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Sintiendo a Mireya
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Tiempo de lectura: 3 minutos

Ahí estaba yo, desnudo, nervioso como si volviera a ser un adolescente, observando atentamente cómo Mireya se iba desprendiendo una por una de sus prendas. Su cuerpo delgado me desveló primero sus pequeños pechos, que altivos y firmes parecían pedir que compartiese con ellos el calor de mis labios. Luego mostró la belleza de sus largas piernas y sus apretadas nalgas, entre las cuales deseaba locamente sumergirme. Finalmente, con un movimiento lento y una mirada que buscaba mi complicidad, su lencería cayó hasta sus tobillos y me descubrió el misterio de su sexo, que erecto y poderoso parecía desafiarme.

Durante unos segundos pensé en qué habría dicho mi novia… perdón, mi exnovia. Ella, siempre tan correcta y de moral tan estricta, siempre tan dispuesta a juzgar a los demás, y sin embargo capaz de engañarme durante todo un año con su compañero de trabajo sin siquiera despeinarse. ¿Qué habría pensado aquella mujer que ya era parte de mi pasado? ¡Que pensara lo que le viniera en gana! Por primera vez en mucho tiempo estaba haciendo lo que realmente deseaba, no lo que pensaba que los demás esperaban de mí.

Mireya extendió un poco de crema sobre su sexo y lo acercó al mío, pegándolos, haciéndome partícipe del calor de su piel y del húmedo frío del lubricante. Aunque me sentía excitado, a mi cuerpo le costaba reaccionar, aunque el agradable roce que sentía me hacía sentir maravillosamente, hasta el punto de que se entrecortaba mi respiración. Su mano nos aferró a ambos, como si fuéramos el tallo de dos flores sin espinas, y con una firme y rítmica calma aumentó la sensación de placer que me llenaba. Era evidente que ella controlaba la situación, y a mí me encantaba.

Es curioso cómo Mireya conseguía hacer que me dejara llevar. Cuando la había conocido en una página web, un par de meses atrás, me había gustado por la forma en que sabía escucharme, como si me comprendiera mejor de lo que yo me comprendía a mí mismo. Al explicarme que era una mujer transexual, el vínculo que nos unía era ya demasiado fuerte como para que eso me importara. Y cuando nuestra relación pasó de ser puramente platónica a poseer un carácter más físico, la forma en que deseaba sus labios y la manera en que me excitaba el susurro de su voz hacía que todo lo demás fuera secundario.

Mi compañera se dejó caer sobre la cama y me hizo una señal para que me acercara. Yo aún seguía sin desarrollar una erección completa, pese a estar excitado como nunca antes lo había estado, y ella me tranquilizó mientras untaba sus dedos en lubricante y buscaba entre mis nalgas la parte de mi cuerpo que más deseaba.

Lo habíamos hablado hacía ya algunas semanas: Mireya no tenía problema alguno cuando yo me introdujera en ella, y de hecho lo consideraba muy placentero, pero no se veía manteniendo una actitud pasiva en todos nuestros encuentros, máxime cuando mi trasero la excitaba enormemente y la tentaba en calientes sueños nocturnos. Y yo, lo reconozco, estaba maravillado con ella y habría hecho lo que fuera por complacerla.

Una vez bien lubricado, sintiéndome un poco extrañado por la sensación de humedad permanente, me coloqué encima de ella. Quizá en otra situación habría sentido cierta incomodidad, pero al ser capaz de moverme con libertad y marcar el ritmo al que se iba introduciendo dentro de mí, lo único que me asaltó fue cierta sensación de extrañeza que, rápidamente, fue sustituida por una sensación de sosegado placer.

Coordinarse con Mireya era un auténtico placer, y lo digo en todos los aspectos. Aunque se notaba su excitación y deseo, respetaba los ritmos que yo iba marcando, galopando sobre ella de acuerdo a los impulsos que mi cuerpo iba sintiendo. Y fue así como, lentamente, sin precipitaciones, sentí el primero de los orgasmos explotó dentro de mí. Nacía en mi sexo, pero en lugar de ser expulsado, parecía empujar hacia lo más íntimo de mi ser, hasta que mis sentidos quedaban saturados por una sensación de absoluto placer que me hacía perder la conciencia de lo que sucedía a mi alrededor. Consciente de lo que me sucedía, pues ella misma lo había experimentado en múltiples ocasiones, Mireya reía al ver que ahora ambos comprendíamos cómo funcionaban nuestros cuerpos mucho mejor que antes.

Para mí, el sexo siempre había sido algo que se hacía deprisa y con fuerza, pero junto a mi nueva compañera había empezado a comprender que tomarse tiempo para disfrutar, que moverse con cuidado para complacerse tanto a uno mismo como a la otra persona, podía ser infinitamente más satisfactorio.

Cuando me recuperé por segunda vez de la explosión que me consumía por dentro, mi mirada suplicó a Mireya que pusiera fin a aquello. El deseo era demasiado grande, la erección demasiado fuerte, mi cuerpo pedía derramar toda su esencia pero no sabía cómo. Empapando su palma con su propia saliva, Mireya aferró con fuerza la cabeza de mi sexo, y apretándola sin miramientos, fue estimulándome de una forma tan enloquecedora que me faltaron tanto el aire como las palabras. Fui incapaz de avisarla de lo que estaba a punto de pasar, y cuando salpiqué sus pequeños pechos y su rostro, su risa de satisfacción fue absoluta.

Agotado pero consciente de los muchos cuidados que mi compañera me había dedicado, continué unido a ella, moviéndome ahora con mayor control, pensando en cada golpe e cadera en lo que ella sentía, acariciando con mis yemas la ardiente piel que parecía a punto de estallar en combustión. Su grito, repentino y victorioso, indicó que acababa de culminar dentro de mí. Y que yo, a partir de ese momento, era suyo, igual que ella era mía.

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