Capítulo I: “La búsqueda”
Capítulo II
En el subterráneo
Moní vio pasar por la ventana del vagón la estación en la que ella e Isa tendrían que haberse bajado. Con una sonrisa y cruzando la pierna delicadamente, tomó asiento frente a Mario. Isa tomó el asiento junto a él, de manera que lo tenían más o menos acorralado.
—Creo que no quería saludarnos —le dijo Moní a Mario, mientras terminaba de sentarse y se acomodaba la falda del vestido negro, para que le llegara a las rodillas, y el chalequito guinda, para que ajustara a los hombros.
—¿Por qué no querría saludarnos? —le dijo Isa a Moní, aunque su diálogo iba dirigido a Mario.
—Quizá por la forma en la que renunció: no abandonó, ¿verdad?
—Hola, chicas —contestó finalmente Mario, con una sonrisa tensa y ligeramente triste. —Lo lamento. Los lentes ya no corrigen demasiado mi vista, y sólo cuando se me acercaron estuve completamente seguro de que eran ustedes. ¿Cómo han estado?
—¡”Chicas”! —exclamó Moní, falsamente ofendida, llevándose una mano abierta al pecho. —Ya no se acuerda de nuestros nombres.
—Moní. Moní e Isa —contestó Mario con confianza y sin prisa.
—De ti no es raro que se acuerde —dijo Isa. —Eras siempre la mejor alumna en todas las clases.
—En la suya no, ¿verdad? —le reprochó Moní; de pronto, en medio del juego le había aflorado un sentimiento real y olvidado. —Usted tenía otros favoritos.
—No lo sé. En todo caso, sabía que tú escuchabas alguna parte de la clase, Moní. Y eso te lo agradezco —dijo Mario. Su voz, como su sonrisa, era triste. ¿Por qué era triste? El misterio (el misterio y no el sentimiento) amansó un poco el carácter de Moní, que volvió a sonreír.
Isa jugaba con su rubio cabello al hombro. La sonrisa le había redondeado las mejillas otra vez. Sus muslos, en ajustados pantalones de mezclilla negra, señalaban a los muslos de Mario, pero sin tocarlos. Moní, por otro lado, movía ligeramente la pierna derecha, en la que tenía apoyada la izquierda; el ritmo hacía temblar el encaje de su vestido negro. Ese temblor de las piernas, que a Mario siempre le había comunicado ansiedad, en Moní parecía implicar satisfacción y, quizá, un poco de coquetería.
Las chicas iban de fiesta, pensó Mario. El vestido de Moní no tenía tirantes: estaba detenido solamente por la notable turgencia de su pecho. Su pierna vibrante terminaba en un zapato abierto, negro y casi sin tacón, que brillaba enceguecedoramente bajo la luz artificial del subterráneo. Isa, por el contrario, llevaba, además de aquellos pantalones, una blusa negra. El escote, profundo pero estrecho, dejaba ver una franja de ambos pechos hasta un poco más abajo de la mitad. Y, en torno al escote, la blusa tenía tantas orlas y tan garigoleadas, que el torso de Isa parecía el capitel de una columna antigua.
—Ustedes van de fiesta —terminó por decir Mario.
—No exactamente de fiesta; solamente a un bar, a pasar el tiempo. Y lo llevaremos a usted, si todo nos sale bien —dijo Isa, sin inmutarse.
—Es decir, que nos gustaría mucho que nos acompañara —corrigió Isa, que por alguna razón se sentía incómoda con el tono de Moní
A partir de aquí, a Moní las cosas empezaron a parecerle confusas. Ante Mario, Moní ganaba confianza, autoridad y sarcasmo. Mientras más hablaba, más se volvía la Moní que había sido años atrás. Por otro lado, la Isa confianzuda y libidinosa que había conocido los últimos meses parecía haber retrocedido, y dado paso a la otra Isa, la que sonreía en la clase de Mario como si así pudiera decirle algo, como si se le fuera la vida en ello.
Por lo demás, era extraño. ¿Qué era exactamente lo que pretendía Isa? Antes creía haberlo entendido, pero ya no estaba segura. Cuando le dijo “por favor; las dos; entre las dos podemos más”, Moní recordó una fiesta en casa de un excompañero de la preparatoria, hacía poco menos de un año.
En el pasado (o Una mano lava la otra)
La fiesta estaba llena de universitarios desconocidos para ella, nuevos amigos de Isa. Moní, que ya no convivía con ese círculo día a día, era la novedad y pasó la noche cortejada intermitentemente por una decena de personas. Había entre ellos un chef, alto, esbelto, fuerte de brazos y de mandíbula, con una barba poblada y profundamente negra. El sujeto le preguntó toda clase de cosas inoportunas: a quiénes conocía (“nada más no me digas que eres novia de alguien”), cómo se la estaba pasando (“porque siempre hay que pasársela mejor y mejor, ¿ve’á?”), qué edad tenía (“no vaya a ser que haya problema, ¿ve’á?”). Malas preguntas todas ella, porque tenían que preguntarse gritando, para que la voz se sobrepusiera a la música. Moní, para cuando podía contestar, estaba harta de tratar de oír.
—¿Y tú qué estudias? —le preguntó el sujeto, cuando se le acabó su guión para ligar. Moní le respondió qué estudiaba. —Ah, ¿y eso que es?
Moní intentó describirle qué había estado estudiando esa semana. Balanceaba su caballito vacío de tequila para ordenar sus ideas; y terminó bastante emocionada, hablando con una voz aguda y sorprendida ella misma de cuánto estaba disfrutando su carrera. El sujeto la interrumpió para preguntarle si quería otro tequila y, aunque ella dijo que no, él fue a servírselo.
—¡Qué suerte tienes! —se acercó a decirle Isa.
—¡Qué! —le preguntó a gritos Moní, que no la había escuchado.
Las amigas salieron a un balcón que les daba, al mismo tiempo, el silencio que quería Moní y la secrecía que quería Isa.
—¡Qué suerte tienes! ¡Javier!
—Ah, sí. Personas así nos enseñan lo que es la suerte. ¡Imagínate ser su santa madre!
—¿Eh? Ahj, tú siempre con esa cara. Me refiero a que está muy, muy… decente digamos. Cogible, pues. Y parece muy clavado contigo.
—Supongo que tú lo has estado viendo —sugirió Moní. —Échatelo tú, a mí no me interesa. Su carita todasmías me parece detestable.
Cuando Isa iba a contestar, Moní lo repensó. Era cierto que el sujeto le pareció detestable; pero era falso que no le interesaba. En realidad, le parecía agraciado. Sin embargo, no le parecía que pudiera mostrarle la devoción que ella exigía; ese carácter desenfadado había que castigarlo.
—Espera. Tengo una idea.
—¿Lo mando llamar, le haces la plática un rato, te le ofreces un poco, cuando estés harta te vas y me lo dejas a mí, listo para el ruedo? —preguntó Moní, como recitando de memoria.
—Bueno… sí. Pero ¿cómo supiste que esa era mi idea?
—No lo sabía. Más bien era lo que yo quería proponerte desde el principio.
Y, en efecto, eso fue lo que hicieron. Isa mandó llamar al tal Javier. Moní lo encontró ligeramente más agradable sin la música; lo obligó a escuchar de nuevo su semana en la universidad, una vez que comprobó que el tipo no la había escuchado en lo absoluto. Y mientras lo hacía, jugaba a abotonar y desabotonar los puños de las mangas de él; luego, pasó al cuello de su camisa. Después de espiarlos un momento, Isa cerró las cortinas que daban al balcón y se quedó de guardia.
—Eres hermosa —le dijo él.
—También tú eres hermoso. Creo que eso es parte del problema —contestó ella, mirándolo a los ojos. Su voz era tierna, y el tal Javier, acostumbrado a relacionarse con las mujeres sólo por sus tonos, ni se dio cuenta que lo estaban insultando.
Sus cabezas se fueron acercando, imantadas por los labios, pero Moní no consintió que se besaran. Con su labio inferior, tocó el labio superior de él, lo raspó poco a poco, y cuando los labios del Javier querían cerrarse como pinzas sobre el dulce pétalo de Moní, ella se retiraba, veloz como una liebre. Después de que el sujeto probara su desesperación, intentando besarla varias veces, Moní cambió de estrategia y tomó, entre su lengua y su labio, el labio inferior de él. Ningún hombre se había opuesto a tener la lengua de Moní en el labio, y ella sabía que eso era suficiente para desactivar todos sus intentos. Roces y lengua, y jamás el chasquido de un beso. El sujeto la tomó del antebrazo y la acercó hacia él. Ella lo tomó del otro antebrazo e hizo lo mismo, para que él no la tuviera asida, sino que fuera una especie de abrazo. El miembro del Javier se había erguido incómodamente, y, como era más alto, Moní no sintió presionar no en la entrepierna sino en el estómago.
—¡Y ni nos hemos besado! No corras tanto, o vas a llegar muy pronto. ¿Que no has oído eso de que “el destino es el viaje”?
—¿Eh? —preguntó el Javier.
—Digo que ésta —y Moní tomó el miembro del Javier con la mano con la que no lo tenía agarrado del antebrazo —se levantó muy pronto.
—Es por tu culpa —dijo él, escapándosele, de la sorpresa, un bufido.
—¿Culpa? ¿De dónde sacan los hombres esas idioteces? Es por mi causa, a lo mejor. Causa, ¿sí? Son dos conceptos muy distintos. Ahora, vamos a seguir un poco, pero si me da cualquier problema, se acaba, ¿correcto?
Moní abrió el pantalón del sujeto y sacó su miembro por el hoyo de un boxer gris y viejo. ¡Y no sin dificultad! Cuando por fin pudo sacarlo, la muchacha lo inspeccionó cuidadosamente: no sabía que tan preocupada estaría Isa por la salud del fulano, y era mejor evitarse problemas. Saludablemente rosa y morado, terso, de una anchura que hasta a Moní le parecía deseable. Todo parecía estar en orden. Entonces, Moní masturbó el glande vigorosamente, dándole vueltas en su palma. Después de algunos segundos, el sujeto intentó presionar sus hombros para que Moní se hincara.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Quiero sentir tu boca, Mónica.
Moní no se llamaba Mónica, pero eso era lo de menos. El sujeto había sellado su suerte. Moní también se había calentado, y podría haber considerado incumplir el plan de Isa y cogérselo en el mismísimo balcón, si el sujeto no la hubiera seguido empujando después de que le preguntó “¿qué haces?”. Pero, de cualquier manera, Moní siguió masturbando al sujeto, pasando ahora al tronco, para poder ser más rápida, sin temor a que acabara de pronto. Le dijo:
—Mira cómo estás. ¿Crees poder aguantar? Porque después aún me tienes que coger.
—Prometo que sí —contestó el sujeto.
—¿Y si no puedes?
—Podría masturbarte toda la noche. Pero, por favor, necesito sentir tu boca.
Feliz con esta pequeña victoria, Moní hizo ademán de bajar, pero se detuvo.
—Con una condición. Ahora vas a salir del balcón, irás al baño, te lavarás con mucho cuidado y regresarás aquí. No se te bajará en el camino, ¿verdad?
—¡Dios, no! Antes creo que seguirá subiendo, sólo de pensar en ti —dijo el sujeto, que estuvo a punto de entrar a la fiesta sin haberse guardado el miembro en el pantalón.
Cuando Moní lo vio entrar al baño, le habló desde afuera a Isa, que seguía en la puerta
—¿Cansada de montar guardia? ¿Quieres montar otra cosa?
—Odio tus juegos de palabra, ¿sabes? —le contestó Isa. —¿Cómo está él?
—Está bastante bueno. Estuve a punto de cogérmelo. Métete al balcón y espera a que regrese. Dile que me fui.
Cuando el Javier regresó al balcón, Isa lo saludó agitando la mano. Javier estuvo a punto de correr a la fiesta, para ver dónde estaba Moní, pero Isa le dijo con una voz fuerte:
—¿Moní? Se fue. Creo que la espantaste.
—No, no. Ella… —masculló Javier —¿Ella dijo eso? ¿Dijo algo?
—Yo sólo la vi irse, y me despedí a lo lejos. Parece que llevaba prisa. ¿Será eso lo que la incomodó? —dijo señalando el bulto de Javier, que no se había bajado ni con la mala noticia. Por primera vez en la noche, el tipo se sonrojó, y se dio la vuelta.
Isa lo abrazó por atrás. Sus generosos pechos se amoldaron a la espalda de Javier, y la mano de ella se deslizó por el brazo de él, hacia su entrepierna.
—Soy tu compañera de clase desde el semestre pasado. ¿Cómo me llamo?
Como Javier no contestó, Isa retiró su mano. Él musitó algo que a ella le sonó como “perdón”, y de nuevo tomó su miembro. Igual que lo había hecho Moní, Isa lo masturbó. Pero, desde atrás, desde su espalda, la masturbación de Isa era más exacta que la de Moní (Javier pensó que esa mano parecía conocerlo tan bien como su propia mano), y los pechos de Isa le daban una encanto especial a la escena. Javier quería verlos. A diferencia de los de Moní, enormes para las proporciones de la chica, los de su amiga se ajustaban perfectamente a su cuerpo, armoniosamente robusto y abundante en las partes perfectas.
—Quiero verte —dijo él.
—Aquí no. En un cuarto —contestó ella.
La victoria de Isa fue atravesar la fiesta llevando de la mano a un sujeto tan carita, tan convencionalmente guapo, y meterse con él a uno de los pocos cuartos que, para esa hora, estaban desocupados. La cara era grande y tenía un número absurdamente grande de habitaciones para cualquier tontería. En una de ellas, probablemente del jefe de familia, había un sillón ergonómico enorme como un trono, largos libreros llenos de enciclopedias y libros de derecho que nadie parecía haber leído nunca, y un escritorio estúpidamente grande, que ocupaba casi la mitad del cuarto, que estaba coronado en cada esquina por una estatua que representaba a un general valeroso sobre un caballo encabritado y tenía un reposapiés debajo.
Isa se sentó en el sillón ergonómico y Javier se paró en el reposapiés. La muchacha se quitó el pasado suéter que traía en ese momento, debajo del cual estaban, retenidos por un brassier deportivo, dos pechos blanquísimos. Isa animó a Javier a acercarse y le quitó el pantalón, ahora completamente. Después de probar la dureza del pene entre sus manos, empezó a besar el tronco. Luego, usó la lengua y, marcando una estela de saliva, recorrió el camino hacia el glande, que empezó a succionar con destreza. El novio abusivo que había tenido en preparatoria había ya quedado en el olvido, y le había dejado una sola cosa buena: mucha experiencia en el sexo oral. Isa sabía crear un vacío justo antes de romperlo pasando por encima la lengua, creando un pequeño chasquido que el hombre sentía en todo su cuerpo. Este truco, años atrás, a veces le había ahorrado tener que introducirse aquello hasta la garganta.
En este caso, eso no la preocupaba, puesto que Javier tenía la vida clavada en su brassier, y entre más diestramente mamaba Isa, más quería él quitárselo. Finalmente no resistió, y dobló su cuerpo para llegar con las manos hasta la espalda de Isa, sin salir de su boca. El resultado fue terrible, porque este movimiento casi lo tira del reposapiés. Javier no calló, pero para conservar el equilibrio, tuvo que bajar del reposapiés, y la mezcla entre excitación y vértigo lo obligó a sentarse en el piso. Isa rio hasta ponerse colorada, se quitó ella misma el brassier y subió sobre el cuerpo de Javier. Sus pezones tenían una aureola rosada y difusa, pero el montículo se había concretado y definido por la excitación; rozó con cada pezón el pene unas diez veces, y luego lo masturbó entre los pechos. Estando casi a punto de acabar, a Javier se le pasó por la cabeza la idea de que se estaba cogiendo una nube divina , encarnada en una hermosura rubia y recubierta de terciopelo.
Isa se dio cuenta de que era ahora el momento, y sin preguntarle nada, se quitó el pantalón y lo montó. Fue impetuosa y un poco imprudente, porque Javier era un poco más largo de lo que ella profunda, y el primer golpe de su verga, producido por la caída de ella, la lastimó un poco. Como fuera, siguió casi con la misma intensidad, porque, en ese momento, el dolor no se distinguía claramente del placer. Javier, por su parte, hacía movimientos un poco erráticos tratando de seguir el ritmo. Y mientras, él se daba a lo que le gustaba: nalguearla delicadamente y separarle la nalgas para sentir una penetración más libre y más fluida.
De pronto, por una especie de iluminación divina, se le ocurrió a Javier mirarle a Isa la cara (y, por primera vez, no el sexo ni los pechos). Vio que tenía los ojos en blanco. Para cuando él se dio cuenta, Isa estaba teniendo, quién sabe desde hacía cuánto tiempo, un orgasmo largo, sutil y apagado. Se había quedado como trabada en esa primera parte del orgasmo que es un anuncio, una premonición —es parte de la que las parejas de los hombres precoces suelen no pasar nunca. Javier entonces se irguió para besarle bruscamente los pechos. La idea fue ganadora, puesto que las paredes de Isa se contrajeron y se le escapó un quejido prolongado. En el movimiento, patearon el escritorio, y uno de los jinetes se cayó y se rompió. Isa estaba ida por el orgasmo, y Javier demasiado caliente como para darle importancia. Como él no había terminado, tumbó a Isa de espaldas y la penetró misioneramente. Era algo que hacía para sí mismo; Isa yacía lánguida y Javier le daba con la energía que le quedaba. Duró poco más, y apenas pudo salir para terminarle en el estómago. Isa no se habría arriesgado: en realidad tenía diu, pero siempre le daba curiosidad cómo reaccionaban los hombres antes de venirse.
Después de disfrutar el sopor que sigue a encuentros así, se vistieron y acordaron que Javier saldría primero. Moní estaba esperando en la puerta y le dijo, muy en voz alta:
—¡Pero qué ruidoso eres! Me hubieras aturdido con tus quejidos si hubiera sido yo la afortunada.
Javier no supo qué decir.
—Mira, eres muy guapo, pero eres medio patán. Y, para mí, “medio patán” ya es patán suficiente. Me gustó tontear contigo; y a mi amiga le gustó cogerte. Todo en orden, ¿verdad?
Javier asintió con la cabeza y casi no volvió a decir nada el resto de la noche. En realidad, se portó bastante agradable y receptivo. A Moní jamás la contactó de nuevo, pero a Isa le escribía cada tanto con noticias personales y le daba pequeños regalos. Moní e Isa volvieron a intentar un par de veces la misma fórmula. Iban a un bar o a una fiesta, Moní seleccionaba a un sujeto de su gusto, y procuraba dejarlo listo para Isa. Sin embargo, Moní casi nunca llegaba a masturbarlos, y los hombres generalmente se iban, felices y excitados, pero solos, pensando que era mejor sentirse solamente halagados por dos chicas, que ser desfalcados por dos posibles estafadoras. Así pues, Moní e Isa cambiaron la técnica, y empezaron a coquetear con los hombres simultáneamente. A Isa le gustaba ver cómo la belleza de Moní los trastornaba y, aunque ya no cogían con ellos, normalmente se llevaban una noche de juerga gratis.
De nuevo en el subterráneo
Por estas razones, Moní no sabía qué era lo que quería Isa. ¿Quería que el profesor Mario corriera con los gastos? El portafolio desgastado y el saco de parches era una mala señal al respecto. ¿Quería volver al plan original? Eso tendría sentido, puesto que desde hacía años, Isa le tenía ganas a aquél hombre. Pero, en ese caso, ¿de dónde había salido ese “nos gustaría mucho que nos acompañara”? ¿Dónde estaba la nueva, atrevida Isa universitaria?
El profesor no vaciló en su respuesta, y en el segundo en el que Moní pensó todo esto, contestó:
—Hace un tiempo que no bebo, pero supongo que podría pedir un vaso de agua. Me gustaría saber qué ha sido de ustedes y disculparme apropiadamente por lo que pasó.
¡Ese desgraciado profesor, siempre hablando como el personaje de una novela victoriana! Al profesor (Moní se lo había preguntado) no le gustaba ese género, y hablaba idéntico. A ella le había gustado mucho ese género, y siempre le chocó cómo hablaba el profesor.
—Es que nosotras ya no sabemos a dónde ir —dijo Isa, entre risitas (tontas, según Moní). —La verdad, es que por venir a verlo nos pasamos de nuestra estación.
—Oh, lo lamento mucho. Si yo me hubiera acercado a hablarles, probablemente habrían bajado a tiempo —contestó el profesor. ¡Pero quién en su sano juicio dice “oh”! —Conozco un lugar por aquí, que es más bien un café que un bar. Debe uno sentarse en el piso, entre almohadones, y todo el lugar está a media luz. Pero, si eso no les molesta, creo que el café vale la pena.
Isa asintió enfáticamente con un saltito. Moní hizo un gesto de sospecha al ver como los ojos de Mario se posaban un segundo en el escote de Isa, esa preciosa columna antigua, para luego subir discretamente y clavarse con respetuosa atención en sus ojos.