Los hermanos Allerton quedaron gratamente sorprendidos cuando divisaron desde la última curva del camino Rowley Hall. Atesoraban Dante y Trevor Allerton un persistente buen humor que el sofocante y largo viaje no había conseguido disipar; así pues, la entusiasta acogida por parte de Mr. Woodworth, a la que se sumó con grandes aspavientos Archibald, fue celebrada por los tres muchachos entre equipajes y perros de caza, animales tan considerados en el condado como la ilustre familia que durante generaciones había ocupado la propiedad.
La invitación, formalmente enviada por Mr. Woodworth tras su reciente visita a Hayburn, se materializaba ahora bajo la lluvia durante aquella tarde estival. La mundana y pulida educación que la anciana señora Allerton había procurado a sus nietos les había llevado a recorrer meridionales villas amuralladas, fragantes bazares, decadentes ciudades y remotos desiertos, pero la brillante campiña junto con los esplendorosos bosques limítrofes a Rowley Hall, revelados por Archibald durante un corto pero gracioso paseo, causaron inusitada impresion en los visitantes que regresaron a la mansion satisfechos, descansados y hambrientos.
HAYBURN
Archibald Woodworth, bello, inteligente y rico, había cursado con éxito su primer año en la prestigiosa escuela de Hayburn. Desde su llegada, el fácil trato de Archibald había facilitado a profesores y alumnos abrir sus corazones al nuevo residente, y los Allerton no tardaron en brindarle todas las comodidades y pertenencias de las que disponian en sus estancias para ofrecer bienestar y holgura. Pocas semanas bastaron para mudar las rutinas de los hermanos, convirtiendose Archibald en necesaria compañia para Dante y Trevor Allerton.
Despues de largas tardes de estudio llegaban las esperadas, dilatadas noches, intensas veladas que Archibald acortaba con historias y lecturas. Acostumbrado a cautivar con sus refinados modales y acertada conversacion no sospechaba que la fuerza de la juventud añadia proporcion y gracia a su cuerpo, encantos a su personalidad y un acalorado sentimiento, oculto armamento que la camaraderia detonaba sin que él pudiese controlarlo. Y asi, ajeno al magnetismo que ejercia, brillaba Archibald noche tras noche en el dormitorio de los hermanos, mientras estos, deleitandose con la presencia del amigo, se acomodaban en la cama escondiendo los secretos de la virilidad que maduraba entre las sabanas.
Finalmente, Archibald se acomodaba entre ellos dispuesto a leer en voz alta las ultimas paginas del relato elegido, caía rendido al calido lecho que los hermanos ofrecian gustosos y, protegido y arropado por vigorosos brazos, se abandonaba al sueño.
MR. WOODWORTH
Octavio Woodworth acababa de cumplir los cuarenta, creia haber vivido todo y saber todo lo que tenia que saber. Se lamentaba con frecuencia, cuando la luz del ocaso se mezclaba con las primeras tinieblas de la noche, de no disfrutar en aquella casa de una orientacion propicia para ver la puesta de sol desangrandose sobre muebles y alfombras, tiñendo la sala a la hora del atardecer. A Octavio Woodworth le encantaba aquel momento sembrado de melancolia que aprovechaba para observar el vuelo de los pájaros, el azote del viento sobre la madreselva del jardin o la humeante taza de te junto a la chimenea encendida. Dulce momento que tambien dedicaba a la memoria de su esposa, evocando su voz mezclandose con la melodia del piano que tanto amaba. De aquel dichoso pasado conservaba nitidos recuerdos de prolongados viajes y fogosos encuentros, la existencia de Archibald y el legado de Rowley Hall.
Los nublados pensamientos de Mr. Woodworth se desvanecieron al advertir las siluetas de los jovenes paseantes en el jardin esclareciendo el paisaje con sus camisas blancas. El aniñado aspecto de Archibald, de palida piel y cobriza melena mitologica, contrastaba con la atezada belleza de los gemelos. Eran Dante y Trevor afines en altura y complexion, herederos de la exotica naturaleza de su madre y del aristocratico porte de Lord Allerton, singular pareja conocida por la espontanea excentricidad que mostraban sin reparos en los selectos salones del continente.
Mr. Woodworth dedicó unos minutos más a considerar la apariencia de los gemelos, acabó su copa de jerez y, despues de haber recompuesto su figura ante el espejo, bajó a presidir la cena dominado por un insospechado y vivaz buen ánimo, atusandose la seductora y cuidada barba antes de entrar al salón.