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A merced de un desconocido
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El camino estaba oscuro, y el auto se desplazaba suave por la carretera sinuosa. Ella estaba al volante, y él la miraba de reojo, cada vez que las luces de la carretera iluminaban el interior del vehículo. Recorría, con sus ojos de búho, sus piernas desnudas (llevaba un short muy corto), los pechos pequeños, y el rostro ovalado de ojos celestes. Ella percibió la tensión sexual de su acompañante, la cual parecía no poder ser contenida en el pequeño interior del automóvil, y trató de distender el momento poniendo música, y lanzando alguna que otra pregunta intrascendente.

Se habían conocido esa misma noche, en una fiesta que había organizado un conocido en común. Él la persiguió toda la noche, sólo consiguiendo un rechazo cortés de su parte. Pero el hombre, ya sea por optimismo, o por estar acostumbrado al amor unilateral, no desistió de su intento, y de alguna manera, se las había arreglado (ante la estupefacción de la chica) para que ella aceptase acercarlo a su casa.

Ella estaba preparada para repeler amablemente cualquier tipo de avance. Era algo que le había enseñado su madre hace mucho tiempo: cuando se encontraba completamente sola con un galán que no deseaba, era preciso dejarlo sin esperanzas, pero sin humillarlo. Los hombres humillados se convertían en bestias.

Él, por su parte, había aprendido de sus hermanos mayores que cuando una minita decía que no, en realidad quería decir que si.

La luna se había escondido detrás de una nube, dejándolos solos en la densa madrugada primaveral. Ante la sorpresa de la chica, el hombre no sacó ningún As guardado bajo la manga. Ningún discurso berreta, ningún intento torpe, ni una sola palabra para endulzarle el oído. Resultó ser más un hombre de acción, y por eso, sin mediar palabras, comenzó a recorrer, con las yemas de los dedos, la piel tersa de la chica. La sintió exquisita, y cada instante que ella se demoraba en frenarlo, él lo entendía como una invitación a meterse por debajo del short.

Finalmente lo apartó con una mano, sin decir nada, concentrada en su camino. Su corazón le latía a toda velocidad, pero cometió el error de no mostrarse ofendida, por lo que el tipo conservaba las esperanzas.

Ella le preguntó si faltaba mucho para llegar a su casa, y él le aseguró que en cinco minutos la libraría de su presencia.

Fueron cinco minutos eternos, donde el tipo, largando el aliento etílico en el rostro de la chica, saboreaba con su lengua el cuello de cisne, y hasta le estampó algún que otro beso en los labios. “si seguís besuqueándome, vamos a chocar”, sentenció ella, para sacárselo de encima. Pero el hombre, con su sexo ya erecto, interpretó que en otras circunstancias la chica cedería.

Llegaron a su destino. Era cuestión de frenar el auto, esperar que aquel animal baje, y ya nunca tendría que lidiar con él. Pero el lugar donde el tipo vivía era desolado, con casas tristes y chatas; con aullidos de perros lejanos, y una oscuridad desesperante, que se intensificaba por la ausencia de personas a la vista. El hombre se acercó a ella, aparentemente para despedirse, pero cuando le puso la mejilla, él desvió los labios hacía su boca. Enseguida su lengua se frotó con ella, y se abrió camino hasta meterse adentro y sentir el dulce sabor de la lengua femenina, la cual masajeaba con vehemencia. “Me tengo que ir” balbuceó ella, pero el hombre ya se había convertido en bestia. Masajeaba sus tetas con descaro, y acariciaba sus nalgas con desesperación. La chica dijo que no, que no quería. Lo dijo una vez, dos veces, tres veces, y lo repitió hasta que perdió la cuenta, mientras el hombre, entre tironeos, la despojaba de su short, y la obligaba a sentir su erección.

Entonces se dio cuenta que era hora de aplicar su filosofía de vida, aquella que su madre nunca le había enseñado, sino que había aprendido, por las malas, en el difícil camino de la adultez: “Solo los fuertes sobreviven” se dijo mentalmente, y se repitió ese mantra, una y otra vez, mientras el tipo le bajaba la tanga, y enterraba un dedo en su sexo. “Sólo los fuertes sobreviven”, se decía, cuando el tipo la instó a practicarle sexo oral. Tenía olor fuerte, y era muy asimétrica y pequeña. Le pareció repugnante, pero aferrada a su filosofía, se la llevó a la boca, y la chupó como habrían de hacerlo las mejores putas.

El hombre estaba extasiado por la predisposición de la chica. No le molestaba en absoluto que en su bello rostro ovalado no se reflejara ni un ápice de excitación, sólo le importaba su entrega. Saboreó su clítoris, mientras esperaba a que su falo se endurezca de nuevo, y cuando este por fin despertó, la hizo sentarse encima de él, y la penetró, mientras ella se hamacaba, tratando de convencerse de que no estaba siendo violada.

De repente, un ruido la exaltó, y mirando hacia el exterior se dio cuenta de que tenían espectadores. Pensó que eran ladrones, y le dio miedo. Pero luego pensó que era el momento ideal para deshacerse el tipo. ¿Quién iba a querer seguir cogiendo con unos mirones encima? Lo despediría, le prometería que volverían a verse, y aceleraría su auto sin mirar atrás.

Pero los mirones (eran dos) saludaron al tipo que todavía estaba con el sexo adentro de ella. Intercambiaron palabras que no entendió (estaba aturdida de tanta realidad) y se subieron al auto. Entonces entendió: estaba totalmente desnuda, siendo poseída por ese desconocido, y había dejado que dos desconocidos más suban al auto a mirar el espectáculo, sin que pronunciase una sola queja (las quejas solo estaban en su cabeza). No le cabía duda de qué sucedería una vez que el tipo eyacule por segunda vez. Miró el espejo retrovisor. Los dos mirones se tocaban y lamian los labios mientras observaban la escena. Pronto querrían su turno, “Solo los fuertes sobreviven” se dijo nuevamente, y cerró los ojos. Quizá cuando los abra, todo resultaría ser un sueño.

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