se llenó con un chorro de semen caliente y espeso que desbordó por la comisura. La leche seguía saliendo sin que González se apartase. Al contrario, parecía dispuesto a que me tragase cada gota porque me hundía más su pija en cada descarga. Cuando salió, después de un tiempo eterno, estaba hecha una piltrafa. Escupí en el piso los restos de esperma pegados a la lengua y el paladar mientras me limpiaba la blusa con el pañuelo que mi jefe acababa de darme.

–Me hace feliz que la gente valore el trabajo, mañana a las ocho como siempre.

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