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Un encuentro con mi amiga prostituta
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Estaba sumergida en la penumbra de un zaguán, lejos del chapoteo de las gotas que chorreaban de los árboles. Hacía dos años, quizás tres, que no la veía. Bajo su mirada recelosa, me adentré en el pasillo iluminado por el amarillo pálido de una bombita. Fiel a su oficio, ensayó una mueca de picardía y se recostó contra la pared rezumante de humedad. Me acomodé dando pasitos laterales hasta quedar frente a ella.

–¡Qué me vas a reconocer así hecho una sopa!

Volvió a mirarme y sus ojos café chispearon como los de una gata, su comisura se distendió en una de esas prometedoras sonrisas suyas. El calor de su aliento hizo que mi bragueta estallara. Todavía usaba el mismo perfume de jazmines.

–¡Una eternidad sin verte! –le solté.

Con el telón de fondo de una lluvia copiosa y los chapoteos apresurados de algún desprevenido, nos pusimos al día.

–Vivo a dos cuadras. En un hotel. No es nada de otro mundo, pero…

Pegados a la pared, corrimos hasta una pensión mugrienta al fondo de una cortada con basura apilada en la calle y lámparas del alumbrado barridas a piedrazos. Saltamos a un borracho y trepamos los peldaños de madera que crujían como huesos astillados. Los destellos lejanos de una marquesina iluminaban el segundo piso. Una puerta destartalada nos franqueó el paso a una habitación oscura. Sin prender la luz, manipuló la cocina y una llama azulada destelló develando un mobiliario escaso y desvencijado.

–Quiero mostrarte el lugar mientras se calienta el agua.

Me arrastró por el brazo como si fuéramos a recorrer la campiña escocesa. La única habitación estaba completamente a oscuras, como el resto de la pensión. Temí que en el tiempo que llevábamos sin vernos pudiera haberse convertido en una especie de vampiro o topo. Nos deslizamos entre pilas de ropa y cajones a medio cerrar. En la penumbra iluminada por el chispazo azulado de un relámpago, apoyé una mano entre sus omóplatos. A través de la remera, percibí un estremecimiento. Se dio vuelta y pegó sus labios a los míos. Abarqué sus nalgas, clavé mis dedos en ellas a través de su jean rosa chicle, como me gustaba hacerle cuando yo era su cliente y ella la más puta de todas… antes de que nos fuéramos deslizando por la confusa pendiente del sexo por mero placer. Le desabroché el pantalón mientras me arrancaba el suéter. Acostado en la cama, veía su sombra despojarse de la ropa mojada contra el papel descascarado. Se trepó a horcajadas. Con las manos afirmadas en mi pecho, su vulva rozaba mi glande en círculos calientes, sus pupilas ardían como las de una pantera. Se llevó una mano atrás y mi verga resbaló completa dentro de su cavidad húmeda. Echó el pelo rubio hacia atrás y comenzó a cabalgar como una amazona yendo a la batalla. El sonido hueco de sus nalgas me arrancaba oleadas de placer intenso. Apreté sus tetas entre mis manos, las lamí como a un fruto prohibido, pellizcaba sus pezones hinchados como frutillas. Mis dedos se clavaron en sus muslos sintiendo ascender desde cada rincón los primeros indicios del éxtasis. Entonces, escuchamos el ruido. O mejor dicho, fui yo quien creyó oírlo.

–¡Hay alguien en el cuarto!

–Quiero terminar, hazme acabar –imploró con su tono brasilero de Copacabana.

Me ofrecí a verificar el origen del ruido pero su mano en mi hombro me retuvo.

–Es Azul. Mi compañera de habitación. Está todo bien.

Volví a acostarme y la empalé. Intuí que la perspectiva de un trío la seducía tanto como a mí. Los pasos mesurados de unos tacos se detuvieron muy cerca de mi cabeza, la sombra de unas tetas macizas me cubrió. Alargué las manos para sobarlas por encima de la ropa pero su extraña contundencia hizo que me asomara por encima de esos pechos gigantes. Entonces pude verla. O verlo. En fin, el travesti se enderezó sosteniéndose los pechos como si fueran melones en oferta.

–Pocas veces se ve algo así, mi amor –soltó en una tonada caribeña que iba bien con su figura menuda que, en la penumbra, adiviné morena.

–Hay para las dos –jadeó Roxana, apartándose. ¿Te importa…?

Sin esperar confirmación, el travesti empezó a mamarme la verga mientras Roxana me ofrecía su concha palpitante. Me agarraba de los pelos, frotaba y apretaba como si quisiera que mi cabeza la cogiera el resto de su vida. La boca del travesti subía y bajaba con movimientos delirantes, su lengua ensayaba pinceladas de saliva. Lo retuve y empujé dentro de su boca el resto de mi pija. Lo escuché gruñir, hacer arcadas y debatirse en un intento por evitar el vómito inminente. Leyó mis gustos porque volvió a zampárselo, cada vez más abajo. En cada descenso, ganaba milímetros de carne mientras mi lengua buscaba los besos negros que sabía calentaban a Roxana. Percibí el cosquilleo y me incorporé, ella se colocó a cuatro patas con sus nalgas prietas hacia afuera. Apoyé el glande contra su ano estrecho y empujé, sintiendo cómo la carne cedía paso a mi verga reluciente de saliva.

Azul se deslizó debajo de Roxana y ahora era ella quien le chupaba la pija al travesti mientras yo la empalaba con la furia de un sátiro. Ese culo caliente y ajustado era la gloria. Con la verga en su boca, mis empujones arrancaban gemidos entrecortados. Una mano en mi muslo me contenía cada vez que avanzaba más de la cuenta. Clavé mis garras en sus caderas percibiendo las vibraciones que el placer trasmitía a su piel. Su cabeza se movía frenética mientras yo bombeaba como un animal enfebrecido. Mi espalda se tensó en un shock eléctrico y me vacié en un chorro hirviente en ese culo que seguía moviéndose, las manos aferradas a su cintura disfrutaban inmóviles de ese polvo fenomenal. Reanudé mi vaivén hasta entregarle la última gota. Al otro extremo, escuché otro rugido. El travesti se sacudió, su torso se envaró y se dejó caer exhausta sobre la cama mientras los labios llenos de Roxana recorrían el tronco lamiendo golosa el esperma que brotaba brillante como de una fuente.

Recostado, contemplé el cuadro: Roxana iba hacia el baño con la mano entre las nalgas y Azul limpiándose con la sábana los restos de leche mientras me relojeaba la poronga que recuperaba su flaccidez habitual. El impulso cruzó como un destello. La agité y ella reptó como una salamandra. Empezó a succionarla como si fuera la primera verga en décadas. La sentí endurecerse al calor de su boca, me lamía los huevos en círculos y me masajeaba la base detrás del escroto. Jadee, me estremecí y sus movimientos se aceleraron hasta volverse frenéticos. Su lengua recorría con fruición la cabeza roja que desaparecía engullida por esa boca ardiente. La mano acompañaba el movimiento en una paja perfecta: apuraba la descarga mientras la lengua en el extremo hacía un trabajo impecable. No tardé mucho. Antes de que Roxana regresara, eyaculé una tímida descarga que obligué a que tragara entre lamidas tibias.

Cuando Roxana volvió, Azul y yo comenzábamos a hacernos amigos.

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