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Una beata madura me dejó una huella marcada
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Tiempo de lectura: 6 minutos

Ese día doña Ana no había parado de mandarme órdenes, que si arriba, que si abajo. Todos los pormenores de la procesión que tenía lugar esa noche eran comprobados por la señora, ya bien enviándome a ver el estado de las flores o bien la mantilla y el vestido negro. Añado, para mayor seguridad, esto. Estas cosas que digo, que voy a decir, si puedo, no están ya, o no están todavía. Pero estoy aquí. Todavía, pues, estoy obligado a añadir esto. Pero heme aquí, yo que estoy aquí, en relación a mí que lo vi todo.

Otra cosa: lo que digo, lo que diré tal vez a este respecto a ella, No tengo, pues, que inquietarme. No voy pues al desastre, no voy a parte alguna, las aventuras y desventuras de doña Ana me importen, lo hecho, hecho está, a esto le llamo aventuras. De aquí una incierta confusión a los exordios, el tiempo de colocar a doña Ana. Pues sí, todo el puto día con el tema de la procesión de esa noche y con la llegada de la virgen de los carmeles me tenía frito.

Acababa de llegar en el muelle de este pequeño pueblo alejado de la mano de dios la esfinge del santo patrón de yeso macizo policromado en doble capa. La señora quería ver en persona las condiciones en que había llegado la esfinge. Don Fermín me había dado órdenes de que ese día, estuviera a las órdenes de la señora. En pose autoritaria mandaba órdenes en cuanto a la celebración en cuestión. Era recta, aplomada, con solidez de asentamiento, de penetrante mirada; alta estatura, pechugona, de culazo marcado de piel acerada y cabellos castaños con unos ojos de hurraca. A sus casi cincuenta años era todo orgullo, como decía mi madre, una relamida de cuidado. Don Fermín, su marido salía de caza y me insistió en que acompañara a doña Ana del pequeño carguero con la furgoneta.

Subimos a la embarcación con la trampilla que nos tendió el patrón, doña Ana iba sorteando con molesta desgana los aparejos de la parte de proa.

— Doña Ana, bienvenida, hemos tenido un trayecto algo ajetreado pero el Santo está abajo, perdone si hemos tardado algo, yo solo tengo un marinero a bordo, como puede ver soy viejo, aunque eso no me impide haber llevado el santo patrón de mi pueblo.

— No se preocupe, la cuestión es que ya lo tenemos aquí, si me permite ver el estado.

— Sí, si quiere bajar abajo, aunque está muy desordenado, piense que dormimos y llevamos la carga abajo — se excusó el patrón.

Bajamos, el ambiente olía a salitre marino y a humedad mezclada con aceite de los motores. Doña Ana se tapó la boca con un pañuelo. En un compartimento un hombre de considerables dimensiones, con unas manos como garfios había desatado la esfinge. Me ayudo a cargarla en la furgoneta, su rostro era rudo y sus ojos escrutadores, tenía la fuerza de una bestia. Vestía camiseta raída y pantalones desgastados, de sus labios prendía un apestoso cigarrillo.

— ¿Aquí no hay ningún bar que vayan morras? — pregunto de forma seca.

— Bueno, aquí la gente es de edad, apenas hay diversiones, de hecho yo cuando pueda iré a la ciudad a buscar trabajo — dije.

— Un pueblo de viejos y mojigatas, no sé como puedes aguantar aquí. Hemos estado en el mar todo el mes y encima esta puta mierda — contesto en tono despectivo.

Una vez cargada la esfinge salió doña Ana y el marinero la devoró con su mirada, una vez pasada ella a su lado él a sus espaldas escupió en el suelo.

Me tuvo todo la santa tarde en la parroquia con el párroco que si ayuda aquí que si ayuda allí. Para más pesar en el muelle habíamos dejado los tornillos de sujeción de la base, por lo cual tendría que volver allí.

Volví a subir por la trampilla, llamé, pero el patrón estaba ausente. Bajé donde habíamos recogido horas antes la esfinge y solo observe la puerta de lo que parecía ser el cuarto de literas abierto. Volví a llamar y una voz con respiración pesada me contesto que ya terminaba. Avance unos pasos y pude observar como el marinero se estaba masturbando acostado en la litera, un gran cipote y unos testículos colgantes en balanceo debido a las sacudidas que le daba. Uno de sus ojos era vago, el otro estaba casi en blanco; apretaba los dientes mirando hacía un ordenador portátil. Al verme continuó sin ningún rubor, es más eyaculó soltando un chorro de semen haciendo un arco en el aire como si de una manguera a presión se tratara cayendo otra vez sobre su abundante vello púbico dejándolo como una esponja mojada, ya que había sido una paja tensionada en polla recta cayendo sobre su misma base. Se levantó, no llevaba pantalones, sus manos estaban pringosas de semen, caminado hacía mi se iba limpiando las manos en su camiseta sudada y llena de manchas. Del glande rojizo brotaba un pequeño resto de semen, su empalme había menguado, quedando una polla en posición horizontal bajando por momentos. Así en esta posición le expliqué lo que venía a buscar, aunque cambiando de tema me dijo:

— Sabes, la vida del marino es dura, a mis 38 años necesito satisfacciones y con el ordenata me mato a pajas cuando no tengo género.

— Si…, si…, es norma… normal, una persona necesita…, un alivio… — le respondí.

— El hijo puta del patrón me deja solo en este puto pueblo costero de mierda, me paga una mierda, lo que le importa es su puta jubilación. Sabes, me he follado a mucha guarra, mucha puta también, aunque no hago ascos a nada… — dijo en tono hiperbólico —. Sabes, no te imaginas, no hace mucho, un chaval como tú, de unos 18 vino una travesía con nosotros. En este mismo estercolero de habitación y no habiendo tías en los puertos que desembarcábamos llevaba tíos, si, si… maricones… — dijo esperando mi respuesta de lo que yo pensara.

— Cada cual es libre… — dije en tono dubitativo.

— Sabes, — repitió lo que era su palabra favorita — y me los tiraba, si, los enculaba, porque yo a los tíos los enculo; los enculaba delante del chaval. Sabes, al principio estaba asustado, pero sabes, también llegué a encularlo, sabes… como lo oyes. Tenía el puto culo cerrado, pero sabes… lo desvirgué, lo empotré, chillaba como un marrano el hijo puta. Sabes, llego a empalmar, me mamaba, me ponía culo. Sabes… sabes… — dijo repitiéndose una y otra vez.

— Bueno, si me dice dónde está lo que he venido a buscar — dije de forma apresurada.

— Está donde estaba la estatua, pero sabes… oye… sabes, la mojigata de tu jefa, esa maduraca que ha venido… el patrón, me ha dicho que le suministraba rabos, sabes… has visto cuando ha venido.

— No sé qué decirte, doña Ana, es tan mística, que es difícil — contesté.

Cogí los materiales que necesitaba y quedé pensativo, se me hacía difícil imaginar que un macarra hortera como ese pudiera… ni se me pasaba por la imaginación.

Doña Ana marcaba el paso con su cirio en la mano, la pamela y el velo le daban ese aire misterioso, marchaba la primera tras la cofradía. Su marido, don Fermín se había escusado que estaba muy cansado para acudir a la ceremonia, aunque me eximió de acompañarla ya que el patrón la llevaría a la hacienda una vez terminada la procesión. Extrañado y a la vez contento por no tener que acompañarla me vino a la mente las palabras del marino. El ambiente olía a incienso, sonaban los tambores. Doña Ana erguida vi como miraba en dirección de lo que era el marinero, el cual estaba observando la procesión. Lavado y repeinado aún mantenía ese aspecto voraz, como los cerdos en sus pocilgas cuando se revuelcan en la mierda. Cruzaron miradas, tanto al marino como al patrón. Parecía que había complicidad.

Terminada la procesión y dando rienda suelta a mis pensamientos di un rodeo acabando otra vez en el muelle. El aire marino de la noche le daba ese aspecto lúgubre. Volví a pasar al lado del carguero y vi como el patrón estaba fumando y ojeando el terreno, igual que un vigilante.

— ¿Dando un paseo, o preocupado por tu señora? — me preguntó el patrón.

— No…, no, yo solo daba un pequeño paseo, es que aquí hay pocas distracciones, usted ya sabe.

— Sí, lo sé, soy hombre de mundo, aquí nací, pero tienes razón. Pero si quieres puedes ir abajo y hacerte un buen pajote mirando.

— ¿Cómo dice? — pregunté estupefacto.

— Me han dicho que por la tarde has estado aquí, y como mi ayudante es un bocazas se ha ido de la lengua.

— Ya, pero no entiendo muy bien…

— Chaval, se la está trajinando, ahora mismo ya mamaba como un cordero la jaca.

— ¿Doña Ana? — pregunté algo exaltado.

— La misma, en persona, pero baja, ponte en el rincón oscuro enfrente de la puerta.

Bajé, oí gemidos roncos. La puerta estaba abierta, doña Ana succionaba esa polla que ya había visto por la tarde. Lamía el tronco, llevaba los guantes negros puestos y las medías negras con sus zapatos de tacón. Sus pechos en forma de pera colgaban, su coño velludo era abierto por el marinero e iba introduciendo dos dedos, con su otra la otra mano le insertaba otro dedo en la zona anal. Mamaba con ansiedad, el marinero estaba gimiendo. La volteó y en una maniobra de ataque le abrió las piernas al mismo tiempo que cogía impulso para meterle el pene con fuerza. Empezó a bombearla como un toro bravo. Veía como los testículos bamboleaban y llegaban al tope en cada embestida. La sonoridad de los choques emitían un plof, plof, plof y unos chof, chof, chof. Doña Ana le arañaba la espalda peluda, le rodeaba con sus piernas dicha espalda con las medias negras. Vinieron los estertores, los últimos coletazos, doña Ana estertoreaba. El marino grito “ ¿dónde la quieres puta?” para volver a bombear una vez más y volver a repetir “ ¿dónde? No respondiendo doña Ana, ya que se había venido y estaba inerte el marinero se arqueó sobre ella y descargo toda su lefa sobre la cara y pechos.

A la mañana siguiente acompañé a doña Ana a la iglesia, tenía confesión, su rostro se mostraba serio y místico.

Poco tiempo después dejé de servir a doña Ana y me fui a iniciar mis estudios a la ciudad. Aún a día de hoy me hago unas monumentales masturbaciones pensando en dicha noche.

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