Sheila decide hacer un alto y parar en un hotel de carretera. La idea inicial era hacer el recorrido Valencia-Sevilla de un tirón, pero ahora reconoce que ha salido demasiado tarde y no podrá aguantar todo el trayecto conduciendo. Aún le quedan dos horas largas de viaje y empieza a tener dificultades para mantenerse despierta, por consiguiente, la decisión más sensata es la de hacer noche en un hotel y ya mañana continuar.
La recepción es pequeña, y mientras se registra echa un vistazo a su alrededor comprobando que el sitio merece la pena, de modo que cuando termina el registro coge su equipaje y enfila hacia la habitación que le han asignado. Tiene que subir a pie, ya que el ascensor se ha roto, según le comunica el conserje, sin embargo, el cartel que hay en la puerta está lo suficientemente raído como para indicar que lleva ya algunos meses averiado. Al llegar arriba cruza un largo pasillo de paredes altas con aspecto poco lustroso. Algunas baldosas y zócalos están rotos, y eso le lleva a pensar que la calificación de hotel quizás es demasiado pretenciosa. Lo que aparentaba ser un lugar medianamente aceptable está resultando ser un cubil. No hay televisión, tampoco nevera, aunque piensa que por el precio por noche tampoco puede exigir más. Hasta ahí todo en orden, ahora bien, cuando intenta darse una ducha, el agua caliente se niega a salir, por lo que decide bajar y avisar al conserje.
—La caldera está rota, —le informa.
—Podría habérmelo dicho antes, ¿no le parece? —se queja lanzándole una mirada disconforme, no obstante, se queda con eso y con su indignación. Seguidamente vuelve a subir las escaleras y regresa al cuchitril de habitación que le han asignado.
Después de una ducha más que refrescante, se acuesta confiando en que no haya vida silvestre en la habitación, pero esas preocupaciones no son inconveniente para que el cansancio la venza en pocos minutos y el sueño envuelva su zozobra, un sueño que es interrumpido en su fase REM debido al traqueteo de la cama en la habitación contigua, unido a los gritos desenfrenados de sus ocupantes, y por ello maldice una vez más su mala suerte. Está por bajar de nuevo a recepción y poner una reclamación por todos los contratiempos con los que se ha encontrado. Pensándolo bien, tendría que haber seguido su camino hasta Sevilla.
Se levanta en un arrebato de la cama para decirle al conserje que ponga orden o les llame la atención a sus indiscretos vecinos, pero recapacita y reconoce que esos contratiempos van incluidos en el precio irrisorio por noche y desiste del intento, por lo tanto, vuelve a la cama e intenta ignorar lo que ocurre tras las paredes, aferrándose al cansancio.
Dado el poco éxito obtenido, enciende la lamparita y opina que es mejor repasar su carpeta para la entrevista de trabajo que tiene por la mañana, en vista de que comprende que intentar dormir es tarea inútil, a sabiendas de que el insomnio repercute al día siguiente en su rendimiento. La falta de descanso, unida a sus problemas conyugales son un caldo de cultivo para que la entrevista acabe en desastre y eso le preocupa enormemente.
Repasa mentalmente una y otra vez sus puntos fuertes y todo aquello con lo que cree que puede deslumbrar a su entrevistador. A su vez, los ruidosos vecinos parecen incansables en una batalla carnal que parece no tener fin, y después de sobrellevar estoicamente los estridentes gemidos y bramidos, las manos de Sheila dejan a un lado sus notas e inician un paseo por su anatomía, al mismo tiempo que empieza a fantasear intentando materializar a un amante imaginario follándola salvajemente igual que a su vecina de habitación.
El distanciamiento cada vez mayor con su marido ha propiciado que la actividad sexual de ambos se vea mermada, al igual que lo está cada vez más su relación, de tal manera que la falta de sexo, unida al incesante trasiego en la habitación contigua ha conseguido excitarla eludiendo, tanto el cansancio, como la indignación.
Una voz al otro lado del tabique está pidiendo a gritos que le reviente el culo, y los ojos de Sheila se abren como platos, mientras que sus oídos se agudizan para escuchar cada demanda y cada gemido de su afortunada vecina. No debe faltarle mucho para disfrutar de su premio, piensa, y como si fuese ella a la que están fornicando, Sheila intenta coordinarse con la pareja, al tiempo que escucha cada frase, de tal modo que después de veinte minutos maltratando su coño, —cuando parece adivinar que la mujer está a punto—se corre entre espasmos, conjuntamente con el dúo dinámico. Levanta sus caderas en busca de una polla imaginaria y exhala un gemido liberador que es amortiguado por los berridos de los dos amantes. Segundos después el silencio vuelve a adueñarse del lugar y la ansiada paz regresa abrazando a Sheila y sumiéndola en un merecido sueño, si bien, demasiado corto para su gusto.
Son las cinco de la mañana y vuelven a escucharse unos murmullos que consiguen perturbar el ligero dormitar de Sheila. La puerta de la habitación de al lado se abre, y por más que espera que se cierre de nuevo y vuelva a reinar el silencio, las risas continúan, evidenciando una falta de ética vecinal.
Sheila, enojada, se levanta de la cama, se coloca una camiseta larga y abre la puerta dispuesta a maldecir, si hace falta. Al asomarse observa a un hombre completamente desnudo pagándole sus honorarios a la prostituta que en ese momento le guiña un ojo a ella sin ningún recato, y tras la muestra de descaro, se aleja por el pasillo dichosa y satisfecha. A su vez, las miradas de Sheila y del hombre se encuentran, y en cada una de ellas un torbellino de pensamientos se agolpan calibrando la situación.
Esos breves segundos son suficientes para que Sheila contemple al hombre maduro que muestras sus vergüenzas sin ningún pudor, a decir verdad, parece querer exhibir sus atributos ante la joven que lo mira, pero tras el rubor que le provoca la situación a ella, cierra la puerta y regresa de nuevo a su cama para intentar dormir las pocas horas que le quedan, si bien, la imagen del hombre desnudo de aspecto tosco empieza a deambular por su cabeza. Admite que no es atractivo, en realidad, es más bien, todo lo contrario. Por su constitución, supone que puede ser el conductor del camión que hay aparcado en el parking del hotel. Quizás si no tuviese esa protuberante barriga… —piensa ella—, pero el exceso de vello en el cuerpo también la echa para atrás. Entretanto recuerda la sesión de sexo que se ha marcado con la prostituta y se convence de que, pese a su aspecto, ha conseguido que la mujer arañe el suelo durante una hora seguida, al fin y al cabo, con el calibre que colgaba de sus piernas, ¿cómo no iba a gozar?, —opina, mientras empieza a evaluar que la falta de sexo está haciendo estragos en su gusto por los hombres, pero también en su forma de pensar. Con treinta y dos años y sin la carga de hijos, su cuerpo está en plena vorágine. Está claro que sus días de mujer casada están contados, mientras tanto, la masturbación es su aliada en esos momentos de calentón.
Su mano se pasea por sus bragas y piensa que ya será más reflexiva mañana. Ahora lo que le apetece es masturbarse otra vez. Los dedos incursionan dentro de la fina tela para masajear el pequeño nódulo del placer. Cambia de mano y utiliza el dedo de su mano izquierda para así poder introducirse dos dedos de la otra mano. Cierra los ojos y recapitula lo ocurrido unas horas antes. Calibra cada frase y cada gemido, intentando materializarlo en sus carnes. Fantasea con el rudo camionero poseyéndola de todas las maneras imaginables. Su dedo corazón fricciona el rígido botón aceleradamente, al mismo tiempo que levanta su pelvis y echa la cabeza hacia atrás buscando un orgasmo que parece querer resistirse. No lo consigue, aun así necesita correrse.
¿Y si…?
La idea de llamar a la puerta de su vecino empieza a tomar forma, pese a no gustarle físicamente ese individuo, de todos modos, Sheila lo que necesita ahora es una polla que aplaque su ardor, independientemente de quien sea su dueño, además, el badajo que le ha quedado grabado a fuego en su cabeza promete placenteras sensaciones.
Sheila se recoloca las bragas, se levanta de la cama y estira su camiseta, seguidamente coge la llave y sale de la habitación convencida de que es tarea fácil. No tiene por qué preocuparse por su conducta, ya que no conoce de nada a ese hombre y nunca más volverán a verse. Cuenta hasta tres antes de llamar, a continuación respira hondo y se encomienda a Dios, pensando después, que Él solo puede reprocharle su actitud.
El hombre rudo abre la puerta conforme Dios lo trajo al mundo y una fugaz mirada se posa en el péndulo oscilante que luce el camionero. Por su parte, su vista repasa los atributos de la treintañera que acaba de caerle del cielo. Unos pechos pequeños se insinúan debajo de la camiseta con unos duros pezones intentando perforarla y unas esbeltas piernas soportan una figura realmente deseable.
—¿Has venido a que te folle?, —le pregunta el hombre sin remilgos, y ante su interpelación, Sheila se ruboriza, sin embargo, ¿para qué engañarse? Es precisamente a eso a lo que ha ido. El silencio por respuesta de la joven es interpretado por el rudo hombre como un sí, por consiguiente, la coge del hombro, la anima a pasar y cierra la puerta. Al entrar, un intenso olor a humanidad golpea sus fosas nasales confirmándole la intensa sesión de sexo que hace unas horas ha tenido lugar allí. Unos rodales de un tono más subido en las sábanas ratifica el derroche de fluidos de ambos amantes.
—Menuda zorrita estás hecha, —le suelta sin ningún reparo, y ella un poco molesta por sus ordinarios comentarios, le amonesta.
—¿De qué vas?, —pregunta desconcertada ante tanta insolencia, empezando a calibrar que intentar razonar con él puede ser lo mismo que hacerlo con un besugo, pero el camionero hace caso omiso a su reproche y sin ningún preámbulo le mete la mano en el coño, y Sheila responde con un pequeño respingo.
—Chiquilla, estás empapada. Por lo que veo tu marido no te atiende como es debido y por eso acudes a mí.
—No estoy casada, —miente antes de percatarse de que su anillo la delata.
—No me engañes cariño, vas a tener tu ración de polla igualmente, —asegura el hombre, mientras Sheila nota el enorme dedo adentrándose en su raja, de tal manera que los soeces comentarios se disipan a medida que los dedos van trabajándole el coño.
—Lo que hay que ver, —añade—. Resulta que el pobre cornudo cree que te hace feliz en la cama y no sabe que a su mujercita le va la marcha y necesita otros alicientes más desmedidos para contentarse, —continúa al mismo tiempo que coge la mano femenina y la posa en su polla que ya va ganando firmeza. Con ella en la mano, Sheila empieza a masturbarlo agitando la mano con tímidos movimientos, al mismo tiempo que goza con los dedos del individuo que parece recién salido de las cavernas, y como tal, le quita la camiseta, la coge en brazos y la lanza bruscamente encima de la cama, por lo que Sheila queda tendida, de piernas abiertas y a la espera de que la penetre, mientras observa como el fulano la contempla con lascivia, a la vez que se frota una verga que ahora, en plena erección podría ser capaz de abrirla en canal.
—¡Pídeme que te folle!, —le ordena, por el contrario, Sheila no está acostumbrada a esa jerga irreverente de la que hace gala el hombre de cromañón, y es incapaz de articular palabra. Salió de su habitación muy decidida y ahora parece una tímida colegiala sin saber qué decir ni qué hacer. Nunca ha vivido una situación semejante en la que sienta cierto rechazo, y a la vez, una atracción animal.
—¡Pídemelo o te largas de aquí a toda leche conforme has venido, zorra!
Sheila está a punto de marcharse. No quiere seguir escuchando semejante avalancha de improperios hacia su persona, pero en el fondo quiere quedarse y que la haga gemir igual que a la prostituta.
—Es tu última oportunidad, —le advierte el fulano balanceando su miembro y mostrándoselo en todo su esplendor.
—¡Fóllame!, —le pide finalmente, claudicando ante su arrogancia. Lo que quiere es echar un buen polvo. Sabe que no lo volverá a ver, y si con ello tiene que aguantar sus impertinencias, cree que merecerá la pena.
—¿Lo ves? No ha sido tan difícil, cariño.
El fulano le abre las piernas y contempla su sexo abierto y enteramente a su disposición.
—Qué buena estás cabrona, —afirma mientras posa el glande a la entrada de la raja. Sheila está preparada para recibirlo, en cambio él cambia de tercio y se arrodilla delante de su cara colocándole la polla en la boca. Sheila se siente frustrada. Desea que se la clave, pero no le queda otra que abrir la boca y acoger el puntal que quiere abrirse paso hacia su gaznate.
—Por lo que veo eres una auténtica putilla mamando pollas, —afirma el fulano mientras coge su cabello y empieza a follarle la boca.
Sheila no puede contestar con la boca llena, pero mueve su cabeza afirmativamente a la vez que unos sonidos guturales escapan por su boca. Parece que el lenguaje tan grosero que en un principio la incomodaba, la está excitando cada vez más, de modo que sigue aplicada en su tarea de mamona, zampándose el pedazo de carne, mientras ingentes cantidades de saliva resbalan por la comisura de sus labios. Por un momento, el energúmeno saca el puntal y le profiere contundentes golpes en las mejillas y en la nariz, por ende, Sheila abre la boca intentando capturar de nuevo la polla que empieza a hacerle perder el norte, pero al parecer, siempre, contrariamente a sus deseos, su amante decide que es el momento de clavársela y se posiciona para ello, le abre las piernas, posa el glande a la entrada y con un contundente y firme golpe de riñón se la hunde por completo en la babosa raja. Sheila exhala un gemido al sentir el garañón caliente hundirse por completo en su coño, y la sensación de sentirse completamente llena es indescriptible. Siente que no queda resquicio por llenar. Ahora el hombre que parecía un patán empieza a mover sus caderas iniciando un movimiento basculante en el que la verga se le incrusta a Sheila hasta el tuétano para volver a salir en un repetitivo movimiento de vaivén. Ella se abre completamente para él y sus piernas se enroscan en su espalda como brazos de pulpo. Los jadeos no se hacen de esperar con las fuertes acometidas que el cafre de su amante le está propinando. Él es consciente del placer que le brinda y por ello su ego va en aumento cada momento que pasa.
—Tu marido no está a la altura para complacer a una mujer como tú, por lo que veo.
—¡Deja a mi marido en paz y fóllame fuerte, cabrón!, —grita jadeante, totalmente desinhibida…
—Menuda puta estás hecha. Cuando llegues a casa recomiéndale que haga ejercicios de cuello para que pueda soportar la cornamenta que su querida mujercita le está poniendo.
Unos vecinos golpean la pared reiteradas veces ante la batalla que está teniendo lugar de nuevo en aquella habitación que parece destinada al placer. Por suerte para Sheila, ésta vez es ella la que está al otro lado, de tal manera que ya no ve las cosas del mismo modo. En este momento es ella la gritona y la que, según su criterio de hace unas horas, debería tener más modales, lo que pone de manifiesto que las cosas no son siempre blancas o negras, sino que también tienen sus matices de gris, por tanto, dependiendo del prisma en el que se miren, serán de un tono u otro.
Como en una sincronización ensayada, se dan la vuelta y se recolocan al revés, de tal modo que Sheila empieza a cabalgar sobre la estaca de su amante, a la vez que éste se aferra a sus prietas nalgas. Ella se contorsiona y se retuerce buscando recorrer y sentir cada centímetro del pistón que percute en su coño, pero una vez más, el fulano vuelve a cambiar de tercio. Se levanta, se pone en pie sin sacársela, la coge en brazos por debajo de sus nalgas, mientras ella se engancha a su cuello, de forma que la levanta y la baja en el aire con la fuerza de sus brazos. Sus piernas se enroscan nuevamente igual que una serpiente envuelve a su presa. Sheila gime de placer al sentir como el cipote invade una y otra vez su ser, pero es él quien lleva las riendas de la cópula y cuando se cansa de la incómoda posición la recuesta en una desvencijada cómoda, le abre las piernas completamente, las engancha a sus hombros y la vuelve a penetrar, jodiendo igual que dos amantes que hayan estado dos años sin verse y ahora se reencuentran, y eso no conduce a otra cosa que a fornicar como posesos.
—¡Fóllame!, —pide a gritos Sheila mientras su amante la penetra con vehemencia.
—Estoy follándote, zorra.
Ella avanza entre gemidos de placer que se corre y los suspiros se convierten en alaridos durante el orgasmo interminable. Ni ella misma se reconoce en ese momento, y cuando remite el clímax, es su amante el que empieza resoplar como un toro y a proferir toda clase de insultos mientras el potente orgasmo invade todo su ser y aloja toda la corrida en su interior.
—Menudo polvazo, —dice completamente satisfecho—. Parecías una remilgada y follas mejor que la puta, —añade mientras se enciende un cigarro.
—Eres un hijo de perra, —le recrimina ella, pero a sabiendas de que ha sido el mejor polvo que le han dado en años.
—Pero bien que te gusta, —le confirma al mismo tiempo que le ofrece una calada. —¿Sabes que estás muy buena?, —pregunta pasándole el cigarro.
—Gracias por el piropo.
—No es un piropo. Estás de escándalo. Tu marido debe ser un imbécil ¿no?
—Voy a separarme.
—¿Tan buena impresión te he causado?
—Menos lobos, caperucita…
—Quiero metértela por el culo.
—¿Pero cómo eres tan cabrón?, —se queja.
—¿Tu marido no te da por el culo?
—¿Y a ti qué te importa?
—Ya veo que no, —afirma convencido—. ¡Déjame darte por el culo y verás como lo gozas.
—Va a ser que no, —dice convencida.
—No te arrepentirás, —insiste él, en cambio ella no lo tiene tan claro después de haber sentido semejante calibre en el coño, por tanto, pretender que eso entre en el estrecho agujero son palabras mayores.
—¡Déjame prepararte y verás como lo gozas!, —le repite empecinado. —Si en algún momento no te gusta y me dices que pare, lo haré, ¿de acuerdo?, —le dice a modo de consuelo y Sheila asiente sin convicción, aunque con cierto morbo de probar un buen polvo por el culo.
—¡Vamos allá!, —le dice entusiasmado mientras se incorpora. —¡Date la vuelta!, —le pide.
Sheila se da la vuelta y respira hondo posando su mirada en el amenazante miembro. Piensa que la va a partir en dos. Él se levanta un instante y se aproxima a su maleta para sacar un tubito de gel lubricante con el que se empieza a embadurnarse el falo.
—Ha llegado el momento de probar tu culazo.
El comentario consigue asustarla todavía más.
—¡Hazlo con cuidado, por favor! —le ruega.
—No te preocupes cariño. Vas a gozar como nunca.
Comienza a embadurnarle el agujero con el gel y le mete primero un dedo, dilatando poco a poco el orificio, después introduce dos, tomándose su tiempo, a continuación añade un tercero y la presión aumenta, pero no le duele. Está dilatando bien y empezando a gozar con aquella práctica. Vuelve a embadurnarse con gel la verga considerando que ya está a punto para incursionar en el incipiente orificio.
—¡Levanta la pierna! Voy a empezar a presionar y va a ir entrando poco a poco. Relájate y verás cómo gozas.
Ella le hace caso y, contrariamente a lo que pudiera parecer, está siendo de lo más delicado y eso le ayuda a relajarse. Nota que la cabeza presiona el agujero y empieza a meter la punta causándole un dolor agudo que hace que se queje, pero él intenta tranquilizarla diciéndole que todo va bien y que aguante un poco, pues pronto empezará a disfrutarlo, como si hubiese estado toda la vida dando por el culo a mujeres inexpertas en ese campo. A su vez, Sheila no sabe el trozo que tiene dentro ya. A ella le parece tener una jodida barra de hierro, y acerca su mano para calibrar lo que tiene metido y lo que aún queda por meter, comprobando que no ha introducido ni la mitad. Ahora ya no penetra, ahora inicia el movimiento de entrar y salir para ir adaptando el agujero a su diámetro. Con cada empujón cierra los ojos mientras muerde la almohada y se le escapan los gritos y jadeos, en su mayoría de dolor, un dolor al que acompaña en parte un extraño placer. Va aumentando el ritmo y a la vez penetra un poco más el intruso en el estrecho orificio. Los jadeos y los gritos se intensifican al mismo tiempo que las sensaciones, sin embargo, llega un momento en el que, sin saber por qué, se da cuenta de que ya no grita por el suplicio que supone semejante polla invadiendo sus entrañas, ahora lo hace por el placer, a pesar de que un ligero y punzante dolor continúa persistiendo.
Sheila empieza a gozar con aquella práctica y jamás creyó que fuese posible hacerlo con el sexo anal. Debería haber sido más paciente cuando lo intentó su marido hace años, o quizás él no tuvo la maestría de su amante, o tal vez, en aquel momento no sentía el morbo que siente ahora. Vuelve a pensar en su marido, pero no hay remordimientos. Sabe que sus días juntos están contados, incluso se lo imagina sentado de espectador entretanto su amante le rompe el culo.
—Ya la tienes toda dentro. ¿Estás gozando?
Un “sí” eufórico se escapa de su boca y es lo suficientemente elocuente para responder a su pregunta.
—¿Ves como eres muy puta? ¿O quieres que te la saque?
—¡No me la saques! ¡Fóllame! ¡No pares! Me das mucho gusto.
—Pero qué zorra que eres.
—¿Tu marido no te da por el culo como te mereces, verdad, cariño?, —le dice completamente desatado por la lujuria.
Su amante le sujeta la pierna en alto, haciéndolo de lado e intensificando el ritmo progresivamente, consiguiendo que vaya gozando de forma gradual. Valida con ello que es todo un profesional y lo estaba haciendo de fábula. De pronto nota que se la saca entera y nota un gran vacío. Él vuelve a embadurnarse el miembro con el gel lubricante.
—¡Levanta el culo! Quiero que la sientas entera.
Sheila obedece mostrándole su divino trasero y poniéndolo a su disposición. Tiene los codos apoyados en la cama esperando que se la vuelva a ensartar, y no tiene que esperar mucho para sentir todo su potencial en el esfínter. Esta vez sí que le hace daño y se queja cuando entra lentamente, pero sin hacer paradas, sin embargo, él obvia sus quejas y sigue embistiendo hasta que el goce regresa bajo las acometidas del martillo pilón. Se aferra a sus caderas, acelerando los movimientos y tornándose cada vez más salvaje, mientras profiere toda clase de groserías. Se agarra a su cabello con las dos manos, formando dos trenzas como si fueran las riendas de su yegua. Sheila goza del energúmeno que arremete en su retaguardia. Un sinfín de sensaciones extrañas refuerzan la posibilidad de tener un orgasmo de esa manera, y cada vez está más segura de alcanzarlo si el energúmeno de su amante sigue embistiendo de aquel modo, e intenta alcanzarlo retorciendo sus caderas.
El hombre intensifica unos movimientos que cada vez son más enérgicos, mientras le susurra al oído las más infames groserías, mientras tanto, Sheila mueve el trasero al compás de los embates.
—Hoy volverás a casa con el culo complacido. ¿Te gusta la follada que te estoy dando, puta?
—Me encanta, —responde entre jadeos—. Estoy muy caliente y quiero correrme. Nunca lo he hecho por ahí.
—Vamos a tener que darle unas clases intensivas al pusilánime de tu marido. Voy a hacer que te corras, zorrona.
Vuelve a ponerla con el culo en alto y a cogerla del pelo, estirándole la cabeza como si fuese un jinete intentando frenar a su yegua. La polla golpea su ano repetidas veces con gran ímpetu, y vuelve a sentir la sensación de que puede correrse. Siente muchas ganas de hacer pis, dado que la verga en su interior presiona su vejiga. Está a punto de culminar, puede sentirlo. Aunque el orgasmo se resiste, está segura de que puede lograrlo. Un poco más y lo conseguirá.
—Voy a correrme en tu culazo, cabrona, —grita el salvaje.
Acto seguido un orgasmo diferente irrumpe en su esfínter transitando por sus terminaciones nerviosas para disfrutar de una sensación completamente nueva. Seguidamente, percibe como el semen impacta, lechazo tras lechazo en su interior hasta que remite la corrida. Cuando su amante extrae la verga del ano, su esencia se le escapa a borbotones del pequeño orificio, convertido ahora en un bebedero de patos. Sheila está exhausta y se queda tumbada e inerte un momento junto a los fluidos de ambos.
Ahora quiere dormir. Está exhausta, pero todavía le quedan dos horas de viaje y tiene que arreglarse, por consiguiente, se levanta, se coloca las bragas y la camiseta y se despide del extraño del que ni siquiera conoce su nombre.
—Ha sido un buen polvo, —se despide, al tiempo que cierra la puerta y se dirige a su habitación.
El hombre se sonríe más que satisfecho.
Todavía nota ligeros pinchazos en su ano mientras conduce hasta Sevilla, pero reconoce que, tanto las contrariedades, como la insolencia de su amante han merecido la pena. Ahora se encuentra motivada y con la energía y entereza necesarias para afrontar la entrevista de trabajo.
La secretaria le pide que espere, y al cabo de unos minutos le manda pasar al despacho. Sheila golpea tres veces en la puerta antes de abrir, a continuación atraviesa el umbral y se queda atónita cuando contempla sentado en su despacho al hombre trajeado que va a ser su futuro jefe y reconoce al supuesto patán que hace unas horas le ha roto el culo. Sheila permanece con ojos como platos, y una pícara sonrisa se dibuja en los labios de su futuro jefe.