Le dije, para despedirme:
-Juan, como me vuelvas a hacer algo así te mato antes de que me mates. Y cómprate un coche nuevo. Este Mercedes lo conoció mi abuelo de joven.
Y con eso le di dos golpes con la mano al techo, y se fue.
Yo había ido a una revisión del corazón, que lo tengo a medio funcionar. No me convienen sobresaltos, ni levantar peso. De resto, puedo tener una vida más o menos moderada. Como la que había tenido en mi encuentro con Juan, pero sin encuentro con Juan, vamos.
Pues yo había ido al hospital de la virgen del cartabón, que me tocaba por mi seguro, y estaba esperando tan tranquilo. Quién pasa por delante, como si nada: pues Juan, al que yo le había comentado el asunto y se ve que quería conocerme en otro ambiente. La verdad es que con ropa a mí me costó primero reconocerle. La cara, sí, pero el resto pues no había tenido mucha oportunidad de ver su gusto en tejidos y modas.
Yo pensé: qué hago ahora, saludo, me viene a saludar, hacemos que nos conocemos desde el colegio, de la mili que no hice, del trabajo en el que no teníamos nada que ver.
Así que procuré no pensar demasiado, y sonreí, dije Juan, y me levanté a darle la mano, como si fuéramos conocidos de algo genérico, un poco de sorpresa por verse aquí, esas cosas. Un apretón de manos y tocar un poco el brazo, saludo estándar entre caballeros de esta época. Mi sonrisa sospechosamente se estaba haciendo más abierta, como se me estaban medio abriendo los esfínteres, se me estaba despertando la picha y me preguntaba qué podía pasar.
-pues he venido a una revisión, la tensión, ya sabes.
-pues lo mismo, yo al cardiólogo. Estamos mayores.
-jeje, sí. Es lo que hay.
Qué falso resultaba aquello, pero pasable en el lugar de encuentro.
Nos sentamos un momento para hablar como si del fútbol o de acciones de Iberdrola. Estábamos apartados de los demás enfermos, porque sólo había tres asientos juntos al lado de cada consulta. Hasta ahí todo bien.
-qué haces aquí?
-pues lo que te he dicho, de verdad que no persigo nada, que fue casualidad, que no sabía yo esto.
-pues podíamos aprovechar para tomar un café, si quieres.
-pues muy bien, yo tengo a tal hora.
-y yo a tal también. Llámame.
-ok.
Me llamaron a la consulta y lo que dije antes: las recomendaciones del médico me parecieron sensatas y normales. Alguna cosa aprendí, afortunadamente estaban bien mis análisis. Me dio cita para dentro de un tiempo medianamente alejado, y salí tan contento.
Mensaje de Juan: ya acabé.
Mío: y yo.
Eché una mirada alrededor. Una señal me dio la idea, que para eso están: aseos.
Yo: vete al baño.
Juan: no tengo ganas.
Yo: déjate de bromas.
Juan: ah, ya entiendo.
Con cara de circunstancias (de querer ir al baño) me acerqué al baño de caballeros u hombres. Uno entra de una forma y sale de otra.
Estaba llegando Juan. Pase usted, gracias. Mirada alrededor: nadie. La zona de próstata no estaba en esta planta. Todo despejado y, como era privado el hospital, limpio.
-ven pacá.
Con las prisas se me olvidaban las finuras. Abrí el retrete, medianamente amplio, limpito, cerrable con seguridad.
Entramos. Cerré.
-se puede saber…
Y no continué porque Juan ya me estaba besando, y la lengua que me tocaba en todas partes con determinación y sabiduría, me estaba empinando el pene, me besaba como si hubiera estado esperando pero para más tarde, y la alegría del presente tuviera una fuerza novedosa. Juan besa muy bien, tiene unos labios suaves, y la barba no molesta, parece mentira. Me estaba besando y me sujetaba la cabeza con dulzura, no apretaba ni parecía que me la quería arrancar. Me dominaba como solía pero con una fuerza tierna, que me derretía. Yo no paraba de besarlo más que para respirar. Notaba yo que él ya estaba erecto, como yo.
A mi pesar me separé un poco de él. Vi, ahora, que como era verano se había puesto pantalón de lino, que tan fresquito es, que es lo que se suele decir después de lino. El color claro le quedaba muy bien. Me seguía derritiendo. Bajé las manos a su cintura, a sus caderas, tocando la tela y su cuerpo imaginado mejor que conocido, porque ya sabía cómo era. Llevé la mano derecha al frente, y subí hasta el cinturón, detrás del cual me deslicé como serpiente, y bajé la mano por su vientre, bajando al pene, que sujeté entre los dedos índice y corazón, y que comencé a acariciar y mover arriba y abajo. El efecto fue inmediato, la respiración se aceleró, palpitaba su pene maravillosamente, se me iba la vida por la boca en los besos repetidos que le daba como si nunca lo hubiera visto.
Abrí la mano del todo y sujeté su pene con fuerza, pero con cariño y respeto, ya que tantos buenos momentos me había dado. Menos mal que los pantalones eran holgados, y teníamos sitio para estas maniobras. De todas maneras, decidí que aquello no podía seguir así. Besé a Juan indicándole que iba a pasar a la siguiente fase, pero como un beso no puede decir tanto, tuve que separarme labios, dientes, lengua, todos con su sabor, y decirle espérate un momento. Me bajé para irle desabrochando el cinturón, que cedió cansado de aquella tensión. Más ligero, le bajé la cremallera con cuidado, alertando con la lengua que le iba lamiendo la piel según aparecía, a lo ancho de su vientre, combinando los lametones con los besos que como de puntillas le iban marcando la cintura. Bajé los pantalones, pero le dejé el calzoncillo, que tan bien marcaba su paquete. Qué rico estaba todo. La tela no podía mejorar, pero si enmarcaba su aspecto fenomenal, apetecible.
Acerqué los labios a su pene, y lo repasé de arriba abajo, con la elástica tela de su slip ayudándome en cada momento, señalándome la ruta. Subí a su glande, tan robusto como recordaba, me demoré rodeando el asta de su pene triunfante, rotundamente de hombre en el deseo. Bajé a sus testículos, tensos en el tejido; los mordí con la suavidad de un beso, los besé como quien muerde una fruta desconocida pero que se teme sea sabrosa.
No había vuelta. Fui bajando el slip a la vez que acariciaba sus duras nalgas, repasaba la raja con los dedos, separaba los glúteos y los volvía a unir, besé ahora desnudos sus testículos, que me metí en la boca uno, otro, gustando el calor que desprendían, su calor que me hacía estremecer. Sujetándolos con la mano izquierda, subí la derecha por su vientre, su pecho, toqué los pezones ya erectos, como todo él. Mi boca no se detenía, besé el glande otra vez, la otra boca suya de la que había bebido anteriormente me devolvía el beso con jugo de Juan. Me metí el pene en la boca, moviéndome para que cupiera todo, haciendo esfuerzos para que aquel enorme animal me poseyera mientras yo me lo comía. Arriba y abajo, dentro y fuera de mi boca se movía, tierno y exigente, yo chupaba y Juan se movía y suspiraba. Era imposible que aquel miembro creciera más, era imposible aguantar aquella tensión, así que yo seguí aumentando la velocidad, lamiendo y acariciando, moviendo las manos por sus nalgas tan duras, bajándolas hasta debajo de sus testículos y acariciando y apretando, intentando alcanzar el punto del placer.
Que por fin llegó. Juan se corrió dentro de mi boca como un río que se desborda, una tormenta que de una sola vez es una catarata que todo se lo lleva por delante. Juan me llenó de él otra vez, en una riada interminable, en la que él seguía acariciándome la cabeza mientras susurraba mi nombre entre gemidos. Yo, con la boca llena de él, sonreía mientras tragaba y chupaba y limpiaba. Tragaba su semen hirviente, chupaba el líquido que tanto amaba, limpiaba lo que salía para que mi amado no llevara luego señales de haber estado conmigo.
Estuvimos un rato descansando, abrazados, de pie en aquel lugar tan extraño para la pasión. Nos estuvimos besando un rato de descanso que no se pudo prolongar porque ya habíamos superado el tiempo razonable de desaparecer de casa.
En el parking vi su coche por primera vez, cuando nos despedíamos, y por eso…