En mi juventud, en mi etapa de punk errante, estuve una temporada en una pequeña ciudad universitaria. Allí llegué a entablar amistad con una chica estudiante de matemáticas. Es una carrera muy difícil, la chavala tenía mucho coco.
Se llamaba Esther y tenía 21 años. De complexión normal y de altura 1,65 m. Morena y de pelo muy largo y lacio. Con algún piercing que otro adornando su hermoso rostro.
Nos conocimos de marcha un sábado noche por la zona antigua, en uno de los pubs donde echan rock clásico. El caso es que se me acerca, me pide fuego, y comenzamos a romper el hielo. Esther iba muy mona aquel día. Botas camperas hasta la rodilla, minifalda vaquera y blusa con pronunciado escote.
Después de unas copas y varios bailes, la noche acabó con una buena sesión de sexo duro y guarro. Pero no es de esto de lo que quiero hablar hoy. Sino de lo que me contó ella, una vez que tuvimos confianza, de lo que hacía para sobrevivir y cubrir gastos.
Ella era desplazada y la beca que le otorgaban no le llegaba ni para satisfacer la mitad de lo que necesitaba para vivir con ciertas comodidades. Así que, decidió ejercer la prostitución de forma ocasional. Esther al ver que yo era un trotamundos y que no era natural de aquellas tierras, se abrió a contarme cosas que ni a sus amigas y compañeras de clase se atrevía a contar.
Durante un tiempo nos convertimos en amigos con derecho a roce. Pensar que yo gozaba de un cuerpo que otros debían pagar por catar me provocaba cierto morbo, y sobre todo me sentía muy afortunado. 30.000 pesetas de la época tenía que pagar el maromo de turno para disfrutar de los encantos de Esther durante una hora. Por menos tiempo y dinero ella ni se molestaba en bajarse las bragas. La verdad es que era toda una geisha y sus clientes quedaban tan encantados, que hasta le agasajaban con suculentas propinas.
Esther no tenía proxeneta ni chulo que la maleara. Ella ejercía en su propio piso compartido, se sentía más protegida. Casi nunca había nadie y en el caso de que así fuera, los pasaba como ligues ocasionales.
En una ocasión, en la que estábamos con el pitillo del post-folleteo, se animó a contarme una anécdota de cuando hubo una Convención de Dentistas en la ciudad y tres odontólogos contactaron con ella para follar los cuatro a un tiempo.
Esther tenía anuncios de contactos en varios periódicos y en ellos ponía un texto similar a este:
“Sofía, chica española de 21 años, alta y morena. Estudiante y casi virgen. Encuentros ocasionales. Tengo labios carnosos y pechos turgentes. Francés y griego natural. Busco hombres agradables y solventes. 30.000 ptas. una hora. Tl. xxxxxxxxx”.
Esther cita a los tres dentistas en su piso a una hora en la que sus compañeras están en el gimnasio (sería inadecuado presentárselos como ligues ocasionales), y se prepara para el encuentro. No quiere dar imagen de loba, prefiere utilizar poco maquillaje, vestir de forma recatada y aparentar ser una estudiante cándida y mojigata. Con este tipo de clientes de profesión liberal y tirando a conservadores, económicamente le rentaba más dar el pego de chica dócil. Las chicas demasiado agresivas les suelen inducir gatillazos.
Pero dejemos mejor que sea Esther la que en primera persona nos relate el encuentro.
La verdad es que los tres estaban de muy buen ver. Un poco estirados y sibaritas para mi gusto, pero para un polvo no estaban mal.
El caso es que nada más entrar en el apartamento comienzan a sobarme y a decirme lo buena que estoy. Nada nuevo para mis oídos. Ya sé que soy una diva.
Al pasar por caja para desembolsar las 90.000 ptas. correspondientes uno de ellos (el más alto y robusto), comienza a regatear:
–Si vas a estar con los tres una hora, ¿no deberías cobrarnos 30.000 ptas.? No creo que nos puedas dedicar de forma eficiente la atención debida a cada uno.
–Con la Diosa Venus no se regatea. Además, tranquilo, ninguno de los tres estará desasistido. Cada uno será servido sin esperar turno y sin perder tiempo. Con mi boca, coño o culo os tendré muy ocupados. Incluso con mis manos mantendría vuestros mástiles bien entretenidos. Además, el precio lo marca el número de maromos. El tiempo es un marcador secundario. No voy a cobrar lo mismo por follarme en una hora a un tío que por hacer un gang bang –le solté con cierto enojo.
Los otros dos lo comprendían y se sentían un poco molestos con el rata de su socio. Pero el avaro del grupo seguía refunfuñando “Aun así es mucho cobrar la tarifa máxima”, “Deberías de hacernos un pequeño descuento”, etc., etc. Yo decidí que a este maromo lo escogería como chivo expiatorio, víctima propicia, para con él practicar, utilizándolo como cebo, mis cochinadas despechadas.
Quisieron follarme de pie. Yo, entonces, me encaramé al más robusto. Mientras lo besaba y le comentaba que era un buen semental y que con él me sentiría bien cubierta, el hombre me la iba clavando en el chocho.
Por detrás se me acercó un segundo. Para ayudar al primero a mantenerme elevada en el aire me sujetaba por la espalda, mientras, me iba introduciendo por el trasero su pollón sin muchas delicadezas. Le daba igual si me dolía o no. En cuatro arremetidas me la calcó entera, chocando su pubis contra mis nalgas.
Así estuvieron un buen cacho de tiempo (ellos de pie sujetándome fuerte y follándome duro y yo como Santa Teresa, levitando). Sin posar los pies en el suelo me sentía en el Séptimo Cielo.
El tercero en discordia se había subido a una mesa para conseguir tener su polla a la altura de mi boca. Yo le pegaba lametazos y chupetones. Después le morreaba la boca al hombre que tenía enfrente para que saboreara, aunque fuera de forma indirecta, el rabo de su amigo. De forma alterna mamaba el rabo y después morreaba con furia a mi chivo expiatorio. ¡Ponía cara de no gustarle mi aliento al muy maricón! Jajaja.
A medida que se les iban cansando los brazos, la gravedad hacía mejor su trabajo al empalarme con más fuerza y en profundidad aquellos dos falos en el chochete y el ojete.
El hombre al que se la chupaba quiso intercambiar con el que me daba por culo.
Ni qué decir tiene que mi aliento cambió a peor. Si antes sabía a polla, ahora había que añadirle otro ingrediente más, el sabor a mi culo.
Mi víctima propicia, al que tenía a unos centímetros de mi cara y endosándomela en la almeja, intentaba hacerme la cobra, intento fallido. Conseguí meterle la lengua bien adentro de su garganta, morrearle con ganas su interior (dejándole buenos restos de mi saliva), durante unos 30 segundos y exhalarle con fuerza mi aliento. La cara de asco que puso el muy desagradecido era para fotografiarla, jajaja.
Ya cansado de ser el blanco de mis dardos, mi chivo expiatorio quiso cambiar de lugar. Escogió encularme. Al posicionarse detrás de mí creía él librarse de mis besos envenenados, ¡qué engañado estaba!
El hombre que estaba en mi boca ocupó mi coño y el que estaba en mi culo ocupó mi boca.
Mamo con ganas aquella polla recién salida de mi recto y en vez de besar, intercambiar saliva y juguetear con la lengua del que ocupaba mi coño y al cual tenía enfrente, me giro, pasando un brazo alrededor del cuello de mi víctima escogida, para sujetarme mejor, y vuelvo a pegarle unos buenos morreos al hombre que se quería librar de mi lengua y labios con aromas a verga y culo. La saliva que le pasé tenía color a café con leche, podrás adivinar el por qué.
–El sexo es muy esclavo y duro, no es un camino de rosas. En muchas ocasiones te deja muy mal sabor de boca, jajaja –le suelto con sorna.
Después de un buen folleteo intercambiando agujeros, pero sin cambiar de postura, y siempre morreándole a mi ya esclavo, deciden que me coloque de rodillas mientras ellos, de pie, se masturban con rabia. Se la machacan al tiempo que me recuerdan, como si una no lo supiera ya, lo zorra y golfa que soy.
El primero en correrse fue mi robusto chivo expiatorio.
–¡Toma, puta! Aclárate el aliento con mi esperma. A ver si así se te puede besar mejor –me soltó, mientras apuntaba todos sus chorros al interior de mi boca.
Los otros dos se corrieron prácticamente a un tiempo, llenándome el pelo y la cara de tal cantidad de lefa que daba el pego de emplasto cutáneo contra el acné.
Yo me dirigí a mi víctima propicia, lo agarré por el cuello y le di un morreo intenso aplastando mi cara contra la suya para restregarle el semen de sus amigos.
–¿Qué decías de mi aliento? ¿Es digno ahora para que me beses el día de nuestra boda? –le espeté con ironía.
Sus amigos se carcajeaban y le dijeron cosas como “Estas putas siempre se salen con la suya”.
Cuando Esther acabó de contarme esta anécdota, yo estaba tan salido que me la tuve que follar al instante. Sin olvidar, eso sí, el cunnilingus de rigor, que me sale muy bien.
Al morrearle el coño noté que ella también se había puesto muy cachonda con su propia narración, porque tenía el chumino empapado y chorretoso. ¡Como a mí me gusta comerlos!