Vino a recogerme en su coche, cuando yo había salido a caminar. Esperaba en un recodo del camino, escondido tras los árboles. Así evitábamos comentarios (esperaba yo, por lo menos), y podíamos ir rápidamente a lo nuestro.
Nos dimos un beso nada más entré al coche, y enseguida fui a ponerle la mano en el muslo, pero me dije quieto, que así no salimos del coche.
Como buenas personas nos contuvimos y salimos a la carretera. El motel está equidistante de nuestras casas. Yo nunca lo había visitado, y tenía curiosidad.
Llegamos. Juan ya había hecho la reserva y entramos directamente del garaje a la habitación, que era amplia y luminosa. Nos daba igual la luz, la verdad, pero estaba bien saber que había un mundo afuera de nosotros.
Sin decir nada me fui desvistiendo, o desnudando, que era como siempre quería estar con Juan. Una vez desnudo me fui a duchar; el agua y el jabón me hicieron sentir como nuevo; mientras me iba secando entró Juan a la ducha, y me quedé mirándole; el agua resbalaba por su pecho, su espalda, se me quedaba esperando cerca de los pezones, se acumulaba en su vello, se deslizaba por el pene. No pude acabar de secarme del todo, porque entré y bebí de él, según iba cayendo el agua, mamé de sus pezones, lamí su espalda, me llené la boca con su pene, saciando así la sed de aquel tiempo sin él. Pero no seguí adelante, sólo quería probarlo, comprobar que todo estaba como debía, y volví a salir y me terminé de secar.
Había aprovechado también para besarle, y me estaba relamiendo de sus sabores, cuando salió del baño. Yo estaba ya esperándole en la cama, que había abierto. Estaban bajadas las persianas, no había ruidos por fuera, y dentro estábamos en silencio.
No teníamos tiempo tampoco, pero justamente en el sentido contrario al habitual. No teníamos horario, por varias coincidencias podíamos disfrutar del día, de la noche y hasta el mediodía siguiente. Estábamos viajando sin saber a dónde, y sin saber a cuándo, y eso nos hacía felices.
Nos sonreímos, se echó en la cama y empezamos a besarnos sin impaciencia, probando labios y gestos, a veces mucho tiempo, a veces sólo rozándonos como el aire a las ramas. A veces entrábamos con las lenguas a combatir la otra lengua, a usurpar la boca del otro, a batallar sin decir palabras que eran innecesarias. Como no puedo contar el tiempo, hablo de suposiciones, de lo que creo, no de lo que sé.
Nos besamos mucho tiempo, y en uno de esos besos me di la vuelta, le moví para abajo, y en el espacio de la cabecera que quedaba me puse como pude y empecé a besarle al revés, labio inferior contra superior, para ir aprendiendo qué se podía hacer y cómo se podía mejorar.
En otro de los besos sólo permití que sacara la lengua y le paraba y me dedicaba a lamerle la punta de la lengua; él se dejaba hacer, y yo me inventaba estos juegos para continuar luego cambiando de idea.
Me puse a su lado otra vez, tocándonos. Le acaricié la cabeza, que me había impresionado desde el primer día. Besándole todavía, le pasé las manos por las orejas, por las sienes, sostuve su cabeza toda para besar mejor, me fui a recorrer todo su cráneo a besos, volví a donde había empezado, retorné al beso que había dejado en su boca.
Le tocaba ahora a sus hombros, que acariciaba, besaba y lamía, y luego sus pezones, que iba mamando como en la ducha, que fui pellizcando y untando de aceite para chupar fuerte, hasta que se quejara; pero no se quejó, me dejó hacer mientras me sujetaba y apretaba.
Estábamos lado a lado, y empezamos a acariciarnos, a llevar las manos a todos lados, a tocar cuanto veíamos y a descubrir lo que no veíamos. Me llevé las manos a la nariz, por ver si llevaba su olor, y me lamí las yemas de los dedos, untadas de él. Con los pulgares le apretaba desde el pecho al vientre, por reconocer su forma, y con los otros dedos le acariciaba y volvía a reconocer el terreno de los otros encuentros.
Llegué a sus muslos, y me puse sobre él, y a su lado, y debajo, buscándole y buscándome en los dos cuerpos. Íbamos entrelazándonos como sin los miembros no fueran nuestros del todo. Compartíamos la cama, los besos, los brazos y piernas, nos frotábamos. Entrecruzamos los dedos, besé el puño común, la mano nuestra que era de él y mía.
Repetimos los besos y nos juntamos, frotándonos y todavía en silencio. No había nada que decirse, porque ya sabíamos que teníamos permiso para seguir adelante. Nos tocábamos los penes, se buscaban. Los sujetamos y pusimos lado a lado, comparando, besándose ellos también. Probé algo que había oído una vez: me eché atrás la piel y, tomando su pene, usé la piel suya para cubrirme mi pene, menor que el suyo, formando así un solo miembro que compartimos, que yo sujetaba y por el que nos pasábamos una corriente que parecía eterna.
Nos separamos un poco y nos juntamos otra vez, frotando los penes, juntando los testículos, pasándonos el calor y las ganas. Me sujetó las nalgas y me acariciaba con su pene, mojándome con su presemen y su saliva, que me iba dejando donde me lamía. Yo me movía a su compás, tocando donde podía, besando lo que estaba a mi alcance, y lo que no, acercándolo.
Estábamos erectos los dos, las venas de su pene me atraían; me puse a su altura, y miré con atención, las venas hinchadas, la columna de su pene que no pude dejar sin besar en la punta. Junté otra vez mi pene con el suyo, y, sujetándolos con las manos, empecé a masturbarnos, acariciaba, apretaba, mojaba, uno contra el otro y los dos ayudándose. Fui aumentando la fuerza y la velocidad, yo subido sobre Juan, dueño de los dos penes. Sujeté sus huevos y combiné un movimiento y otro, cada vez más rápido, cada vez más fuerte, mientras nuestras respiraciones se acompasaban y aceleraban, porque se acercaba la corrida. Que llegó para los dos, y yo prolongué para los dos lo que pude.
Cuando paramos de echar leche sobre nosotros, mezclando nuestras corridas, le fui limpiando lentamente la polla con la lengua, dejándosela lista para el próximo asalto.