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Ya soy el puto del equipo (IV)
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Tiempo de lectura: 8 minutos

La primera noche con Abelardo

Para mi taita, Abelardo era solo un amigo. Mi taita es tan buena que nunca piensa torcidamente de nadie. Ahora que ya es mayor y a veces le pesan los años, sigue trabajando. Ella se cobra su pensión, y no tiene hijos, ni hermanos, ni más bienes que a mí, está en mi casa sin sueldo porque es la suya, pero con total disposición de dinero para hacer las compras que desea. Hace poco me dijo:

— Dorito, cuando tengas amigos o a alguna persona que te haga buena compañía, ¿donde iré yo?

Me puse a llorar de ver una persona que de pronto vio su futuro incierto y, tras pensarlo un rato mientras ella me miraba llena de incertidumbre, le respondí:

— Taita, esta es tu casa, aquí mandas tú, cuando yo tenga a alguien, si alguna vez tengo a alguien, tú eres mi taita siempre y espero que me cuides siempre y cuando tú no me puedas cuidar, yo te cuidaré a ti.

Un día me preguntó Abelardo qué era para mí mi taita, yo le respondí:

— Todo y a la vez más que todo. Es más que mi madre, porque ha sacrificado su vida sentimental por mí, por cuidarme, nos tenemos los dos, para ella soy más que un hijo. La quiero como mi madre y como mi madre la considero.

— ¿Por qué la llamas taita?, me preguntó.

— En el quechua de Cuzco significa «padre», pero es algo más, es el padre que cuida y tiene sus sinónimos como «tata», «yaya»; yo la llamaba así no sé por qué, cuando podía pensar me dijeron esto que te acabo de explicar, me gustó haber dado nombre de varón a mi taita porque para mí es padre y madre a la vez.

**********

Decía que para mi taita Abelardo era un amigo y me solía preguntar por el «otro amigo», se refería a Marcos, por Abelardo me preguntaba por su nombre. Por eso descubrí que le tenía cierta preferencia, aunque ella nunca hacía distinciones.

Cuando le dije que Abelardo dormiría conmigo, taita no se inmutó, había dormido ella muchas veces conmigo hasta que me hice mayor y dejé los miedos. Pero ella sabía que un día tenía que venir alguien a mi vida, lo que yo no solía pensar ni por accidente.

¿Había pensado mi taita en que sería una mujer? No lo sé, pero lo dudo, ella siempre conoció mis preferencias, sabía que me gustaban las películas con chicos guapos, sabía cómo estaba mi dormitorio y estudio decorado con actores y sin actrices. Mi taita sabía mis inclinaciones, aunque nunca lo habíamos hablado, pero nada había escondido entre nosotros. Mi taita me lavó y me vistió hasta mis 16 años y compraba mis juguetes, jamás violentos ni pelotas de fútbol, sino trenes, muñecas, luego venían los juegos de consola que abandoné pronto y tenía inclinación a leer y a la soledad. Lo que más le hacía sufrir a mi taita era mi soledad.

A los 16 años me dijo que ya era mayor para que lo lavara y vistiera, no me opuse como no me opuse antes a que me lavara y vistiera. Me enseñó a escoger mis perfumes, mis peines, mis cuchillas para afeitarme el bigote y una maquinilla para depilarme el pubis porque siempre le decía que me cortara los pelitos que empezaban a salir. Fue taita la que me enseñó todo y no forzó mi orientación sino que me dejó suelto para que la descubriera. Por eso no extrañó para nada a Abelardo.

Esa noche Abelardo cenó conmigo, nos acompañó como de costumbre mi taita tal como lo hace conmigo, aunque sus cenas son muy frugales para ella y abundantes para mí. Ella siempre dice que los jóvenes necesitamos comer. Luego nos fuimos a la televisión y estábamos muy intranquilos así que no nos gustó nada y nos metimos en mi dormitorio. Le invité a jugar en la consola, pero no le gustaba mucho, le mostré algunos de mis muñecos y muñecas, se detuvo a mirar varias, pero tampoco ahí entraba, prendí el ordenador y entré en páginas de contactos y pornográficas, a las que soy habitual, y tampoco. Así que no quedaba otra. Me fui desnudando y él hizo lo mismo, nos quedamos los dos desnudos y nos miramos a una distancia de un metro. Se me llenó la boca de saliva.

Nos acercamos uno al otro y nos pusimos delante del espejo. Me gustaba Abelardo, pero él decía que yo soy más guapo que él y que tenía mejor cuerpo. Por mi parte se lo negaba y le decía que a mí me gustaba su cuerpo. Cogí el móvil y comencé a hacerle fotos de todo su cuerpo entero y por partes, un dedo, el pie, la rodilla, la axila abierta con su pelambre, el cuello, la nariz, el pene, el escroto, el ano, todo, cada foto pudo ser un beso y me prometí que la siguiente pasada lo sería. Llegó el momento, cuando dejé el móvil.

El segundo turno fue tocarnos, es lo que tenía deseos Abelardo, solo que yo se lo iba adivinando. Abelardo quiso pasar sus manos y detenerse en cada órgano de mi cuerpo y me lo hizo pasar muy bien, yo iba sobando aquel lugar que dejaba a mi alcance en sus movimientos, pero Abelardo escogía y volvía a tocar aquellos lugares que le impresionaban, los pezones de mis tetillas, el pene, el agujero del culo, mis axilas y los ojos. Los ojos me los besaba.

Luego, cuando ya noté que quería hacer otras cosas, comencé a besarle todo su cuerpo empezando por su cara —toda su cara, ojos, nariz, lóbulos de las orejas y labios—. Como no abría la boca, le di una suave dentellado a los labios y la abrió, metí mi lengua y le gustó. Nos entretuvimos intercambiando saliva, porque los sabores eran similares, aunque no el aliento. El aliento de Abelardo era suave como una brisa, y no tan caliente; el aliento de Abelardo era una mezcla de cardamomo y canela, o eso me parecía y me sigue pareciendo.

Luego tomé el turno de su tronco, y le besé el cuelo, los hombros, el pecho, mordía suavemente las tetillas arrancando desde su estómago sus gemidos. Me entretuve en su ombligo, origen de su existencia; lamí el ombligo sin parar mientras mis manos jugaban con su trasero y mis dedos se acercaban a su agujero jugueteando allí a profundizar lentamente.

Llegué al pubis, cuando Abelardo dejó de acariciar mi cara u metió sus manos sobre mis cabellos revolviéndolos, besé su polla que ya se había puesto dura, besé su escroto que se notaba recio como una bolsa llena y redondeada pegada a la base de su pene, y, sin dudar ya más, me metí su polla en la boca de manera salvaje. Ya estaba yo suficientemente caliente y tenía que ir a por todas.

A por todas es que quería la leche de Abelardo y la mamé magistralmente para ordeñarla sin tocarla con las manos que tenía apoyadas en sus muslos acariciando las ingles y el trasero. De pronto, Abelardo se puso a gemir cada vez más fuerte y asió con sus manos mi cabeza para que me tragara su polla. No pretendía perforar mi garganta porque a duras penas llegaba, sino por la emoción que ya sentía, lo que devino en una magistral y abundante eyaculación. No pude tragar todo, se me escapaba. Era un volcán de semen derramándose en mi boca.

Saboreé el agradable manjar y procuraba con los dedos recoger o paralizar lo que salía por la comisura de mi boca. De pronto Abelardo me cogió de mis axilas y me elevó para besarme y compartimos de su semen en un profundo beso con el cual fue recogiendo con su lengua los restos de mi barbilla, nariz y sobre las cejas. Era recoger para que no se desperdiciara lo que tanto placer nos producía.

Gemí y comencé a arquear mi cuerpo con el deseo interno de explotar mis testículos. Abelardo se dio cuenta enseguida y cayendo de rodillas, puso justo a tiempo su boca albergando mi polla que llenó su boca. Algo tuvo que engullir para poder mantener su boca con mi preciado semen y al concluir mi eyaculación y espasmos caí de rodillas, me abracé a Abelardo y participamos ambos del segundo plato, como de un aperitivo de lo que seguiría a continuación. Nos pusimos de pie agarrados por la cintura.

Levanté la sábana de la cama y la eché a los pies de la misma para tumbarnos en nuestra brazo descansando. Conversamos de nuestras cosas, sin prisa y nos dimos a conocer los gustos e ilusiones que teníamos en proyección, no tan alejado lo de uno de los deseos del otro. Éramos jóvenes con parecidos deseos y lo que nos ilusionaba era nuestra complementariedad personal y compatibilidad.

La noche era calurosa y no queríamos conectar el aire acondicionado para no sentir otros afectos o condicionamientos de nuestra piel que aquellos que podíamos proporcionarnos nosotros mismos. Hay algo que siempre resulta insaciable y lo he comprobado hasta nuestros días, se trata del tacto. Tocarnos, acariciarnos y decirnos que nos queremos sin palabras, solo estimulando con el tacto nuestro cuerpo, es insaciable. Cuando llega el momento de la explosión, el orgasmo, el final de toda operación, vuelve a comenzar el mismo deseo y así se pasan horas y horas haciendo el amor, comenzando una y otra vez hasta que solo el cansancio físico y el apretón de un abrazo de ambos cuerpos totalmente juntos y con las piernas entrelazadas, puedan dar fin a un deseo satisfecho. Así y todo al despertar y encontrarse abrazados, se desperezan los cuerpos y vuelven de nuevo con su deseo abrazándose, tocándose, y satisfaciéndose de placer. Eso es lo que nos pasó.

Abrazados nos habíamos producido tanto placer, tocándonos y sintiendo el calor de nuestros cuerpos mezclados con nuestros imparables besos y suaves mordiscos en nuestro cuello que nuestras pollas también desearon interactuar y se despacharon en un derrame casi simultáneo que se enterró entre nuestras cuerpos y nos quedamos impregnados de nuestro semen y seguíamos abrazados hasta dormirnos.

Despertamos al poco tiempo por nuestro movimiento y nuestro deseo ya tenía planificada la realización de sexo con otras magnitudes ingeniadas por nuestro deseo de amarnos. Me di media vuelta y acudí a limpiar con unos escupitajos la polla de Abelardo y secarla con mis manos limpiándolas en la sabana bajera. Dispuesta esa polla, me dispuse a mamarla y prepararla para prestarle mi culo a Abelardo y que me forzara a sacar mi apetito. Pronto entendió mi intención, porque hay cosas que no seducen, solo se insinúan y si se ama se entienden. Abelardo tomó mi cintura con la fuerza de sus brazos y me colocó sobre él, de modo que mi culo quedó sobre su cuello, estando yo medio encorvado y animado chupando su polla.

Abelardo en esa postura comió mi culo con chupetones y lamidas, me lamía apretando su lengua y yo me sentía muy halagado y lleno de placer. Así estuvimos trabajándonos hasta que entendimos que ya era el momento adecuado para ejecutar nuestro deseo y me incorporé para sentarme sobre la polla de Abelardo cara a él. Deseaba mirar su cara de placer. Me sonreía cuando poco a poco iba descargando mi cuerpo sobre su polla. No tardó en entrar y me senté sobre su pubis. Su cara era todo un espectáculo con los ojos medio cerrados y gimiendo; el placer de mi interior albergaba toda mi alma.

Abelardo, sintiéndome caído y abandonado por mí mismo comenzó con furia el movimiento de sus caderas y pies para que su culo se elevara y me obligara a actuar. Entonces tomé la iniciativa de entrar y salir ayudado por mis pies y manos en la dirección contraria de Abelardo de modo que cuando yo bajaba el subía, dos fuerzas contrarias llenas de placer para obtener un mismo fin. Ambos estábamos al rato impregnados de sudor hasta que yo sentí los espasmos de mi cuerpo que proporcionaron el orgasmo y expulsé mi semen sobre el pecho y abdomen de Abelardo. Se impactó de sentir mi orgasmo y llegó de inmediato el suyo, derramando toda su semilla para perderla en mi intestino. Caí en un golpe de placer sobre su rostro para dar fin a nuestro orgasmo con un beso interminable.

Al ponerse blanda su polla, salió sola de mi interior y sentí como se derramaba su semen por mi ano e iba cayendo sobre su pubis y resbalando hasta la sábana. Abrazados y con humedades por todas partes, nos volvimos a dormitar, sin caer todo el tiempo absolutamente en los brazos de Morfeo. Porque al rato escuché un susurro en mi oído:

— Has estado bueno…

— Has estado mejor que nunca…, —contesté susurrando.

— Prepárate que deseo tu polla en mi culo, — susurró nuevamente Abelardo.

— Tantas veces cuantas quieras, —contesté del mismo modo encendiendo más sus deseos.

Así es como volvimos a hacer el amor. Se me puso en cuatro y le comí su culo hasta tenerlo a punto y le ensarté despacio mi polla en su puerta hasta que me dio su permiso para entrar. Se distendió y empujé. No fue fácil. Gemía Abelardo de dolor y deseo a la vez y mi polla entró en su aposento interior. Descansé un poco para que se acomodara Abelardo que movía su culo para sentir placer e inicié el movimiento entrando y saliendo. Fue más difícil y lento que antes, pero todo llega y por fin mis testículos me dieron su fruto para que lo expulsara en el interior sintiendo tal placer que me caí sobre la espalda de Abelardo. Solo deseaba comerme entero a mi amante y le daba besos en su espalda y cariñosos mordiscos suaves en su cuello, al tiempo que, cruzando mis manos por sus caderas, así con mis manos su polla para masturbarla y obligarla a derramar una excelente y voluminosa eyaculación que se derramó sobre las sábanas. caímos los dos extenuados con nuestras cabezas a los pies de la cama y nuestros pies quedaron debajo de la almohada.

Extenuados nos dormimos abrazados. La luz del día bañó a través de la ventana nuestros cuerpos. Despertamos y nos encontramos que estábamos ambos abrazados y nuestras cabezas sobre la almohada y nuestros pies a los pies de la cama. No fue un milagro ni un terremoto. Habíamos estado toda la noche haciendo de las nuestras y descansando con ligero sueño, hasta que nos alumbró la luz del día. Eran las 8 de la mañana, un día jueves, que teníamos clases por la tarde, razón por la que no habíamos puesto ningún despertador. Pero podría ser que tuviéramos el desayuno preparado.

Nos duchamos para despejarnos. Lo hicimos juntos para ayudarnos a lavarnos. Teníamos semen secó por todo el cuerpo incluidos los cabellos de la cabeza. Nos excitamos de nuevo y todavía bajo el chorro suave de la regadera nos masturbamos mutuamente para sentirnos más aliviados y salimos a secarnos. Lo perfumé con uno de mis perfumes preferidos de LOEWE y ligeramente vestidos con un short salimos a desayunar. Nos esperaba mi taita.

— Buenos días, taita, — y la besé.

— Buenos días, Dorito, — y me besó.

— Buenos días, taita, — y Abelardo la besó.

— Buenos días, mi hijito, — y mi taita, lo besó.

Nos pusimos a desayunar.

— Taita, creo que hemos dejado la cama imposible y totalmente perdida, —dije con cara de avergonzado y la cabeza gacha, mirándola de reojo.

Abelardo también agachó totalmente su cabeza.

— No te preocupes, Dorito, mientras desayunáis voy a poner orden, no quiero que entre Lucía y vea nada, es muy joven.

Salió y nos dejó desayunando lo que había preparado. Teníamos hambre.

— Esta mujer es un cielo, —rompió el silencio Abelardo.

— ¡Es mi taita!, —respondí con naturalidad.

Al rato llegó mi taita y me dijo:

— Ya he hablado con Lucía y le he dicho que a partir de ahora yo le indicaré cuando entra en tu dormitorio. Un día de estos te voy a cambiar la cama, es muy pequeña.

— Gracias, taita, ¿qué puedo hacer por ti?

— Cuidar tu salud, no enfermarte y acabar tus estudios.

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