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Cicatriz
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Tiempo de lectura: 15 minutos

“Bonita cicatriz.”

Ese había sido su comentario al recibir la foto que había demorado más de una hora en sacarme, después de probar varias poses, mirándome en el espejo del baño, desnuda e inquieta.

Diez meses habían pasado desde nuestro último encuentro. Diez meses durante los cuales mi vida había cambiado del todo.

“Bonita cicatriz”

¿Me estás jodiendo?, pensé.

Desde hacía un mes, una sonrisa torpe y agria se dibujaba encima de mi pubis. Me hacía pensar en la de Jack, de Pesadilla antes de Navidad. Ahora era madre y Alejandro solo veía de mí la puta sonrisa de un muñeco de Tim Burton que tenía en el vientre.

A mi amigo el barbudo le había parecido oportuno mencionarme que había cambiado de categoría cuando le había anunciado que, por fin, había dado la luz. “Ya eres MILF ¡jejeje! ¡qué rico, carajo!”. No lograba compartir el entusiasmo de mi cómplice de siempre, mi alter ego “gordo, calvo y morboso”, como le gustaba describirse [ver cuento Siracusa]. Frente a la inmensa felicidad de haber dado la vida, tenía la vergonzosa sensación de haber perdido parte de la mía. Llevaba más de cuatro meses sin llegar al orgasmo, sola o con mi novio, embarazada o no, con lengua, dedos, verga, juguetes… No lograba franquear el umbral del placer. Imagínense, una gozadora en serie como yo, condenada a dar sin recibir. Era injusto. Siempre les había contentado a todos, incluso a una mujer la había dejado seca. Siempre había lamido, mamado, masturbado, tragado con gula. Siempre me habían encontrado empapada, abierta y sonriente. Siempre dedicada y amorosa, y, de la noche a la mañana, había perdido mi facultad en venirme. Un par de semanas después, las cosas habían empeorado y cualquier tipo de penetración me provocaba un dolor vivo e insoportable. Trataba de compensar esta desgracia con la satisfacción de darle placer a mi pareja y sentirlo explotar en mi boca cada vez que le daba la ocasión.

Le había comentado a Alejandro mi consternación frente a esta nueva discapacidad y mi melancolía al ver mi deseo atrofiarse a medida que mi panza crecía. Convencido de la eficiencia de sus cuidados, me había comentado que era seguro que podría remediarlo con un par de azotes en mi culo.

La vida me había regalado a Alejandro hacía un año y medio (ver cuento El lector 1 y 2; Reencuentro con el lector). Si hasta aquel momento me estimaba ser afortunada, él había sido un insolente exceso de suerte. Demasiado. El pastel en la cereza. Una bendición que me llevaba diez años y en los caminos desacomplejados de la más profunda arrechura. Cada uno estaba cumplido con su pareja y su familia, en el sexo y en la vida. Ser amantes era “extra” y, como nos sobraba algo de alma a los dos, habíamos dejado crecer un amor mutuo y adicional al que ya conocíamos. Nuestros encuentros siempre habían sido volcánicos, era capaz de convertirme en verdadera perra, hubiera podido ladrar a sus pies. Su maestría para dar placer revelaba una dedicación excepcional y, pensaba yo, un don que todas las mujeres de la humanidad hubieran tenido que poder disfrutar. Me enorgullecía hacerlo venir cómo y cuándo me daba la gana y que dejara escapar gemidos que se acercaban a quejas por experimentar tanto placer. En esos instantes, este dominador empedernido se encontraba bajo mi control, suspendido a mis caricias y a mi lengua, sufriendo al estar mantenido en la inquietud deliciosa de la lenta subida de un orgasmo.

“Bonita cicatriz.”

Hacía un año, le hubiera escrito algo provocador, que la vería de cerca cuando tuviera su lengua metida en mi concha, por ejemplo. Extrañaba a Alejandro y mis propios deseos. Después de un rato, le contesté, sin el ardor con el que me conocía, pero con amor y cariño. Me sentía como un campo de cenizas en el cual los brotes jóvenes traspasaban con pena la alfombra gris que cubría el suelo.

“Me gustaría que me abrazaras.”

Recordé su acento peninsular que contrastaba con el mío más latino, su olor y las pecas que estrellaban sus muslos, la textura de su piel. Recorría mentalmente su cuerpo con mis dedos. Lo podía volver a vivir todo mentalmente sin esfuerzo. Alejandro seguía latiendo dentro de mí y necesitaba verlo.

Rápidamente convenimos de una fecha después que terminara mi licencia por maternidad y que hubiera vuelto a trabajar. Los dos podíamos tomar un día libre, a escondidas de nuestras parejas, salir temprano y regresar a casa tarde, argumentando que habíamos tenido que visitar a nuevos colaboradores en una ciudad alejada.

A medida que se acercaba la fecha, crecieron las ganas mutuas y, de mi lado, una angustia latente que conocía demasiado. Decepcionarlo, físicamente. Mi cuerpo ya no era el que había conocido y que tanto lo había excitado. Antes le mandaba fotos de mi culo o de cualquier rinconcito de mi piel, según sus pedidos, sin ningún pudor y eso me excitaba. Entonces, a pesar de todos mis esfuerzos para borrar los estigmas del embarazo, el miedo a que viera mis defectos había reemplazado mi afición exhibicionista que hasta ahora le reservaba. Borraba al instante las fotos que me sacaba, observando siempre en ellas un detalle que hubiera podido disgustarle. Terminé por darle las razones de esta reserva, ya solo veía en mi reflejo celulitis, estrías, tetas tristes, ojeras y una cicatriz de cesárea. Cada una de las frases con las cuales Alejandro me contestó vibró en mi pecho.

“Tu cuerpo es especial y espectacular.”

“Tu cicatriz es un sitio sobre el que quiero correrme.”

“Y como soy muy pervertido y muy sincero, quiero decirte una cosa.”

“Vuelvo a tener ganas horribles de embarazarte y ser el padre de una nueva criatura tuya.”

“Cariño, solo de pensarlo…”

Seguía una foto de su entrepierna donde se veía nítidamente la forma de su verga, dura y gruesa, deformar el jean que llevaba. Sabía que era una de las imágenes que más me excitaban, adivinar una erección contenida debajo de una bragueta que parecía a punto de ceder. Lo que él llamaba perversión era para mí una inconfundible marca de deseo y de amor. No solo me quería cachar por todos los agujeros y llenarme de semen, no, también tenía la fantasía de que fuera suya, de apoderarse por completo de mí, ligarnos para siempre, preñándome.

Amaba a este hombre.

Felizmente para mí, durante el par de meses que precedieron nuestro encuentro, volví progresivamente a recuperar mis facultades sexuales. Con una paciencia y un cariño infinitos, mi pareja se empeñó en ayudarme a reconquistar mi cuerpo y, más precisamente, mi clítoris y mi vagina. Los hombres de mi vida eran tesoros. Cuando salí con mi carro a las seis de la mañana aquel día de mayo tan esperado, había recobrado la totalidad de mis habilidades para venirme cuando me daba la gana y cachar divinamente en cualquier posición. A estas alturas, sería inútil describirles el estado de febrilidad en el cual estaba mientras me acercaba a la ciudad donde Alejandro había reservado una habitación en el hotel de las últimas veces, encantador y discreto, cuyas paredes de piedras antiguas solían acoger y guardar nuestros gemidos.

Era como si el tamaño de mi caja torácica se hubiera reducido. Sentía mis pulmones comprimidos, me esforzaba para respirar lentamente. Ya falta poquito, Sandra. A medida que la distancia entre nosotros se reducía, extrañarlo se volvía más y más insoportable. ¿Cómo mierda pude esperar tanto tiempo? Un año, casi exactamente. Llevaba un año sin disfrutarlo. Los mensajes que nos habíamos mandado reiteradamente en las últimas semanas me habían encendido, más morbosos unos que otros. Habíamos vuelto a compartirnos videos de cuando nos masturbábamos, mirando bien la cámara en el momento de venirnos. Al recordar su cara deliciosa y su suspiro de goce, sentí el eco de mis pulsaciones cardíacas entre mis piernas.

Por fin apagué el motor en el pequeño estacionamiento subterráneo del hotel. Me miré en el espejito del carro. A falta de maquillaje, llevaba un buen par de ojeras. La maternidad me marcaba la cara como una noche de fiesta, era como una resaca continua, pero puntuada por biberones y cambios de pañales. Podrías haberte arreglado un poco, pensé mientras pasaba la mano por mi cabello y fingía una sonrisa para ver cómo quedaba. Estaba bien lejos de la Sandra del último encuentro, la que había llegado con falda, tacones, maquillaje discreto, depilada, sin ropa interior y con un detallito especial, a pedido de Alejandro [ver Reencuentro con el lector]. Hoy estaba con el cabello desordenado, zapatillas gastadas, y un jean y un polo que llevaban, me acababa de dar cuenta, los estigmas del último biberón que había dado a mi hijo. Respiré hondo, salí de mi carro y, al cerrar la puerta, sentí una presencia en mi espalda. No me di la vuelta ni me moví. La presencia se acercó y, con ella, una respiración y un olor que hubiera reconocido entre miles. Entre mis reflexiones e intentos para verme mejor en el espejito, no me había dado cuenta de que Alejandro me observaba desde hacía un rato, justo al lado de mi carro. Su aliento cálido acarició mi nuca. Cerré los ojos en el momento que sentí sus labios contra mi piel. Empezó a regalarme besos suaves. Era un momento suspendido, una delicia de alivio y de excitación.

Cuando estaba a punto de darme la vuelta para abrazarlo y besarlo, sus manos agarraron mis caderas y sentí su boca entreabrirse para dejar su lengua recorrer delicadamente el arco de mi cuello. Un escalofrió sacudió mis hombros, las ganas que le tenía volvían a inundarme al recibir sus besos líquidos. Su mano derecha se deslizó de mi cadera para agarrar firmemente mi entrepierna. Me mordió levemente, era un maestro en el arte de prenderme. Se pegó a mi espalda, sentí su verga dura contra mis nalgas. Nos quedamos así unos minutos, le dejaba comerme el cuello y amasarme la concha a través de mi pantalón. Me mojaba. El contacto de mi calzón escurridizo contra mis labios íntimos era riquísimo. En lo que pareció ser un paso de baile, nos encontramos pecho contra pecho y, por fin, nuestras bocas se juntaron. ¿A ustedes ya les ha pasado sentirse crecer y enredarse con alguien, como si fueran dos hiedras que se juntan para volverse imposibles de desenmarañar? Pues así nos veía. Juntábamos ramas, mientras nuestras lenguas se acariciaban con un amor que nos sorprendió a los dos. ¿Tanto nos queríamos?

Durante estos minutos no dijimos nada, creo que tampoco nos miramos, formábamos una sola entidad cuyos gemidos de animales golosos se perdían en la penumbra y entre los carros estacionados. Alejandro desabrochó mi pantalón y, llevando mi calzón con él sin más preámbulos, lo bajó hasta mis rodillas. Apenas tuve el tiempo de sentir el aire fresco correr sobre mi culo que abandonó mi boca, bajando repentinamente entre mis piernas. Sentí el contacto suave de su barba contra mis muslos y lo cálido de su lengua que entreabría delicadamente mis labios. Abrí las piernas lo máximo que podía, limitada por mi jean. Empezaba a experimentar el vacío insoportable que acompañaba las ganas de ser penetrada. No lo sabía, pero iba a tener que aguantar un rato antes de que satisficiera estas ansias mientras cumplía con otras, más elaboradas y perversas, y que él era el único capaz de provocar en mí. Con lengüetazos de gatito tomando su leche, lamía mis carnes tiernas, saboreando cada gota de mi jugo.

—Este coño… ¡Joder!

Alejandro se deleitaba. Desde la primera vez que me había probado, mi entrepierna era para él un 3 estrellas de la guía Michelin. Rendía un culto a mi sabor con una devoción de beato, embardunándose copiosamente la boca, las mejillas y su hermosa barba negra con mis líquidos cada vez que se le daba la ocasión. Sentí que mis piernas se debilitaban a medida que mi placer subía. Apoyé mi espalda en mi carro para estar más cómoda y volví a cerrar los ojos. Fue el momento en el cual decidió pasar a una velocidad superior, anhelaba más que todo sentirme venir y sabía exactamente cómo. Presentó lo que me pareció ser tres de sus dedos en la entrada de mi concha. Es mucho para empezar, le voy a pedir que sea más paulatino…, pensé. Pero apenas los hizo entrar un poco que solo tuve ganas de que me los clavara profundamente. Conociéndome perfectamente, los dejó así, con una falange metida, ya que dejarme insatisfecha hasta que él lo decidiera era sur juego favorito. Gemí un poco, moviendo mis caderas y tratando de bajar para que sus dedos me penetraran más. Había despegado su boca de mi intimidad para levantar la cara y mirarme.

—Te extrañé, amor.

—Uy… No tanto como yo —le contesté entre dos suspiros.

Su boca se pegó de nuevo contra mi intimidad. Empezó a aspirar levemente mi clítoris y mi placer se duplicó. Flexioné un poco las rodillas para bajar más sobre sus dedos, Alejandro acompañó mi movimiento, entrando más. Una vez tuvo sus dedos completamente metidos los empezó a mover, imitando el gesto de un “ven aquí” dentro de mi concha. Sabía que me podía sacar orgasmos muy potentes de esta manera, acompañados por una cantidad considerable de líquidos. Me invadió un calor intenso, subiendo de mi culo hasta mis mejillas. A la delicia de sentir cómo sus dedos me llenaban, se añadía una tremenda sensación de ganas de orinar. Algo chorreaba lentamente en la parte interior de mis muslos. Alejandro había soltado mi clítoris y miraba con satisfacción la palma de su mano empaparse.

—Muy bien… así, muy bien… —susurraba —¿te vas a correr para mí?

“!Sí! y me voy a mear encima si sigues así…” pensé mientras solo salían de mi boca unos gemidos que trataba de contener.

—No te he escuchado, ¿te vas a correr para mí?

—Sí, ahora… —estaba a punto de explotar.

—Ah mira… —fingía estar sorprendido con un falso candor en el tono, —¿te vas a correr para mí porque eres mi puta?

El solo hecho de escuchar esta frase terminó de ponerme por completo. Me avergonzaba y gozaba como una loca. Nunca hubiera aceptado esta palabra de otro. Pero Alejandro… Alejandro me cachaba con sus dedos en un estacionamiento subterráneo y estaba a punto de hacerme venir, sacándome muchos fluidos que seguramente iba a tragar ávidamente. Se escuchó mi respuesta en un suspiro hondo mientras él abría la boca y aplicaba su lengua contra mi concha para beberme. La onda del orgasmo me provocó un squirt abundante que él, sin sorpresa, sorbió enseguida, aspirando lo más que podía con gemido ronco de animal satisfecho. Le daba de beber en su copa favorita cada vez que me lo pedía. Con los muslos brillantes de líquidos y el clítoris hinchado, listo para otro turno, estaba dispuesta a hacer lo que él quisiera para satisfacerlo. Me la hubiera podido meter en el culo en el parachoques del carro si le hubiera dado la gana. Lo hubiera ayudado, lubricándole la verga con una buena dosis de saliva mía, de rodillas entre las manchas negras de aceite en el piso de cemento, con el calzón bajado. Sí, era su puta.

Retiró sus dedos con delicadeza y se puso de pie chupándolos.

—Qué rico regalo de reencuentro me hiciste, amor.

Subió mi calzón y mi jean, y me abrazó con ternura.

—Vamos subiendo, que nos espera una cama confortable donde vas a poder descansar.

Recogí mi cartera que había caído en el piso y nos dirigimos hacia el ascensor, llevándonos de la mano. Me sentía ingrávida, Alejandro me había hecho entrar en una nueva dimensión.

La habitación era luminosa, con una cama acogedora y unas sábanas blancas que invitaban a disfrutar de su caricia sobre una piel desnuda. Una vez la puerta cerrada, nos abrazamos con fuerza y nuestras bocas se volvieron a juntar. Me apretaba como si me hubiera querido romper los huesos. El amor me molía. Agarré su polo y se lo quité, descubriendo el pecho que tanto había extrañado. Me pareció que había adelgazado pero su piel no había cambiado. Era exactamente como la recordaba y, como si mis manos llevaran el molde de cada uno de sus poros, sus hombros, su pecho y su espalda volvieron a colocarse con exactitud en la yema de mis dedos. Reanudando con los clásicos del cine romántico, mi boca bajó lentamente, entreabierta, besándole el cuello, el pecho y la panza hasta llegar a la cintura de su jean. Mi lengua, al rozar su fina piel, había dejado un camino ligeramente húmedo. Desabroché el botón e hice bajar el cierre de su bragueta, que se abrió sobre un bulto duro y contenido por la tela delgada de un bóxer azul. Mi boca estaba a unos milímetros de su verga, me pareció sentir su calor irradiar mis labios. Mis ganas de hacer crecer el deseo de Alejandro fueron más fuertes que las de meterme su verga hasta la garganta y la besé suave y castamente. Me puse de pie y regresé a sus labios, estábamos hirviendo.

—Quiero verte desnudo —le dije.

—Lo que tú digas.

Se quitó lo que le quedaba de ropa con una sonrisa cómplice y se echó en la cama. A sus cuarenta y cinco años, su cuerpo seguía siendo una invitación a la más grande lujuria. Lo hubiera recorrido con la lengua de los pies a las orejas, pero primero lo quería devorar con los ojos. Al lado de la cama, mi excitación crecía y me aturdía mi posición de dominación voyerista. Yo, vestida y de pie, mirándolo a él, desnudo y echado, a la espera del más mínimo de mis gestos. Después de detenerse unos segundos en la hermosa multitud de pecas que tenía en los muslos, mi mirada se había quedado en su verga en erección, el pedazo de carne más apetitoso que podía existir. Me mojaba y sentía mi clítoris hincharse, lo deseaba como nunca y lo quería disfrutar de todas las formas posibles, empezando por algo a lo que yo era aficionada en particular.

—Me gustaría que te tocaras.

Ustedes lectores ya saben que ver a un hombre a quien le tenía ganas mientras se masturba era una de mis perversiones favoritas, más aún si lo hiciera mirándome. No me contestó y su mirada, de repente oscurecida por el morbo, se clavó en la mía. Su mano derecha se dirigió hacia su verga y empezó a acariciarla levemente, sin dejar de mirarme. Sus dedos envolvían su sexo duro y se movían lentamente de arriba hacia abajo. Me estaba provocando con esta paja ligera que me frustraba mucho más que a él.

—Quiero que lo hagas más rápido.

—Para eso, tendrías que lubricármela —me contestó, señalando su lengua con su otra mano, para que me quedara claro que no esperaba un tubo de gel.

Me arrodillé al lado de la cama para estar a la altura de su verga. Me acerqué abriendo la boca. Alejandro estallaba de júbilo. Pese a fingir cierto desinterés, no se moría por una buena mamada mía, sino francamente por cacharme la boca al límite del ahogo, mirando mi saliva chorrear de mi boca. Como a una buena perrita, así me quería. Mi mirada se volvió traviesa y saqué mi lengua para lamerlo, pero me detuve. En su punta, una perla transparente de líquido brillaba. Cerré la boca y me eché un poquito hacia atrás con una sonrisa de satisfacción cruel frente a su desconcierto, antes de escupirle una buena cantidad de saliva en la verga. No sé si era de placer o de frustración, pero su gemido terminó de prenderme.

—Ya está.

—Falta un poco —me tendió la mano con la palma hacia arriba.

¡Un maestro, les digo! Si no leía mis pensamientos, entonces estaba segura de que tenía la capacidad de ver a través de mi ropa que mi calzón se había convertido en charco. Bajé mi pantalón y mi ropa interior, que se quedó unida a mi concha por un hilo viscoso. Alejandro lo recogió con un dedo y lo llevo a su boca.

—Eso será perfecto —dijo, satisfecho, después de probar mi humedad.

Su mano se pegó contra mis labios íntimos y, apartándolas apenas, recogió allí el jugo de la excitación que me provocaba. Sonrió al ver mi cicatriz, con una breve mirada tierna que contrastaba con sus gestos deliciosamente obscenos.

—Sandra, es realmente bonita esta cicatriz. Parece una sonrisa.

No me dio tiempo de contestarle que a mí me hacía pensar en el muñeco Jack, regalándome un espectáculo que me quitaba el habla. Alejandro se masturbaba mirándome a los ojos con la mano lubricada por mis propios fluidos. El gesto era preciso e insistente, sus dedos encerraban la parte alta de su sexo, se deslizaban perfectamente y, a cada movimiento hacia abajo, se descubría su glande brillante e hinchado. Controlaba perfectamente su placer, haciéndolo crecer paulatinamente, con la boca entreabierta que me dejaba adivinar su lengua. Morbo puro. Me excitaba hasta un punto que nunca había alcanzado solo por mirar. En unos segundos, había superado a todas las películas porno que más me encendían. Bajé mi mano y empecé a tocarme también, tratando de controlar mi gesto al igual de él. No quería venirme todavía, pero Alejandro aceleró su gesto, sin dejar de mirarme. Entre su jadeo que empezaba a escucharse y su verga recta y dura como un palo que parecía a punto de explotar, acabó con la contundencia que yo fingía. Luchando para no meterme dedos y presionar de una vez mi clítoris para llegar al orgasmo, terminé de quitarme la ropa bajo la mirada voraz de mi amante. Me subí en la cama, casi temblando de ganas, y me instalé a cuatro patas, dándole la espalda.

—Oh mira… Mira quién se está poniendo muy perra… —comentó con una voz melosa y burlona.

—Quiero que me la metas —le contesté, arqueada y abriendo las piernas.

Ya quería dejarme llevar, abandonarme a sus cuidados expertos y dejar que me guiara hasta el colmo. Se acercó, agarró mis nalgas y su lengua me recorrió de la concha hacia el ano. Se me escapó un gemido. Alejandro repitió el movimiento varias veces, la saliva que cargaba su lengua se mezclaba con mis fluidos, seguramente su barba se empezaba a mojar. Cada recorrido de abajo hacia arriba terminaba con unos lamidos cada vez y más insistentes en mi ano. La punta de su lengua me abría suavemente. Bajé mi pecho y dejé descansar mi cabeza en mis antebrazos. En esta posición, mi culo se veía aún más expuesto, parecía rezar para estar cachada. Sentí que uno de sus pulgares reemplazó a su lengua en la entrada de mi ano, para que se quedara entreabierto y listo para entrar más profundo si se lo pidiera. Pasó la punta de su verga entre los labios de mi concha, jugando a que se deslizara entre ellos sin penetrarme. Moví mi culo para tratar de sentarme y hacerlo entrar. Para mi más grande satisfacción, no se echó para atrás y me dejó empalarme lentamente en su sexo, jadeando. Su pulgar entró por completo en mi ano al mismo tiempo y Alejandro empezó a mover sus caderas, penetrándome profundamente.

Por fin, mi concha podía tragarse su verga. Me llenaba y se escuchaba el delicioso chasquido líquido que le encantaba. Su mano libre agarró una de mis tetas firmemente, la amasó un breve rato y empezó a pellizcar mi pezón. Al mismo tiempo, y sin dejar de cacharme, me clavó por completo su pulgar en el culo sin encontrar resistencia. Me avergonzó la docilidad de la parte más íntima de mi cuerpo, que traicionaba una creciente y nueva afición para el sexo anal. Parecía dirigir mis caderas para que me moviera sobre su verga con este dedo anclado en mi ano. El ligero pero agudo dolor que provocaba en mi pezón entró en resonancia con el estímulo de mi ano, como si estuvieran conectados por unos hilos tensos e hirvientes.

—Tu culo se abre solito… ¿luego me dejarás metértela por ahí? —me preguntó entre dos respiros hondos.

Alejandro estaba obsesionado por el sexo anal conmigo, probablemente porque solo una vez lo había dejado cacharme el culo, para quedarme con algo precioso que no se le entregaba automáticamente. Me satisfacía hacer crecer sus ansias a distancia, mandándole el tipo de fotos que le obligaban a salir corriendo de su despacho para ir a masturbarse en los baños de su oficina: las de mi culo ocupado por el plug que me había regalado o por otros juguetes más contundentes. A su pedido, también le comentaba cuando mi novio me la metía, insistiendo en los detalles más obscenos. Lo dejaba por ejemplo imaginar cómo gozaba de una doble penetración, la concha ocupada por un dildo y el culo abierto, chorreando de gel y cachado a lo loco por una verga gruesa. La sola idea de que me la metiera ahí me dio tanto morbo que un par de caricias firmes en el clítoris eran lo que me faltaba para llegar al orgasmo.

—Vida… me voy a venir… —le dije, mientras empezaba a tocarme.

Paró sus movimientos, manteniendo su dedo en mi culo y jalando mi pezón más fuerte. Mis dedos corrieron entre mis labios, masturbarme con su verga metida era una delicia.

—Córrete para mí…

Mi gemido le contestó, ronco y animal, mientras una ola de placer se derramaba en mi cuerpo.

Me dejé caer en la cama bocarriba, sonriendo al techo con los ojos cerrados. Alejandro se acercó, me besó largamente, cortándose para pronunciar palabras de amor que terminaron de derretirme. Su ternura repentina, que volvía a descubrir a cada uno de nuestros encuentros, no dejaba de sorprenderme, pasaba con una facilidad y una naturalidad desconcertantes de un extremo a otro. Me acariciaba suavemente el vientre, dibujando círculos alrededor de mi ombligo. Su mano bajó un poco más y sus dedos recorrieron mi cicatriz, lentamente.

—Me encantaría preñarte, no tienes idea.

—Sí tengo… —le dije sonriendo, —a ti te da morbo, pero a mí me parece bonito.

Los dos sabíamos que era imposible, lo que nos dejaba espacio para desarrollar esta fantasía a gusto.

—¿Te acuerdas que te había dicho que me quería correr en tu panza enorme mientras estabas embarazada?

—Sí, ahí entendí que tu perversión tenía límites muy remotos, o que no los tenía en absoluto.

La mirada de Alejandro se oscureció a medida que una sonrisa casi inquietante iluminaba su barba. Estaba claro que se le acababa de ocurrir alguna idea excesivamente cerda, lo que, obviamente, me volvió a encender. Se enderezó y se puso a horcajadas sobre mí, de modo que su boca estuviera a la altura de mi pubis y que solo le faltara bajar un poco las caderas para que su verga entrara en mi boca. Después de besar mi cicatriz con delicadeza, su boca bajó un poco más y su lengua se hizo un camino entre mis labios íntimos, todavía húmedos de mi goce precedente. Teniendo sus bolas a la altura de mi boca, las empecé a lamer, recorriéndolas por completo. Me esmeraba por cubrirlas con una importante cantidad de saliva y las sentía tensarse, reacción en cadena de la violenta erección que tenía. No iba a resistir mucho a las ganas de metérmela en la boca.

Nuestros lamidos recíprocos duraron un largo y delicioso momento, hasta que yo decidiera pasar a una velocidad superior. Abrí la boca para invitarlo a entrar y hacerle entender que quería más. Reaccionó rápido y correctamente, y empezó a cacharme la boca como los dos esperábamos. Su verga se deslizaba con vigor entre mis labios, guiada por mi lengua medio sacada, hacia la entrada de mi garganta, cálida y acogedora. Sabía que también quería sensaciones más intensas y sus labios se posicionaron sobre mi clítoris y lo empezó a succionar. Me arqueó un placer vivo y repentino, lo que tuvo como resultado hacer entrar por completo su sexo en mi boca. Nuestros suspiros ahogados se respondían y escucharlo me arrechaba más aún. Entonces, cuando me metió dos y, a mi pedido, tres dedos para acompañar su succión, exploté una vez más, con su verga profundamente clavada en la boca.

Este último orgasmo mío lo hizo gemir tan fuerte como yo, estaba muy cerca de venirse también. Se retiró de mi boca y empezó a pajearse rápidamente, quedándose en la misma posición, con sus nalgas justo arriba de mi cara. Mi lengua se aventuró hacia su ano, prodigándole tímidamente al inicio, la caricia más suave que se pudiera esperar. Exploraba el umbral de su más profunda intimidad, atreviéndome a forzarlo apenas con la punta de mi lengua, animada por sus gemidos, cada vez más fuertes y roncos, a medida que su masturbación se aceleraba.

—Uy… zorrita mía… ¡me voy a correr! —me dijo.

La punta de mi lengua se hizo más dura y entró apenas en su ano que cedió en el momento en que llegó al orgasmo. Un grito de placer resonó en la habitación y sentí su leche caer sobre mi vientre.

Volvió a sus cabales y se sentó a mi lado mientras permanecí echada, paralizada por el placer y la felicidad. Con uno de sus dedos, recogió algo de semen que chorreaba en la sonrisa que llevaba en la panza desde que era madre y lo llevó a mi boca.

—Es aún más bonita así, esta cicatriz, —me dijo, fingiendo la expresión de un artista satisfecho de su obra.

Lamí su dedo sin contestarle y con cierta gula, había extrañado su sabor. Alejandro me había llevado una vez más hacia un morbo exquisito, cumpliendo con nuestras más inconfesables fantasías.

En este momento, nunca hubiera imaginado que estábamos todavía bien lejos del máximo de nuestras capacidades y de nuestra imaginación…

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