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Mi harem familiar (8)
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Tiempo de lectura: 7 minutos

Una vez juntos de nuevo Sugey y yo, después de despedirnos de Lucía y Joaquín, fuimos en la moto hasta unas playitas muy remotas en la península de Macanao, donde la gente hacía nudismo. Al llegar, nos dimos cuenta que había valido la pena el viaje. Escogimos una cala bastante remota, donde no se veía un alma en kilómetros a la redonda. Nos ubicamos debajo de una mata de Uva de Playa frondosa, cerquita del agua y camuflamos la moto y procedimos a desnudarnos. Luego, el consabido bronceador por todas las partes de la maravillosa anatomía de mi pareja, ella en la mía y al agua. Nos bañamos, retozamos como chamos y luego caminamos un rato, conversando e intercambiando opiniones sobre lo que acabábamos de vivir con la pareja de Barquisimetanos. Ambos estábamos bien con lo que había pasado, lo pude notar en sus ojos.

-Mi amor, obviamente no es como tú, porque tú eres de otro planeta, pero Joaquín es un hombre maravilloso. Es un romántico empedernido, sabe conquistar a una mujer, es tierno y cariñoso y es un excelente amante. La pasé muy bien con él, aunque ya para la última noche, me parecía que ya estaba bueno, quería volver contigo. Él me trató con cariño y respeto y me la pasé muy bien, pero lo nuestro era tan reciente, apenas habíamos empezado tú y yo y de pronto aparecieron estos dos seres y nos separamos. Ellos me agradaron de verdad, desde el principio, pero yo hubiera preferido pasarla contigo.

-Si me lo hubieras dicho, habría sido así, como tu querías, porque eso es lo más importante para mí, satisfacerte a ti. Te lo dije, no lo hagas por mí. Solo por ti misma. Yo también hubiera preferido estar contigo, fíjate que hasta sentí celos.

-¿De verdad, mi amor, celos? ¿Por mí?

-¿Y por quien más voy a sentir celos yo en esta vida, si no es por ti, mujer?

-Me halagas…

-Te extrañaba…

-Y yo a ti. Te prometo que no volverá a pasar, seré más egoísta de ahora en adelante. Tú y yo.

-Debemos tener mejor comunicación y entender lo que cada uno siente y desea. De plano te digo que mi prioridad eres tú y nadie más. Solo deseo tu felicidad, tu satisfacción. Quiero que entiendas que soy de los que creen fervientemente que en cuestiones de amor es mejor dar que recibir. Al menos con alguien tan especial como tú. Yo busco tu satisfacción. En la medida que lo logre, yo obtengo a la vez la mía. Nunca le he dicho esto a una mujer, primera vez y quiero que sepas que al menos contigo y con Ana es así. Con otras mujeres, ya se verá, pero ustedes dos son mis amores, las amo más que a mí mismo.

-Bueno, mi cielo, siempre se aprende algo nuevo, cada día. Me estas dando una lección de amor. De verdad me tienes en la gloria. No quiero regresar a lo que era antes de este viaje tan especial. Estoy loquita por ti, mi amor y… quiero que nos vayamos ya para el apartamento, porque creo que no me voy a poder contener…

-Yo tampoco, recojamos y nos vamos…

Regresamos a Porlamar, al apartamento. De una entramos al baño a ducharnos juntos, con calma, con todo el protocolo. Luego a la cama y entonces nos dedicamos a amarnos, nada de follar o fornicar, solo hacer el amor, despacio, con ternura, con todo ese amor que nos teníamos.

La verdad es que siempre soñé con follarme a mi madre, a Sugey. También a Ana, mi hermana y hasta a Miriam y Andrea, mi tía y mi prima. Mis cuatro musas sexuales, a cual más bellas cada una de las cuatro. Pero hacer el amor con Sugey era algo muy especial, algo que solo lo podrán comprender aquellos lectores que lo hayan hecho. Que hayan hecho el amor con su madre o con su hijo, según el caso y estando enamorados como lo estábamos nosotros. Creo firmemente que esa debe ser la mejor de las formas de amar. La más sublime.

El resto de nuestras vacaciones en la isla transcurrió entre las sábanas de la cama, la ducha, las playas y los restaurantes y tugurios donde pasábamos los días y las noches. Una pareja de enamorados que habría hecho la envidia de Romeo y Julieta. La gente nos veía por la calle o en la playa, en las tiendas o restaurantes y veían a una pareja de enamorados, no a una madre con su hijo. Estábamos conscientes de ello y decidimos que teníamos que poner un poco de control, porque al regresar, volveríamos a nuestro mundo, donde había parientes, amigos, vecinos, compañeros de clase y de trabajo. Gente que sabía que éramos madre e hijo y que tenían y debían por todos los medios ignorar que estábamos enamorados y éramos pareja. Pero en casa eso iba a ser harto difícil. Esas tres fieras que allá nos esperaban, no eran tontas. Y había una muy especial, mi querida Carmencita, nuestra mucama, la mujer que me inició en el sexo, una de las mejores amantes que he tenido en toda mi vida y que de pendeja tenía lo que yo de astronauta.

Carmencita estaba con mamá desde antes de casarse. Era 5 años mayor que Sugey, de toda nuestra confianza, tanto que tenía sus propias llaves de nuestra casa, para entrar y salir cuando le viniera en gana. Y conocía casi todos nuestros secretos, todos menos lo que teníamos Ana y yo y ahora esto con mamá. Y no debía enterarse.

Era una mujer morena, muy caribeña, mulatona, de un cuerpo precioso, aunque un tanto voluptuosa. Medía 1.70 y pesaba unos 60 kg, con un culazo de espanto y brinco y unas tetazas de concurso. Me adoraba desde pequeño, se vino a casa con mamá cuando ella se casó con papá y nunca nos abandonó. Fue ella quien me desvirgó una tarde cuando yo tenía 16 y ella entraba a mi antigua habitación a dejar la ropa planchada. Me capturó con la verga en las manos, haciéndome una paja en honor a… ¿Adivinan? A Sugey. Se me quedó mirando y me dijo:

-Eso que tienes en las manos es muy hermoso y yo estoy muy necesitada, así que vamos a tener que hacer algo. ¿Sabes utilizarlo de verdad? ¿Has follado alguna vez en tu vida o eres virgen aún?

-Yo… no sé… nunca he follado con nadie… pero si tú quieres, vamos a echarle pichón. Mamá y Ana no van a regresar hasta dentro de unas horas, así que no hay nadie en casa…

-Bueno, cerremos esta puerta y vamos a echarle pichón…

Y me dio la primera de muchas folladas que nos dimos durante los siguientes dos años. Yo siempre tenía una tarde libre a la semana en el liceo y como no coincidía con las de mi hermana, la utilizábamos. Mamá en sus cursos y Ana en clases, la tarde era nuestra. Y nos dábamos con ganas. Su marido ya no la atendía, por eso ella decía que estaba necesitada. El hombre estaba emperrado con una carajita de la edad de su hija mayor, quien era un año mayor que yo. Carmen tenía otros dos hijos con él, dos varones de dos años menos que la hija y cuatro menos, respectivamente.

Carmencita me compraba los condones y me enseñó a follar en todas las formas y posiciones posibles. También me explicaba que debía ser precavido, evitar embarazar a una mujer y también a ser cuidadoso con las venéreas. Me enseñó a ubicar los puntos del placer en una mujer, que variaban según la persona. Fue ella quien me explicó antes que nadie todo sobre el ciclo menstrual de una mujer. Una de las cosas que más me agradaba con ella era follarla en la ducha cuando tenía la regla, a pelo, por supuesto. En esos momentos, ella se transformaba en una autentica fiera, casi que aullaba mientras yo le daba candela. Me decía que el tener la regla la hacía mucho más sensible al grosor y tamaño de mi pene y por tanto le producía mucho más placer. Cuando le chupaba los pezones, en sus días, se revolvía de locura. Si le acariciaba el clítoris hasta se orinaba. Un día, con la regla, lo estábamos haciendo en la ducha, cuando le dio una baja de tensión. Me asusté, la desenchufé y la bajé al suelo de la ducha, mientras ella se recomponía. Al poco rato se recuperó y me dijo que había sido delicioso, aún con el desvanecimiento. Que sintió que moría. Tiempo después, ante algo parecido, Sugey me explicó que eso era la Petit Mort, la pequeña muerte, algo que algunas mujeres sienten con un orgasmo tan poderoso que las hace casi perder el sentido. Guao.

Y bueno, a partir de esas enseñanzas, comenzaron mis aventuras sexuales. Mi cuerpo se había desarrollado notablemente, había superado el 1.80 de estatura y los 80 kg de peso, tenía un cuerpo atlético más debido a los excelentes genes que mi padre me había aportado que al ejercicio en sí, que realizaba para mantenerme en forma pero no a dedicación, aunque practiqué artes marciales desde los 15 hasta los 19. Me convertí poco a poco en un ejemplar apetecible para las señoras faltas de atención, esas amigas de mamá que ya rondaban los 40 y no obtenían placer en sus camas, entonces andaban a la caza de un jovencito lleno de energías y bien dotado que les calmara sus apetitos. Y me fue bien, atendí a dos amigas de mamá que estaban divorciadas y a una casada; éstas a su vez me presentaron a otras cuatro que estaban casadas pero abandonadas prácticamente por sus maridos. Me citaban, me recogían en sus autos y me llevaban a un motel o a un apartamento previamente arreglado, para darnos con todo. Por ser mujeres con experiencia, se volvían como locas al conocer a mi “mejor amigo”. Una de ellas me llegó a preguntar si era de verdad o una prótesis, antes de iniciar la primera batalla. Luego yo le relataba mis aventuras sexuales a Carmencita, en la cama, en la ducha o hasta en la cocina y ella se reía, me aconsejaba, me aplaudía.

Por otro lado, mis experiencias con chicas de mi edad fueron desastrosas. Apenas veían lo que les pensaba meter, se asustaban de muerte y me armaban un zaperoco, que si pensaba reventarlas y todas esas estupideces. Yo trataba de explicarles que no todo lo que brilla es oro, que puede ser platino, pero no me creían y no querían correr el riesgo, así que más de una vez me quedé con las ganas, mejor dicho, casi siempre. Creo que intenté con unas diez o doce chicas y solo lo logré con dos amigas de Ana y Andrea, a quienes les prometí que no les haría daño, que si les molestaba o causaba dolor lo dejaría de inmediato y me creyeron. Confiaron en mí y no se arrepintieron. A ese proceso de desastre que me acontecía con las chicas jóvenes contribuyó en mucho el nombre de Anaconda que me había quedado por la ocurrencia de mi hermana. Ella le decía a nuestras amigas, en grado 33, que yo tenía un monstruo entre las piernas, que se llamaba Anaconda y eso creaba una atmosfera de alto riesgo alrededor mío. A Ana le parecía una gracia, pero Andrea se lo criticaba permanentemente y yo, ni se diga.

Con las maduras, eso era otra cosa. Llegué a perder la vergüenza, las miraba con ganas de desnudarlas, directamente, como había ido aprendiendo en el camino. De todas ellas, la más atrevida y como ella misma se calificaba, la más puta era Adriana, quien me había dicho en incontables oportunidades que a la mayoría de las mujeres maduras y casadas mal atendidas les encantaba que un joven como yo, con mis características físicas las mirada suciamente, de frente y sin tapujos. Que las desvistiera de una mirada. Esos mensajes eran determinantes para una rápida decisión de la “señora” en cuestión. Y si después de alguna que otra mirada de ese tipo se presentaba la oportunidad de tocarme el miembro disimuladamente, para que solo ella lo viera, mejor. Y la verdad sea dicha, me funcionó en varias oportunidades. Solo una vez, con una señora amiga de una amiga de mamá, me salió el tiro por la culata. Acababa de cumplir los 18 y acompañé a mamá y a Miriam a una reunión mañanera, un desayuno, con unas excompañeras del colegio. Allí me presentaron a la amiga y a la amiga de la amiga. Esta última era un hembrón de altos quilates, estaba buenísima, unos 40 bien llevados, con carne por todos lados que se desbordaban, especialmente en tetas y nalgas. Vestía muy conservadoramente, me guiñaba un ojo cada tanto y yo confundí la gimnasia con la magnesia. La miré arrolladoramente, con vicio y luego me agarré la paloma descaradamente para que ella lo notara. El resultado fue que le dijo a Miriam, confundiéndola con mamá, que su hijo era un sucio que trataba de provocarla. Miriam le explicó que ella no tenía hijo y entonces la señora me señaló. Miriam se dio cuenta de mis miradas con la señora y me llevó aparte para reconvenirme.

-Sobrino querido, pusiste la torta. Esa señora es casi que una Hermana de La Caridad, la reina de las mojigatas y tú te pones a mirarla con esa cara de bandido que pones cuando te gusta una madurita… a lo mejor la viste guiñándote el ojo, pero eso es un tic nervioso, no una incitación al pecado. Ceo que mejor te desapareces, la doña cree que eres mi hijo y me acaba de llamar fuertemente la atención, me dijo que eras un depravado. Por favor, vete y nos vienes a buscar como a las 3 pm.

-Lo siento, Miriam, no sé qué me pasó… perdóname…

-No hay problema, bandido, ahora vete… yo le explico a tu mamá.

Y salí de allí, avergonzado.

Pero en fin, el balance de mujeres maduras a mi favor, era arrolladoramente favorable. De más de 15 oportunidades, solo había fracasado en tres y una de ellas porque el marido se apareció justo cuando íbamos a ponernos de acuerdo. En cambio, con las jóvenes, solo dos éxitos en diez o doce oportunidades reales. Sin contar aquellas chicas con las que no pasé de bailar pegado, que huyeron de prisa al sentir a la anaconda desenrollarse en mis pantalones. Y mis compañeras de clase, esas ni siquiera se atrevían a quedarse a solas conmigo, ni siquiera dentro de una iglesia. No era fácil convivir con “mi mejor amigo”.

Continuará…

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