Con 18 años recién cumplidos y muchas ganas de explorar el mundo, Amanda emprendió un viaje al África para conocer nuevos lugares.
Se hospedó en un hotel en una isla con playa paradisíaca y guías muy amables que la llevaron a recorrer todos los rincones de ese lugar junto a otros turistas.
Algo que le había llamado la atención, eran unos nativos del lugar, que se encontraban del lado no habitado de la isla. Era una reserva protegida para ellos en la que vivían según sus costumbres ancestrales y no interactuaban con los turistas.
Cuando preguntaron sobre ellos, los guías habían dicho que sería mejor no acercarse demasiado a ellos, no porque sean violentos, sino que tenían algunas prácticas "poco ortodoxas".
La juventud y la curiosidad llevan a una a aventurarse en situaciones de las cuales cuesta salir airosa y eso nuestra amiga lo aprendió a las malas.
Lo de las prácticas raras fue algo que la intrigó bastante, así que una de las últimas noches de sus vacaciones, se arriesgó a ir sola a observar a los nativos.
Se escondió entre unos árboles y ahí veía como se movilizaban. Eran todos bastante altos, muy pero muy negros, como nunca había visto y le llamaba la atención que sean todos varones. También le generaba curiosidad que sean pocos, no más de 15; además del idioma en el que hablaban.
En un momento intentó acercarse y ellos la vieron sorprendidos. Cuando quiso darse cuenta, uno la tenía tomada por detrás, mientras otro la hacía beber un brebaje extraño que la dejó dormida en un par de minutos, mientras intentaba huir.
Al rato se despertó y se encontraba atada de pies y manos, ubicada en el medio de lo que parecía un altar, mientras estaba rodeada de los miembros de la tribu que bailaban al ritmo de unos tambores y todo el lugar se iluminaba con antorchas.
Lo primero que pensó era que sería sacrificada o comida por los miembros de la tribu y aunque no estaba tan alejada de la realidad, tampoco estaba preparada para lo que se le venía.
Uno de los que tenía aspecto de ser el mayor de todos se acercó a ella y comenzó a hablar al resto —obviamente ella no entendió decía— luego se acercó a ella y le comenzó a arrancar la ropa, mientras ella temblaba por el terror. Pensaba que eran sus últimos momentos de vida.
Una vez quedó desnuda, el hombre se sacó el taparrabos para revelar un enorme pene, algo que nunca había visto en semejantes dimensiones. El resto procedió a hacer lo mismo que el anciano.
Él fue el primero en acercarse a ella y penetrarla con su miembro gigantesco y duro, mientras ella no lograba comprender lo que ocurría.
Realmente le dolía mucho, el miembro era gigante y aparte no estaba lubricada, la estaban empalando en seco con un mástil de carne.
Sin embargo, las embestidas del anciano en un punto comenzaron a generarle placer, aunque el dolor se volvía casi insoportable. Siempre había fantaseado con enormes vergas negras, pero jamás lo había pensado de esa forma.
Luego de un buen rato penetrándola y con el resto de los miembros de la tribu desnudos y tocando tambores, sintió que el macho acercaba la punta de su tremenda pija a su ano, ella no sabía como reaccionar. Ya estaba entregada, simplemente cerró los ojos, apretó los dientes y comenzó a sentir como ese enorme pene le destrozaba el ojete con una fuerza terrible.
Una vez el hombre eyaculó dentro de su ano, pensó que ya era todo. Nada más alejado de la realidad.
Mientras el hombre volvía a colocarse el taparrabos, el resto se acercaba a emular a su antecesor. Todos tenían penes gigantescos, de proporciones extrañas para un ser humano. Unos 30 centímetros cada uno, realmente era impresionante.
Uno a uno se iban acercando. Mientras alguno le cogía el culo, otro le metía la enorme verga en la boca para que ella la chupara.
A pesar del dolor extremo, el placer también empezaba a aparecer con más frecuencia y los órganos sucesivos entraron en acción. Su vagina chorreaba mientras los despiadados nativos le desbarataban los orificios a puro pijazo.
El sacrificio sexual estaba siendo consumado por los nativos, mientras el cordero de pasó del terror y el dolor, a un placer ligado al sadomasoquismo que no había conocido antes.
Pasaron todos, la usaron, la disfrutaron y no pararon hasta que el último de ellos descargue su néctar seminal dentro de alguno de sus agujeros; ya sea el ano, la concha o la boca.
Ella no daba más de placer y dolor, al punto que en un momento se sintió desmayar. Cuando recobró el conocimiento, estaba tirada a orillas de la playa, completamente desnuda y con dolores y ardores en el culo y la vagina, aparte de un dolor tremendo en la mandíbula y garganta, producto de abrir tanto la boca para que le quepan las enormes porongas de los nativos.
Como pudo se reincorporó y fue hasta el hotel, desnuda y destrozada. Llegó al lobby mientras amanecía; uno de los empleados la vio, le ofreció ayuda de inmediato.
Mientras los paramédicos a quienes llamaron para asistirla la evaluaban, escuchó lo que charlaban los miembros del staff del hotel: "Otra turista lo suficientemente idiota para meterse a ver qué hacen los indios. No aprenden más."
Ella estaba de acuerdo, pero en el fondo no se arrepentía de nada.