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Yago (VIII): Final
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Tiempo de lectura: 6 minutos

Entre sueños, Nandillo pudo escuchar a Benoît diciéndole a Pierre que ya podía enganchar los caballos en el carruaje del Duque; Alfonse le había explicado como esconder bien a Yago, y el equipaje ya estaba preparado.

Pero, entonces abrió los ojos y fue a ver lo que pasaba; y se dio cuenta de que tenía que ayudar a su señor.

– ¡Señor!, ¡mi señor!… ¡despertad!…

Había cogido la cara de Yago con sus manos, y la movía de un lado a otro, intentando despertarlo.

– ¡Despertad, mi señor!

Esa noche, había sido muy especial para el Sr. Marqués. En su propio castillo había encontrado lo que siempre había buscado.

Ese sargento, era la hostia; y estaba dispuesto a convertirlo en su secretario. Le asignaría una habitación junto a la suya; y así podría disponer de sus servicios en cualquier momento.

Y con esos pensamientos se quedó dormido…

Pero, Antonio, el ayuda de cámara, le despertó a las siete de la mañana para que despidiera al Duque.

– ¡Lo siento, excelencia!, se os veía dormir tan plácidamente, que casi he dudado en despertaros.

– ¡Está bien!, Antonio. ¡Enseguida estoy!.

En la puerta del palacete, ya esperaba el carruaje del Duque tirado por cuatro percherones blancos, cuando Benoît y Alfonse se apresuraban a echar un último vistazo. Ambos, suponían que Yago sabría permanecer oculto a los ojos del Duque. Esas fundas con grandes flecos, le protegerían.

Hervé de Clementsy y Didier Delors, el preferido del Duque, ya montaban sendos corceles; y se habían colocado a la cabeza de la comitiva.

Cuando el Duque apareció, el Marqués, que lo estaba esperando, sacó su reloj de bolsillo y lo miró…

– ¡Que puntualidad!, Sr. Duque.

– Espego que pegdonéis este pequeño adelanto, Sire. Pego, me gustagía salig a las ocho…

… ¡en punto!, si es posible.

Le indicó, a Benoît, que abriera la portezuela del carruaje; y despidiéndose del Marqués con una ampulosa reverencia, dijo:

– Ya sabéis que siempge lo paso muy bien con vos, ¡mon cher ami!. ¡Adogo vuestgo país!… pego, tengo que volveg a Versailles…

y entró en el carruaje.

– Au revoir!, monsieur le Marquis.

– Au revoir!, Sr. Duque. ¡Bon voyage!

Etienne subió tras el Duque; y se sentó frente a él.

Y Benoît, que iba en la parte trasera del carruaje, de pie y a la izquierda, le indicó a Pierre, que llevaba las riendas, que iniciara la marcha.

Sin embargo, el capitán Salazar, que también había salido a despedir al Duque y acompañaba al Marqués, no dejaba de pensar en Yago ni un solo momento; y como tuvo una fuerte corazonada, se atrevió a poner sobre aviso al cuerpo de guardia.

Se dirigió a uno de los soldados de la puerta principal; y le ordenó que bajara a avisar…

– ¡Rápido!, decidle al oficial de guardia, que pare el carruaje del Sr. Duque.

– Pero, ¿que decís, capitán?, dijo el Marqués.

– ¡Excelencia!, confiad en mí. Es posible que nos llevemos una sorpresa. Intuyo que el prisionero podría estar escondido en el carruaje del Sr. Duque.

– ¿Os habéis vuelto loco?

– ¡Es muy posible!, excelencia. Es muy posible

En el cuerpo de guardia, la orden de detener el carruaje del Sr. Duque, llegó momentos antes de que lo hiciera la comitiva; con un soldado que corría delante de ella y que estuvo a punto de estrellarse contra el empedrado.

– ¡PARAD EL CARRUAJE!

Didier y el lugarteniente, tiraron de las riendas; y pararon bruscamente la marcha. Pero, Pierre tuvo que hacer gala de su buen hacer para conseguirlo.

El Duque, se asomó por la ventanilla y gritó

– ¿QUE OCUGGE, OFICIAL?.

– ¡Lo siento, excelencia!. Creedme. ¡Lo siento mucho!. Pero, creemos que es posible que un prisionero aproveche la salida de vuestro carruaje para escapar escondido en el. Y tengo que asegurarme de que no sea así.

– ¡Ah!, muy bien. Podéis pgocedeg…

… pego, no tagdéis mucho, ¡s’il vous plaît!. Me gustagía almogzag en la fuente de la doncella.

– ¡Gracias!, Sr. Duque.

El capitán Salazar y el Marqués llegaban al puesto de guardia, en ese momento; y un tanto sofocados.

– ¿Y?…

– ¡Excelencia!, todo está en orden. No veo nada que pueda hacernos suponer que el prisionero se escapa oculto en el carruaje del Sr. Duque.

Entonces, el Marqués, miró al capitán severamente; y asintiendo, autorizó la salida de la comitiva…

… y volvió a despedir al Duque.

– ¡BON VOYAGE, MON AMI!

– ¡AU REVOIR!

– ¡AU REVOIR!

Y mandó abrir las puertas del castillo.

Alfonse, y Benoît, no daban crédito…

… y se preguntaban, que había sido de Yago.

– ¡Con cuidado, señor!, debemos irnos ya.

Yago no conseguía entender lo que decía Nandillo; le estaba costando despertarse.

– ¡Vamos, señor!, no temáis. ¡Seguidme!

Cuando, por fin, consiguió entender lo que le decía el muchacho, se dio cuenta de que debía seguirle; y con mucho cuidado, se incorporó.

Juntos, se escabulleron hasta llegar al fondo de la cuadra, y bordearon el espacio reservado a los caballos de los oficiales. Luego, Nandillo tiró de una cuerda que abría una portezuela, a modo de trampilla, justo a la entrada de las letrinas para la tropa; y bajaron por la escalera que descendía hasta el fondo de la cloaca…

… y después de aguantar un olor nauseabundo, durante un buen rato, el chico se hizo seguir, tirándole de la camisa.

– ¡Por aquí!, mi señor…

Avanzaron por una vereda construida con piedras de granito, hasta llegar a una plazoleta en la que confluían varias galerías que, probablemente, pertenecían a la red de galerías excavadas para la defensa del antiguo castro romano sobre el que estaba construido el castillo.

El chico las conocía bien, sin duda; no en vano había jugado en ellas con el hijo del herrero cuando era un niño.

– Algunas son muy largas, y no sé donde llevan, ¡señor!. Pero, aquella (y señaló la más ancha) atraviesa la montaña y llega hasta el Valle Grande, ¡señor!. Si queréis, antes de que termine el día, podemos estar allí.

Yago le miró sorprendido.

– Ese sería un buen lugar. ¡Si!…

Y se mostró decidido a seguir caminando a través de ella.

– Pues, entonces, ¡esperadme aquí!. No tardaré mucho.

Nandillo volvió sobre sus pasos, con pies ligeros; y Yago se quedó esperándole, un tanto perplejo, en esa plazuela.

En la cocina, Margarita se afanaba preparando infusiones para combatir la resaca de las damas, e Isidro daba instrucciones a los encargados de servir el desayuno de los señores, para que lo sirvieran en el gran salón. Y quizás por eso, no repararon en Nandillo, que había entrado en la cocina, y andaba de aquí para allá.

Detrás de la puerta, colgado en una percha, vio un morral que le vino a pedir de boca; y en el, metió: medio queso, cuatro panecillos, unas morcillas, manzanas y un cuchillo. Y también una bota de vino tinto, que colgaba de ella.

Salió de la cocina sin que nadie se percatara de su robo; y volvió con su señor.

– ¿Donde has estado?.

Nandillo, sonrió muy contento; y cautivo de él, le enseño el morral.

– Ya podemos irnos, ¡mi señor!…

y cogiéndole de la mano, tiró de él para entrar en la galería que llevaba hasta el Valle Grande

– ¿Tenéis hambre?…

Cuando ya habían recorrido más de la mitad del camino, y atravesado la montaña, el Sr. Duque miró a su secretario, preguntándole con la mirada, si era oportuno llamar a Didier.

El secretario miró a su Señor, mostrándole su agrado por la ocurrencia…

… y el Duque le mantuvo la mirada sonriendo con cierta malicia.

Abrió levemente la portezuela del carruaje y golpeó con su bastón en el lateral. El criado, acostumbrado a oír sus golpecitos, entendió perfectamente su mensaje; y dio una voz a los jinetes que cabalgaban delante de ellos.

El lugarteniente se detuvo en seco; y después acercarse al carruaje acompañado de Didier.

– (En francés) ¡Bajad!, e id a ver que quiere su excelencia.

El soldado, bajó del caballo; y se acercó al carruaje.

El Duque, que miraba disimuladamente por la ventanilla, vio cuando Didier llegaba hasta la portezuela de la carroza.

La abrió, y…

– (En francés) ¡Ah!, Didier. Tengo que daros algunas instrucciones para cuando lleguemos a la fuente de la doncella, ¡subid!…

El soldado entró en la carroza; y enseguida encontró su sitio. Etienne se había echado a un lado, dejándole espacio para sentarse. El Duque cerró la portezuela, y corrió la cortinilla.

El lugarteniente, se dio media vuelta; y cogiendo las riendas de la cabalgadura del soldado, se adelantó; y avisó a Pierre para que continuara con la marcha.

Sin duda, este Duque sabía escoger a su servidumbre.

El carruaje continuó con la marcha; y el soldado se retrepó, abriendo las piernas con sutileza y ofreciendo sus encantos con elegancia.

Enseguida sintió el peso de la mano del secretario; que acariciaba el bulto que iba creciendo entre sus piernas… y su aliento cerca del cuello.

Pero, el Duque solo miraba…

– (En francés) Cada día estáis mas deseable, gatito…

… ¡quitadle el calzón!, Etienne.

El soldado levantó el culo, para facilitarle la labor al secretario; que enseguida tiró del calzón hasta dejarlo en los tobillos. Y luego, se agachó para quitarle los zapatos; y así poder terminar de sacárselo.

Ahora, si. Esa visión, enardecía el deseo del Duque; que separó las piernas de Didier, con los pies apoyados sobre el asiento sobre el que el se sentaba; y que colocados entre sus piernas, rozaban sus genitales.

Alargó la mano; y mirándole con los ojos henchidos de deseo, empezó a acariciar esa preciosa y tibia hendidura.

Mientras tanto, Etienne se había inclinado para comerse esa polla cómodamente.

Empezaron a oírse, los tímidos gemidos del soldado, que era prácticamente violado por los dos hombres.

Y, Pierre empezó a sonreír, cómplice de su señor, cada vez que el lugarteniente miraba hacia atrás.

Mientras se aproximaban a la fuente, el Duque y el secretario se estaban beneficiando a ese soldado, sin contemplaciones de ningún tipo; a fondo. Follándoselo a saco, salvajemente.

El rubito era un gatito muy caliente y complaciente, con un excelente diseño, y un poco macarra; al que le gustaba ser el juguete de estos dos viciosos.

Y todavía no eran las once de la mañana, cuando la comitiva del Sr. Duque llegó a la fuente de la doncella; un lugar paradisíaco, plagado de vegetación, que ofrecía paz y tranquilidad a los viajeros que sabían de su existencia.

El Duque, quedó impresionado con su belleza; y se sentó a mirar el vaivén del agua desde una roca cercana al carruaje. La cola de caballo, de agua cristalina, que caía desde quince metros de altura sobre esa pequeña laguna, mantenía un continuo oleaje, en el que se producían unos efectos de color, maravillosos; cuando le daba la luz del sol.

Y se acordó del Marqués, que fue quien le habló de la fuente y aconsejó hacer una parada en ella, de regreso a Versalles.

Y pronto, pudo ver a los cuatro soldados de la retaguardia, que se habían desnudado, para disfrutar de un buen baño en la pequeña laguna; ofreciendo su desnudez sin ningún pudor, mientras jugaban y nadaban en el agua.

Pierre, no les quitaba el ojo de encima…

Sin embargo, Benoît y Alfonse, preparaban el almuerzo del Sr. Duque…

Etienne continuaba incansable, follándose a Didier, dentro del carruaje…

Y el sol, empezaba a calentar…

FIN

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