1
Había descubierto que me excitaba mucho que Ana me cuente sus relaciones con otros. Sin embargo, los celos no se desvanecían. Después de disfrutar de escuchar con sus propias palabras cómo la poseían, me embargaba una calentura asfixiante que apaciguaba cogiéndola, besándola, chupándola, devorándola… usaba su cuerpo como un juguete sexual. Pero al otro día, cuando estaba sólo en mi casa, me embargaba una angustia insoportable, que no me permitía conciliar el sueño tranquilamente. Le mandaba mensajes a todas horas, y cuando no contestaba enseguida, me hacía la cabeza pensando que estaba con otros. ¿Cuánto tardaría en caer ante viejos aprovechados como Juan Alberto? ¿Y aquellos tres chicos que la chantajeaban? Esa noche me contó toda la increíble historia. Tres pendejos de dieciocho a veinte años abusando a su antojo de una hembra de veintisiete. El sueño del pibe hecho realidad. “Ya me voy a deshacer de ellos” había dicho Ana, luego de que yo le repitiera una y otra vez que no se podía dejar extorsionar por tres nenes de mamá que se pensaban que podían hacer lo que quisieran con una mujer. “No te preocupes, no voy a dejar que me molesten más” me repitió, y luego ya no quiso hablar más del tema. No quise insistir, pero en cambio le enviaba mensajes con cualquier pretexto, y al no recibir respuesta, automáticamente la visualizada desnuda, a merced de tres adolescentes caprichosos, y manipuladores que jugaban con su cuerpo como yo mismo lo hacía. Me preguntaba si era cierto todo lo que me había contado. ¿Realmente la extorsionaban? ¿O ella participaba sin reticencias en esa orgía?
No tuve oportunidad de preguntarle nuevamente eso, porque de repente, ya no contestaba mis mensajes. Quería saber en qué momento se veía con esos pibes, para aparecer de sorpresa y asustarlos, pero ella era reacia a que yo intervenga. “Ya no me van a molestar más, no te preocupes” fue su respuesta la última vez que insistí con eso. “Y ya te dije que no me gusta que me manden mensajes a cada rato” me puso, y luego de ese mensaje, me tuvo castigado por varias semanas.
Un día reapareció Andrés, su novio. Quien los viera de la mano, tan jóvenes y lindos, no imaginarían la relación tormentosa que tenían. Andrés me daba lástima. Aunque él tenía ciertas sospechas, no tenía idea de las dimensiones de las infidelidades de Ana. ¿Cómo reaccionaría si le contara que Ana se había encamado con dos viejos de cincuenta años, y que se acuesta con tres pendejos recién salidos de la escuela?
Uno de esos sábados en que me tocó trabajar durante el día, lo vi llegar al edificio. Me saludó, alegre. Entonces recordé que habíamos tenido muchas charlas amenas, y que, ante sus ojos, éramos casi amigos. Conversamos un rato de banalidades. Me contó que ya le faltaba poco para recibirse de contador, y que había conseguido un trabajo nuevo, ya lejos de las alas de su padre. Pero, de repente su voz se convirtió en un susurro y su rostro tomó un aspecto grave.
— Y con respecto a lo que te pedí Gabi… ¿viste algo?
Tardé en darme cuenta de a qué se refería, hasta que recordé que me había pedido que le informe si Ana salía por las noches.
— La verdad que no la vi salir en ningún momento, salvo para comprar algo. — Le dije. En realidad, era la verdad. En los diez días que estuvieron peleados Ana no salió por la noche. Sin embargo, sí recibía visitas en su departamento. Yo mismo tuve la suerte de calentar su cama mientras Andrés estaba quien sabe dónde.
— Bueno gracias. Ojalá que ahora estemos bien por mucho tiempo. — dijo, con una sonrisa melancólica.
De repente llegó Ana, saliendo del ascensor. Era un día primaveral, así que llevaba una pollera celeste, suelta, y una blusa blanca. Su pelo castaño ondulado aparecía suelto. Me saludó con un movimiento de cabeza, haciéndose la tonta, y luego se dirigió a su novio.
— Hola mi amor. — se abrazó a él, y le dio un innecesario beso de lengua. — Vamos. — dijo. Era evidente que le resultaba incómodo estar con su novio y su amante juntos.
— Dale, vamos. Chau Gaby. — dijo Andrés, mientras era llevado de los brazos por Ana, casi a rastras. Pero de repente, justo antes de cruzar la puerta, paró. — Ah esperá amor. — le dijo a su novia, y se acercó de nuevo a mí. — Gaby ¿a vos te gustó el concierto al que fuiste la otra vez, no?
Me acordé del concierto. Salvo por la presencia de Andrés, me había resultado aburrido. Además, tuve que soportar verlos haciéndose mimos, y luego se fueron con sus amigos, y me dejaron plantado.
— Sí, me gustó. — Mentí.
— Tomá. — dijo Andrés, sacó un papel de su bolcillo. Era una entrada para un concierto. — Si podés andá a verla. Tocan Mozart. — Dijo.
Ana me miró mientras Andrés todavía le daba la espalda. Movió la cabeza, como diciendo no aceptes. Se la notaba muy incómoda. Me daba gracia.
— Dale, justo mañana tengo franco. — contesté, agarrando la entrada.
2
Esa noche chateé con ambos. Mientras Ana trataba de convencerme de que no era una buena idea que vaya al concierto, Andrés me proponía que viajemos juntos al Teatro Avenida, que era donde se daba la función. A ella le contesté que no sea tonta, que debíamos actuar normalmente para que no sospeche nada. Y a él le contesté que me parecía fantástica la idea de viajar juntos.
Era un domingo soleado. Bastante caluroso. Me vestí con una camisa azul con lunares blancos, y un pantalón de jean bien planchado, era lo más elegante con que me podía disfrazar. Andrés apareció con un traje gris, elegante, camisa blanca, impecable, sin corbata, y zapatos bien lustrados. Despedía la fragancia de un perfume importado. Era delgado, rubio, y a pesar de ser hombre, yo era capaz de admirar su belleza, y sabiendo que se trataba de un chico amable e inteligente, podía comprender por qué Ana lo prefería, al menos en una relación formal. Ella llevaba un vestido negro, ceñido, que le llegaba un poco por encima de las rodillas. No tenía escote, pero los pechos se marcaban en la delicada tela. Un cinturón fino y elegante dividía la prenda en dos partes, y marcaban sus generosas curvas. Su pelo estaba recogido, dejando, una vez más, su rostro de nena linda completamente a la vista. De sus orejas colgaban dos aros dorados que le daban cierto aire niña rica. Me gustaba verla así, tan prolija, tan inmaculada. Parecía esas princesas europeas que se veían obligadas a vestirse con cierto recato, pero, de alguna manera, encontraban la forma de verse increíblemente sensuales. Me dieron ganas de comérmela a besos, de arrancarle el vestido, hasta hacerlo hilachas, y de violar su carita con mi verga venosa, y metérsela hasta la garganta, y hacerla lagrimear hasta que se corriera su maquillaje.
Ninguno tenía auto, así que fuimos primero en colectivo, y luego en subte. Ana no hablaba mucho. No sabía esconder su inquietud. Andrés, por su parte, no parecía notar nada raro y no paraba de conversarme. Recordé que alguna vez Ana me dijo que mis mensajes intempestivos le habían causado algún inconveniente con su novio. Pero mientras hablaba, simpático y entrador, no parecía albergar la menor sospecha acerca de mí.
En el subte, por algún motivo, comencé a rememorar la última noche que estuve con Ana. Ella me había confesado muchas cosas: primero, su encuentro con Juan Alberto y con el otro viejo del que ni siquiera sabía su nombre. Pero lo que más me llamó la atención, fue lo que me contó luego de que terminé de comerle la concha. ¿Con quién más te ves, aparte de mí? Le había preguntado. “Con tres pendejos”, me dijo.
El subte iba muy cargado, y debíamos viajar parados. A medida que recordaba sentía cómo mi sexo se hinchaba. Quise concentrarme para que me baje la calentura, pero ver a Ana besándose con Andrés no contribuyó a eso. Aquella noche estaba ansioso por conocer sus secretos, pero primero hice que me diera una mamada. Era lo justo, después de haberla hecho acabar sólo usando mi lengua, y ella estaba de acuerdo, por lo que no dudó en llevarse a la boca mi verga que ya despedía el líquido transparente y viscoso. Era increíble que la misma mujer que ahora trataba con exagerado cariño a su novio, hace poco se había acostado con al menos tres tipos, en menos de una semana. Una vez que acabé, manipulé su cuerpo como si no fuese más que una muñeca. La puse sobre mi regazo, como los padres que les dan nalgadas a sus hijos. Pero yo en cambio acaricié la raya de culo, y una vez que mi índice se posicionó sobre el ano, introduje una falange.
— Contame. — le exigí.
— Qué cosa.
— Contame de esos pendejos. — le dije, y el dedo perforó unos milímetros más.
— ¿Para qué querés saber esas cosas? ¿Te calienta saber que me cogen otros?
— ¡Contame! — ordené, introduciendo el dedo en su totalidad. Ana dio un respingo y gimió. — Contame todo. — repetí.
Y entre jadeos, de manera entrecortada por mis continuas penetraciones con el dedo, y los sonidos de mi puño chocando con sus nalgas cuando se lo metía hasta lo más profundo; Transpirada, y obediente, Ana me dijo…
“hace un par de meses que doy clases de violín en la orquesta juvenil San Martín. Ahí lo conocí a Federico. Ya te conté de él. Me agarró un día con la guardia baja y pasó lo que pasó. Si Gaby, cogimos, a eso me refiero. Pero a los pocos días vino con unos amigos a mi departamento. Uno de ellos había hablado conmigo por teléfono para tomar clases de violín acá en casa. ¿Viste que doy clases acá? Ay sí Gaby, me gusta por el culo. Vino a tomar las supuestas clases, pero el pendejo no trajo ni violín siquiera, y no vino sólo. Estaba Federico y otro pibito más. Son unos nenes. Federico es el más grande e igual es un pendejo. Pero los otros son unos nenes recién salidos de la secundaria. No puedo creer que hayan tenido el valor de apurarme así. ¿Qué quieren, Federico? Pregunté, porque ya me veía venir algo malo. Federico se rio como un perverso, y eso que en clases se porta tan bien, es todo un señorito. Yo los había hecho pasar. No sé porqué fui tan tonta, pero los hice pasar, y ya estaban los tres en mi departamento. Me dio miedo. Eran chicos, pero eran tres. Me miraban de arriba abajo, como si fuese una puta. Para colmo tenía la ropa en la lavandería, y lo único decente que tenía para ponerme era un vestido floreado, con la espalda desnuda. Demasiado sexy para una clase de violín, pero no podía recibir a un alumno así nomás. No, no me digas así Gaby, no soy una puta. No me puse esa ropa a propósito. Dentro de todo no es tan desubicada. El vestido es suelto y me llega hasta las rodillas. ¿Qué quieren? Repetí, tratando de sonar amenazante, pero los pendejos se cagaron de risa. “Mirá esto profe”, dijo el hijo de puta de Federico, y me mostró las fotos del celular. No sabés cómo me arrepiento de habérmelo cogido, ya sabía que estar con un pendejo era para quilombo, pero no imaginé que iba a llegar a tanto. Me quedé petrificada. ¿Qué quieren? Pregunté de nuevo. Estaba asustada, porque ya sabía lo que querían. En serio lo digo. Estaba asustada. Siempre tengo miedo de que se pongan loquitos y me lastimen la cara. ¿Qué cómo eran los pibes? No entiendo para qué querés saber eso Gaby. Federico es morocho, de pelo corto, tipo militar, y aunque es flaco tiene bastante músculo. El que iba a tomar las supuestas clases de violín era un pendejito rubio, flaco y desgarbado, de ojos celestes. Yo pensé que era de quince años, pero después me enteré de que tiene dieciocho. El tercero parecía tímido. Pelito cortó con un jopito. Parecía que no quería estar ahí. Los otros dos les habrán vendido que yo era fácil, pero cuando me vio asustada dijo “parece que no quiere chicos, déjenla en paz”. Pero Federico lo hizo callar, y se me acercó. “yo sé que te gustan estas cosas”, me dijo. Yo le dije que lo que pasó entre nosotros fue una cosa del momento y nada más. “Si no hacés lo que queremos, voy a mandar a todos los chicos de la orquesta tus fotitos, profe” me dijo, el muy hijo de puta.
Yo no sabía qué hacer. No quería gritar. Sabía que si lo hacía me iban a hacer callar y a tomar por la fuerza. Federico me acarició las piernas. Me dio escalofríos sentir sus dedos deslizándose por mi muslo, como unas lombrices que subían lentos hasta mi sexo. Me levantó el vestido. Yo no hice nada. Ya no había nada para hacer. No podía pelear con tres pibes, fuertes y ágiles. Ya sabés lo débil que soy. Además, si en la orquesta veían las fotos… No me puedo quedar sin ese trabajo Gaby, aunque me paguen poco.
El pendejito rubio se acercó, y no tardó en meterme mano por detrás. Se nota que no estaban acostumbrados a estar con una mujer, me tocaban el culo y las piernas muy torpemente. El rubio me lamió la espalda, y Federico me levantó el vestido hasta que mi bombacha blanca quedó a la vista. “¿ves cómo se deja?” Le dijo al chico tímido que no quería participar. Yo lo miré como diciéndole que me ayude, pero al mismo tiempo me dejaba toquetear por los otros dos sin hacer nada, por lo que el pibito pareció confundido. “Qué lindo culo tiene tu profesora” dijo el rubito, regodeándose en el hecho de que el otro hijo de puta era mi alumno. Y pensar que al otro día tenía que verlo en el ensayo… el rubito empezó a tironearme la bombacha, pero Federico dijo “No, pará, dijimos que no la íbamos a coger de entrada”. El rubito obedeció, y volvió a subirme la bombacha, estiró el elástico y lo soltó, sólo para molestarme. ¿Te imaginás, un pendejito, nenito de mamá jugando con la bombacha de una mujer? Se habrá creído todo poderoso el imbécil.
Federico me sacó el vestido. Quedé solamente con la bombacha y el corpiño. “¿dónde está el cuarto profe?” No contesté, pero el departamento tampoco es muy grande que digamos. Lo encontraron enseguida. Mientras me llevaban hasta ahí, el rubito no paraba de pellizcarme el culo, parecía nene con juguete nuevo. “No me lastimen” les supliqué. “Hago lo que quieran, pero no me lastimen, y borren las fotos por favor”. Los dos pendejos sonrieron perversamente. Les encantaba tener el control, igual que vos Gaby. “Así me gusta profe, que seas una putita sumisa” dijo el rubito.
El otro chico estaba en el umbral de la puerta. Había escuchado todo. Yo me preguntaba si se iba a animar a hacerle frente a sus dos amigos antes de que empiecen a violarme. “tirate a la cama, boca abajo” me dijo Federico. Me di vuelta, me tiré a la cama y cerré los ojos. Enseguida sentí las manos manoseándome de nuevo. Me estrujaban el culo y las tetas muy violentamente. Después empezaron a lamerme: la espalda, las piernas, la cola. Sobre todo la cola. Cada tanto me daban mordiscos fuertes. Por culpa de esas mordidas tuve que hacerme la enojada con Andrés por más días de lo pensado porque tenía las nalgas marcadas.
De repente sentí que a las dos bocas que me devoraban se le sumaba una tercera que, después de correrme el pelo, me chupaba el cuello. El tercer pibito, el tímido, el que era reacio a abusar de mí, el único que podía llegar a defenderme, se había sumado a la violación. Si, ya sé, habrá pensado que ya me empezaba a gustar, pero igual me decepcionó.
Me devoraban como si fuese comida. No hubo lugar de mi cuerpo que no lamieran. Me sacaron la bombacha, y me desabrocharon el corpiño. En un momento me sobresalté imaginando que podrían estar tomando otras fotos. Pero ya era demasiado tarde para tomar precauciones. Sentí que un cuerpo se deslizaba por el colchón. Era uno de los pendejos que se sentó a la cabecera de la cama, al lado de mi cabeza. Me agarró del mentón y me levantó la cara. No sé cuál de los tres era, no quise verlo, sólo abrí los ojos y vi una verga, no levanté más la mirada. Por la forma, delgada y blanca, supongo que era la del rubito. Además, él era el más impaciente. La pija ya había largado mucho presemen. La agarré. No tenía sentido negarme, ya estaba a merced de esos pendejitos degenerados. Se la chupé, con rabia. Presioné la cabeza con los labios y le di lengüetadas veloces. El pibito hizo un sonido mezcla de placer y dolor. Nunca le habían chupado la pija así. Mientras se la mamaba, los otros no paraban de chuparme la cola, parecían más ansiosos por disfrutarme y por observar cómo se la chupaba a su amigo, que por desahogar rápido su calentura.
El pendejito se vino enseguida. Largó dos chorros calientes y pegajosos en mi cara. No sé qué mambo tienen los tipos con eyacularnos en la cara, pero a todos les encanta. A vos también ¿no?
Cerré los ojos de nuevo. Quería que me cojan y se vayan de una vez. Pero todavía no me iban a coger. Me hicieron darme vuelta. Dos de ellos (supongo que a los que no se la había chupado) se pararon sobre el colchón, a mis costados. Escuché los chasquidos de la masturbación de una pija mojada, todavía con mis ojos cerrados. Parece que tanto chuparme los había excitado demasiado y no aguantaban más. Enseguida sentí las dos eyaculaciones, casi al mismo tiempo, bañando mis tetas y parte de mi cara. “Mirala a la profe, toda llena de leche, hecha una puerca” Dijo el rubito agrandado. No les bastaba con cogerme, les gustaba humillarme. Igual que a vos Gaby.
Después me pusieron en cuatro. Discutieron un rato en qué turno me iban a violar. Federico y el rubio querían ser los primeros. Jugaron a piedra, papel, o tijeras. “al mejor de tres” dijeron, y yo, con los ojos cerrados y la cola levantada, escuchaba cómo se disputaban mi cuerpo, como si fuese un trofeo.
Ganó el rubito. Me cogió con esa pija delgada. A esa edad tienen mucha energía. Yo mordía las sábanas para no gemir, pero cuando me la metía con toda, no podía disimular. Además, ya me empezaba a mojar. “miren, la putita larga juguitos” dijo el rubito, metiendo un dedo para comprobarlo. Y así estuvieron un par de horas Gaby. No duraban mucho. Diez minutos como máximo. Pero apenas terminaba uno, el otro ya me metía la pija dura. Fue como si un solo tipo me cogiese por dos horas. Si Gaby. Me hicieron acabar. No soy de madera. Tantas estimulaciones en mi sexo, por tanto tiempo, me hicieron acabar dos o tres veces. “Al final te está gustando putona” dijo el infeliz de Federico. “Vamos a venir a culearte seguido”.
Cuando uno estaba a punto de acabar, se quitaba el forro, y mientras el otro se acomodaba para penetrarme, se ponía encima de mi cara y me largaba toda la leche. Nunca me habían acabado tantas veces en la cara. ¿Cuántas? No sé Gaby. Siete u ocho veces. Las sábanas quedaron hechas un enchastre.
Me dejaron muy cansada. Creo que me desmayé. Cuando desperté ya no estaban. ¿Qué? No, Gaby, no fue la última vez que estuve con ellos, si no borraron las fotos los hijos de putas. Pero ya te dije que ya me los voy a sacar de encima, vos no te metas. Sí, metémela en el culo. Ya me lo dejaste bien dilatado…”
No podía saber cuánto de lo que me había dicho era cierto. Ella sabía que, al contarme esas historias, lograba excitarme como nunca. Pero aun así supuse que la mayor parte era real. Aunque no la consideraba una mujer fácilmente manipulable. Era difícil creer que se dejaba chantajear por tres pibitos. Parecía una ficción, al menos esa parte ¿o no?
Me di cuenta que tenía una erección. Además, ensimismado en mis recuerdos me había olvidado en dónde estaba. Ana estaba abrazada con Andrés, a los besos, mientras el subte daba una curva pronunciada por el túnel oscuro. ¿Cómo una mujer, en apariencia tan cariñosa y devota de su novio era capaz de vivir las experiencias que decía haber experimentado? Pero lo cierto era que yo mismo formaba parte de esas experiencias. ¿Cuántas mujeres se acuestan con el vigilador del edificio cuando su novio no está? Además, ¡cómo se burlaba de él cada vez que yo la poseía! Y ni hablar de lo que hacía ahora, mostrándose cariñosa, y fiel, como si en el mundo no existiera nadie más que ella y su novio, abrazados, casi fusionados, mientras su amante los observaba a apenas unos centímetros. Todo resultaba tan inverosímil, que no me quedó otra que asumir que todas las otras historias que me contó, por más inverosímiles que parecían, también eran reales.
El subterráneo llegó a la estación Diagonal Norte, y subieron un montón de pasajeros. Era increíble el caudal de gente que había para ser domingo. Probablemente había muchas actividades para hacer en el centro. Sentí mi cuerpo empujado a un rincón, al tiempo que Ana y Andrés, inseparables, eran arrastrados por la marea humana en la misma dirección donde yo estaba. Apenas podíamos movernos. Ellos, como si nada, seguían charlando en susurros, besándose cariñosos. Me molestó tanta cursilería, y más me molestó el hecho de que Ana me ignorase durante todo el viaje. Había quedado justo a su espalda. Lo veía a Andrés tan ciego, que me indignaba. ¿Cómo no se daba cuenta de con quién estaba? ¿Y por qué no la dejaba libre, así yo no tenía que esperar a que estuvieran peleados para disfrutar de su sexo? Haciendo un poco de fuerza, liberé una de mis manos, que estaba aprisionada contra la puerta, debido a la presión de tantos cuerpos en un lugar tan reducido. Primero acaricié la tela aterciopelada del vestido negro de Ana. Andrés le deba piquitos dulces en la boca. Luego abrí mi mano y palpé su trasero. “¿es la próxima estación, no?” Pregunté, mientras movía arriba abajo las manos, deslizando las yemas de los dedos sobre el culo divino de Anita. Ella no decía nada, así de puta era. “Sí, en la próxima nos bajamos” dijo el iluso de Andrés, que a pesar de estar frente a mí, no se daba cuenta de nada. Entonces le pellizqué el culo a Ana con fuerza. “¿Qué pasa mi amor?” Preguntó Andrés, cuando ella dio un pequeño respingo. “No, nada” dijo ella. Deslicé mi mano, abajo, despacio. Levanté el vestido, y llegué al muslo. Me quedé ahí, deleitándome, hasta que llegamos a la siguiente estación. Si le faltaba algo a Andrés para que se reciba de cornudo profesional, era que manoseen a su novia en sus propias narices.
Continuará