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Me convertí en mi madre (1): Películas japonesas (JAV 2)
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Tiempo de lectura: 4 minutos

Por el título a lo mejor piensan que esto es una señora que cuando se hace mayor comprueba que repite lo que decía su madre, y tiene los mismos gestos, y esas cosas que se suelen decir. Sin embargo, no es eso lo que voy a narrar. Es algo mucho más extraño, que después tuvo un final feliz, pero que podía haber acabado de otra manera, acaso no infeliz, pero extraña.

Yo vivo con mi madre y mi padre en una casa normal, voy a estudiar, mi madre está en casa, cocina, limpia, no trabaja fuera. Mi padre sí trabaja fuera. Está hermosota mi madre, más alta y rellena que la normalidad de las japonesas. Mi padre, al que he salido yo en lo físico, es grandón, fuertote, porque trabaja en una industria semi pesada. Eso dice él, riéndose, que no es muy pesada y por eso aguanta allí, jaja. Los demás ya nos sabemos el chiste, y sonreímos solamente.

Bueno, pues un día volví del centro escolar, donde hago una formación profesional, que depende de la fábrica de mi padre, y donde espero terminar el año que viene, a los veinte años. Mi madre había preparado algo de comer y tenía un paquete en la mesa que había llegado por mensajero. Mi madre es muy de pedir cosas y probar; no sale mucho, eso no. A algo de la comisión vecinal, por ejemplo. Es su relación social.

En el paquete había un tarro y, en el tarro, té. Hasta ahí, todo bien. Me dijo mi madre que había visto un anuncio de este té, que fomentaba la empatía y el bienestar familiar. Le dije que eso sería un engaño publicitario, qué vergüenza, mamá. Si nada más llegar causaba disensión y… Pero como es gratis, dijo ella, el primer tarro… Bueno, a ver si está bien o son hierbajos del camino, dije yo.

El olor no estaba mal, y luego el sabor tampoco era extraño ni nada. En fin, que a lo mejor resultaba y todo. Nos tomamos las tazas, tan ricamente, y cada uno se fue a hacer sus cosas. Yo, a estudiar, mamá a doblar toallas.

La tarde y la noche transcurrieron como siempre, llegó mi padre, cenamos, vimos la tele, nos reímos con un programa más bien tonto, y a dormir, que hay que madrugar.

***

Al despertarme me sentía un poco raro, como que no me encontraba bien, como un hormigueo por todo el cuerpo. Me levanté y vi a mi madre en el espejo, hola mamá… ¿Qué hace mi madre en mi espejo con mi pijama? Miré hacia abajo. Mi pijama. No mi cuerpo. Estiré los brazos. Qué manecitas. Esos dedos de los pies, ¿cuándo me los pinté? ¿Por qué no veo ahora? Claro, el pelo tan largo… ¡Mi madre! ¡Yo! Me llevé las manos a la cara, con expresión de asombro. Mi madre repitió el gesto en el espejo.

Oí un grito, era yo, en otra habitación. Iba a salir corriendo cuando abrí la puerta de mi habitación. Me miré, llevaba puesto un pijama algo corto, pantalón y blusita con un gatito, que a mi madre le gustaba mucho.

—¡Ah!, gritamos los dos a la vez.

—Devuélveme mi cuerpo —me dijo mi madre.

—¿Y el mío? —pregunté yo.

O a lo mejor fue al revés, yo no sé quién era quién. Nos miramos más detenidamente, y pensamos también a la vez: el té. Ese era el causante de esta transformación.

Pronto sonaría el despertador, se levantaría mi padre, había que pensar algo. Tras alguna deliberación, nos cambiamos la ropa, y fui a la habitación de mi madre.

Mi padre se estaba levantando. Estaba entrando al baño. Yo le saludé, le dije cari, y corrí a la cocina, donde empecé a preparar el desayuno. Menos mal que se me da bien cocinar, y además mi madre me ayudaba. Mi padre tiene que salir mucho antes que yo, por lo que acabó y se marchó. Respiramos.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Tú tienes que ir al instituto, yo tengo la reunión de las vecinas. No podemos quedarnos así.

Me acompañó mi madre al dormitorio, para escoger la ropa. Un tanga me pareció que debía ser incómodo, sólo hilos, cómo se sujetaba aquello. Entraba por la raja del culo, apenas tapaba nada.

—Pero mamá, qué es esto.

—Nada, Yukio, tú déjame hacer.

Me puso una braguita menos llamativa, pero aun así pequeña y reveladora. Se ajustaba a la vulva, y era como de lycra. El aspecto, la verdad, me gustó mucho. No sé qué sentía, pero el tacto era muy agradable, y el bultito era atrayente. Un sujetador que contuviera las tetas de mi madre, falda, blusa, y me indicó los zapatos que debía ponerme después, al salir.

Como yo llevo uniforme, no había problema para vestirme o vestirse. Acabó pronto. Se quejaba de lo áspera de la ropa interior, eso sí.

Por fin desayunamos más tranquilos; sonó el timbre. Mi amigo Kiro venía para ir juntos. Le dije, al abrir la puerta:

—Ara voy, pérame un momento, tío.

Pero, como se lo dijo el cuerpo de mi madre, Kiro se quedó sorprendido, de modo que inmediatamente tuve que decir:

—Eso es lo que le oí decir a Yukio ayer, ¿no? Le dije que cuidara su lenguaje, que hay que ser más educados y vocalizar.

Un sudor se me iba y otro se me venía. Vaya día. Aparecí y me fui con su amigo, o apareció y se fue con mi amigo. Como empezara Kiro a hablarle de tías… No quedaba otro remedio, no se podía faltar a clase, en el centro son muy estrictos.

Una vez solo me senté en el escalón de la entrada, y lancé un gran suspiro. Me di cuenta de que con las piernas abiertas no quedaba muy de señora. Ay, lo que me faltaba todavía por sufrir.

Me quedaba tiempo para ir a la reunión de las vecinas, lo de la fiesta del barrio. Un trámite, me había dicho mamá. ¿Qué podía hacer en esta situación tan increíble, tan poco esperable, como de película? Meditar, considerar cómo de repente puede cambiarle a uno la vida, o a una, y cómo se enfrenta uno a estas situaciones novedosas. Podía considerar las profundas repercusiones que este cambio, de hacerse perpetuo, comportarían en mi vida. Pero, como tengo casi veinte años y estaba en el cuerpo de mi madre, no me quedó más remedio que irme corriendo al dormitorio a mirarme en el espejo. Según iba corriendo me iba levantando la falda.

Frente al espejo consideré la figura de mi madre de otra manera, ya no como la autora de mis días, sino como una mujer no mayor, y de buen ver. Piernas bien, quizá algo delgaditas para mi gusto, tetas muy bien, el pelo bien peinado ahora y no como al levantarse (o levantarme); me bajé la falda y me puse a ver lo que antes llamé el “bultito”. La vulva estaba situada en su sitio, hasta ahí todo bien. La braguita modelaba el bulto que vi que estaba depilado todo alrededor. Se cuidaba mi madre. Con precaución separé la parte superior de la braguita y miré. Estaba oscuro. Me tuve que bajar la prenda, y qué bien estaba aquello, pliegues, pieles, labios. Fui abriéndola con dos dedos y noté un poco de fresquito entrando al interior. Me mojé un dedo y lo pasé por la rajita, oh.

Oh, fue lo único que se me ocurrió. Qué era aquello que se me subía al pecho, a la cara, qué calor. Un puntito que fui explorando más era el clítoris, y lo fui tocando, agasajando, y él me respondía con una celeridad no habitual en mi cuerpo (el que había prestado, no éste, éste no sé cómo funcionaba). Por seguir probando, fui tocando y adquiriendo mayor velocidad hasta que me tuve que acostar en la cama y, sin pensar, me toqué los pechos, me acaricié los pezones, tiré de ellos, y me corrí con un gusto que no sentía desde nunca, porque aquello era estreno. Me quedé un rato respirando rápido, con los ojos cerrados, y luego los abrí, agradecí a la naturaleza aquella distinción que me había dado o prestado, y me di cuenta de que era la hora de ir a la reunión. Qué carrera me pegué.

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