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En el aire (Fragmento 1)
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Tiempo de lectura: 14 minutos

El programa de radio que conducía Marta se emitía por las tardes de tres a siete. Su fama de no morderse la lengua ya le había causado en más de una ocasión alguna que otra amonestación, sobre todo de las altas esferas. Sus preguntas en materia política eran contundentes y no solía irse por los cerros de Úbeda porque hacía tiempo que había perdido la confianza en los políticos, pues en los veinte años que llevaba ejerciendo en la radio, ninguno la convenció de que estaba equivocada.

El programa constaba de diversas temáticas: cultura, política, sociedad, literatura, ciencia, ocio, etc. Duraba cuatro horas, pero su franja laboral abarcaba desde la una hasta las ocho de la tarde. La franja horaria iba también en función de las vicisitudes acontecidas durante el día, pero disponía de flexibilidad para estructurar el contenido.

La entrevista había sido muy tensa y recibió una llamada recriminando su conducta, advirtiéndole que fuese más precavida y que intentara no posicionarse, pero ella tenía claros sus postulados y no quería ceder ni un ápice. Por eso, y por su carisma, era quien era y estaba donde estaba. La gran audiencia con la que contaba el programa era gracias a Marta, y consideraba que, si alguien no estaba de acuerdo en su modo de conducirlo, ella no tenía ningún inconveniente en abandonarlo, en vista de que tenía ofertas tan sustanciosas o más en otras emisoras del mismo calibre.

La entrevista a un político con el que no empatizaba y del que no lograba respuestas congruentes, y después la amonestación por haberse saltado el guion y ser tan incisiva en el interrogatorio, provocó que el día fuese exasperante y decidió irse a las siete. Sólo tenía ganas de llegar a casa y darse un baño caliente para relajarse, ponerse cómoda y acabar de leer el libro que al día siguiente tenía que comentar con el escritor invitado al programa para su presentación.

Era hora punta y los pasajeros se agolpaban en la estación a la espera del próximo metro que ya estaba haciendo su entrada en el andén. A empujones consiguió entrar hasta el último de los viajeros, y dentro, como si de una lata de sardinas se tratase, iban ensamblándose todos como en un puzle. La situación era más que agobiante. Entre empellones y codazos, cada cual intentaba encontrar ese hueco inexistente, queriendo, en la medida de lo posible, mantener el espacio vital que toda persona necesita para sentirse cómoda, pero que, dadas las circunstancias, apenas existía, de manera que los roces se hacían inevitables.

Al poco de iniciar la marcha el metro, Marta notó una respiración muy cerca detrás de ella y eso le causó una incomodidad añadida. Sabía que no era debido al poco espacio existente. Esa cercanía de alguien respirando en su nuca era intencionada, pero decidió no montar un numerito allí dentro y, sobre todo, quería pasar desapercibida. En la próxima estación volverían a moverse, acomodándose de nuevo para ir dejando huecos, de manera que aguantó el tipo. Notó después un ligero roce en su espalda, como una leve caricia, pero no sabía si era producto del vaivén o si realmente el individuo que se hallaba a su espalda estaba tomándose unas libertades que nadie le había otorgado. Segundos después salió de dudas al percibir una ligera, pero manifiesta presión de la hombría del desconocido en sus nalgas. Iba con una falda fina de algodón y por ello, notaba perfectamente la progresiva hinchazón del hombre tanteando el canal, primero poco a poco, como rozando, después, al comprobar que no había ninguna resistencia por su parte, presionó más impunemente, oprimiendo sus nalgas con su virilidad, y con ello percibió como su rigidez iba in crescendo hasta advertir un abultamiento inusual. Marta miraba en todas las direcciones, pero era incapaz de voltearse hacia atrás y verle el rostro para comprobar quien era el que atacaba su retaguardia. Estaba contrariada porque la situación la incomodaba e incluso la violentaba. Aun así, estaba paralizada y se sentía impotente ante el asedio de aquel sinvergüenza, no sabía muy bien por qué. Era un cruce de sentimientos discordantes.

Fueron sucediéndose las estaciones y la gente iba entrando y saliendo. Su desvergonzado agresor no se inmutaba y permanecía adherido a su trasero como una lapa, restregándole su entrepierna y efectuando un discreto movimiento de vaivén. Marta tampoco hacía nada por intentar buscar otro hueco en el vagón, pues iban formándose algunos en cuanto entraba y salía la gente. Pasaron como seis estaciones y el desconocido no abandonaba su privilegiada ubicación. Marta empezó a transpirar. Nunca antes le había pasado una cosa semejante y se sentía abochornada, ante todo por su pasividad que ni ella misma entendía. Sólo cuando un apremiante cosquilleo espoleó su sexo entendió aquellos calores que no eran demasiado normales para la época.

La vida sexual de Marta era sobradamente satisfactoria con su esposo. Hacían el amor dos veces por semana, en ocasiones tres, y cualquiera diría que no estaba nada mal para sus cuarenta y siete años y los cuarenta y nueve de su esposo.

Tampoco nunca había tenido la necesidad de buscar sexo fuera del matrimonio, no le había hecho falta y, a decir verdad, había tenido numerosas ocasiones, aunque siempre las había rechazado. Ella amaba a su marido y la infidelidad no entraba dentro de su esquema de valores.

Ahora, después de tantos años de matrimonio, sin encontrar una explicación racional a su actitud y, sin pretenderlo, se encontraba cogida a la barra de metal del pasillo del metro para no caerse, y a merced de aquel enigmático individuo que estaba estimulando sus bajos en una situación totalmente surrealista. Sus pezones quisieron perforar su camisa y sus pliegues íntimos se abrieron como los pétalos de una flor en primavera. Estaba a punto de perder la compostura sin entender muy bien por qué. Incluso hizo un movimiento de su trasero, quizás involuntario, como si pretendiese acoplarse o sentir mejor la firmeza de su agresor. Instintivo o no, aquella acción alentó a su acosador a seguir ejerciendo aquel meneo repetitivo.

Una mujer de su posición sucumbiendo ante la ordinariez de un fulano que intentaba propasarse, acosándola sexualmente. Sin embargo, contrariamente a lo que pudiera pensarse, su respiración se aceleró, sus pulsaciones aumentaron considerablemente alentando la fantasía de que aquel fulano le levantase la falda y la poseyera allí mismo. No quería verle la cara. Se conformaba únicamente con las sensaciones, ya de por sí, notablemente estimulantes. Ni ella misma creía lo que estaba haciendo o, mejor dicho, lo que estaba dejando que le hiciera aquel sinvergüenza. Si alguien la hubiera visto y reconocido hubiese salido en todos los titulares de la mañana. Marta, la famosa y reputada locutora del programa más escuchado de las tardes dejándose manosear por un desconocido en el metro.

Los apretones de aquel osado individuo eran cada vez más atrevidos, pero nadie parecía percatarse de lo que sucedía, y si alguien lo hizo, ella no se dio cuenta. El hombre no sentía ningún pudor por su actitud, con el riesgo de que alguien reparara en él. Tampoco lo tuvo al inicio, al no contemplar una posible reacción negativa por parte de la que era su víctima.

Marta advertía la impunidad del hombre presionando su virilidad contra su trasero en un reiterado vaivén cada vez más rápido, como si quisiese acabar allí mismo, entonces, por los altavoces anunciaron la parada de Marta, (muy a su pesar) haciendo que bajara de aquella nube en la que flotaba. Por unos momentos, con la puerta del metro abierta, dudó qué debía hacer. Quizás la sensatez pudo más y se apeó del vagón.

Se sintió aliviada, pero en el fondo, reconoció que aquel individuo la había excitado enormemente sin ni siquiera haberlo visto. Caminó por el andén para salir de la estación y su curiosidad hizo que volteara la cabeza para ver si la seguía, sabiendo que no había modo de reconocerlo, a no ser que manifestase alguna señal por su parte que lo identificara. Y lo cierto es que no identificó a nadie que se revelase como su posible acosador, con lo cual siguió su camino por el andén hacia la salida, pero antes de subir las escaleras se volteó una vez más para, entonces sí, observar a alguien de una edad indefinida, (entre una franja de treinta y cinco a cuarenta) que le sonreía. Automáticamente se dio la vuelta y la ensoñación de minutos antes se vino abajo diciéndose a sí misma que aquel hombre no le gustaba en absoluto. Era un poco más alto que ella, desaliñado, con una barriga cervecera que no disimulaba, y con la camisa saliéndose de los pantalones. Vestía unos tejanos, en los cuales se evidenciaba su reciente excitación y eso le confirmó que, efectivamente era él. Llevaba unas zapatillas que en sus mejores momentos habrían sido blancas, pero tenían ahora un color neutro indefinido. Sus entradas eran bastante prominentes, anunciando una calva que no se haría de esperar. En definitiva, no le vio el atractivo por ningún sitio y, por un lado, se sintió aliviada, por lo que decidió continuar su camino y olvidar aquel incidente. Pero pensando que ahí acababa aquel episodio, el hombre volvió a invadir su espacio vital y le habló al oído expresándose de una forma muy poco novelera.

— Creo que estás cachonda, cariño, —le dijo sin tapujos y sin contemplar la evidencia de que estaba tratando con una dama exquisita y con mucha clase.

Aquello fue demasiado para sus refinados modales. Se puso roja como el cartel de la máquina expendedora de bebidas que anunciaba “fuera de servicio”. No sabía qué hacer. Aquel personaje desaliñado y maleducado la estaba tratando con una grosería desacostumbrada para ella. Por un lado, quería mandarlo a tomar viento, pero ¿qué se había creído? —pensó— ¿que por haber permanecido pasiva en el tren iba a abrirse de piernas así, sin más? Sin embargo, aquel descarado deslenguado tenía claras sus intenciones, y ante la inacción de su víctima, se vino arriba.

— Voy a entrar en el lavabo de señoras. Dentro de un minuto entras tú. Sólo una cosa, —le dijo acercándose a su oído—. Después tendrás que caminar como un pato durante dos días. Creo que ya sabes de qué hablo…

El sinvergüenza se dirigió hacia la puerta portando una sonrisa de oreja a oreja y se metió sin ningún pudor en los aseos de mujeres sin tampoco importarle que hubiese alguna otra mujer en los lavabos en ese momento. Marta esperó dos largos minutos a tres metros de la puerta sin saber qué hacer. Todo aquello era como un sueño irreal, pero un sueño en el que si despertaba volvería a la realidad, y Marta no quería volver, ¿para qué negarlo? Pensó en su marido, no sabía si para irse rápidamente de allí o por los remordimientos debido a la gran locura que estaba a punto de cometer. Intentó retener el pensamiento con su esposo para que eso le ayudara a reaccionar y a huir de aquel lugar, pero no podía moverse de allí. Reparó en el riesgo que comportaba tener una aventura en aquellas circunstancias, con la amenaza de poner en peligro su reputación y su familia, si alguien la reconocía. Dentro de su mente había un gran dilema moral y, a pesar de que ese tío no le gustaba nada, logró excitarla en una situación de lo más ordinaria, haciendo que sus más firmes convicciones se tambalearan.

Sin saber por qué, aquel trato oprobioso, le había alterado las hormonas, algo impensable hacía unas horas, sobre todo, teniendo en cuenta que a las mujeres les gusta que las traten como a reinas, y no era precisamente de esa manera como la estaba atendiendo, pero decidió echar el resto y hacer una locura a sabiendas de que se arrepentiría. Su sentido común le decía que echara a correr y su entrepierna le pedía a gritos que cruzase el umbral de aquella puerta, así que se armó de valor y la abrió. Quizás lo que dijo sobre que luego tendría que caminar dos días como un pato también tuvo algo que ver con su decisión e hizo que la imagen de su esposo se desvaneciera por un momento. Sólo esperaba que no entrase nadie, o al menos, que no los pillasen.

Había cuatro pilas de lavabos y cuatro puertas con sus respectivas tazas de wáter. Él se asomó y le hizo un gesto para que entrase con él. Era la última de la estancia. Estaba nerviosa, pero entró decidida antes de que otra mujer irrumpiese en el lavabo y la viese. Nada más accedió a la diminuta estancia, el desconocido cerró la puerta detrás de ella y la contempló de arriba abajo complaciéndose de la mujer que tenía a su merced. Le dio un beso en la boca que a Marta le provocó cierta repugnancia. Aquel morreo le sabía a tabaco negro mezclado con brandy, y los pelos de su barba de dos días le pinchaban e irritaban su delicado cutis. El hombre siguió con el beso y descendió las manos aplicándole un magreo en sus nalgas por debajo de la falda.

— Tienes un culazo divino, —dijo el troglodita, al tiempo que ella retrocedía e intentaba evitar su aliento en la cara mientras le hablaba.

Marta se mantenía muy bien físicamente. Hacía spinning los lunes, miércoles y viernes de buena mañana, y algunos sábados, o bien domingos, jugaba a pádel formando pareja con su marido contra otras parejas del club. Su genética y, evidentemente, el ejercicio, habían contribuido a mantener una figura que muchas veinteañeras habrían deseado para ellas y aquel hombre se percató desde el primer momento de los excelentes atributos de su víctima.

Estaba muy nerviosa. Era la primera vez en su vida que se lanzaba al abismo en una aventura con un desconocido, sin saber nada de él, como si fuese a hacer puenting, sabiendo que la cuerda podía romperse en cualquier momento, o quizás no habían calculado bien la longitud de dicha cuerda.

Ni hizo algo así en su juventud, ni tampoco después. Aunque en el entorno femenino se hablaba asiduamente de echar una cana al aire, la verdad era que a ella nunca le cautivó esa idea. Amaba a su esposo y tenía cubiertas sus necesidades sexuales, por tanto, nunca se había planteado un affaire sexual. Sin embargo, allí estaba ahora, en un hediondo lavabo ante un desconocido que, más bien parecía un hombre de las cavernas y preguntándose qué coño estaba haciendo allí y si aquello merecía la pena.

— Veo que estás casada, —le dijo al ver el anillo—. Al final no has podido resistirte a ponerle los cuernos a tu marido. Ya veo que te va la marcha.

— ¡No me hables así! —le reprendió.

El fulano la cogió de la barbilla haciendo caso omiso a su petición, mientras continuaba hablándole con un lenguaje de lo más vulgar.

— No me vengas con remilgos, guapa, que se te nota a la legua que te mueres de ganas por un buen rabo, lo que me lleva a pensar que en casa no te atienden debidamente, de lo contrario no estarías aquí, ¿verdad cariño? ¿O me equivoco?

Marta se arrepintió de haber tomado aquella decisión. Le molestaba que le hablara de aquel modo, de hecho, jamás le consintió a nadie que le faltara al respeto de ninguna de las maneras. Aquel lenguaje tan soez y ofensivo le molestaba, pero de nuevo, sin tener una explicación racional, no quería irse de allí. Estaba excitada y el paso ya estaba dado. Parecía el doctor Jekyll y míster Hyde, totalmente sumida en un torbellino de emociones contradictorias. Al mismo tiempo, las palabras de aquel singular individuo aludiendo a su infidelidad le hicieron pensar en su esposo, y los remordimientos golpearon su cabeza con contundencia. Ahora estaba segura de que aquella decisión no había sido la más acertada, en cualquier caso, la había tomado ella y deseaba mantener al margen a su esposo y, por supuesto, no quería que el hombre de cromañón le reiterase constantemente que le estaba poniendo los cuernos.

— ¡Siéntate!, —le ordenó.

Marta permanecía en pie y, al no reaccionar, el hombre presionó sobre sus hombros y la sentó en la pringosa taza del W.C. Dejó su bolso a un lado, intentando que no se manchara, mientras él desabrochaba sus pantalones y plantaba delante de su cara una mole casi en completa erección que escapaba a cualquier mención descrita o imaginada anteriormente. Hacía un instante pretendía dejar al margen a su esposo de aquella insensatez en la que se había aventurado, sin embargo, intentó comparar a ambos y estaba casi segura de que la herramienta de aquel sujeto doblaba en tamaño a la de su amado, si bien, hasta el momento no había tenido queja alguna y la había satisfecho plenamente. El desconocido se la cogió zarandeándola delante de su cara.

— ¿Te gusta, guapa? ¿Crees que cubre tus expectativas? —le dijo, advirtiendo que le había causado asombro su virilidad y empezó a darle contundentes golpes en la boca y en la cara.

— ¡Vamos, cómetela! ¡No seas tímida! ¿No era lo que querías? ¡Venga!… que te mueres de ganas.

El olor le resultó desagradable y dudó si seguir con aquello o no, sin embargo, el desconocido no le dio opción, la cogió de la cabeza por detrás y se la encajó en la boca, provocándole cierta repulsión, por lo que hizo mención de retirarse. Por contra, su amante se lo impidió aferrando su nuca y presionándosela para que fuera engullendo el falo que pretendía abrirse paso hacia su gaznate. Entre muecas de reproche y sonidos guturales de rechazo, logró superar la línea que separaba la repulsión de la complacencia y poco después, su boca y su lengua se acostumbraron al sabor y, como no, al tamaño, consiguiendo cogerle el tranquillo con relativa rapidez. Por su parte, el cavernícola gozaba y gemía soltando toda clase de improperios a los que ella iba acostumbrándose.

— ¡Déjalo ya o me vas a arrancar la polla, cabrona! ¡Ahora quiero follarte!

La levantó, la apoyó bruscamente contra la pared, le levantó la falda y le bajó las bragas.

— ¡Menudo culazo tienes! —le dijo totalmente poseído por el deseo, dándole unos cachetes en las nalgas como si comprobase su firmeza.

Marta sabía lo que venía a continuación, le pidió que se pusiera un preservativo para penetrarla y el hombre lanzó una carcajada.

— No tengo condones cariño. Además, no quiero que haya barreras entre nosotros.

No le dio muchas opciones. Le palpó la raja por detrás para ver su estado, comprobando su humedad.

— ¡Joder!, estás en celo, cariño. Pero qué casada más golfa.

Aproximó el miembro a la entrada e inició la penetración.

Marta sintió como entraba aquel vástago invasor y la abría en canal. La primera sensación fue que la desgarraba. A pesar de su humedad, le costaba entrar, pero tras empujar repetidas veces, penetró por completo, iniciando un martilleo de menos a más.

El desconocido aumentó el ritmo, jadeando en cada acometida y ella disfrutaba de un sexo completamente nuevo. La cogió de las caderas y arremetió con fuerza contra ella. Sus manazas recorrían su cuerpo y, después de arrancarle el sujetador, sobó sus pechos mientras se balanceaban al ritmo de los embates. Asió su cabello como si fuesen las riendas de una yegua, acercándola con fuertes tirones en cada embestida. Cada vez arremetía con más fiereza y, con la violencia creciente de los embates, lograba levantarla del suelo. La ferocidad con la que el hombre embestía junto a sus indecorosos actos, provocaba que se sintiera muy miserable y sucia, pero, al mismo tiempo, la sensación era repelida por la que le provocaba aquel mazacote entrado y saliendo dentro de su ser. El hombre abandonó el receptáculo y ella notó un gran vacío, aunque no por mucho tiempo. Le dio la vuelta, le levantó la pierna y Marta volvió a sentir como el intruso invadía de nuevo sus entrañas. La boca de su amante buscó la suya y ella experimentó las mismas nauseas de antes por el sabor a tabaco y alcohol que aquel hombre desprendía, sin embargo, el placer que percibía a cambio en su interior, mitigaba los demás sentidos. Sus bocas se fusionaron mientras el individuo seguía en su tarea percutora y Marta, cogida a su cuello, se dejaba hacer, gozando de cada uno de los embates del cavernícola. La lengua de éste buscó el cuello y la oreja recorriendo toda el área e impregnando su desagradable olor sobre la zona.

Cuando se cansó de la posición, se sentó en la taza mostrando su erección.

— ¡Siéntate y cabálgame!, —le ordenó.

La que hasta ese momento había sido una esposa y madre ejemplar, empuñó el manubrio, lo acercó y tanteó en su sexo, después fue bajando poco a poco hasta que se sintió completamente llena. A continuación, empezó a saltar sobre la estaca del extraño al ritmo que ella deseaba y la sensación del miembro incursionando en su canal fue indescriptible. Mientras disfrutaba de la cabalgada, una punzada de culpa le recordó que estaba siendo una adultera y una depravada, pero el placer, que iba in crescendo, terminaba siempre por ensombrecer su mala conciencia. Sea como fuere, ya no había marcha atrás. Hacía un rato que la sensatez había abandonado el lugar, marchándose junto a los pasajeros del metro, pero ella decidió quedarse con la imprudencia y la temeridad de abandonarse a los caprichos lujuriosos de aquel depravado. Ahora era incapaz de razonar y de evaluar las consecuencias de sus actos. El sentimiento de culpa dejó de golpearla gracias al placer que le producía saltar sobre aquel mandril, y se encontraba a las puertas del orgasmo, cuando oyó que se abría la puerta de los lavabos. Aquel hecho hizo que abandonara su burbuja y se detuvo en seco intentando que nadie se percatara de lo que ocurría en aquella última estancia, sin embargo, a su amante pareció no importarle que hubiese entrado alguien.

— ¡Sigue moviéndote, cariño! —se quejó.

Marta se había quedado petrificada y ahora era él quien imponía el ritmo, dada su pasividad. Estaba segura de que la mujer que estaba orinando era sabedora de lo que estaba ocurriendo detrás de la última puerta. Oyó el chorro de pis, a continuación, como cerraba la taza y tiraba la cadena, después se lavó las manos y abandonó el lugar, con lo cual, respiró aliviada y retomó la cabalgada, ahora completamente desinhibida. Notó que el orgasmo que había huido regresaba con renovadas fuerzas y gritó como nunca al correrse. Él, sabiendo que le estaba proporcionando un gran placer siguió moviéndose, escuchando sus jadeos que parecían no finalizar. Fueron treinta segundos disfrutando del clímax más salvaje que recordaba en años. No era cierto, no creía recordar ningún orgasmo semejante en su vida. Las piernas ya no respondían a sus órdenes y se quedó sin energía y sin fuerzas para seguir moviéndose en aquella posición, de modo que él la levantó y la sentó en la taza. Se puso de pie frente a ella con los pantalones bajados reclamando su atención.

— ¡Muy bien, empléate a fondo!, —le ordenó.

Marta se apoderó del palpitante pilón de carne, lo palpó, lo sopesó y lo acarició, disfrutando de su envergadura. Lo aferró desde la base y lo abrazó con la boca. Lo hacía despacio, acompañando con la mano mientras lo engullía. Volvió a entrar otra mujer en el lavabo y Marta detuvo aquella práctica para hacer el menor ruido posible, pero su amante no estuvo de acuerdo.

— ¡Vamos, no pares! —le apremió.

Y siguió en su tarea intentando ser discreta, mientras miraba hacia arriba su cara de placer.

La mujer salió del baño, también conocedora del trasiego que había tras aquella última puerta. Él pareció querer imponer el ritmo y la cogió por detrás de la nuca, moviendo rítmicamente el miembro dentro de su boca.

— ¡Así, guapa, sigue, no pares, cabrona!

Ella abrió todo lo que daba de sí su boca intentando albergar la mole que, en vano, quería abrirse paso hacia su garganta. La presión y el forcejeo le provocaron arcadas, y a punto estuvo de vomitar cuando la punta rozó la campanilla. De repente, su amante extrajo el miembro de su boca y comenzó a moverlo rápidamente sobre su cara. Su cuerpo se contorsionó hacia atrás, sus piernas se doblaron ligeramente y su cara se desencajó anunciando el inminente orgasmo que la pilló desprevenida, dando un grito del sobresalto cuando el líquido se estrelló en su rostro. Nunca había visto nada semejante. Tras esa primera descarga que le bañó completamente la cara y casi le saca un ojo, vino otra, y otra, y otra, y así sucesivamente hasta hacerle pensar a Marta que aquello no acababa nunca, pero gradualmente, las andanadas perdieron intensidad hasta que remitió la desproporcionada corrida, dejando su cuerpo embadurnado de pies a cabeza.

—Mira como me has puesto. ¿Ahora qué hago yo? —le preguntó haciendo aspavientos con las manos, intentando sacudirse todo aquel pringue y sin saber cómo iba a limpiarse.

— ¡Empieza por dejármela reluciente, guarra! —le ordenó poniéndosela en la boca de nuevo.

Marta se sintió contrariada por todo lo que acababa de pasar. Después de la euforia vino la calma y ahora le mortificaba el paso que había dado hacia el vicio y la indecencia. Ya no veía de igual modo aquel trato tan grosero, pero al neandertal parecía importarle poco como podía sentirse después de haber sido una adultera. Lo inquietante no era sólo haber dado el perverso paso, sino haberlo disfrutado tanto.

El hombre recogió con su miembro el líquido de su precioso rostro y lo depositó en su boca, obligándola a tragárselo ante la reticencia de Marta.

Hasta ese momento había sido impensable tragarse la sustancia viscosa y amarga. Nunca lo había hecho anteriormente. Le gustaba que su esposo eyaculara en sus pechos, en contadas ocasiones lo hacía en la cara y en la boca, ahora bien, cuando eso ocurría, lo escupía porque le daba aprensión paladear el nauseabundo caldo. Ahora, el cavernícola la estaba obligando a tragarse su simiente y, después de manifestar su repulsa se limpió la cara, los labios y la lengua con papel higiénico. Él la miró mientras se subía los pantalones y guardaba su miembro, sonriendo de satisfacción.

Marta permanecía sentada en la taza y su desaliñado amante ya estaba a punto de marcharse, pero antes sacó una arrugada tarjeta de su cartera donde aparecía su número de teléfono, la dirección de una página web, junto a los servicios de reparaciones en general.

— ¡Toma cariño! Cuando necesites que te den caña, llámame. Si tu marido no te atiende debidamente, ya sabes… La próxima vez te romperé el culo… Por cierto, me llamo Oscar, —se presentó dándole la mano y esperando que ella le dijera su nombre.

— Marta, —dijo sentada en la taza, totalmente desaliñada, sin bragas, con los pechos fuera, y completamente impregnada del espeso líquido.

— Hasta pronto Marta. Ha sido un placer… Espero que me llames. —Se despidió guiñándole un ojo como si aquello fuese lo más normal del mundo y desapareció dejándola allí sentada, rebosante de esperma, sin saber qué hacer y con una arrugada tarjeta en la mano que metió en su bolso. Se preguntó si tendría por costumbre abordar a mujeres en el metro o aquella era la primera vez.

Utilizó todo el papel higiénico que había, junto con los otros tres rollos que se hallaban en las otras estancias. Después se lavó con agua el pelo y los restos de su cuerpo. Intentó quitar con ella la suciedad de la falda y la camisa. Finalmente, de un modo u otro, seguía empapada, y con el papel higiénico fue absolutamente imposible secarse.

Cuando estuvo un poco decente —si es que eso era posible—, abrió la puerta confiando en que nadie se percatase de su aspecto, cosa harto imposible y, sobre todo, rogaba para que nadie la reconociera.

El morbo y la curiosidad hicieron que una de las mujeres que había irrumpido anteriormente en los aseos esperase afuera para ver quien había tras aquella puerta. Bajó la cabeza para ocultar su rostro y aquella fisgona mujer no dejó de mirarla hasta que se fue del lugar, como también se suponía que habría visto al hombre que salió por la misma puerta y abandonó el lugar antes que ella.

Mucha gente se fijó en su ropa empapada, pero no sabían a qué era debida aquella humedad. Cuando salió a la calle un bofetón de aire frío le sacudió el cuerpo y temió resfriarse. Se fue todo lo rápido que sus tacones le permitieron hacia casa, confiando en que al entrar pudiese ir directamente al baño sin tener que dar explicaciones incoherentes.

Su marido todavía no había llegado y su hija era la única que estaba en casa en ese momento y afortunadamente se encontraba en su habitación hablando por teléfono, con lo cual, con un saludo a distancia se metió en el baño y camufló la insólita hazaña.

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