La pequeña recepción permanece con la puerta abierta y por ella se cuela una ligera brisa fresca en esta tarde de verano. Rubén intenta aprovecharla mientras revisa las cuentas del hostal.
¿Están todas las facturas pagadas? ¿Por qué el pedido de magdalenas solo tiene sabor a plátano? ¿A quién le gustan los muffins de plátano?
Está cansado, pero aún le quedan unas horas de trabajo. Mira el reloj. Los chicos de la habitación 9 se retrasan. Habían asegurado que iban a llegar antes de las siete de la tarde y ya son y cuarto. Rubén suspira y reza para que no aparezcan a las doce de la noche. No quiere quedarse hasta las tantas.
Sin embargo, como si alguien hubiera escuchado su deseo, una voz le saluda desde la puerta.
Allí están, al fin, y con una disculpa por llegar tarde. Eso no es habitual y lo agradece. Lo tendrá en cuenta, siempre tiene en cuenta cuando un cliente se porta bien. Luis y Xoán, apunta los nombres mentalmente. Lo bueno de un hostal de apenas diez habitaciones es que puede aprenderse los nombres y dar un trato más personalizado; los clientes alucinan cuando ven que los recuerdan.
Les informa de cómo llegar a la habitación (subiendo las escaleras o en la primera planta por ascensor, a mano derecha) y les da un mapa de la ciudad por si quieren a hacer turismo. Les avisa de que solo tienen una cama, como habían pedido, y ambos sonríen agradecidos. Rubén sonríe también, no por la inercia que le da su trabajo de recepcionista, sino porque realmente le inspiran cierta simpatía. Son guapos, tienen ese brillo en los ojos de la ilusión del primer viaje en pareja. No hace falta que se lo digan, ya lo ha visto muchas veces. Rondarán más o menos su edad, menos de treinta y cinco, seguro.
Cuando Luis y Xoán se suben en el ascensor, Rubén aún mantiene la sonrisa. Sin querer pero consciente de lo que se va a encontrar, dirige la mirada a las cámaras de seguridad. Allí están, comiéndose a besos en el ascensor. La mano de Luis baja por la espalda de Xoán y lo agarra del culo mientras este le muerde el cuello. Casi puede oír el gemido a través de la pantalla.
Pero el trayecto es corto y las puertas se abren. Luis y Xoán caminan por el pasillo y desaparecen en su habitación. Rubén tiene que volver a las cuentas del hostal. Observa los papeles ante él sin saber por dónde empezar. Ha perdido el hilo por completo, pero no es el único problema que tiene: una erección palpita en sus pantalones.
Puede tomarse un segundo de descanso. Así que saca el móvil y abre la aplicación de la careta amarilla, esa que casi nadie admite usar pero que casi cualquier tío gay suele tener instalada en su móvil. Mientras recarga la lista de usuarios cercanos, comprueba los mensajes sin leer:
El pesado de siempre al que no sabe por qué no ha bloqueado; el chico majo que siempre le da largas para quedar pero con el que sigue hablando; una polla sin nombre, sin saludo y sin cara…
Nada interesante. Aunque la polla está bastante bien.
Uno de los perfiles capta su atención. Por su cercanía y porque reconoce las caras del perfil. No le da tiempo a reaccionar cuando ve que tiene un mensaje:
«El servicio de habitaciones se pide por aquí? Jajjaja».
Rubén se sonríe. Siente cómo el rubor se apodera de sus mejillas y no es precisamente por el calor de la tarde de verano.
«Depende del tipo de servicio que queráis», responde.
La foto que recibe a continuación, acompañada de la frase
«Pues lo mismo podrías echarme 1 mano» despierta en él un interés aún mayor.
No debería, son clientes. Lo sabe. Pero no puede evitar imaginarse entre esos dos cuerpos desnudos, colgado de los labios de Luis, sujeto por los brazos de Xoán.
Reconoce en la foto las sábanas de la habitación del hotel, la mesilla de noche. Se la acaban de tomar y él no piensa perder la oportunidad.
Cierra la recepción con la esperanza de que nadie llame al timbre en la próxima hora. Y sube las escaleras con un par de toallas limpias… y una coartada por si alguno de sus compañeros revisa las grabaciones de seguridad. Cuando toca la puerta de la habitación, Xoán le abre casi en el acto.
—¿Quieres pasar? —pregunta con un gesto del brazo, mostrando la habitación y el cuerpo desnudo de Luis en la cama.
Y Rubén cede. Cede y se deja llevar por las caricias a cuatro brazos que le despojan de la camisa, de los pantalones, de los calzoncillos. Se deja llevar y besa y roza y muerde. Y agarra y aprieta esos cuerpos que parecen hechos para él, cincelados en un mármol de piel prohibida. Porque no debería estar allí, son clientes. Y eso solo hace que los desee más.
Xoán le agarra de las caderas y entra en él con suavidad, mientras Luis lo mira a los ojos y lo besa con fuerza. Y Rubén gime, gime dentro de la boca de Luis cuando la polla de Xoán está por completo dentro de él.
Aún le quedan dos horas de jornada laboral, alcanza a pensar en un instante de lucidez, pero la dureza de las horas de trabajo se ha trasladado a los cuerpos de sus huéspedes. Allí, entre los cuerpos de Luis y de Xoán, podría pasarse el resto de la tarde y de la noche. Adivinando, quizá, a quién le gustan los muffins de plátano.