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Noche de pasión en Lisboa (XI): Se hace camino al andar
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Tiempo de lectura: 10 minutos

CAPITULUM hujus Almae Apostolicae et Metropolitanae Ecclesiae Compostellanae sigilli Altaris Beati Jacobi Apostoli custos.

Así reza el comienzo de la bula que tengo en mis manos, y que ante La Cristiandad, me otorga el perdón de todos los pecados cometidos por mí hasta la fecha. La célebre Compostela, que no “Compostelana” y que es otorgada a todo aquel que peregrine a pie, por motivos religiosos, una distancia mínima de 100 Km. contando el final en Santiago de Compostela.

Si levanto los ojos, puedo ver ante mí el gigantesco incensario de casi la altura de un hombre, y cercano a los 100 Kg. de peso, cuando está cargado. Oscilando a lo largo de los brazos de la cruz de la planta de la catedral, a una velocidad próxima a los 70 Km/h. Levantándose sobre el suelo, al final del ciclo pendular alrededor de 20 m. y colocándose prácticamente horizontal.

Se trata del famoso Botafumeiro (Echador de humo, literalmente, en gallego), accionado mediante un juego de poleas, por los ocho tiraboleiros. Hombres que, halando cada uno una cuerda, juntas en una maroma central, imprimen la energía necesaria para efectuar el movimiento de péndulo.

A mi lado, flanqueándome sin un orden determinado, se encuentran arrodilladas, en actitud de recogimiento después de tomar Comunión, Amália, Ana María, Marta, y sorprendentemente, también Paulinha. Las tres mayores se han cubierto la cabeza con un velo, en un anacronismo propio de otra época. Además se han revisado unas a otras, asegurándose que su vestuario es el correcto para asistir a misa en la catedral. Nada de brazos desnudos ni minifaldas. Estos detalles me llaman la atención en un principio, pero no puedo dejar de recordar que todas han sido criadas al lado del santuario de Fátima, y que la devoción mariana no ha dejado de imprimir su huella en ellas.

Aunque por mi edad, yo he sido educado como católico, confieso que no he seguido muy fielmente los dictados de dicha doctrina. Prueba evidente es mi particular matrimonio con Amália. Sin embargo, siento profundo respeto por las creencias de los demás, sin importarme de qué forma o como llaman al dios al que rezan. Siempre y cuando no pretendan obligar a los demás a comportarse como lo hacen ellos.

Mi esposa y mi cuñada han peregrinado para dar gracias por lo que tienen y han vivido. Marta lo hace además para pedir protección para su esposo (en el mar y en las trincheras no hay ateos). Paulinha creo que lo ha hecho un poco por fe y un bastante por estar unos días en España y por la aventura de caminar y tener una experiencia diferente. Yo lo he hecho, sin demasiada fe, para acompañar a las mujeres. Pensando en principio que tampoco me va a dejar ninguna marca o secuela, así que ¿por qué no? Aparte de todo esto, pesa mucho el que me lo haya pedido Amália. Que ya se sabe que si tu mujer se empeña en que saltes por la ventana, pide a Dios vivir en un sótano.

Cuando hemos llegado a la Plaza del Obradoiro, coincidimos con cientos de peregrinos venidos de todas partes. Todos tienen la misma expresión. La de haber completado la meta que se han marcado. En el rostro de algunos, además del cansancio, corren las lágrimas sin pudor, más por la emoción de lo conseguido que por la fatiga. Nosotros solo hemos caminado cien kilómetros, pero algunos de los que están aquí, han medido a pasos los casi ochocientos que median entre Roncesvalles y esta plaza.

Una vez terminada la Eucaristía y cumplidos todos los ritos al uso, tales como visitar la tumba del Apóstol, abrazar su efigie y dar los cabezazos en el “santo dos croques”, salimos por el Pórtico de la Gloria y bajando las escaleras de la Fachada del Obradoiro, nos dirigimos hacia nuestra derecha hasta el Hostal de los Reyes Católicos, donde tenemos las habitaciones, para dejar las compostelas y salir a visitar la ciudad. Mientras vamos hacia nuestro alojamiento, pienso en el poco tiempo que me ha durado el perdón de mis pecados. Amália va de mi brazo y noto perfectamente el peso de uno de sus pechos. Las otras tres mujeres van a la par, delante de nosotros y yo les voy mirando descaradamente el culo. El problema es que me está gustando, así que estoy pecando de lujuria conscientemente. Menos mal que para mí las tres son intocables, de otra manera estaríamos a menos de veinte metros de una orgía. Todos llevamos al menos tres días sin sexo. Y a no ser que se lo hayan montado entre ellas, Ana María, Marta y Paulinha, llevan más.

Como digo, hace tres días estábamos en la Pousada de São Teotónio, en Valença do Minho, donde pasamos la noche antes de comenzar el peregrinaje a pie, por el Camino Portugués, cumpliendo así el requisito de cumplir al menos cien kilómetros de andadura. Aprovechando al mismo tiempo, para dejar el coche aparcado con seguridad para tomarlo a la vuelta.

Reservamos dos habitaciones, una de matrimonio para mi esposa y para mí, y una triple, en la que se alojaron las otras tres mujeres. Desde nuestro dormitorio, saliendo al balcón, podemos ver a nuestros pies el adarve de la muralla que rodea la villa fortificada, y un poco más allá, el descenso, de derecha a izquierda, lento y majestuoso del Río Miño. Y en la orilla derecha, al otro lado de la frontera, la ciudad de Tuy.

Esa noche, después de cenar, al retirarnos al dormitorio, mientras contemplamos el paisaje adornado por las luces nocturnas, Amália y yo hicimos el amor por última vez hasta hoy. Estando apoyada con los codos sobre la balaustrada, le desabroché la blusa liberando su pecho, y poniéndome a su espalda, la acaricié por debajo del jersey que llevaba puesto, hasta que sus jadeos y suspiros me hicieron saber que tenía permiso para ahondar más en mis maniobras. Y allí mismo, levantándole la falda hasta la cintura, y apartando la braga, la hice mía desde atrás, culminando uno de los coitos más románticos que habíamos tenido ambos.

Por la mañana temprano, vestidos para caminar comenzamos nuestra ruta. La primera etapa, de aproximadamente treinta kilómetros nos llevaría hasta la villa de Redondela, en donde, a partir de ahora, y hasta nuestra llegada a Santiago de Compostela, dormiríamos en los albergues del peregrino.

Salimos de Portugal cruzando el viejo Puente Internacional, entrando en España por la antigua aduana y cruzando la ciudad salimos a campo abierto. Aproximadamente a quince kilómetros encontramos el pueblo de O Porriño, lugar de nacimiento del arquitecto D. Antonio Palacios, contemporáneo de Gaudí. Diseñador entre otros, del Palacio de Comunicaciones de Madrid, sede del ayuntamiento de dicha villa, y cuya efigie sedente en bronce se encuentra a las puertas del ayuntamiento de este pueblo, el cual es también obra suya. Una vez cruzado el pueblo, volvemos a caminar entre montes hasta llegar a la citada villa de Redondela, donde haremos noche.

La segunda etapa la cubrimos entre Redondela y Caldas de Reis, cruzando la ciudad de Pontevedra y pasando al lado de la basílica de la Virgen Peregrina, un coqueto templo barroco que tiene la curiosidad de que su planta no es en cruz, sino que tiene forma de concha de vieira.

La tercera etapa nos trajo directos a Santiago, donde nos alojamos en el Parador Nacional, con la misma configuración de habitaciones que en Portugal. Después de caminar ciento dos kilómetros en tres días, caímos rendidos en nuestras camas, hasta levantarnos esta mañana para ir a la Oficina del Peregrino y oír misa en la catedral.

Una vez libres de impedimentos, salimos de la Plaza del Obradoiro por la Rua do Franco, y entramos en el Pazo de Fonseca, antigua sede de la universidad y que hoy alberga la biblioteca universitaria. En el claustro coincidimos con un peregrino que conocimos hace un par de días y con el que entablamos una suerte de complicidad, basada en principio en que todos estábamos haciendo el Camino.

Se trata de un muchacho de unos treinta años, mulato brasileño, bastante apuesto y de trato educado y agradable. Lleva escalando posiciones desde que le conocimos. Comenzó intentando pegar la hebra con Paulinha, pero ella, sin muchos miramientos, pero con tacto, se lo quitó de encima enseguida. La siguiente etapa fue Marta, que le dejó rondarla un poco más, pero tampoco le dejó rematar la faena. Entonces probó suerte con Ana María, y parece ser que a ella sí le hizo tilín. La cosa no llegó a más porque la intimidad de dormir en literas en los albergues no permitía escarceos, pero hoy, no sé por qué, me da la impresión de que éste se lleva el gato al agua.

Durante la visita, poco a poco vamos formando dos grupos diferenciados. Por un lado, Ana María y el muchacho, y por otro, el resto de las mujeres y yo. Cuando terminamos de recorrer el Pazo, al salir, nos sentamos todos juntos a tomar una copa en una terraza de la Plaza de Fonseca. Momento que aprovecha Ana María para hablar con Amália en privado.

Amália me lleva aparte y ruborizándose me dice:

– Alfredo, ¿podrías buscar una farmacia y comprar preservativos?

– ¿Qué? ¿A estas alturas, preservativos?

– No me hagas repetirlo, no seas cabrito. No son para nosotros. Mi hermana me ha pedido que se los compres tú, que a ella le da vergüenza. Nunca los ha comprado y no se arriesga a tener relaciones con un desconocido sin protección.

– Dile a tu hermana que le pregunte al muchacho qué número calza, no vaya a ser que se los compre estrechos – Digo yo, regodeándome con la situación.

– Dice que si fuese contigo, que tú ya sabes que no los necesitaría – Me devuelve ella la pulla.

– Alguien tendrá que pagar esto, querida. Y no me refiero al importe de los condones, que a eso invito yo.

– Tú tráelos y ya hablaremos del pago. No creo que tengas queja hasta la fecha.

Antes de que la broma pase a cabreo me voy a cumplir con el encargo, mientras mi mujer habla aparte con su hermana. Cuando vuelvo, llamo a mi cuñada y con disimulo le hago entrega de la cajita. Entonces, Ana María me pone las manos en los hombros y al tiempo que me da las gracias, me besa en la mejilla y me da un refregado de tetas, cargando la suerte y tomándose su tiempo – La madre que la parió, ya estamos otra vez. Cuando veo hacia mi esposa, ésta baja los ojos hacia su regazo y se parte de risa. Vaya pareja de arpías. Le ha contado lo de la talla y le ha dado permiso para que me encienda.

Ana María nos dice que no la esperemos en toda la tarde, que nos veremos en el comedor del parador a la hora de la cena, y se va hacia la habitación enlazada del brazo del muchacho.

Al ir a sentarme al lado de mi mujer, me pongo a su espalda, y mientras le mordisqueo la nuca, aprovecho para acariciarla la parte inferior de un pecho disimuladamente, por encima de la blusa. Desde donde estoy, veo como inmediatamente los pezones se le erizan, empujando la blusa hacia afuera, haciéndose escandalosamente notorios. Amália, dando un respingo, cruza los brazos a toda velocidad por delante de su pecho, tratando de tapar la evidente erección, mientras sus mejillas adquieren el color de las amapolas. Ahora, el que se parte de risa, soy yo.

Observo a mis otras dos mujeres, y mientras que Paulinha vive feliz en su propia burbuja espacio temporal, encantada de todo lo que está viviendo estos días, probablemente pensando en todas las cosas que va a contar que ha visto y vivido, Marta observa melancólicamente como se aleja la pareja formada por mi cuñada y el brasileño, jugando con las puntas de su pelo y mordiéndose inconscientemente el labio inferior. Qué lástima no poder ayudarla. Es una buena mujer. Y además, muy guapa.

Durante toda la tarde, paseamos la zona vieja de Santiago, terminando en la Plaza de Platerías y allí, en los comercios de orfebrería situados bajo el claustro de la catedral, compro una pulsera en forma de torque de plata con las cabezas rematadas por una bola de azabache y en cada una rosa de ámbar tallado, para que Amália tenga un recuerdo de este viaje. Para Paulinha y Marta, un par de pendientes de filigrana dorada y para mi cuñada, un collar con cuentas alternadas en azabache y ámbar. Las mujeres se juntan y me regalan un par de gemelos de plata con una lasca de azabache, en la cual mandan grabar un monograma con mis iniciales entrelazadas, y que recogeremos al día siguiente, antes de nuestra partida.

En un incompresible impulso, compro para Paulinha una figa (higa), amuleto en forma de puño cerrado con el pulgar atrapado entre los dedos índice y corazón. Realizada en azabache y con un engarce de plata con forma de lazo de filigrana, apropiado para portarlo en el pecho a modo de broche. Al entregárselo le digo que es una pieza tradicional que las abuelas ponían sobre el pecho de los bebés, para espantar el mal de ojo. No me podía imaginar que vería aquella joya colgada del jubón de una niña de pecho, antes de lo que yo pensaba.

De vuelta en nuestras habitaciones, antes de la hora de la cena, me apetece tomarme un baño caliente y llenando la bañera, me pongo a remojo, recostándome y cerrando los ojos para relajarme de la tensión de estos días.

Oigo llamar a la puerta y escucho a mi esposa hablando con otra mujer mientras entran ambas en el dormitorio. Cuando se sientan en un sofá que linda con la pared del baño, probablemente a causa de alguna fisura en el muro oculta a la vista, oigo perfectamente que se trata de Ana María, que conversa con su hermana. Desde la bañera escucho con toda claridad lo que están hablando, tal y como si estuviese sentado a su lado.

– Siéntate y dime qué tal te ha ido con el mulato. ¿Se ha marchado ya?

– Sí, ya nos hemos despedido. Y la tarde ha sido maravillosa. Ya tenía ganas de algo así.

– Me alegro por ti, hermanita. A ver si así dejas por una temporada de calentar a Alfredo, que me lo tienes loco. Por cierto, lo de esta tarde, el permiso era solo para una refriega. Que te quede claro. Y siéntate bien, que me tienes nerviosa con esa postura.

– Tranquila, que por una temporada al menos, dejaré tranquilo a Alfredo. Lo de sentarme bien va a ser otro cantar.

– ¿Y eso?

– Te lo cuento, pero no puede salir de aquí nada de lo que te cuente. Y sobre todo, ni palabra a Alfredo. Prométemelo.

– Vale, prometido. Ahora cuéntame qué has hecho con el mulato.

– Cuando entramos en la habitación, ya traíamos una calentura importante. Nos desnudamos uno al otro como si no hubiese tiempo para más. Cuando estuvo desnudo, me encontré con un miembro de este tamaño, no te exagero nada – Supongo que aquí le estaría mostrando con las manos separadas el tamaño del badajo del mulato.

– ¿Tan grande? ¿Y pudiste con todo eso dentro?

– Pude más de lo que tú te crees, hermana. Al verlo, me arrodillé delante de él y me lo metí en la boca hasta donde pude, que no fue mucho. Debía venir muy necesitado, porque al poco tiempo se vino en mi garganta sin darme tiempo a retirarme, con tal abundancia, que esta noche no creo que me apetezca sopa de primer plato. A pesar de la eyaculación, no perdió casi nada de la erección y me llevó a la cama, poniéndome encima, a cuatro patas. A mí, la humedad ya me chorreaba por los muslos, pero él se dedicó a trabajarme el clítoris y los labios con su lengua. Cuando le pareció que ya estaba bien lubricada para su gusto, me penetró de un viaje y comenzó a darme desde atrás alternando el ritmo lento y cariñoso, con otro más vigoroso y salvaje, al tiempo que me apretaba las tetas y me tiraba de los pezones. En esa posición tuve al menos tres orgasmos seguidos. Yo creí que ya no podría ocurrir mucho más, pero entonces, mientras me penetraba con esa monstruosidad, empezó a meterme de uno en uno, hasta tres dedos juntos en el culo. Cada vez que sumaba un dedo, yo tenía un orgasmo explosivo. De improviso, sacó los tres dedos y cambiando de agujero, me empujó todo su miembro dentro de una tacada. Estuvo sodomizándome un buen rato, y mientras duró, yo fuí encadenando orgasmo tras orgasmo, hasta que él terminó en mi interior. Cuando se despidió de mí, quedé desmadejada sobre la cama recuperándome de la sesión tan brutal de sexo que acababa de tener. Yo nunca lo había hecho analmente. Estoy satisfecha, pero me ha roto el culo y me cuesta sentarme. – Dulce es la venganza aunque sea por mano interpuesta, pienso yo.

Durante la cena cada una de las mujeres tiene un comportamiento distinto. Marta y Paulinha no dejan de observar con extrañeza que les sirvan el plato ya preparado, pues en los restaurantes en Portugal lo que viene a la mesa son fuentes con la comida, sirviéndose cada comensal de lo que le apetece, aunque no sea de lo que ha pedido. Amália tiene una actitud ensoñadora, me gustaría saber qué está pensando. Ana María tiene puesta “la sonrisa”. Le han arrugado las sábanas a gusto debajo de la espalda. Pero no es capaz de mantenerse en la misma postura por más de un par de minutos. Ya no me aguanto más, y sabiendo lo que le ocurre, le pregunto:

– Ana María ¿te encuentras bien? No paras quieta en la silla.

– ¿Eh? Nooo, no. Es que probablemente de tanto andar creo que me he rozado entre los muslos y los tengo irritados. Nada grave en todo caso.

– ¿Seguro que es de andar? El homenaje que te has dado esta tarde no tendrá nada que ver ¿verdad? – Y le sonrío haciendo ver que estoy de broma.

– No, no. A veces tienes unas cosas, cuñado. – Y se le suben los colores mientras dice eso.

Terminamos de cenar, y después de salir a dar una última vuelta y tomar unas copas en una cafetería, volvemos y nos acostamos hasta el día siguiente, en que tomaremos un taxi que nos llevará de vuelta a Valença do Minho.

Esa noche, alguien tuvo que pagar por el favor de los preservativos y el refregado de tetas que me había dado Ana María. Quien pagó lo hizo de lindo gusto, abonando el pago hasta cinco veces, dándole yo el cambio, en dos.

Por la mañana, y fieles a nuestra costumbre, despertamos abrazados, mi pecho contra su espalda y una de mis manos en su pecho, mientras la otra permanecía aprisionada entre sus muslos, cubriendo su sexo, en la variante que habíamos instaurado últimamente.

CONTINUARA.

Espero sus comentarios, tanto a favor como en contra. Son todos bien recibidos.

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