El papá de mi mejor amiga (1)

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Soy Naila y tengo 20 años. Les voy a contar mi historia con Diego, el papá de Juli, mi mejor amiga.

Diego tiene 51 años. Es alto, morocho, su cabello está salpicado por canas. Tiene unos penetrantes ojos verde agua y un cuerpo de la ostia. Él es abogado pero es un exrubier. He visto sus fotos de joven y era una masa magra de músculos. Siempre me gustó. Hoy está mucho más delgado, pues ya no practica ese deporte, pero está absolutamente marcado.

Recuerdo un verano en donde veraneamos en su casa. Su abdomen era precioso, dorado, firme; con unos surcos que dibujaban perfectamente sus abdominales. Tengo grabada en mi retina una vena que como un río cursaba todo su abdomen oblicuo para desembocar y perderse en su traje de baño. Una fina capa de vellos lo recubría, pero su pecho era lampiño, también surcado por arterias henchidas.

En esta ocasión, Diego nos fue a buscar a la discoteca. Éramos tres, Juli, Sofí y quien les habla. No estábamos borrachas, pero si lo suficientemente “alegres” como para bromear con Diego. Cabe decir que Diego estaba separado de Fernanda, la madre de Juli. Había tenido otro hijo con Romina, una modelo de ropa interior, que se llevaba muy mal con Juli. Pero ahora estaban separados, ya hacía dos años, por lo que Diego estaba solo. En el viaje de vuelta lo bromeamos, diciéndole que tenía que salir de juerga con nosotras así conseguía novia nueva. No pasó de ello, y él se lo tomaba de muy buen humor.

Llegamos a la casa de Diego. Dormíamos las tres juntas. Esa noche no había sido buena para mí. Ligué con un chico, muy lindo, rubio; olía muy bien. Nos besamos. Él me tocó y yo lo toqué. Yo estaba con una pequeña minifalda que dejaba muy poco para la imaginación. El no dudó en escrutar la puerta que se abría entre mis piernas. Me empezó a tocar el coño. Era descuidado, bruto. Parecía no saber lo que hacía. Pero él me gustaba mucho, así que yo también bajé a su pantalón y le empecé a tocar su instrumento. No era grande, pero estaba durísimo.

Estuvimos así un rato. Luego nos separamos, fuimos a tomar unos tragos, yo estuve con mis amigas y después lo vi con otra chica, cerca del baño, haciéndole lo mismo que me hacía a mí. Así que me olvidé de él. Esa noche nos volvimos temprano, porque Sofi empezó a sentirse mal. Así que llamamos

Ya estábamos las tres en la habitación de Juli. Yo dormía una pequeña cama que Diego había dispuesto en un rincón. No puedo negar que me había quedado caliente. Estuve mirando el techo un rato y me levanté al baño. Hice pis. Me quedé en el inodoro acariciándome un rato y después fui a la cocina a tomar algo. Eran las 4 de la mañana. Bajo y estaba Diego en la heladera, con un bóxer blanco tomando agua.

Era sumamente excitante. Estaba más fuerte que nunca. Tenía algo en su abdomen inferior que me derretía, todo marcado, con hondos surcos que llegaban al paraíso. Tenía un gordo bulto que tendía a ir hacia la izquierda. No lo miré mucho. Estaba tomando de la botella. Me vio de reojo y siguió tomando, como si nada pasara.

-¿Todo bien? ¿Pasó algo?

-No, no. Tenía sed… dije –en ese momento atiné a marcharme pero inmediatamente dijo

-Vení, tomá… -y me ofreció de la botella de que estaba tomando. Yo estaba absolutamente pasmada- ¿Te da asco? Te abro otra botella

-No, no, para nada –me acerqué y bebí. Yo estaba sólo con una remera blanca over-size y mi ropa interior, la misma que había sido manoseada horas antes. Claro que la remera me cubría. Mientras tomaba del pico de la botella, Diego me miraba

-Tenías sed. Eso pasa cuando se bebe mucho alcohol.

-No tomamos mucho

-¿No? Sofía parecía descompuesta

-Sí, pero estaba mal por otra cosa. Se… indispuso… y bueno, se sentía mal.

-Ah, claro. A veces me olvido de que ya son mujeres. ¿Muchos chicos hoy?

-No, nada. ¡Bah! Poco. Flojo

-¿Nada o poco?

-Poco. Estuve con un chico pero resultó ser… un imbécil

-Los hombres solemos ser todos así a una determinada edad –yo no podía dejar de mirarlo. No paraba de desearlo. Quería sentir ese abdomen sobre mí, esos hombros redondos, esa espalda ancha, bombeándome. Quería sentir su sudor, su piel… su sexo. Cada tanto miraba de reojo su bulto. Parecía haber crecido, aunque al no poder mirarlo con detenimiento, no podía estar segura.

-Capaz que necesite un hombre maduro –dije, con tono desafiante. Un instinto en mis vísceras me hizo llevar mi dedo a la boca y mordérmelo.

-Capaz –dijo– aunque hay maduros y maduros

-Vos estás muy bien Diego ¿Cómo hacés para mantenerte así? Ese cuerpo…

-¿Te parece? Mucho gimnasio, nada más. Vos también estás muy bien

En ese momento no pude más y me le abalancé. Dejé caer la botella y lo besé. Era hermoso, olía muy bien. Lo besé apenas, en los labios. Él se quedó quieto, impertérrito sin moverlos. Yo ansiaba su lengua, pero no me la ofreció. Me sentí muy mal y cuando estaba por irme, me sujetó de la cola. Me sorprendí, me asusté. Quedé boquiabierta y fue allí cuando enterró su lengua en mí. Me encantó. Sabía exactamente lo que hacía. No largaba mi nalga, que la apretaba y abría entre sus grandes manos. Yo lo sujetaba de sus mejillas, con ambas manos.

Él, con la mano que no se entretenía con mi culo, me circundó el cuello. Casi que podía cubrirlo enteramente. Yo era muy delgada. Creo que ya lo dije; era alto. Tenía que ponerme en puntas de pie para corresponder a sus besos. Él me ayudaba, levantándome de los glúteos. Yo bajé mis manos para acariciar ese abdomen que fue el pan de mis fantasías desde que era niña. Era perfecto: firme pero suave; grande, pero magro, con el vello justo.

-Quiero que me hagas tuya, por favor –le dije, cuando su boca me permitió respirar– soy virgen

-¿Estás segura?

-Muy…

Yo era virgen. No era una mentira. Había tenido novios, pero nunca llegué a concretar. Con el que más lejos llegué fue con Nicolás, a quien en una tarde de lluvia después de ver una serie de Netflix le comí la verga en el sillón. No me gustó para nada. El pene en sí no sabía a nada, pero Nicolás no aguantó mucho y a los pocos minutos eyaculó en mi boca, sin avisarme.

-Bueno –apenas dijo eso, se arrodilló. No me desvistió. Ni siquiera me sacó la remera. Metió su cabeza por debajo y empezó a lamerme los labios, con la bombacha puesta. Yo estaba empapada. Ya me había mojado algo en la disco, con ese pelmazo. Ahora más. Estaba absolutamente enloquecida. Su lengua separaba mis labios, como las aguas del mar rojo. Era preciso, suave… sublime. Sabía exactamente cómo hacerlo, dónde presionar y dónde susurrar. Mi sexo se cubrió completamente de un almíbar que me embadurnó la tanga.

-A ver qué hay debajo de esto –dijo, y me la bajó hasta los pies. Yo me saqué la remera. Tenía mis pequeños pechos hinchados y mis pezones estaban duros como el mármol. Yo apoyé mi muslo sobre su hombro, como si supiera qué estaba haciendo.

-Mmm, que hermoso, qué suave, qué rico… -La punta de su nariz empezó a jugar con mi clítoris. Subía y bajaba lentamente. Colocó el vértice de su lengua en la entrada de mi cuevita, sin introducirla. No podía hacerlo, pues allí estaba mi himen. Estaba tan mojada que me avergonzaba. Empezó a dar pequeñas vueltitas, muy sutiles, pero muy sensibles. De golpe, llena de saliva, la subió hasta mi clítoris, que cambió el filo de la nariz por la rugosidad y calidez de su lengua. Hizo eso tres o cuatro veces hasta que acabé. Lo sujeté fuerte de los cabellos y me vine encima de él. Literalmente me había orinado.

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