Mi adorada puta:
Te escribo esta carta teniendo dos certezas: La primera: nunca la vas a responder. La segunda: no vas a poder evitar leerla. ¿Cómo lo sé? Porque te conozco. Sos morbosa, como yo, y también sos adicta a los halagos, y sabés bien que acá los vas a encontrar a montones.
A pesar de que ya pasaron casi tres años desde la última vez que te vi, no puedo sacarte de mi cabeza. Y no pasa un día, sin que, al menos durante un fugaz instante, tu imagen nítida, no aparezca en mi mente para embrujarme con tu belleza adictiva. Es que, no sé si será por tonto, o por optimista, o porque te conozco, pero en el fondo guardo la esperanza inviolable de que un día (cualquier día) vas a mandarme un mensaje, con la excusa de que necesitás algún tipo de ayuda, y eso será el reinicio de nuestra retorcida relación.
Es que acaso ¿no fue así como sucedió la última vez? Lo recuerdo perfectamente. Hace un par de días que no te veía con tu pareja. Se te notaba triste. Yo estaba esperando la oportunidad para sacarte conversación. Habían pasado más de dos años desde que nos peleamos, y cada vez que me acercaba, me esquivabas o me mandabas a la mierda. Pero yo sabía que andabas con la guardia baja. Sabía que andabas necesitando un macho que te cuide, y vos sabías perfectamente que yo siempre estaría a tu disposición porque así te lo prometí muchas veces.
Te habías dejado el pelo con el color natural: castaño claro, ondulado, no muy largo. Llevabas una calza negra que te quedaba perfecta, y te marcaba exquisitamente las formas de tus piernas torneadas y tu culo que parecía esculpido por los artistas más precisos y libidinosos del planeta. Tu piel blanca siempre me llamó la atención. Es una piel difícil de encontrar en los barrios que suelo frecuentar. Una piel heredada de Europa, y cuidada con la delicadeza que se le enseña a las chicas bien de Barrio Norte. Pero vos sos mucho más que esas chetas estereotipadas. Vos eras un infierno.
Antes de que yo me decida a importunarte con un saludo, y con una conversación aburrida, fuiste vos la que me habló. Me pediste mi número, y antes de que yo te lo pueda dar dijiste “No, pará, ya lo tengo”.
Me puso eufórico saber que todavía conservabas mi número, pero más eufórico me puso recibir un mensaje tuyo. Era un mensaje carente de afecto, muy preciso, y sin vueltas, pero un mensaje tuyo al fin: “Estoy con muchos problemas económicos, ¿me podés ayudar?”
Eras una puta interesada, pero así y todo me hizo feliz que te pusieras en contacto conmigo de nuevo. Te dije que sí, que podía ayudarte. Me mandaste otro mensaje con tu número de cuenta bancaria. Yo me reí para mis adentros, ni en sueños te la haría tan fácil. Te contesté que no podía hacer transferencias, porque nunca habilité esa opción en mi cuenta bancaria. “Bueno, ¿Me la mandarías en un sobre por favor?” respondiste, esquiva. “Prefiero llevártela personalmente, no quiero que el sobre se extravíe” te escribí. “Dejásela a la encargada, es de confianza, por favor, lo necesito con urgencia”. Dijiste luego. Ignoré tu alusión a la encargada, esa vieja chusma. “a la tarde te la llevo personalmente” te respondí, tajante. A lo que contestaste con un gracias, y una carita sonriente.
¿Te acordás de esa tarde, no?, ¿de verdad pensabas que iba a desaprovechar una oportunidad como esa?, ¿Que te iba a mandar el dinero en un sobre, para que luego vuelvas a ignorarme? Ni loco.
Fui hasta tu departamento cuando el sol ya se quería ocultar. Sólo la oscuridad sería testigo de mi lujuria y de tu rendición. Te toqué el timbre. Abriste la puerta, apenas, estabas con un vestido azul, suelto. Parecía que pensabas salir apenas te deshicieras de mí. Te mantuviste en el umbral de la puerta, que estaba abierta solo lo suficiente como para dejar salir tu pequeño cuerpo. Pero yo empujé la puerta, y entré, como pancho por mi casa. “Vení, contá la plata” te dije. “No hace falta” me dijiste. “Lo que sea que hayas traído me sirve un montón. No sabés como te lo agradezco” se notaba que percibías mis segundas intenciones. Me miraste subrepticiamente y descubriste que detrás de mi bragueta, mi compañero comenzaba a desperezarse. “Te prometo que te lo voy a devolver todo”. Me dijiste.
¿Qué habrás estado pensando en ese momento? Sin duda sabías que todavía no te había sacado de mi cabeza. ¿Tenías miedo? Probablemente sí. Pero, ¿miedo de mí? ¿De vos misma? ¿De ambos?
Saqué un fajo de billetes del bolcillo de atrás. Los estiré para dártelo, y cuando los ibas a agarrar, los dejé caer al suelo.
Me miraste con recelo. Te habías dado cuenta de que lo hice a propósito, pero aun así te agachaste para recogerlos. Fuiste agarrando uno por uno los billetes, que se habían desparramado. Me encantaba verte humillada a mis pies. Entonces te agarré de la cabellera castaña, te la tironeé, y te hice gritar de dolor. Levantaste la vista, y vi en tus ojos un desprecio mezclado de resignación. “No soy una puta que se va a dejar coger por unos mangos”, me dijiste, con lo que te quedaba de dignidad. “Hoy sí lo sos” te respondí, bajándome el cierre del pantalón, liberando a mi bestia que ya estaba del todo erguida.
“No te la quiero chupar” me dijiste. ¿Te acordás de esa frase putita? Apenas terminaste de decirla, y te tapé la nariz. No aguantaste más de dos segundos y tuviste que respirar por la boca, a lo que aproveché para invadirte con mi pija.
¡Cómo me gustó tu cara de sorpresa y desidia! Los billetes habían caído de tu mano, que usabas para empujarme inútilmente. Ya estaba adentro tuyo y no pensaba salir de ahí. “Tengo que verme con mi novio” dijiste, cuando tuviste la oportunidad “Por favor, no quiero hacerlo” insististe. Pero si no hubieses querido, no me hubieses buscado justo a mí, para que te ayude ¿cierto, putita?
Lo que siguió fue una coreografía agotadora, pero excitante. Mientras hacías estériles intentos de deshacerte de mí, con tu pobre fuerza de mujercita de cuarenta y cinco quilos, yo me las arreglé para quitarte una a una tus prendas: primero fueron los zapatos, que volaron a algún lugar de la habitación; luego la bombacha, que dejó al descubierto tu culo perfecto, después te saqué a los tirones el vestido, y cuando te diste cuenta de que estaba dispuesto a hacértelo hilachas con tal de ponerte en bolas, dejaste de resistirte. Finalmente te desabroché el corpiño. Besé tus tetas. Ya no hacías nada para evitarlo. Sólo parecías pretender estar distante mientras yo hacía lo que quería con vos.
Te puse sobre mi regazo, boca abajo, y con el dedo acusador comencé a castigar tu culo. Lo mandé sin preámbulos hasta el fondo. Te retorciste sobre mi cuerpo y gemiste como puta. Te enterré el dedo otra vez, y luego otra vez, y muchas veces más. Tu cuerpo desnudo, se arqueaba cuando recibía mis ataques. “Así que no querés que te coja, ¿eh, puta?” Te susurré, humillándote con mis palabras, mientras te seguía humillando con mi índice que ya se enterraba hasta el fondo con mucha facilidad.
¡Qué hermoso era verte sometida a mi voluntad, putita hermosa! “Así es como se pagan los préstamos” te dije, agarrándote del pelo de nuevo, para acercar tu rostro a mi falo impaciente.
Esta vez no dudaste en metértelo en la boca. Quizá querías terminar con eso lo más rápidamente posible. Me la chupaste con la maestría de una puta veterana de Liniers. Con esa carita de nena bien eras capaz de hacer las cosas más obscenas. Me mirabas mientras lo hacías. No sé qué querías encontrar en mis ojos, observándome con esa mirada acusadora mientras mi verga todavía se sumergía en vos, hasta casi llegar a la garganta. Pero no ibas a encontrar redención. Para que no te quepe duda de esto, te hice tragar mi eyaculación.
Cuando pensaste que te iba a dejar en paz, comencé a jugar con tus tetas. Las olí, las estrujé, mordí tus pezones, viendo como las mamas se hinchaban y los pezones se endurecían. El cuerpo no miente, aunque fingías desinterés, mis estimulaciones surtían su efecto. Separé tus piernas. Me pediste que use preservativo, pero yo quería sentir hasta el más mínimo detalle de nuestro encuentro, sin un plástico de por medio. Así que te la enterré, adentrando la mitad de mi tronco en la primera embestida. Giraste la cara, apoyando una mejilla sobre la almohada, cerraste los ojos, parecías una bella durmiente, pero te estremecías, y movías toda la cama, cuando te perforaba hasta el fondo una y otra vez.
Te agarré del cuello. Me miraste con miedo, a pesar de que apenas presionaba. Me gustó sentir tu temor, así que me quedé en esa posición hasta que acabé adentro tuyo.
Me acuerdo de esa noche, igual a que me acuerdo de todas nuestras noches, mi querida putita.
Mientras yo salía de tu departamento, vos, todavía medio desnuda, recogías los billetes que habían quedado desparramados en el suelo.
Así que ya sé que pronto nos veremos. Algún día vas a caer y vas a recurrir a mí, ya sea porque necesites plata, o simplemente para mantener viva esta relación retorcida que tenemos, porque yo sé, putita, que a vos te gusta que te trate así, y mientras lees esta carta te estarás diciendo que estoy loco, que nunca volverías a estar conmigo, pero te pido que repares en tu propio cuerpo, y admitas, para vos misma, que estas líneas te hicieron mojar la bombacha. Atrevete a negarlo, putita.
Es todo lo que tengo para decirte. Ya nos veremos cuando menos lo esperes. Mientras tanto, quiero que sepas que te extraño mucho.
Con mucho amor.
Papá.