Reunión de amigos.
– Todo bien con lo del feminismo, pero ya aburren quejándose de cualquier cosa. – Dijo Franco.
Sabrina, una muñequita rubia, perfectamente maquillada, quien era novia del muchacho, asintió.
Estaban en una cervecería de Palermo. Eran cuatro. En frente de Franco y Sabrina se encontraban Camila, y Juan Carlos. Ambos eran amigos de Franco, y conocían a su novia desde hacía unos meses. Y por supuesto, también eran pareja.
Camila lamentó el comentario de Franco. Pero más aún se molestó con la actitud condescendiente de Sabrina. Miró a la chica, y pensó que era todo lo que ella odiaba. Una nena de papi, que pasaba más tiempo arreglándose que leyendo. Una Barbie que siempre tuvo el mundo a su disposición sólo por su belleza.
Pero no le intimidaba en absoluto la belleza estereotipada de aquella insípida. Camila se reconocía igual de bella, y con su actitud segura, su lenguaje amplio y su conversación inteligente sabía llamar la atención tanto como con su boca amplia y sensual, y sus tetas generosas, que parecían gigantes en su cuerpo menudo.
– Y a qué le llamás “quejarse de cualquier cosa”. – Desafió Camila a Franco, sosteniéndole la mirada. Sintió cómo Juan Carlos apoyaba la mano en su pierna, como diciéndole que no continúe con esa discusión. Camila sabía lo que su novio pensaba. Siempre decía que esos debates no llevaban a nada, ya que rara vez alguno de los involucrados cambiaba de opinión. Según él, hablar de esas cosas era como hablar de política o religión, sólo servía para generar conflictos innecesarios. Sin embargo no pensaba hacerle caso.
– Por ejemplo, lo de los piropos callejeros. Es totalmente ridículo tratar de acosadores a tipos que le dicen cosas lindas a una chica.
– ¡¿Cosas lindas?! – Estalló Camila. El bar estaba muy concurrido, y a pesar de que había muchas personas conversando, y que la música tenía el volumen muy alto, su voz se alzó sobre todos los sonidos, y muchos se dieron vuelta a mirarla. Ella, sin embargo, no les prestó la menor atención, y mirando con indignación a Franco, dijo. – ¿Te parecería lindo que cuando tu novia ande sola por la calle, le digan cosas como “qué lindo culo mamita”?
Camila sintió que la mano de Juan Carlos se apretaba con más fuerza en su pierna. Lo miró, y en su mirada pudo leer sus pensamientos: “No personalices las discusiones, argumentá con datos concretos, no te dejes llevar por el enojo”, le decían los ojos de su novio. Pero ya era muy tarde. Miró de nuevo al frente, donde estaba la otra pareja. Franco intentaba disimular su sonrisa. Sus dientes perfectos se dejaban entrever entre sus labios sensuales, aunque un tanto femeninos. Si llegaba a mostrar su sonrisa odiosa, Camila no lo soportaría. Luego miró a Sabrina, que parecía impasible. Le chica le sostuvo la mirada, y como desafiándola, dijo.
– Estás metiendo a todos en la misma bolsa. Algunos tipos dicen cosas lindas. Otros solo miran. Y los que te dicen guarangadas… bueno, no hay que darles bola y listo.
Clara sintió cómo el calor le subía al rostro. Realmente comenzaba a odiar a esa chica. Si había algo peor que un hombre machista, como el idiota de Franco, era una mujer machista. Estuvo a punto de decirles que el acoso callejero no es ninguna pavada. Que las mujeres lo sufrían desde niñas, y que eso sólo era una de las tantas caras del patriarcado. Pero, cuando se disponía a hacerlo, Franco la interrumpió.
– Mirá si fuese ilegal decirle piropos a las chicas que no conocemos… – dijo, mirando a su novia – En ese caso nosotros no estaríamos juntos.
Ambos estallaron en carcajadas y luego se dieron un beso apasionado. Se veían verdaderamente enamorados. Camila sintió nauseas.
Juan Carlos decidió cambiar de tema. No sabía si odiarlo o amarlo por eso. Tenía muchas cosas para decirle a ese par de idiotas. Sin embargo, la discusión quedó de lado, y pronto parecieron olvidarse de ella. La velada siguió durante un par de horas, en las que se discutieron cosas más banales, pero menos conflictivas. A las dos de la madrugada decidieron dar por terminada esa cita doble. Los cuatro eran muy jóvenes, pero la adolescencia había quedado muy atrás y todos tenían algún compromiso al día siguiente.
– Mi amor, ¿te molesta si me bajo en mi departamento? – le dijo Juan Carlos a Camila, susurrando, mientras los cuatro se dirigían al estacionamiento donde estaba el auto de Franco, quien se había ofrecido a llevarlos. – Es que mañana me tengo que levantar temprano, y mientras antes duerma, mejor.
– No me molesta mi amor, no pasa nada. El domingo veinte a ver una peli, si querés.
Camila subió con su novio al asiento de atrás. La casa de Juan Carlos quedaba a sólo veinte cuadras, así que enseguida los dejó. El plan era acompañar a Camila hasta su departamento, pero Sabrina sintió la imperiosa necesidad de ir al baño, así que fueron primero al edificio donde vivía la pareja.
– Fran, hacé una cosa. – Dijo la rubia, cuando se bajó del vehículo. – llevala hasta su casa, y yo te espero arriba.
– No hace falta. – Dijo Camila. – igual yo estoy acá nomás. Me tomo el colectivo en la esquina y en veinte minutos llego.
– No seas tontis. – Le dijo Sabrina, en un intento de simpatizar con ella. – Este pibe vive en el piso veinte. Así que hasta que suba y vuelva a bajar, voy a tardar mucho, por eso no los acompaño. Dale Fran, llevala a su casa, no dejes que se niegue.
Sabrina se fue casi corriendo hasta el edificio. A Camila le dio gracia la idea de que la chica no pueda aguantar el pis hasta el piso veinte. Pobrecita.
– Subite adelante. – Dijo Franco. Camila así lo hizo. – Vamos nomás.
Hubo un silencio tenso durante la primera parte del viaje. Camila lo observaba mientras conducía. Esta vez su sonrisa de dientes perfectos se dejaba ver sin disimulo. Sus mandíbulas fuertes, y marcadas incrementaban el efecto del gesto socarrón. Con ese pelo ondulado, bien corto, y con su piel bronceada, parecía una especie de dios griego a punto de estallar en carcajadas. Camila sabía que estaba recordando la discusión que habían tenido unas horas atrás, y le dio mucha bronca compartir el mismo espacio con una persona tan machista, y más bronca le dio que se tratara de alguien a quien concia hacia tanto, y que además quería mucho.
– Así que te molestan los piropos. – dijo.
– No. Lo que me molesta mucho son los maleducados, y los acosadores que te gritan guarangadas por la calle. Pero me parece que vos no sabés la diferencia entre una agresión y un piropo.
– No seas tonta. Obvio que lo sé. Solo te quería hacer enojar.
– Sos un idiota.
– Y vos sos una feminazi, pero igual te quiero.
El auto paró frente al edificio donde vivía Camila. Ella le quiso dar el beso de despedida, pero Franco desvió la cara y besó sus labios, y quiso meterle la lengua en la boca.
Camila, indignada, le dio un cachetazo que sonó increíblemente fuerte dentro del auto.
– No lo vuelvas a hacer.
Franco inclinó su torso, para llegar al otro asiento, donde estaba ella. La agarró con fuerza del rostro.
– Soltame. – dijo Camila. Pero el otro ya la estaba besando de nuevo. – Soltame. – repitió. Le dolía la mandíbula por la presión que le hacía Franco mientras su lengua se metía adentro suyo. – Soltame. Te odio. – dijo, jadeante.
Franco agarró una de sus tetas. La palma de la mano no le bastaba para semejantes atributos.
– ¿Por qué no volvés con tu novia? ¡Hijo de puta!
A pesar del odio con el que pronunció esas palabras, Franco siguió masajeando su teta, mientras la otra mano se metía entre sus piernas.
– No. – dijo Camila. Mientras sentía las manos meterse sin permiso en su cuerpo, y las respiraciones entrecortadas de franco, mientras la besaban, le daban cosquillas deliciosas en el cuello. – No. Acá no. Nos puede ver alguien.
Cuando se aseguraron de que no había nadie alrededor del edificio, ingresaron, sigilosos, como dos convictos. Se metieron en el ascensor.
– Pero no tenemos tiempo. Sabrina te está esperando. – Dijo Camila, recordando, de repente, ese detalle.
– No importa. Con quince minutos nos alcanza.
Se metieron en el ascensor. Franco lo cerró y presionó el botón para dejarlo fuera de servicio.
– Nunca cogí en un ascensor. Pero seguro con Juan Carlos tampoco lo hiciste.
– No lo nombres. Odio hacerle esto.
– Ahora es tarde para sentir remordimientos. – Dijo Franco. La ayudó a desnudarse. En los tres espejos del ascensor, los dos cuerpos desnudos se reflejaban, y se multiplicaban. Franco la abrazó por detrás. Estrujó sus tetas. Ella abrió las piernas y sintió el sexo del otro hundirse en ella. Observó su propia expresión en el espejo. Un rictus de goce perverso que se multiplicaba tanto en el tiempo como en el espacio, hasta el infinito.
Alquiler pagado en especies.
Llegó a su casa cansada. Había llevado a Lucas al jardín de infantes, y la directora le dijo que el nene se portaba mal, y le pegaba a sus compañeritos. Se fue a su cuarto, se tiró a la cama, y sin poder evitarlo se largó a llorar.
No era por lo de su hijo. O mejor dicho, eso sólo fue la gota que rebalsó el vaso. Vanesa se había separado hacía seis meses. Estaba harta de los maltratos psicológicos de Esteban. Desde hacía un par de años que había surgido un cambio profundo en el país, y en el mundo. Ella lo veía todo en su televisor. Las mujeres ya no toleraban los maltratos de los hombres. Ya no temían denunciar violaciones, ni cualquier otro tipo de abusos y maltratos. Los hombres estaban en la mira, y muchos de ellos ya comenzaban a cambiar, o por lo menos a fingir que cambiaban. La propia Vanesa notaba que ya no la acosaban tanto como antes por la calle. Y para una chica de veintidós años, con rostro bonito, piernas largas, y culo parado, era imposible no notar ese cambio.
Pero Esteban no cambiaba. De hecho, todo lo referente al feminismo lo ponía de mal humor, y cuando notaba un atisbo de rebeldía por parte de Vanesa, la humillaba con palabras venenosas.
Pero Vanesa lo abandonó. Había cosas que ya pertenecían al siglo pasado, y no había que permitir que sigan sucediendo en pleno dos mil diecinueve. Así que agarró todas sus cosas, y a Lucas, y se fue a lo de sus padres.
Pero la verdad era que, en el fondo, esperaba que Esteban le suplique que regrese, y le prometa que iba a cambiar. Sin embargo, él aceptó la separación con sorpresiva apatía. Vanesa comprendió todo unas semanas después, cuando una ex vecina le dijo que Esteban había metido a su casa a la peluquera del barrio.
Y por eso Vanesa lloraba amargada. Porque le salía todo mal. Su pareja la maltrataba, y la cambió por otra, que ni siquiera estaba más buena que ella, pero seguro era más puta. Y Lucas se había vuelto imposible desde la separación. No le hacía caso, y hacía berrinches por todo, y ahora resulta que golpeaba a sus compañeritos. Y como frutilla de torta, debía tres meses de alquiler. No soportaba tantos fracasos.
Sus padres sólo la albergaron unas semanas, y no los culpaba, apenas tenían espacio para ellos mismos. Vanesa, todavía confiada, gracias a su emergente empoderamiento, había usado sus ahorros para pagar los primeros meses de alquiler, convencida de que pronto encontraría trabajo. Grave error. Enseguida se dio cuenta de que la voluntad no bastaba para alcanzar los objetivos.
Sonó el teléfono, y Vanesa vio que se trataba del dueño del dúplex. Se limpió las lágrimas y se sonó la nariz. ¿Qué iba a decirle? Ni siquiera tenía programada una entrevista laboral. No iba a conseguir empleo pronto, y además, la situación económica del país estaba cada vez peor. Tampoco había posibilidades de volver con Esteban. Él ya convivía con la puta de la peluquera. Vanesa pensó que si fuese igual de puta, seguramente le iría mejor en la vida. Y mientras esa idea perniciosa envenenaba su mente, también pensaba que todo lo que creyó durante los últimos tiempos era una mentira. ¿Dónde estaba la solidaridad de las mujeres cuando realmente se las necesitaba? En la mayoría de las entrevistas de trabajo fue recibida por congéneres, así que eran las propias mujeres quienes no le tendían una mano, y decidían no contratarla por carecer de experiencia, o por cualquier otro pretexto ¿De qué le servía sentirse empoderada si no podía convertir ese empoderamiento en un beneficio real? Ni siquiera podía pagar el alquiler.
Vanesa se convenció de que no servía para nada, y que lo único que le quedaba, era su juventud y su belleza. El teléfono había dejado de sonar, pero el hombre que le alquilaba la casa ya la estaba llamando de nuevo. Vanesa atendió. El hombre le preguntó lo obvio. ¿Cuándo le iba a pagar?
– No tengo trabajo, y no creo que consiga por ahora. – Le contestó ella, con sinceridad.
Se oyó un profundo suspiro del otro lado del teléfono.
– Entonces vas a tener que ir buscando otro lugar.
– ¿Y si pasas por acá y vemos como lo solucionamos?
El hombre pareció confundido, al menos durante unos segundos, ya que se mantuvo en silencio.
– Voy para allá. – dijo, al fin.
Mario llegó a su complejo de Dúplex. Era su pequeño imperio. Ocho casas alineadas en un mismo terreno. Fue hasta el fondo, donde vivía Vanesa. Golpeó la puerta, y la chica lo hizo pasar.
Se había puesto un vestidito azul, un poco viejo, pero a una pendeja linda como ella, le quedaba bien cualquier cosa. “Qué linda piba”. Pensaba Mario, mirándola de arriba abajo “rubiecita, carita linda, culo precioso”. Alguien como Mario, a sus cincuenta y cinco años, y sus cien kilos, sólo podía estar con una chica como ella, pagando.
– No te voy a poder pagar el alquiler. – Le dijo ella.
– Eso ya me lo dijiste por teléfono. Me imagino que no me hiciste venir hasta acá para repetirme lo mismo.
Vanesa calló unos segundos. Hizo el gesto de pesadumbre que había ensayado. Se cruzó de brazos, y cuando apretó su cuerpo, por debajo de sus tetas, estas se movieron y levantaron. Sus labios dibujaron una sonrisa triste pero pícara, como el de una nena siendo regañada. Y su pierna derecha se flexionó, y sacó culo.
– La verdad es que no tengo manera de solucionar este problema, pero tampoco puedo irme a la calle con un nene de cuatro años. – dijo Vanesa, y agachó la cabeza.
– Así que querés apelar a mi solidaridad… – dijo Mario.
– Sí. Quería pedirte por favor que me esperes unos meses más.
– Mirá pendeja… – Dijo Mario, cosa que hizo exaltar a Vanesa. – Decime para qué me hiciste venir, sino me voy, y te rajo a vos, y a tu nene.
Vanesa no dijo nada. Le dio la espalada, y caminó despacio. Él la siguió. La pendeja meneaba la cadera, y Mario tenía los ojos clavados en su culo. Vanesa se perdió cuando atravesó una puerta. La siguió. Era la habitación. Ella estaba sobre la cama, de costado, dándole la espalda. Mario apoyó la mano en las piernas de la chica. Ella solo miraba la pared, con ojos resignados y tristes. Mario deslizó sus dedos, y comenzó a disfrutar de la piel con mucha paciencia. La mano se metió por debajo del vestido. Vanesa enmudecida, sentía cómo ese veterano empezaba a manosearle el culo. Luego Mario le quitó la bombacha, y se bajó los pantalones.
Mientras sentía cómo Mario rozaba sus piernas con su verga dura, buscando su sexo, Vanesa se preguntaba cuántas veces iba a tener que dejarse coger para que le perdone todos los meses de alquiler.
Y la culpa no era mía…
Bahía llegó temprano a Constitución. Debía tomar el subte hasta Diagonal Norte. No le gustaba el microcentro porteño, pero se había comprometido con su hermanita a comprarle un unicornio de peluche, el cual, hasta donde sabía, sólo se conseguía en una juguetería de Capital.
Era hora pico, y constitución estaba atestada de gente que iba a sus respectivos trabajos; cirujas que pedían monedas en las esquinas; Vendedores que ofrecían chipá, churros, y tortas fritas, y cuya higiene de sus pequeños puestos era dudosa; y los ladrones de siempre, que observaban todo con sus ojos astutos, esperando encontrar una víctima.
Bahía sentía con cierto regocijo, como atraía las miradas de personas de distintas edades y sexos. Hacía unas semanas se había animado a teñirse el pelo de lila. Era largo y estaba suelto, así que era imposible que pasara desapercibida. Además, tenía un septum en la nariz, que junto con el tatuaje de mariposa en el cuello, y los ojos verdes, hacía que su rostro bello de veinteañera pareciera una obra de arte.
Hacía calor, y por eso vestía una linda pollera roja, con botones blancos en la parte de adelante, y un top negro. Esto hacía que las miradas de algunos hombres se desviaran a sus piernas blancas y desnudas, a sus pechos pequeños y tersos, y una vez que les daba la espalda, más de uno torcía el cuello para mirarle su trasero carnoso y prieto. A esos “pajeros” Bahía les devolvía una mirada mordaz, y algunos reculaban.
Se sentía fantástica recorriendo esas calles grises, dándole color y gracia con su presencia. Y estaba orgullosa de que su estética evidencie su feminismo incipiente. Su pelo lila, su pañuelo verde atado a su cartera, su andar seguro, y su mirada asesina dirigida a los machirulos que se atrevían a mirarla con excesiva lascivia, eran una combinación que no dejaban dudas: era una chica decidida a hacer su parte para derribar al patriarcado.
Llegó a la estación de subte. Pasó la tarjeta y atravesó el molinete. Bajó las escaleras, y se encontró con que había una formación a punto de salir. Se metió en el vagón justo cuando las puertas corredizas se cerraban. El vagón estaba lleno. Se metió entre los pequeños espacios que había entre una persona y otra, y se hizo lugar en el medio, agarrándose de un fierro plateado que estaba entre los asientos. En la siguiente estación subió más gente, y en la siguiente aún más personas se metieron, a pesar de que ya no cabía un alfiler.
Bahía estaba apretadísima, hasta le estaba costando respirar. Pero sólo faltaban cuatro estaciones más. Debía aguantar.
El continuo roce con los otros cuerpos no le molestaba en absoluto, porque sabía que esos contactos eran involuntarios. Pero de repente sintió algo duro apretarse con sus nalgas. Bahía se sintió incómoda, pero no se quiso adelantar a los hechos, quizá era un celular, o cualquier otra cosa. Algo rígido y muy resistente. Intentó darse vuelta para ver de qué se trataba, o al menos ver quién estaba a su espalda, pero era imposible hacer movimiento alguno. Estaban viajando como sardinas.
En un momento el tren hizo una curva pronunciada, y aquel objeto misterioso que se posaba sobre sus nalgas, se alejó unos milímetros, y por unos segundos dejó de sentirlo. Sin embargo, cuando el tren volvió a su camino recto, Bahía sintió de nuevo aquella dureza, y esta vez pareció que era hincada con la punta de aquel objeto. Ahora la chica ya comenzaba a sospechar que realmente ese contacto era malintencionado. Además, esa forma fálica que sentía sobre su cuerpo, y a esa altura… Ya no tenía muchas dudas con respecto a la naturaleza de aquel instrumento. Alguien no había podido controlar su excitación, cuando vio que frente a él había una chica extremadamente joven, con un culo precioso cubierto por una minifalda.
Bahía había participado de incontables charlas, donde, con sus diferentes grupos de amigas, debatían sobre qué hacer en situaciones así. La mayoría de la chicas coincidía: Ya no había que tolerar esos comportamientos machistas, y abusivos. Si alguien se propasaba de esa manera, había que exponerlo, gritarle delante de todo el mundo, que pase la vergüenza de su vida.
Ella estaba de acuerdo con cada una de esas afirmaciones, pero ahora, mientras sentía esa verga erecta frotarse con sus glúteos con mayor vehemencia, se encontraba petrificada. Sus neuronas parecían haberse muerto. No le nacía la voluntad de resistirse a ese hombre libidinoso y arriesgado. Solo se limitó a removerse de un lado a otro, sin poder alejarse más que unos centímetros de donde estaba. Y cuando lo hacía, el hombre que tenía a sus espaldas disfrutaba con mayor placer la fricción de su sexo con las nalgas turgentes de Bahía.
La chica buscó con la mirada a las personas que la rodeaban. Quizá alguno se daría cuenta de lo que estaba pasando, y se animaría a terminar con esa escena retorcida. Pero solo encontró miradas vacías dirigidas a celulares y al suelo. Sólo un hombre elegante de traje y corbata le devolvió la mirada, pero ella se dio cuenta de que ese tipo la observaba con lujuria, así que no podría contar con él.
Ahora el hombre a su espalda se apoyaba a ella sin el menor disimulo. De hecho, no tenía por qué preocuparse. Estaban todos tan pegados unos a otros, que sería casi imposible que alguien notara lo que sucedía, excepto que alguno de los que estuviesen muy cerca de él bajara la mirada. La tomó de la cintura, y realizó un movimiento pélvico hacía adelante. Era como si se la estuviese cogiendo a través de la ropa. Luego empezó a acariciarla con la yema de sus dedos. Dibujaba círculos sobre el culo de Bahía, y ella, en silencio, sólo esperaba que todo termine.
Luego sucedió lo impensable. El hombre elegante que estaba frente a ella, le puso la mano encima del muslo, y fue subiendo lentamente.
Por un momento Bahía creyó que estaba soñando. Debía tratarse de una pesadilla, se decía. Se imaginó que todos los de ese vagón eran cómplices, y que pronto sería violada por cada uno de ellos.
Sin embargo la realidad no era tan violenta, aunque quizá sí, más triste. Porque mientras era manoseada por los dos hombres, el resto de pasajeros no se enteraba, ni se quería enterar de nada de lo que sucedía. Bahía tenía la pollera cada vez más levantada, debido a los masajes que el hombre de traje le propinaba a sus muslos. Uno de los botones se había desabrochado, y ahora la mano se deslizaba lentamente hacía su sexo. El hombre de atrás, por su parte, también se había atrevido a meterse por debajo de la pollera, y ahora estrujaba las nalgas de bahía con fruición.
Cuando el subte se acercaba a la estación Diagonal norte, las manos se alejaron de su cuerpo. Bahía observó, mientras se acomodaba la pollera, la sonrisa perversa del hombre de traje. Quiso devolverle la mirada mordaz que la caracterizaba, pero no pudo sostenerle la mirada. Al llegar a la estación, la mayoría de los pasajeros bajaron, incluido Bahía y el hombre de traje. El tipo que estaba a sus espaldas, sin embargo, siguió su ruta. Pero ella no se animó a mirarlo. No quería saber cómo era. No quería tener pesadillas con su siniestro rostro. Le bastaba con el recuerdo de ese falo erguido frotándose con ella, y de esas manos patriarcales y malignas, hurgando en sus partes íntimas, con total impunidad.
El hombre de traje, por suerte, se perdió de su vista. Bahía se quedó unos minutos en el andén hasta que quedó sola. Recordó el estribillo de una canción feminista “Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía”. Se suponía que al repetirse esta letra debería recordar que no estaba sola, que había otras como ella, y que sufrieron cosas similares. “y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía”, se repetía en su cabeza, pero ese himno no daba resultado. Bahía se sentía sola, indefensa, usada como un objeto, y totalmente impotente. “Y la culpa no era mía…”
Se sentó sobre el banco de metal, se tapó la cara con vergüenza, y se largó a llorar como una niña.