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Gabriel y Quique
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Volví cansado del trabajo. Hoy he tenido esfuerzo físico y mental, por lo que, al llegar a casa, no tenía más que ganas de tumbarme un rato en el sofá y recuperarme algo. Menos mal que empieza el fin de semana; pienso recuperarme y no hacer nada durante ese par de dias. No es que me queje, porque me gusta el trabajo en el almacén, despachar camiones, hablar con la gente; los años me van pesando y no tengo la energía de antes. No me quejo tampoco de estar haciéndome mayor. Procuro no quedarme pensando en cómo ha pasado el tiempo, lo que me ha ocurrido… Es otra manera de dejarte arrebatar las horas, así que no cedo, o intento no hacerlo, a la angustia de mi pasado y lo que me queda de futuro. Por ahora estoy bien en mi presente, y ya está.

Lo de la angustia del pasado suena demasiado novelesco, o dramático para lo que en realidad siento. Quiero decir que me doy cuenta de los errores cometidos, y eso me molesta. Después se me pasa, y ya está. Normalmente estoy calmado, no me meto en jaleos, dejo que vayan pasando las cosas. Estoy solo, y eso ayuda a crearme un entorno en el que nadie entra, y me puedo relajar sin más.

——————

Esto lo escribí en este diario que intento completar cada día, aunque sin éxito. Se me olvida, o bien me parece que no me ha pasado nada especial, que merezca la pena recordar. Eso, hasta que quiero recuperar algún momento, y me doy cuenta de que la importancia de los hechos o los momentos no se decide en el sitio, sino en el resultado o en un tiempo que parecía no estar relacionado… Me vuelvo filósofo, cuando eso es lo que menos me interesa desde hace tiempo.

Lo que voy a contar tiene un sentido de recuerdo y otro de contemplación morbosa de lo que ayer por la tarde, después de escribir, me ocurrió. Miento, no me ocurrió, sino que lo provoqué yo. O eso creo, o a lo mejor me dejé llevar, y Quique consintió… Quizá todo esto se aclara o disuelva más adelante. Por ahora estoy entre las dos corrientes que tiran de mí: el deseo de repetir y el rechazo a lo que hice. El deseo, lo confieso, es más fuerte.

——————

Ayer llegué cansado, me recosté en el sofá un buen rato y, más repuesto, me duché, para luego cenar y acostarme pronto. Pensaba leer algo, o ver una serie, nada especial me aguardaba.

Estaba saliendo de la ducha cuando oí abrirse la puerta. Tenía que ser Quique, porque nadie más tiene llave, así que me asomé a la puerta del baño, llamándolo para confirmar. Me contestó desde el salón. Con el albornoz fui allá, y le pregunté qué tal estaba. Me extrañaba que apareciera por casa, porque ya trabaja hace tiempo y tiene su piso. Hablamos por teléfono, pero no con mucha frecuencia. Estaba sentado en el sofá y tenía cara de cansado. Se lo comenté.

—Sí, hoy estoy reventado. Pasaba por aquí y se me ocurrió subir.

—¿Quieres que pidamos una pizza? Por si tienes hambre.

—No, gracias. No tengo ganas de nada.

—Pues sí que estás mal —bromeé—. Nunca rechazas la invitación.

Sonrió.

—Nah, cosas de la edad, serán.

Seguimos hablando de generalidades, pero yo notaba que algo le molestaba. Un asunto amoroso, seguramente. Yo ni me acordaba de esas cosas. Alguna prostituta, algún roce con un chico, según me diera. No me llamaba mucho la atención el asunto.

Le dije que si quería se podía quedar esa noche en casa, total, su habitación estaba vacía, alguna ropa tenía allí, se podía apañar, y así descansaba y me hacía compañía.

—Lo que me vendría bien es un masaje. Llegué tarde al sitio este del patio, que ya los conozco. La espalda la tengo tensa.

—Hombre, yo te puedo ayudar un poco, que he practicado desde aquel curso…

Nos reímos porque había sido una idea mía de hacía no sé cuántos meses meterme en unas clases de yoga tántrico, que en realidad no me sirvieron para nada, más que para hacer bromas luego sobre el asunto.

—No, en serio, lo otro no, pero algunas nociones sí me dieron. Además, lo más que puede pasar es que tengas que ir a urgencias por el descalabro.

—Bueno, vamos a probar.

Le dije que se duchara, que eso ayudaba, y, mientras, fui cogiendo una toalla grande y aceite que tenía por ahí. La luz de la habitación la dejé apagada, porque con la del pasillo bastaba. Me había puesto camiseta y pantalón del pijama, nada más, como suelo.

Salió de la ducha, con una toalla a la cintura, y se acostó sobre la otra toalla. Se dejó la pequeña por pudor, claro, desde pequeño no le había visto sus genitales.

Recordando lo que me habían dicho, fui calentando el aceite; por suerte, las manos no las tenía frías; se me quedan heladas a veces. Le toqué la base del cuello, y dejé siempre unos dedos en contacto, para no dar sorpresas al tocar, que era otra idea que me habían dado en el curso. Empecé por los hombros, y sí que se notaba que los músculos estaban tensos. Se lo comenté y me agradeció el masaje.

—La verdad es que es agradable. Ah, qué bien.

Ví que no podía seguir con el masaje si no cambiaba de posición, porque la cama era baja, claro, no era camilla, y me cansaba de estar agachado.

—Me voy a tener que poner en la cama para poder tener fuerza, si no, esto no funciona.

Me puse de rodillas a un lado de él y continué con el masaje, ahora bajando a la cintura. Me acordé del punto en las nalgas que, al tocarlo, llegaba con su sensación por toda la espalda. Pensar en ello, me sorprendió, me hizo considerar las nalgas de Quique, tan cerca, y por eso empecé a tener una erección. Intenté apartar aquella idea de mí, pero no podía. Subí a los hombros, me moví por la espalda, para dedicarme a otra cosa, pero no podía apartarla de la mente. Estábamos en silencio en todo este rato, y yo veía que se había tranquilizado su respiración, y había extendido los brazos, como si estuviera lanzándose al aire.

Le propuse, sin mucho convencimiento, el punto de las nalgas, y me dijo que probara, a ver, que le estaba haciendo bien el masaje, quién lo iba a decir.

—Pues ahora voy —dije.

Presioné un poco más, añadiendo más aceite también, y noté que cambiaba algo la postura, acomodándose mejor, como haciendo sitio. Pensé que su polla también estaba creciendo, y eso hizo que la mía creciera más, placenteramente. Me alegraba el esfuerzo voluntario, el tacto querido y aceptado.

Para el siguiente paso tenía que estar detrás de él, así que me puse con las rodillas a cada lado de sus muslos, y bajé un poco la toalla, porque si no no vería dónde tenía que tocar. El canalillo de las nalgas se veía bien, y me imaginé las nalgas desnudas, firmes, tensas en la espera. Ya empezaba a ser notable la erección mía.

Presioné sus nalgas con los pulgares, y me comentó que, efectivamente, algo notaba por la espalda. Sujeté un poco más y después volví a moverme arriba y abajo. Me cansaba de la posición, que tuve que relajar, y me bajé un poco, tocando con mis muslos los suyos. El calor que nos transmitíamos era notable. Se me aceleraba la respiración.

—¿Está bien así?

—Muy bien. Sigue, por favor, un poco más.

No me comentó mi posición entre sus nalgas. Y sin embargo debía notar el bulto de mi polla, incluso a través de la toalla. Seguí con el masaje, que, según avanzaba, se iba transformando en caricia, en contacto que perseguía más contacto, más duradero, más sensual. Ahora no era de uno para otro, sino que era entre los dos, insensiblemente.

—Me puedes quitar la toalla, si es más cómodo.

No dije nada, pero suavemente la retiré, dejando que se arrastrara por su piel mientras la quitaba, lo que noté que le daba un escalofrío. Ahora lo tenía desnudo debajo de mí, estirado y luego recogido de brazos.

Me senté sobre sus nalgas, para que sintiera mi polla estirada ya, tensa, dura, y que puse a frotar por su raja, mientras le acariciaba los brazos. Suspiró. Me aparté un poco, para volver sobre sus muslos, y, desde donde estaba, tocar con las manos sus pantorrillas, y vi que la cabeza de su pene estaba saliendo entre las nalgas, apretado por su cuerpo, pero deseando salir al aire.

Me retiré un poco, y, tomando más aceite, la derramé por su raja, y apliqué en su glande el lubricante, sin llegar a tocar nada, pero apreciando el brillo que tomaba con las gotas que le caían.

Me puse sobre él, sobre su espalda, tapándolo amorosamente, con un estremecimiento. Ahora se atrevió mi boca a tocar sus hombros, la base de su cuello. La lengua, sin pensarlo, fue a su oreja, y tocó levemente su lóbulo.

—¿Así está bien?

—Muy bien. Un momento.

Volvió la cabeza para donde yo estaba, levantó el cuello, me acercó los labios, susurró:

—Sigue como quieras. Estoy deseando.

Me estremecí. Bajé un poco y le besé la oreja, suspirando fui hacia adelante, le besé los labios que me presentaba. Le pedí que se diera la vuelta.

Las caricias en las que pasé no sé cuánto tiempo me llevaron al paraíso. Él me correspondía de vez en cuando, pero yo no quería más que ser de él, así que no pedía nada. Su hermosa polla estaba erguida, y me lancé sobre ella mientras le levantaba los pies, para que me presentara el culo. Estuve lamiendo su culo, sus huevos, su polla, hasta que, envuelto en mi saliva, el aceite, el calor que desprendía, me metí su polla en la boca durante otro largo tiempo que me daba igual. Por fin se corrió en mi boca, que lo esperaba ávida.

Limpiándome con la toalla, bebiendo parte de su semen, me acosté a su lado y le abracé. No teníamos nada que decirnos en ese momento. Nos quedamos mucho tiempo así, juntos, hasta que nos venció el sueño.

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